Hoy, hace 137 años, salió de la pluma de León XIII la encíclica “Lætítiæ Sanctæ”, en la cual recomienda el rezo del Santo Rosario como medio para combatir el disgusto a la vida sencilla, la repugnancia al sacrificio y el descuido de la eternidad, males que han cundido en la sociedad moderna y que hoy vemos exacerbados no tanto por los medios masivos, sino también por la prédica de la Falsa Iglesia, que cuando no pone sus miras en las cosas materiales, vende el humo de una ultravida utópica peor que el milenarismo carnal tantas veces condenado.
CARTA ENCÍCLICA “Lætítiæ Sanctæ”, RECOMENDANDO EL SANTO ROSARIO DE NUESTRA SEÑORA
A todos los Venerables Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos del Orbe
Católico en Paz y Comunión con la Sede Apostólica.
Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica.
Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica.
1. Agradecimiento para con María.
A la santa alegría que nos ha causado el feliz cumplimiento del quincuagésimo aniversario de nuestra consagración episcopal, se ha añadido vivísima fuente de ventura; es a saber: que hemos visto a los católicos de todas las naciones, como hijos respecto de su padre, unirse en hermosísima manifestación de su fe y de su amor hacia Nos. Reconocemos en este hecho, y lo proclamamos con nuevo agradecimiento, un designio de la providencia de Dios, una prueba de su suprema benevolencia hacia Nos mismo y una gran ventaja para su Iglesia. Nuestro corazón anhela colmar de acción de gracias por este beneficio a nuestra dulcísima intercesora cerca de Dios, a su augusta Madre. El amor particular de María, que mil veces hemos visto manifestarse en el curso de nuestra carrera, tan larga y tan variada, luce cada día más claramente ante nuestros ojos, y tocando nuestro corazón con una suavidad incomparable, nos confirma en una confianza que no es propiamente de la tierra. Parécenos oír la voz misma de la Reina del cielo, ora animándonos bondadosamente en medio de las crueles pruebas a que la Iglesia está sujeta, ora ayudándonos con sus consejos en las determinaciones que debemos tomar para la salud de todos; ora, en fin, advirtiéndonos que reanimemos la piedad y el culto de todas las virtudes en el pueblo cristiano. Varias veces se ha hecho en Nos una dulce obligación responder a tales estímulos. Al número de los frutos benditísimos que, gracias a su auxilio, han obtenido nuestras exhortaciones, es justo recordar la extraordinaria propagación de la práctica del santísimo Rosario. Se han acrecentado aquí cofradías de piadosos fieles; allá se han fundado nuevas; hanse esparcido preciosos escritos sobre esto entre el pueblo y hasta las bellas artes han producido obras maestras de arte.
2. El Rosario y los males de nuestro tiempo.
Pero ahora, como si oyésemos la propia voz de esta Madre amantísima decirnos: clama, ne cesses, queremos ocupar de nuevo vuestra atención, venerables hermanos, con el Rosario de María, en el momento próximo al mes de octubre, que Nos hemos consagrado a la Reina del cielo, y a esa devoción del Rosario, que le es tan grata, concediendo con tal ocasión a los fieles el favor de santas indulgencias. Mas el objeto principal de nuestra carta no será, sin embargo, ni escribir un nuevo elogio de una plegaria tan bella en sí misma, ni excitar a los fieles a que la recen cada vez más. Hablaremos de algunas preciosísimas ventajas que de ella se pueden obtener, y que son perfectamente adecuadas a los hombres y a las circunstancias actuales. Pues Nos estamos tan íntimamente persuadidos de que la devoción del Rosario, practicada de tal suerte que procure a los fieles toda la fuerza y toda la virtud que en ella existen, será manantial de numerosos bienes, no sólo o para los individuos, sino también para todos los estados.
Nadie ignora cuánto deseamos el bien de las naciones, conforme al deber de nuestro supremo apostolado, y cuan dispuestos estamos a hacerlo, con el favor de DIOS. Pues Nos hemos advertido a los hombres investidos del poder que no promulguen ni apliquen leyes que no estén conformes con la justicia divina. Nos hemos exhortado frecuentemente a aquellos ciudadanos superiores a los demás por su talento, por sus méritos, por su nobleza o por su fortuna, a comunicarse recíprocamente sus proyectos, a unir sus fuerzas para velar por los intereses del Estado y promover las empresas que pueden serle ventajosas.
Pero existe gran número de causas que en una sociedad civil relajan los lazos de la disciplina pública y desvían al pueblo de procurar, como debe, la honestidad de las costumbres. Tres males, sobre todo, nos parecen los mas funestos para el común bienestar, que son: el disgusto de una vida modesta y activa, el horror al sufrimiento y el olvido de los bienes eternos que esperamos.
