domingo, 4 de abril de 2021

OCTAVARIO EN HONOR AL SEÑOR RESUCITADO

Octavario dispuesto por el padre Félix Sardá y Salvany, y publicado en Propaganda Católica, tomo III, págs. 181 a 196, publicado en Barcelona en 1884.
  
INTRODUCCIÓN
…«No para todos los corazones es Pascua, no para todos suena alegre el Aleluya de la Resurrección, no todos se levantan restaurados y rejuvenecidos de sus tumbas de pecado… A implorar de Jesucristo resucitado la resurrección de estas almas desventuradas se enderezan estos piadosos ejercicios. Tales como han brotado de nuestro pobre corazón al calor del Corazón sacratísimo de Jesucristo sacramentado, los ofrecemos a nuestros amigos. Han sido ya practicados antes de darse a pública luz. Tienen en su favor, además de la aprobación de la Iglesia, las lágrimas de muchas madres cristianas y el logro de alguna conversión».
   
OCTAVARIO A CRISTO RESUCITADO
     
      
Por la señal ✠ de la Santa Cruz, de nuestros ✠ enemigos, líbranos Señor ✠ Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
   
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Divino Jesús, que en el adorable Sacramento estáis vivo y glorioso como salisteis del sepulcro el día de vuestra Resurrección! Aquí nos tenéis en vuestra presencia, contritos y humillados bajo el peso de nuestras culpas, para pediros perdón de ellas y la gracia de vuestra infinita misericordia en favor de nuestros hermanos. Pésanos de todo corazón haberos ofendido. Sed con nosotros piadoso, bondadosísimo Jesús, y por los méritos de esas llagas que habéis querido conservar impresas en vuestro Cuerpo resucitado, alcanzadnos del Padre celestial el fruto que deseamos de este devoto Octavario. Amén.
     
Rezar a continuación la oración del día que corresponda:
     
DÍA PRIMERO
Sobre la aparición de Jesús resucitado a María santísima.
   
   
Enseña una piadosa tradición, y no lo contradice el sagrado Evangelio, que la primera visita la hizo Jesús resucitado a su Madre benditísima. Razón era fuese ella la honrada con esta distinción, como quien más de cerca había participado de las angustias del Calvario y con más perseverancia había rogado por la Resurrección de su Hijo. Sabiendo que al tercer día debía realizarse este feliz acontecimiento, estaba la celestial Señora recogida en su habitación la madrugada del domingo, entregada a fervorosas súplicas y suspirando por el dichoso momento de abrazar de nuevo al objeto de sus ansias, el dulcísimo Jesús. Cuando he aquí que de repente brillantes resplandores inundan aquel humilde aposento, y Jesús, el mismo Jesús de sus amores, radiante de gloria, esplendorosas como cinco soles las cinco llagas de su cuerpo, se presenta ante sus ojos. Dos solas palabras interrumpen el silencio de aquellos solemnes momentos. ¡Madre! ¡Hijo! y junto con ellas vuelan de corazón a corazón, mutuos encendidos afectos de júbilo y de amor. ¡Afortunada Señora!, no es ya aquella triste entrevista que tuvisteis con Él antes del jueves de la Cena, cuando os pidió licencia y bendición para ir a padecer; ni es aquella otra sobre toda ponderación dolorosísima que despedazó vuestro corazón en la calle de la Amargura. Ni es aquella voz moribunda con que le oísteis confiaros desde la cruz al discípulo fiel, o quejarse de sed, o encomendar al Padre eterno su espíritu. Es vuestro Hijo glorioso, inmortal, vencedor ya de todos sus enemigos, triunfante de la muerte y del pecado para no padecer ni morir ya más. Gozaos, Madre feliz, en tal Hijo, y recibid por Él y por Vos nuestros plácemes y enhorabuenas: pero acordaos que sois también nuestra madre, y que lo sois de consiguiente de muchos hijos que no han resucitado todavía, por medio de la Confesión y Comunión pascual, del sepulcro de la culpa. Orad por su resurrección como orasteis por la de vuestro divino Jesús. Haced que como a Vos os apareció en tal día, así se aparezca también a estos desventurados, llame a su corazón, los alumbre con su luz y los saque de las tinieblas del pecado a la claridad hermosa de la divina gracia. Hacedlo, Virgen santa, por esta que fue la mayor y más singular de todas vuestras alegrías. Amén.

Aquí se meditará un rato, y con mucho fervor se pedirá a Jesús resucitado la conversión del alma o almas de nuestra particular intención.

