domingo, 8 de noviembre de 2020

MES DE MARÍA INMACULADA - DÍA SEGUNDO

OFRECIMIENTO DEL MES A MARÍA INMACULADA
Postrados a vuestros pies y en presencia de Jesús, vuestro Hijo santísimo, venimos a ofreceros, ¡oh Virgen pura!, los homenajes de amor que traeremos a vuestras plantas durante el Mes que hoy comenzamos en vuestro nombre. Pobres serán nuestras ofrendas, e indignos de Vos nuestros obsequios; pero no miréis su pequeñez, para fijaros tan sólo en la voluntad con que os los presentamos. Junto con ellos os dejamos nuestros corazones animados de amorosa ternura. Sois Madre, y lo único que una madre anhela es el amor de sus hijos. Esas flores y esas coronas con que decoramos vuestra imagen querida; esas luces con que iluminamos vuestro santuario; los dulces himnos con que cantamos vuestras alabanzas, símbolo son de nuestro amor filial. Acoged, pues, benignamente nuestros votos, escuchad nuestros suspiros y despachad favorablemente nuestras súplicas. Obtenednos las gracias que necesitamos para terminar este Mes con el mismo fervor con que lo comenzamos, a fin de que, cosechando copiosos frutos para nuestra santificación, podamos un día cantar vuestras alabanzas en el cielo. Amén.
 
PRÁCTICAS ESPIRITUALES PARA EL MES
  1. Oír una Misa en honra de la Santísima Trinidad en acción de gracias por los favores otorgados a María.
  2. Saludar a María con el Angelus por la mañana, a mediodía y en la tarde.
  3. Sufrir con paciencia por amor a María, todo trabajo, aflicción o contrariedad.
DÍA PRIMERO: CONSAGRADO A HONRAR LA CONCEPCIÓN INMACULADA DE MARÍA
  
ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES
¡Oh María! Durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan, y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos, porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones: nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha, y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! Haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
 
CONSIDERACIÓN
Si Dios escogió a María por Madre desde la eternidad, convenla a su divina grandeza que fuese preservada del pecado que condenaba a muerte a toda la raza de Adán. Repugna a la razón y a la bondad divina., que el Hijo de Dios que venía a destruir el pecado, hubiera querido revestirse de una carne manchada en su origen. La pureza y la santidad por excelencia no podían habitar ni un solo instante en un tabernáculo en que el pecado hubiese dejado sus inmundas huellas y donde Satanás hubiere tenido su asiento y ejercido su imperio. Y ¿cómo podría ocupar la Reina del cielo el primer puesto entre todas las criaturas, después de Jesucristo, si habiendo estado sujeta a la desgracia común, era igual a todas ellas por el pecado y compañera de todas ellas en la participación de tan triste herencia? ¿Cómo los espíritus angélicos, criados y confirmados por Dios en gracia y justicia original habrían podido reconocer y aclamar por reina a la que había sido esclava de Satanás, de ese osado enemigo de la gloria de Dios que ellos habían arrojado del cielo? Y si los ángeles y nuestros primeros padres fueron criados en gracia, ¿cómo podía ser concebida en pecado aquella que estaba destinada a ser la Madre de Dios?
  
¡Oh triunfo incomparable de la gracia! Dios necesitaba para su Hijo de una madre digna, y hela ahí ataviada con todos los dones de la munificencia divina. Ella sola está de pie, mientras que todos caímos heridos por la maldición primitiva. Apoyada al árbol de la vida, jamás probaron sus labios el fruto del árbol de la muerte. Jamás soplo alguno de esos que empañan el alma, robándole la inocencia, mancilló ni un instante su virginal pureza. Ella fue el arca misteriosa que sobrenadó sobre las aguas cenagosas del pecado; la fuente sellada cuyas corrientes fueron siempre límpidas y puras; el jardín cerrado que jamás dio entrada a la antigua serpiente cuya cabeza quebrantó.
  
Si María fue preservada de toda culpa y si jamás el pecado entró en su corazón, nosotros debemos imitarla preservándonos de toda culpa.
  
Nada hay más bello en el mundo que un alma en gracia, y nada más abominable a los ojos de Dios y de María que un alma en pecado. 
 
Un alma pura es la amiga predilecta de Dios; en su seno reside como en su más rico santuario, derramando sobre ella sus bendiciones, regalándola con inefables consuelos e inspirándola las más santas resoluciones. Dios es su esposo, y como tal, la hace saborear todas las delicias de su amor y toda la dulzura de sus castísimos abrazos. Mora en esa alma esa paz dulcísima, hija tan sólo de la conciencia pura, y que en vano se busca en los mentidos placeres que brinda el mundo a sus adoradores, Los contratiempos de la vida, si la arrancan lágrimas no alcanzan a turbar el sosiego del alma en gracia que busca en Dios el consuelo en la adversidad. Ella ve en Él a un padre amoroso, y esa dulce persuasión derrama gotas de dulzura en el cáliz que la desgracia acerca a sus labios; y humilde y resignada bendice la mano que la hiere.
  