3. Repugnancia a la vida modesta.
Nos deploramos –y aquellos mismos que todo lo reducen a la ciencia y al provecho de la Naturaleza reconocen el (hecho y lo lamentan–, Nos deploramos que la sociedad humana padezca de una espantosa llaga, y es que se menosprecian los deberes y las virtudes que deben ser ornato de una vida oscura y ordinaria. De donde nace que en el hogar doméstico los hijos se desentiendan de la obediencia que deben a sus padres, no soportando ninguna disciplina, a menos que sea fácil y se preste a sus diversiones. De ahí viene también que los obreros abandonen su oficio, huyan del trabajo y, descontentos de su suerte, aspiren a más alto, deseando una quimérica igualdad de fortunas; movidos de idénticas aspiraciones, los habitantes de los campos dejan en tropel su tierra natal para venir en pos del tumulto y de los fáciles placeres de las ciudades. A esta causa debe atribuirse también la falta de equilibrio entre las diversas clases de la sociedad; todo está desquiciado; los ánimos están comidos del odio y la envidia: engañados por falsas esperanzas, turban muchos la paz pública, ocasionando sediciones, y resisten a los que tienen la misión de conservar el orden.
4. Lecciones de los misterios gozosos.
Contra este mal hay que pedir remedio al Rosario de María, que comprende a la vez un orden fijo de oraciones y la piadosa meditación de los misterios de la vida del Salvador y de su Madre. Que los misterios gozosos sean indicados a la multitud y puestos ante los ojos de los hombres, a manera de cuadros y modelos de virtudes: cada uno comprenderá cuán abundantes son y cuán fáciles de imitar y propios para inspirar una vida honesta los ejemplos que de ellos pueden sacarse y que seducen los corazones por su admirable suavidad.
Pónese delante de los ojos la casa de Nazaret, asilo a la vez terrestre y divino de la santidad. ¡Qué modelo tan hermoso para la vida diaria! ¡Qué espectáculo tan perfecto de la unión hogareña! Reinan ahí la sencillez y la pureza de las costumbres; un perpetuo acuerdo en los pareceres; un orden que nada perturba; la mutua indulgencia; el amor, en fin, no un amor fugitivo y mentiroso, sino un amor fundado en el cumplimiento asiduo de los deberes recíprocos y verdaderamente digno de cautivar todas las miradas. Allí, sin duda, ocúpanse en disponer lo necesario para el sustento y el vestido; pero es con el sudor de la frente, y como quienes, contentándose con poco, trabajan más bien para no sufrir el hambre que para procurarse lo superfluo. Sobre todo esto, adviértese una soberana tranquilidad de espíritu y una alegría igual del alma; dos bienes que acompañan siempre a la conciencia de las buenas acciones cumplidas.
Ahora bien: los ejemplos de estas virtudes, de la modestia y de la sumisión, de la resignación al trabajo y de la benevolencia hacia el prójimo, del celo en cumplir los pequeños deberes de la vida ordinaria, todas esas enseñanzas, en fin, que, a medida que el hombre las comprende mejor, más profundamente penetran en su alma, traerán un cambio notable en sus ideas y en su conducta. Entonces cada uno, lejos de encontrar despreciables y penosos sus deberes particulares, los tendrá más bien por muy gratos y llenos de encanto; y gracias a esta especie de placer que sentirá con ellos, la conciencia del deber le dará más fuerza para bien obrar. Así las costumbres se suavizarán en todos los sentidos: la vida doméstica se deslizará en medio del cariño y de la dicha y las relaciones mutuas estarán llenas de sincera delicadeza y de caridad. Y si todas estas cualidades de que estará dotado el hombre individualmente considerado se extendieren a las familias, a las ciudades, al pueblo todo, cuya vida se sujetaría a estas prescripciones, es fácil concebir cuántas ventajas obtendría de ello el Estado.
5. Repugnancia al sacrificio.
Otro mal funestísimo, y que no deploraremos bastante, porque cada día penetra más profundamente en los ánimos y hace mayores estragos, es la resistencia al dolor y el lanzamiento violento de todo lo que parece molesto y contrario a nuestros gustos. Pues la mayor parte de los hombres, en vez de considerar, como sería preciso, la tranquilidad y la libertad de las almas como recompensa preparada a los que han cumplido el gran deber de la vida, sin dejarse vencer por los peligros ni por los trabajos, se forjan la idea de un Estado donde no habría objeto alguno desagradable y donde se gozaría de todos los bienes que esta vida puede dar de sí. Deseo tan violento y desenfrenado de una existencia feliz, es fuente de debilidad para las almas, que si no caen por completo, se enervan por lo menos, de suerte que huyen cobardemente de los males de la vida, dejándose abatir por ellos.