ADORACIONES
I. Adoro, Jesús mío, vuestro sacratísimo Cuerpo resucitado  y glorioso, y en particular la llaga de vuestro pie izquierdo; pidiéndoos por ella la conversión de los que no se han acercado todavía a vuestros santos Sacramentos por falta de fe. Padre nuestro, Ave María y Gloria.

II. Adoro, Jesús mío, vuestro sacratísimo Cuerpo resucitado y glorioso, y en particular la llaga de vuestro pie derecho pidiéndoos por ella la conversión de los que no se han acercado todavía a vuestros santos Sacramentos por falta de confianza en vuestra bondad. Padre nuestro, Ave María y Gloria.
 
III. Adoro, Jesús mío, vuestro sacratísimo Cuerpo resucitado y glorioso, y en particular la llaga de vuestra mano izquierda; pidiéndoos por ella la conversión de los que no se han acercado todavía a vuestros santos Sacramentos por falta de amor a Vos. Padre nuestro, Ave María y Gloria.
 
IV. Adoro, Jesús mío, vuestro sacratísimo Cuerpo resucitada y glorioso, y en particular la llaga de vuestra mano derecha; pidiéndoos por ella la conversión de los que no se han acercado todavía a vuestros santos Sacramentos por vergüenza de sus pecados. Padre nuestro, Ave María y Gloria.
 
V. Adoro, Jesús mío, vuestro sacratísimo Cuerpo resucitado y glorioso, y en particular la llaga de vuestro costado; pidiéndoos por ella la conversión de los que no se han acercado todavía a vuestros santos Sacramentos por temor a las burlas del mundo. Padre nuestro, Ave María y Gloria.
 
ORACIÓN FINAL
¡Amorosísimo Jesús!, por estas llagas que en vuestro Cuerpo sacratísimo quisisteis conservar aún después de la Resurrección en prenda y memoria del amor que os movió a padecer y morir por nosotros, os suplicamos por la enmienda y perdón de los desgraciados pecadores que redimisteis a costa de vuestra Sangre. Infundid en sus corazones vivo conocimiento de su mal estado; inspiradles firme confianza en la seguridad de vuestra misericordia; no menos que saludable temor a los rigores de vuestra justicia, a fin de que como hijos pródigos vuelvan arrepentidos a Vos que sois su dulce Padre.
 
Purísima Virgen María, Madre de Dios y de los pecadores, alcanzadnos de vuestro Hijo esta gracia. Y por la alegría que tuvisteis en su Resurrección concedednos el consuelo de ver resucitados por medio de una buena confesión a tantos hermanos nuestros hoy apartados de ella, para tener después la dicha de reinar juntos con vuestro Hijo y con Vos por toda la eternidad en el Cielo. Amén.
      
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
  
DÍA SEGUNDO
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
Acto de Contrición.
     
Sobre la aparición a la Magdalena.
   
   
La pecadora pública que había acompañado al divino Salvador en el duro trance del Calvario y había permanecido firme al pie de la cruz al lado de María santísima en aquella hora angustiosa, debía ser también una de las primeras favorecidas con la visita del Señor resucitado. El arrepentimiento es a los ojos de Dios una segunda inocencia. Así quiso mostrarlo el divino Jesús cuando, después de haberse aparecido a su divina Madre, purísima e inocentísima entre todas las mujeres, se dignó otorgar igual consuelo a María Magdalena, que había escandalizado con sus desórdenes a toda la ciudad. Estaba María Magdalena fuera del sepulcro llorando por no hallar en él el cuerpo de Jesús, al que venía a  tributar los últimos obsequios, cuando reparó en dos Ángeles que alegres y risueños le preguntaron: «Mujer, ¿por qué lloras?». Respondió ella: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo pusieron». Cuando he aquí que volviéndose vio a su lado un hombre, y pensando que era el hortelano o dueño de aquel huerto, le dijo: «Señor, si tú te lo llevaste, dímelo, y yo lo iré a buscar». Entonces aquel hombre, que no era otro que el mismo Jesús, le dijo con acento entrañable: «¡María!». Y al oír aquella voz amada reconoció la Magdalena a su dulce Jesús, y cayendo á sus pies no tuvo aliento más que para exclamar: «¡Maestro mío!». ¡Oh breve pero elocuente diálogo del amor! Considera cuál seria el júbilo interior de aquella alma dichosa, viendo por tan sorprendente manera realizado el objeto de sus ardientes deseos. Buscábale muerto, y le tenía allí vivo: lo pedía a los Ángeles para ungirlo piadosamente, y El mismo se le presentaba para que, como en otro tiempo, derramase sobre sus pies el tesoro de sus lágrimas. ¡Oh dulzuras inefables del arrepentimiento y del retorno a Dios! ¡Oh Dios mío y bien mío!, ¡si os conociesen tan blando y tan amoroso como sois los que de Vos viven alejados por la culpa! Llamad, Dios mío, llamad con esa vuestra voz dulce y cariñosa a tales almas olvidadas de Vos en el ruido del mundo o en el sueño de sus placeres; llamadlas, oh buen Jesús, con aquel tan dulce llamamiento con que os descubristeis en tal ocasión a vuestra enamorada Magdalena; y os conocerán, Dios mío, por lo que sois ahora, padre, esposo, amigo fiel, solícito pastor, luz y consuelo de nuestra vida, y no tendrán que conoceros por lo que habéis de ser un día, Juez airado, riguroso Señor, vengador justiciero. Haced que os reconozcan, Dios mío, disfrazado en cierta manera en la persona de vuestros ministros, que son los hortelanos y cultivadores de vuestro huerto; que vean en ellos vuestra santa autoridad, vuestra dulce mansedumbre, vuestra sin par misericordia. Que acudan a una santa Confesión y Comunión los rebeldes y los distraídos, y nunca más se separen de vuestro amoroso rebaño. Amen.
      