En el estado de gracia el hombre está íntimamente unido a Dios y seguro de que, si su vida mortal terminase en ese feliz estado, esa unión se consumaría en el cielo. La muerte es para el justo un tránsito de la tierra a la bienaventuranza. Era un peregrino de estos valles regados con sus lágrimas, y con la muerte termina su penosa jornada; era un desterrado, y la muerte le abre las puertas de su Patria; era un navegante que surcaba un mar sembrado de escollos, y la muerte es el momento venturoso en que arriba al puerto donde encuentra eterno abrigo contra las tempestades.
  
Todas las obras buenas ejecutadas en el estado de gracia son para el justo otros tantos merecimientos que lo hacen acreedor a mayores grados de gracia y a mayores grados de gloria. Sus acciones, palabras y pensamientos, referidos a Dios, son preciosas monedas que van aumentando el caudal con que pueden comprar el cielo.
  
¡Felices las almas que pueden decir: Dios está conmigo y yo con él; mi amado es para mí y yo soy para mi amado! Cuando no hay una espina que torture la conciencia, nuestros días transcurren serenos, es tranquilo nuestro sueño y sin mezcla de amargura nuestros goces. ¡Horas afortunadas de gracia y de inocencia, no os alejéis jamás!...

EJEMPLO:La confesión de una pecadora
En los Anales de la archicofradía del Corazón de María se lee la siguiente carta; dirigida al abate Desgenettes por una distinguida señora de Paris:
Educada en los sanos principios de la religión católica, tuve la dicha de practicarla, hasta que una pasión ciega me precipitó en el abismo del vicio. Desde entonces me empeñé por arrojarla de mi corazón y hasta de mis recuerdos, porque la voz austera de sus enseñanzas me importunaba con el aguijón del remordimiento. Devorada por la inextinguible sed de las pasiones, deseaba carecer de alma racional para entregarme sin temores, como los animales, al exceso de mis desórdenes. A fuerza de trabajo, logré extinguir en mí la idea de la inmortalidad del alma, mirando esta eterna verdad como una invención de los curas, y me felicitaba de haber triunfado de lo que yo llamaba mis antiguas preocupaciones.
  
Sin embargo, de vez en cuando los estímulos de mi conciencia me hacían oír un grito aterrador, y sentía miedo de mí misma. Pero en estos momentos lúcidos de la pasión, la desesperación destruía la obra del remordimiento, pues la salvación me parecía una cosa imposible; y entonces, animándome a mi misma, me decía: si he de condenarme forzosamente, gozaré cuanto pueda en el plazo que me dure la vida. En medio de esta lóbrega noche de mi alma, solía cruzar, como rayo fugitivo, una lejana confianza en María, que parecía aliviarme del peso enorme del temor y del remordimiento.
 
Siete años pasaron de profunda degradación, de locos devaneos, de entero olvido de Dios; siete años de tortura perpetua del alma, de indefinible tristeza, de hastío incurable. Un día una mano desconocida hizo llegar hasta mí el primer cuaderno de los Anales de la Archicofradía, de la cual no tenía antecedente alguno.
 
Abrí el libro por curiosidad, leí algunas páginas y sentí que mi corazón daba cabida a una dulce, si bien lejana esperanza.
 
La conversión de Ratisbonne me conmovió profundamente; y tal vez hubiera cedido a este primer toque de la gracia, sino hubiese dejado el libro para disipar las saludables impresiones, pues comprendí que podía obrar un cambio en una vida que me parecía dulce, a pesar de sus amarguras. Sin embargo, pocos días después, hube de ceder a las instancias de una persona piadosa para asistir a la distribución de la Archicofradía, y me dirigí a la iglesia, no con el ánimo de convertirme, sino para ver si por este medio lograba la paz interior sin cambiar de vida. ¡Insensata! pretendía un imposible...
 