6. Lecciones de los misterios dolorosos.
También en este peligro puede esperarse del Rosario de María grandísimo socorro para fortalecer las almas (tan eficaz es la autoridad del ejemplo), si los misterios que se llaman dolorosos son objeto de una meditación tranquila y suave desde la más tierna infancia, y si luego se continúa meditándolos asiduamente. En ellos se nos muestra a Cristo autor y consumador de nuestra fe, que comenzó a obrar y a enseñar a fin de que encontrásemos en Él mismo, ejemplos adecuados a las enseñanzas que nos diera sobre la manera como debemos soportar las fatigas y los sufrimientos, de tal modo que Él quiso sufrir los males más terribles con una gran resignación. Vémosle agotado de tristeza, hasta el punto de que la sangre corre por todos sus miembros como sudor copioso Vémosle apretado de ligaduras, como un ladrón; sometido al juicio de hombres perversísimos; objeto de terribles ultrajes y de falsas acusaciones. Vémosle flagelado, coronado de espinas, clavado en la cruz, considerado como indigno de vivir largo tiempo y merecedor de morir en medio de los gritos ensordecedores de la chusma. Pensamos cuál debió ser, ante tal espectáculo, el dolor de su santísima Madre, cuyo corazón fue, no solamente herido, sino atravesado de una espada de dolor, de suerte que se la llamase y fuese realmente la Madre del dolor.
Aquel que, no contento con la contemplación de los ojos, medite frecuentemente estos ejemplos de virtud, ¡cómo sentirá renacer en sí la fuerza para imitarlos! Que la tierra sea para él maldita y que no produzca más que espinas y zarzas; que su alma sufra todas las amarguras posibles; que la enfermedad agobie su cuerpo; no habrá mal alguno, ya provenga del odio de los hombres, ya de la cólera de los demonios, ningún género de calamidad pública o privada que él no venza con su resignación. De ahí el acertado dicho: Hacer y sufrir cosas arduas es propio del cristiano; pues el cristiano, en efecto, aquel que es considerado a justo título como digno de ese nombre, no puede dejar de seguir a Cristo paciente. Hablamos aquí de la paciencia, no de esa vana ostentación del alma endureciéndose contra el dolor, que manifestaron algunos filósofos antiguos, sino de la que, tomando el ejemplo de Cristo, que quiso sufrir la cruz, cuando pudo elegir la alegría, y que despreció la confusión (Hebr. 12, 2), y pidiéndole los oportunos auxilios de su gracia, no retrocede ante ninguna pena, antes las sobrelleva todas con regocijo y las considera como un favor del cielo y una ganancia. El catolicismo ha poseído y posee todavía discípulos preclarísimos penetrados de esta doctrina, muchos hombres y mujeres de todo país y de toda condición dispuestos a sufrir, siguiendo el ejemplo de Cristo, Señor nuestro, todas las injusticias y todos los males por la virtud y por la religión, y que se apropian más de hecho que de palabra el rasgo de Dídimo: Vayamos también nosotros y muramos con El (Joann. 11, 16). ¡Que los ejemplos de esta admirable constancia se multipliquen cada vez más, y la defensa de los Estados y el vigor y la gloria de la Iglesia crecerán incesantemente!
7. Descuido de los bienes eternos.
La tercera especie de males a que es preciso poner remedio es, sobre todo, propia de los hombres de nuestra época. Pues los de las edades pasadas, si bien estaban ligados de una manera a veces criminal a los bienes de la tierra, no desdeñaban enteramente, sin embargo, los del cielo; los más sabios de entre los mismos paganos enseñaron que esta vida era para nosotros una hospedería, no una morada permanente; que en ella debíamos alojarnos durante algún tiempo, pero no habitarla. Mas los hombres de hoy, aunque instruidos en la fe cristiana, adhieren en su mayor parte a los bienes fugitivos de la vida presente, no sólo como si quisiesen borrar de su espíritu la idea de una patria mejor, de una bienaventuranza eterna, sino como si quisieran destruirla enteramente a fuerza de iniquidades. En vano San Pablo les hace esta advertencia: No tenemos aquí una morada estable, sino que buscamos una que hemos de poseer algún día (Hebr. 13, 4).
Cuando se pregunta uno cuáles son las causas de esta calamidad, se ve, por de contado, que en muchos existe el temor de que el pensamiento de la vida futura pueda destruir el amor de la patria terrestre y perjudicar la prosperidad de los Estados; no hay nada más odioso y más insensato que semejante convicción. Pues las esperanzas eternas no tienen por carácter absorber de tal manera los bienes presentes; cuando Cristo mandó buscar el reino de Dios, dijo que se le buscase primero; pero no que se dejase todo lo demás aun lado. Pues el uso de los objetos terrestres y los goces permitidos que de ellos se pueden sacar no tienen nada de ilícito, si contribuyen al acrecentamiento o a la recompensa de nuestras virtudes, y si la prosperidad y la civilización progresiva de la patria terrestre manifiesta de una manera espléndida el mutuo acuerdo de los mortales y refleja la belleza y magnificencia de la patria celestial: no hay en esto nada que no convenga a seres dotados de razón, ni que sea opuesto a los designios de la Providencia. Porque Dios es a la vez el autor de la naturaleza y de la gracia, y no quiere que la una perjudique a la otra, ni que haya entre ellas conflicto, sino que celebren en cierto modo un pacto de alianza para que, bajo su dirección, lleguemos un día por el camino más fácil a aquella eterna felicidad a que fuimos destinados.