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
  
DÍA TERCERO
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
Acto de Contrición.
          
De la aparición a San Pedro.
   
    
Pedro, el primero de los discípulos del Señor, tan impetuoso en su celo que sacó la espada por Él en el huerto de Getsemaní, y tan flaco luego en la casa de Caifás que tres veces le negó por miedo a una infeliz mozuela, se hallaba desde el punto y hora de su pecado en el mayor desconsuelo.
 
El canto del gallo le hizo recordar la triste palabra del Salvador, que profetizó su inconstancia; y dice el Evangelio que en cuanto lo oyó, se salió fuera y lloró amargamente. Retirado en lo más oscuro de su habitación, no daba treguas al llanto, y en cuanto iba llegando a su noticia todo lo relativo a la Pasión, muerte y sepultura de su Maestro, se avivaba más y más en él el recuerdo de su falta y el dolor de ella.
 
Así que ardía en deseos de ver resucitado a Jesús para pedirle perdón de su flaqueza. Impaciente por saber de Él, voló al sepulcro con Juan el discípulo amado, y entrando el primero en el hueco de la peña, no halló ya el cadáver, y sí sólo las sábanas y sudario con que fuera envuelto; lo cual afirmó a ambos en la seguridad de su Resurrección, noticiada ya por las piadosas mujeres. Volvióse, pues, a su casa, donde se le apareció Cristo resucitado, como se saca de aquellas palabras que según San Lucas se decían unos a otros los Apóstoles: «Resucitó el Señor, y apareció a Simón». ¡Con qué humildad y ternura recibiría el Apóstol infiel la visita de su amado Maestro! ¡Con qué ríos de lágrimas se echaría a sus pies y le pediría echase en olvido su momentáneo extravío! ¡Con que consuelo interior oiría de su boca palabras parecidas a las que en otra ocasión se dirigieron a la Magdalena: ¡Perdonado te ha sido tu pecado, pues has amado mucho! ¡Oh gran Dios! ¡Si hubiese imitado el infeliz Judas esta conducta humilde y arrepentida de su hermano en el apostolado! ¡Si hubiese llorado su crimen y encomendádose a la misericordia de su Maestro, en vez de colmar la medida de la iniquidad con la desesperación y el suicidio! ¡No vacila en afirmar un piadoso escritor que el primer abrazo de paz de Cristo resucitado hubiera sido entonces para el traidor que con beso de amigo le vendió a sus perseguidores! ¡Oh pecador, oh infeliz pecador, a quien trae desconfiado y quizá punto menos que desesperado la inmensidad de tus desórdenes! Vuelve, vuelve a Dios que guarda para ti en la santa Confesión y Comunión el más regalado abrazo. Llora como Pedro y reconoce tu maldad, que si traidor fuiste para negar con tu mala vida a tu Maestro; misericordioso es Él y de piadosísimas entrañas para olvidarlo y admitirte otra vez a la tan suspirada paz y reconciliación. Concededles, Dios mío, a los que os niegan, negándose a participar de vuestros Sacramentos, el toque interior que concedisteis a vuestro Apóstol culpable, y el perdón y el abrazo de amigo con que recompensasteis sus lágrimas. Amén.
      