En el momento de las súplicas, el sacerdote leyó una carta de una joven de mi edad, pecadora como yo, que se encomendaba a las oraciones de la Archicofradía, y añadió:
«La pobre alma que en su aflicción os dirige la presente carta no se halla ahora en este templo; pero tal vez algunos de los que me escuchan, podrán hallar en lo que ella ha sido un retrato fiel de sus desórdenes, y se han de persuadir de que Dios los llama a penitencia por mis labios».
Al oír estas palabras, que parecían dirigidas a mí, sentí un estremecimiento que no pude evitar y mi corazón se agitaba con violencia; las lágrimas inundaron mi rostro; la gracia obraba en mi alma suave y eficazmente, haciéndome comprender toda la profundidad del abismo en que me hallaba: pero en mi insensatez temía ser oída con exceso, temía verme convertida... Sin embargo, la gracia pudo más que mi obstinación, y mi espíritu, tanto tiempo encorvado hacia la tierra, se elevó hacia Dios, y la voz de la inmortalidad, como recogida hasta entonces en los pliegues secretos de mi corazón, hizo llegar sus ecos hasta los más recónditos senos de mi alma. Me postré entonces a los pies de la Santísima Virgen; y ésta fue la primera vez que oré, después de siete años de vida criminal. Aquél fue el momento dichoso en que sentí desatarse, romperse y desaparecer las cadenas que hasta entonces habían tenido amarrado mi corazón al poste de las pasiones criminales. La incredulidad cedió el lugar a las esplendorosas luces de la fe: ya no sólo creía en todo, sino que me parecía ver con mis propios ojos las verdades más sublimes de la religión. De tal suerte me penetró esta luz divina que por unos instantes dudé de si era yo la misma, porque todo había cambiado, pensamientos, deseos e inclinaciones.
 
¡La confesión debía poner el sello a esta transformación; y no es mi pluma capaz de traducir cuánta fue entonces mi felicidad, y cuán suave es el bálsamo que vierten sobre el corazón herido las lágrimas penitentes! ¡Gloria a Vos! ¡Oh María mi dulce y soberana Libertadora!
Hasta aquí la carta. Lo que María hizo en favor de esa pobre alma, que iba en camino de perdición, está dispuesta a hacerlo en favor de todos los pecadores, si la invocan con confianza. No en vano ha recibido de la Iglesia el titulo de Refugio de los pecadores.

JACULATORIA
Libradme ¡oh Virgen bendita!
Del pecado, que a mi alma
Hará de Dios enemiga.

ORACIÓN
¡Oh María! ¡Virgen Purísima e Inmaculada! Cuán dulce nos es mirar en Vos a la mujer bendita, única entre todos los hijos de Adán, a quien respetó el torrente del pecado, que a todos nos envolvió en sus ondas emponzoñadas. ¡Cuán dulce es a vuestros hijos amantes contemplaros; oh Madre querida! más bella que el primer rayo del alba, sin que jamás soplo alguno haya empañado el purísimo cristal de vuestra alma. Jamás un hijo puede ser indiferente á la gloria y grandeza de su madre; por eso nosotros, vuestros hijos, os enviamos hoy nuestras ardientes felicitaciones por el singular privilegio de haber sido preservada de la culpa original. Porque fuisteis pura, el Padre os adoptó por hija, el Verbo os escogió por madre y el Espíritu Santo puso en vuestro dedo el anillo de esposa. Por eso los ángeles os aclaman su reina; las vírgenes deponen a vuestros pies sus coronas; los profetas predicen vuestras grandezas y los apóstoles publican vuestra gloria. Por eso los peregrinos de la vida os invocamos con filial confianza desde nuestro destierro, y por eso todas las generaciones y todos los pueblos os llaman bienaventurada. Permitid, ¡oh Madre del Amor Hermoso y de la santa esperanza! que en este día, en que recordamos la más excelente de vuestras prerrogativas, elevemos a Vos nuestras plegarias suplicantes, pidiéndoos nos alcancéis la gracia de vivir y morir en la inocencia y pureza de nuestras almas. Bien sabéis Vos que soplan en el mundo vientos que pasan sobre las almas, arrancándoles la inocencia, y bien conocéis la debilidad de nuestra naturaleza viciada en su origen por el pecado. Pero Vos que amáis tanto la pureza, simbolizada en el blanco lirio que llevamos en homenaje a vuestras plantas, apartad de nosotros el soplo corruptor del mundo y preservad a nuestra alma de dolorosas caídas, a fin de que, siendo siempre amigos de Dios en la tierra, cantemos un día vuestras alabanzas en el cielo. Amén.

PRÁCTICAS ESPIRITUALES
  1. Rezar siete Salves en honra de la Concepción Inmaculada de María.
  2. Abstenerse, por amor a María, de todo acto de impaciencia o de ira.
  3.  Hacer una piadosa visita a la Santísima Virgen en algún santuario en que se la venere o delante de una imagen suya, pidiéndole que interceda por el triunfo de la Iglesia sobre sus perseguidores.
 
ORACIÓN FINAL PARA TODOS LOS DÍAS
¡Oh María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre, nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.

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