Pero los hombres egoístas, dados a los placeres, que dejan vagar todos sus pensamientos sobre las cosas caducas y no pueden elevarse a más altura, en lugar de ser movidos por los bienes de que gozan a desear mas vivamente los del :cielo, pierden completamente la idea misma de la eternidad y van a caer en una condición indigna del hombre. Pues el poder divino no puede herirnos con pena más terrible que dejándonos gozar de todos los placeres de la tierra, pero olvidando al mismo tiempo los bienes eternos.
8. Lecciones de los misterios gloriosos.
Evitará completamente este peligro el que se dé a la devoción del Rosario y medite atenta y frecuentemente los misterios gloriosos que en él se nos proponen. Pues de estos misterios, ciertamente, nuestro espíritu toma la luz necesaria para conocer los bienes que no ven nuestros ojos, pero que Dios, lo creemos con firme fe, prepara a los que le aman. Así aprendemos que la muerte no es un aniquilamiento que nos arrebata y que nos destruye todo, sino una emigración y, por decirlo así, un cambio de vida. Aprendemos claramente que hay una ruta hacia el cielo abierta para todos, y cuando vemos a Cristo volver allá, nos acordamos de su dulce promesa: Voy a prepararos un puesto. Aprendemos, ciertamente, que vendrá un tiempo en que Dios secará todas las lágrimas de nuestros ojos. en que no habrá más luto, ni quejidos, ni dolor, sino que estaremos siempre con Dios, parecidos a Dios, pues que le veremos tal cual es, gozando del torrente de sus delicias, con, ciudadanos de los santos, en comunión bienaventurada con la gran Reina y Madre.
El espíritu que considere estos misterios no podrá menos de inflamarse y de repetir esta frase de un hombre muy santo: ¡Qué vil es la tierra cuando miro al cielo!; y gozar el consuelo que da pensar que una tribulación momentánea y ligera nos conquista una eternidad de gloria (2 Cor. 4, 17). Este es, en efecto, el único lazo que une el tiempo presente con la vida eterna, la ciudad terrestre con la celestial; ésta es la única consideración que fortifica y eleva las almas. Si tales almas son en gran número, el Estado será rico y floreciente, se verá reinar la verdad, el bien, lo bello, según este modelo, que es el principio y el origen eterno de toda verdad, de todo bien y de toda belleza.
Ya todos los cristianos pueden ver, como Nos lo hemos manifestado al principio, cuáles son los frutos y cuál es la virtud fecunda del Rosario de María, su poder para curar los males de nuestra época y hacer desaparecer los gravísimos castigos que sufren los Estados.
9. Las cofradías del Rosario.
Pero es fácil comprender que sentirán más abundantemente estas ventajas aquellos que, inscritos en la santa Cofradía del Rosario, se distinguen por una unión particular y verdaderamente fraternal y por su devoción a la Santísima Virgen. Pues estas cofradías, aprobadas por la autoridad de los pontífices romanos, colmadas por ellos de privilegios y enriquecidas de indulgencias, tienen su propia forma de orden y gobierno, tienen asambleas a fecha fija y gozan de poderosos apoyos, que les aseguran su prosperidad y las hacen grandemente provechosas para la sociedad humana. Estos son ejércitos que combaten los combates de Cristo por sus misterios sagrados, bajo los auspicios y la guía de la Reina del cielo; se ha podido averiguar en todo tiempo, y sobre todo en Lepanto, cuán favorable se ha mostrado a sus súplicas y a las ceremonias y procesiones que ellos han organizado.
Es, pues, obvio mostrar gran celo y esfuerzo en fundar, acrecentar y gobernar tales cofradías. Nos no hablamos aquí sólo a los encargados de esta misión, según su instituto, sino a todos los que tienen el cuidado de las almas y, sobre todo, el ministerio de las iglesias en las que estas cofradías están instituidas. Nos deseamos también ardientemente que los que emprenden viajes para propagar la doctrina de Cristo entre las naciones bárbaras, o para afirmarla donde ya se ha establecido, propaguen asimismo la devoción del Rosario.
Con las exhortaciones de todos los misioneros, Nos no dudamos que ha de haber un gran número de cristianos, cuidadosos de sus intereses espirituales, que se harán inscribir en esta misma Cofradía y se esforzarán por adquirir los bienes del alma que Nos hemos indicado; aquellos, sobre todo, que constituyen la razón de ser y, en algún modo, la esencia del Rosario. El ejemplo de los miembros de la Cofradía inspirará a los demás fieles un respeto y una piedad muy grandes hacia el mismo Rosario. Estos, animados por ejemplos semejantes, pondrán todo su celo en tomar parte en estos bienes tan saludables. Tal es nuestro deseo más ardiente.
Esta es, de consiguiente, la esperanza que nos guía y nos anima en medio de los grandes males que sufre la sociedad. ¡Ojalá, gracias a tantas oraciones, María, la Madre de Dios y de los hombres, que nos ha dado el Rosario y que es su Reina, pueda hacer de suerte que esta esperanza se realice por completo! Nos tenemos confianza, venerables hermanos, en que vuestro concurso, nuestras enseñanzas y nuestros deseos contribuirán a la prosperidad de las familias y a la paz de los pueblos.