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
  
DÍA CUARTO
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
Acto de Contrición.
          
De la aparición a los Discípulos de Emaús
   
   
Dos de los muchos discípulos que tenía el Salvador, además de los doce Apóstoles, iban por aquellos días a un castillo o caserío inmediato a Jerusalén llamado Emaús. Y conversaban de los últimos sucesos que acababan de tener lugar en dicha ciudad. Jesús se les reunió en traje de viajero, y tomó parte con ellos en la conversación. Al llegar a Emaús aparentó despedirse para dejarlos allí y seguir Él su viaje; mas los dos, que con la compañía le habían cobrado ya cierto amor, le rogaron les acompañase aquella noche y se hospedase en el castillo o caserío, pues era ya cerca de anochecer. Admitió cortésmente el Salvador, y llegado a la casa, se sentó con ellos a la mesa y tomó el pan, lo bendijo, y se lo distribuyó, y en esto le conocieron; pero al punto desapareció. Se quedaron los dos asombrados, y se decían uno a otro: «¿No es verdad que sentíamos ya enardecerse nuestro corazón cuando hablaba con nosotros en el camino y nos descubría el sentido de las sagradas Escrituras?». Y luego salieron y refirieron a todos cómo habían visto a Cristo resucitado, y le habían reconocido por tal en el acto de partirles el pan.
 
¡Afortunados discípulos! Andaban tristes y melancólicos por lo que en Jerusalén habían visto padecer al Salvador, y anhelaban saber lo que había sido de Él y de sus promesas de resucitar al tercer día; y su buena fe y sencillez de corazón fueron recompensadas por la presencia del mismo Señor, a quien tanto amaban. Su mismo corazón enardecido con su trato y conversación se lo anunciaba ya, y les disponía para entrar de lleno en su conocimiento al recibir de sus manos el pan. ¡Oh pobres pecadores! Jesucristo viaja también a vuestro lado en esta corta peregrinación de la vida, y se os hace del amigo y os da conversación por medio de la palabra de su Iglesia, y sólo espera que le digáis: «Quédate con nosotros», para descubrirse del todo y darse todo a vosotros en el pan de su preciosísima Eucaristía, que es su verdadero Cuerpo. ¡No desairéis al buen Jesús, que por todas partes se os hace encontradizo! ¡No le desairéis, so pena de que no podáis dar con Él, cuando tal vez un día se haya apartado ya para siempre de vosotros, dejándoos en el endurecimiento! Decidle como estos dos sencillos discípulos: Quédate, Señor, con nosotros, que anochece ya y va de caída el día. Un soplo es nuestra vida; vecina anda la muerte, que es noche perpetua para el pecador; cae ya la tarde de nuestra edad, y pronto no habrá ya más luz para proseguir la brevísima jornada. Quédate, Señor, con nosotros, y no te separes ya más de nuestra conversación y hospedaje. ¡Dios mío! Buscad, buscad a esos infelices viajeros que hacen solos el peligroso viaje de la vida a la eternidad; buscadlos, llamadlos siquiera a última hora, y revelaos a su corazón para que os conozcan y os amen y os sirvan y os gocen por toda la eternidad. Amen. 
      
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
      
DÍA QUINTO
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
Acto de contrición.
     
De la aparición a los Apóstoles juntos.
      

El mismo día de la Resurrección se hallaban los Apóstoles reunidos en su casa, cerradas las puertas por temor de los judíos, y se les apareció el Señor resucitado, presentándose en medio de ellos, sin necesidad de que le abriesen. La primera palabra que les dijo fue: «Paz sea con vosotros. Yo soy. No temáis». Turbados y atemorizados pensaban ver algún espíritu fantástico, y entonces les añadió: «Mirad mis manos y mis pies, porque Yo mismo soy; el espíritu no tiene huesos ni carne, como veis que Yo tengo»; y diciéndoles esto, les mostró las manos, los pies y el costado, y se alegraron los discípulos viendo al Señor.