A la santa alegría que nos ha causado el feliz cumplimiento del quincuagésimo aniversario de nuestra consagración episcopal, se ha añadido vivísima fuente de ventura; es a saber: que hemos visto a los católicos de todas las naciones, como hijos respecto de su padre, unirse en hermosísima manifestación de su fe y de su amor hacia Nos. Reconocemos en este hecho, y lo proclamamos con nuevo agradecimiento, un designio de la providencia de Dios, una prueba de su suprema benevolencia hacia Nos mismo y una gran ventaja para su Iglesia. Nuestro corazón anhela colmar de acción de gracias por este beneficio a nuestra dulcísima intercesora cerca de Dios, a su augusta Madre. El amor particular de María, que mil veces hemos visto manifestarse en el curso de nuestra carrera, tan larga y tan variada, luce cada día más claramente ante nuestros ojos, y tocando nuestro corazón con una suavidad incomparable, nos confirma en una confianza que no es propiamente de la tierra. Parécenos oír la voz misma de la Reina del cielo, ora animándonos bondadosamente en medio de las crueles pruebas a que la Iglesia está sujeta, ora ayudándonos con sus consejos en las determinaciones que debemos tomar para la salud de todos; ora, en fin, advirtiéndonos que reanimemos la piedad y el culto de todas las virtudes en el pueblo cristiano. Varias veces se ha hecho en Nos una dulce obligación responder a tales estímulos. Al número de los frutos benditísimos que, gracias a su auxilio, han obtenido nuestras exhortaciones, es justo recordar la extraordinaria propagación de la práctica del santísimo Rosario. Se han acrecentado aquí cofradías de piadosos fieles; allá se han fundado nuevas; hanse esparcido preciosos escritos sobre esto entre el pueblo y hasta las bellas artes han producido obras maestras de arte.
2. El Rosario y los males de nuestro tiempo.
Pero ahora, como si oyésemos la propia voz de esta Madre amantísima decirnos: clama, ne cesses, queremos ocupar de nuevo vuestra atención, venerables hermanos, con el Rosario de María, en el momento próximo al mes de octubre, que Nos hemos consagrado a la Reina del cielo, y a esa devoción del Rosario, que le es tan grata, concediendo con tal ocasión a los fieles el favor de santas indulgencias. Mas el objeto principal de nuestra carta no será, sin embargo, ni escribir un nuevo elogio de una plegaria tan bella en sí misma, ni excitar a los fieles a que la recen cada vez más. Hablaremos de algunas preciosísimas ventajas que de ella se pueden obtener, y que son perfectamente adecuadas a los hombres y a las circunstancias actuales. Pues Nos estamos tan íntimamente persuadidos de que la devoción del Rosario, practicada de tal suerte que procure a los fieles toda la fuerza y toda la virtud que en ella existen, será manantial de numerosos bienes, no sólo o para los individuos, sino también para todos los estados.
Nadie ignora cuánto deseamos el bien de las naciones, conforme al deber de nuestro supremo apostolado, y cuan dispuestos estamos a hacerlo, con el favor de DIOS. Pues Nos hemos advertido a los hombres investidos del poder que no promulguen ni apliquen leyes que no estén conformes con la justicia divina. Nos hemos exhortado frecuentemente a aquellos ciudadanos superiores a los demás por su talento, por sus méritos, por su nobleza o por su fortuna, a comunicarse recíprocamente sus proyectos, a unir sus fuerzas para velar por los intereses del Estado y promover las empresas que pueden serle ventajosas.
Pero existe gran número de causas que en una sociedad civil relajan los lazos de la disciplina pública y desvían al pueblo de procurar, como debe, la honestidad de las costumbres. Tres males, sobre todo, nos parecen los mas funestos para el común bienestar, que son: el disgusto de una vida modesta y activa, el horror al sufrimiento y el olvido de los bienes eternos que esperamos.
3. Repugnancia a la vida modesta.
Nos deploramos –y aquellos mismos que todo lo reducen a la ciencia y al provecho de la Naturaleza reconocen el (hecho y lo lamentan–, Nos deploramos que la sociedad humana padezca de una espantosa llaga, y es que se menosprecian los deberes y las virtudes que deben ser ornato de una vida oscura y ordinaria. De donde nace que en el hogar doméstico los hijos se desentiendan de la obediencia que deben a sus padres, no soportando ninguna disciplina, a menos que sea fácil y se preste a sus diversiones. De ahí viene también que los obreros abandonen su oficio, huyan del trabajo y, descontentos de su suerte, aspiren a más alto, deseando una quimérica igualdad de fortunas; movidos de idénticas aspiraciones, los habitantes de los campos dejan en tropel su tierra natal para venir en pos del tumulto y de los fáciles placeres de las ciudades. A esta causa debe atribuirse también la falta de equilibrio entre las diversas clases de la sociedad; todo está desquiciado; los ánimos están comidos del odio y la envidia: engañados por falsas esperanzas, turban muchos la paz pública, ocasionando sediciones, y resisten a los que tienen la misión de conservar el orden.
4. Lecciones de los misterios gozosos.
Contra este mal hay que pedir remedio al Rosario de María, que comprende a la vez un orden fijo de oraciones y la piadosa meditación de los misterios de la vida del Salvador y de su Madre. Que los misterios gozosos sean indicados a la multitud y puestos ante los ojos de los hombres, a manera de cuadros y modelos de virtudes: cada uno comprenderá cuán abundantes son y cuán fáciles de imitar y propios para inspirar una vida honesta los ejemplos que de ellos pueden sacarse y que seducen los corazones por su admirable suavidad.
Pónese delante de los ojos la casa de Nazaret, asilo a la vez terrestre y divino de la santidad. ¡Qué modelo tan hermoso para la vida diaria! ¡Qué espectáculo tan perfecto de la unión hogareña! Reinan ahí la sencillez y la pureza de las costumbres; un perpetuo acuerdo en los pareceres; un orden que nada perturba; la mutua indulgencia; el amor, en fin, no un amor fugitivo y mentiroso, sino un amor fundado en el cumplimiento asiduo de los deberes recíprocos y verdaderamente digno de cautivar todas las miradas. Allí, sin duda, ocúpanse en disponer lo necesario para el sustento y el vestido; pero es con el sudor de la frente, y como quienes, contentándose con poco, trabajan más bien para no sufrir el hambre que para procurarse lo superfluo. Sobre todo esto, adviértese una soberana tranquilidad de espíritu y una alegría igual del alma; dos bienes que acompañan siempre a la conciencia de las buenas acciones cumplidas.
Ahora bien: los ejemplos de estas virtudes, de la modestia y de la sumisión, de la resignación al trabajo y de la benevolencia hacia el prójimo, del celo en cumplir los pequeños deberes de la vida ordinaria, todas esas enseñanzas, en fin, que, a medida que el hombre las comprende mejor, más profundamente penetran en su alma, traerán un cambio notable en sus ideas y en su conducta. Entonces cada uno, lejos de encontrar despreciables y penosos sus deberes particulares, los tendrá más bien por muy gratos y llenos de encanto; y gracias a esta especie de placer que sentirá con ellos, la conciencia del deber le dará más fuerza para bien obrar. Así las costumbres se suavizarán en todos los sentidos: la vida doméstica se deslizará en medio del cariño y de la dicha y las relaciones mutuas estarán llenas de sincera delicadeza y de caridad. Y si todas estas cualidades de que estará dotado el hombre individualmente considerado se extendieren a las familias, a las ciudades, al pueblo todo, cuya vida se sujetaría a estas prescripciones, es fácil concebir cuántas ventajas obtendría de ello el Estado.
5. Repugnancia al sacrificio.
Otro mal funestísimo, y que no deploraremos bastante, porque cada día penetra más profundamente en los ánimos y hace mayores estragos, es la resistencia al dolor y el lanzamiento violento de todo lo que parece molesto y contrario a nuestros gustos. Pues la mayor parte de los hombres, en vez de considerar, como sería preciso, la tranquilidad y la libertad de las almas como recompensa preparada a los que han cumplido el gran deber de la vida, sin dejarse vencer por los peligros ni por los trabajos, se forjan la idea de un Estado donde no habría objeto alguno desagradable y donde se gozaría de todos los bienes que esta vida puede dar de sí. Deseo tan violento y desenfrenado de una existencia feliz, es fuente de debilidad para las almas, que si no caen por completo, se enervan por lo menos, de suerte que huyen cobardemente de los males de la vida, dejándose abatir por ellos.
6. Lecciones de los misterios dolorosos.
También en este peligro puede esperarse del Rosario de María grandísimo socorro para fortalecer las almas (tan eficaz es la autoridad del ejemplo), si los misterios que se llaman dolorosos son objeto de una meditación tranquila y suave desde la más tierna infancia, y si luego se continúa meditándolos asiduamente. En ellos se nos muestra a Cristo autor y consumador de nuestra fe, que comenzó a obrar y a enseñar a fin de que encontrásemos en Él mismo, ejemplos adecuados a las enseñanzas que nos diera sobre la manera como debemos soportar las fatigas y los sufrimientos, de tal modo que Él quiso sufrir los males más terribles con una gran resignación. Vémosle agotado de tristeza, hasta el punto de que la sangre corre por todos sus miembros como sudor copioso Vémosle apretado de ligaduras, como un ladrón; sometido al juicio de hombres perversísimos; objeto de terribles ultrajes y de falsas acusaciones. Vémosle flagelado, coronado de espinas, clavado en la cruz, considerado como indigno de vivir largo tiempo y merecedor de morir en medio de los gritos ensordecedores de la chusma. Pensamos cuál debió ser, ante tal espectáculo, el dolor de su santísima Madre, cuyo corazón fue, no solamente herido, sino atravesado de una espada de dolor, de suerte que se la llamase y fuese realmente la Madre del dolor.
Aquel que, no contento con la contemplación de los ojos, medite frecuentemente estos ejemplos de virtud, ¡cómo sentirá renacer en sí la fuerza para imitarlos! Que la tierra sea para él maldita y que no produzca más que espinas y zarzas; que su alma sufra todas las amarguras posibles; que la enfermedad agobie su cuerpo; no habrá mal alguno, ya provenga del odio de los hombres, ya de la cólera de los demonios, ningún género de calamidad pública o privada que él no venza con su resignación. De ahí el acertado dicho: Hacer y sufrir cosas arduas es propio del cristiano; pues el cristiano, en efecto, aquel que es considerado a justo título como digno de ese nombre, no puede dejar de seguir a Cristo paciente. Hablamos aquí de la paciencia, no de esa vana ostentación del alma endureciéndose contra el dolor, que manifestaron algunos filósofos antiguos, sino de la que, tomando el ejemplo de Cristo, que quiso sufrir la cruz, cuando pudo elegir la alegría, y que despreció la confusión (Hebr. 12, 2), y pidiéndole los oportunos auxilios de su gracia, no retrocede ante ninguna pena, antes las sobrelleva todas con regocijo y las considera como un favor del cielo y una ganancia. El catolicismo ha poseído y posee todavía discípulos preclarísimos penetrados de esta doctrina, muchos hombres y mujeres de todo país y de toda condición dispuestos a sufrir, siguiendo el ejemplo de Cristo, Señor nuestro, todas las injusticias y todos los males por la virtud y por la religión, y que se apropian más de hecho que de palabra el rasgo de Dídimo: Vayamos también nosotros y muramos con El (Joann. 11, 16). ¡Que los ejemplos de esta admirable constancia se multipliquen cada vez más, y la defensa de los Estados y el vigor y la gloria de la Iglesia crecerán incesantemente!
7. Descuido de los bienes eternos.
La tercera especie de males a que es preciso poner remedio es, sobre todo, propia de los hombres de nuestra época. Pues los de las edades pasadas, si bien estaban ligados de una manera a veces criminal a los bienes de la tierra, no desdeñaban enteramente, sin embargo, los del cielo; los más sabios de entre los mismos paganos enseñaron que esta vida era para nosotros una hospedería, no una morada permanente; que en ella debíamos alojarnos durante algún tiempo, pero no habitarla. Mas los hombres de hoy, aunque instruidos en la fe cristiana, adhieren en su mayor parte a los bienes fugitivos de la vida presente, no sólo como si quisiesen borrar de su espíritu la idea de una patria mejor, de una bienaventuranza eterna, sino como si quisieran destruirla enteramente a fuerza de iniquidades. En vano San Pablo les hace esta advertencia: No tenemos aquí una morada estable, sino que buscamos una que hemos de poseer algún día (Hebr. 13, 4).
Cuando se pregunta uno cuáles son las causas de esta calamidad, se ve, por de contado, que en muchos existe el temor de que el pensamiento de la vida futura pueda destruir el amor de la patria terrestre y perjudicar la prosperidad de los Estados; no hay nada más odioso y más insensato que semejante convicción. Pues las esperanzas eternas no tienen por carácter absorber de tal manera los bienes presentes; cuando Cristo mandó buscar el reino de Dios, dijo que se le buscase primero; pero no que se dejase todo lo demás aun lado. Pues el uso de los objetos terrestres y los goces permitidos que de ellos se pueden sacar no tienen nada de ilícito, si contribuyen al acrecentamiento o a la recompensa de nuestras virtudes, y si la prosperidad y la civilización progresiva de la patria terrestre manifiesta de una manera espléndida el mutuo acuerdo de los mortales y refleja la belleza y magnificencia de la patria celestial: no hay en esto nada que no convenga a seres dotados de razón, ni que sea opuesto a los designios de la Providencia. Porque Dios es a la vez el autor de la naturaleza y de la gracia, y no quiere que la una perjudique a la otra, ni que haya entre ellas conflicto, sino que celebren en cierto modo un pacto de alianza para que, bajo su dirección, lleguemos un día por el camino más fácil a aquella eterna felicidad a que fuimos destinados.
Pero los hombres egoístas, dados a los placeres, que dejan vagar todos sus pensamientos sobre las cosas caducas y no pueden elevarse a más altura, en lugar de ser movidos por los bienes de que gozan a desear mas vivamente los del :cielo, pierden completamente la idea misma de la eternidad y van a caer en una condición indigna del hombre. Pues el poder divino no puede herirnos con pena más terrible que dejándonos gozar de todos los placeres de la tierra, pero olvidando al mismo tiempo los bienes eternos.
8. Lecciones de los misterios gloriosos.
Evitará completamente este peligro el que se dé a la devoción del Rosario y medite atenta y frecuentemente los misterios gloriosos que en él se nos proponen. Pues de estos misterios, ciertamente, nuestro espíritu toma la luz necesaria para conocer los bienes que no ven nuestros ojos, pero que Dios, lo creemos con firme fe, prepara a los que le aman. Así aprendemos que la muerte no es un aniquilamiento que nos arrebata y que nos destruye todo, sino una emigración y, por decirlo así, un cambio de vida. Aprendemos claramente que hay una ruta hacia el cielo abierta para todos, y cuando vemos a Cristo volver allá, nos acordamos de su dulce promesa: Voy a prepararos un puesto. Aprendemos, ciertamente, que vendrá un tiempo en que Dios secará todas las lágrimas de nuestros ojos. en que no habrá más luto, ni quejidos, ni dolor, sino que estaremos siempre con Dios, parecidos a Dios, pues que le veremos tal cual es, gozando del torrente de sus delicias, con, ciudadanos de los santos, en comunión bienaventurada con la gran Reina y Madre.
El espíritu que considere estos misterios no podrá menos de inflamarse y de repetir esta frase de un hombre muy santo: ¡Qué vil es la tierra cuando miro al cielo!; y gozar el consuelo que da pensar que una tribulación momentánea y ligera nos conquista una eternidad de gloria (2 Cor. 4, 17). Este es, en efecto, el único lazo que une el tiempo presente con la vida eterna, la ciudad terrestre con la celestial; ésta es la única consideración que fortifica y eleva las almas. Si tales almas son en gran número, el Estado será rico y floreciente, se verá reinar la verdad, el bien, lo bello, según este modelo, que es el principio y el origen eterno de toda verdad, de todo bien y de toda belleza.
Ya todos los cristianos pueden ver, como Nos lo hemos manifestado al principio, cuáles son los frutos y cuál es la virtud fecunda del Rosario de María, su poder para curar los males de nuestra época y hacer desaparecer los gravísimos castigos que sufren los Estados.
9. Las cofradías del Rosario.
Pero es fácil comprender que sentirán más abundantemente estas ventajas aquellos que, inscritos en la santa Cofradía del Rosario, se distinguen por una unión particular y verdaderamente fraternal y por su devoción a la Santísima Virgen. Pues estas cofradías, aprobadas por la autoridad de los pontífices romanos, colmadas por ellos de privilegios y enriquecidas de indulgencias, tienen su propia forma de orden y gobierno, tienen asambleas a fecha fija y gozan de poderosos apoyos, que les aseguran su prosperidad y las hacen grandemente provechosas para la sociedad humana. Estos son ejércitos que combaten los combates de Cristo por sus misterios sagrados, bajo los auspicios y la guía de la Reina del cielo; se ha podido averiguar en todo tiempo, y sobre todo en Lepanto, cuán favorable se ha mostrado a sus súplicas y a las ceremonias y procesiones que ellos han organizado.
Es, pues, obvio mostrar gran celo y esfuerzo en fundar, acrecentar y gobernar tales cofradías. Nos no hablamos aquí sólo a los encargados de esta misión, según su instituto, sino a todos los que tienen el cuidado de las almas y, sobre todo, el ministerio de las iglesias en las que estas cofradías están instituidas. Nos deseamos también ardientemente que los que emprenden viajes para propagar la doctrina de Cristo entre las naciones bárbaras, o para afirmarla donde ya se ha establecido, propaguen asimismo la devoción del Rosario.
Con las exhortaciones de todos los misioneros, Nos no dudamos que ha de haber un gran número de cristianos, cuidadosos de sus intereses espirituales, que se harán inscribir en esta misma Cofradía y se esforzarán por adquirir los bienes del alma que Nos hemos indicado; aquellos, sobre todo, que constituyen la razón de ser y, en algún modo, la esencia del Rosario. El ejemplo de los miembros de la Cofradía inspirará a los demás fieles un respeto y una piedad muy grandes hacia el mismo Rosario. Estos, animados por ejemplos semejantes, pondrán todo su celo en tomar parte en estos bienes tan saludables. Tal es nuestro deseo más ardiente.
Esta es, de consiguiente, la esperanza que nos guía y nos anima en medio de los grandes males que sufre la sociedad. ¡Ojalá, gracias a tantas oraciones, María, la Madre de Dios y de los hombres, que nos ha dado el Rosario y que es su Reina, pueda hacer de suerte que esta esperanza se realice por completo! Nos tenemos confianza, venerables hermanos, en que vuestro concurso, nuestras enseñanzas y nuestros deseos contribuirán a la prosperidad de las familias y a la paz de los pueblos.
Y como testimonio de los dones celestiales y de nuestra benevolencia, con el mayor amor os damos in Dómino la
bendición apostólica a vosotros, venerables hermanos, al clero y al pueblo todo confiado a vuestro cuidado.
Dado en
Roma, junto a San Pedro, el 8 de septiembre de 1893, año decimosexto de nuestro pontificado. LEÓN XIII PAPA.
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