Las primeras palabras que hace oír Jesús sacramentado en el corazón de los que debidamente se acercan a recibirle, son estas mismas que dirigió a sus Apóstoles: «¡La paz sea con vosotros! Yo soy. No temáis». ¿Qué saludo puede dirigirse más amoroso y tierno? Óiganlo los pobrecitos pecadores alejados quizá por muchos años de Dios y de sus Sacramentos, en busca siempre de una paz que el mundo engañoso les promete y no les puede dar. Paz piden a sus disipaciones, paz piden a sus avaricias, paz a sus venganzas, paz a sus criminales amistades. Allí piensan hallar a todas horas la paz. ¡Y la paz, Dios mío, no está sino en Vos y en el cumplimiento de vuestra divina ley! Negádsela, Dios mío, a los tristes y desvariados que andan buscándola lejos de vuestros caminos; negádsela, sí; dadles siempre turbación, remordimiento y perpetuo desasosiego, para que así conozcan lo vano de los dioses a quienes sirven, y se vuelvan a Vos, único y supremo dispensador de la paz. Y cuando contritos y arrepentidos se acerquen a confesar sus culpas a vuestro ministro y a recibiros en la santa Comunión pascual, ¡ah! abridles entonces todos los tesoros de paz que encierra vuestro Corazón sacratísimo, derramádsela a torrentes en el suyo, decidles con amorosa y suavísima voz: «Acercaos, amigos míos, la paz sea con vosotros. Yo soy: no queráis temer».

¡Oh si conociesen los distraídos del siglo las dulzuras inefables de esta paz! Roguemos, hermanos míos, para que se la haga desear y conocer Dios a nuestros prójimos que viven apartados de Él; pidámoselo por los méritos de aquellas preciosísimas llagas que en tal día mostró Jesús a sus Apóstoles. ¡Divino Jesús! Sed para con nuestros hermanos pecadores verdadero Dios de paz y de reconciliación, para que con ellos y con Vos podamos nosotros lograr la paz eterna de vuestra gloria. Amen.
      
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
    
DÍA SEXTO
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
Acto de contrición.
    
Sobre la aparición a santo Tomás apóstol.
    
    
Tomás, uno de los Apóstoles, no estaba con ellos cuando se les apareció el Señor. Le dijeron ellos: «Hemos visto resucitado al Señor». Respondió él: «No lo creeré si no viere con mis propios ojos las aberturas de sus manos y pies, y metiera mis dedos por ellas, y mi mano en la herida de su costado». Se compadeció Jesucristo de esta dureza de corazón de su Apóstol, nacida quizá del mismo asombro que le causaba la novedad del caso, y se dignó desvanecer sus dudas favoreciéndole con una especial aparición. A este fin presentóse otra vez en medio de sus Apóstoles, cerradas también las puertas, y después de haberles saludado, llamando a Tomás le dijo: «Entra tu dedo por aquí y mira mis manos; llega tu mano y éntrala por mi costado, y no quieras ser incrédulo, sino fiel». Confundido Tomás, exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!». Replicóle Jesús: «Porque me viste, oh Tomás, creíste. ¡Bienaventurados los que no vieron y creyeron!».
 
¡Oh dignación del Salvador! Ningún medio le parece demasiado para acabar de tranquilizar y consolar al espíritu agitado que se acerca a Él. ¡Oh, si lo comprendiesen los desdichados que por pretextos quizá levísimos dejan de presentarse a su divina Mesa! Mas atendamos a otra observación. Dicen algunos contemplativos que el favor especial concedido por Cristo a Santo Tomás lo fue a ruegos de los demás Apóstoles, contristados en cierta manera por la dureza de corazón de su compañero. ¡Qué lección para nosotros, hermanos míos! ¡Tal vez quiere el Señor que la dureza, de corazón de alguno de nuestros prójimos sea vencida por nuestras oraciones! ¡Tal vez Dios para atraer a sí con eficaz auxilio a un pecador envejecido en la culpa, aguarda sólo que nosotros se lo supliquemos fervorosamente! ¡Ay divino Señor! ¡Cuántos Tomases duros e incrédulos hay entre nosotros! ¡Cuántos que rehúsan prestar su asenso a las verdades de vuestra fe, so pretexto de que no pueden verlas con sus ojos o palparlas con sus manos! Alumbrad, divino Señor, a esos pobrecitos ciegos de corazón, guiad a esos tristes extraviados, aparecédseles y decidles: «Mirad, ved, tocad cuan dulce es mi ley, cuan ciertos mis misterios, cuan eficaz mi gracia, cuan positivos mis bienes, cuan bienaventurada mi paz. Palpad y ved, que Yo solo soy el Señor». Os lo pedimos, Señor, con más intensidad en estos últimos días de vuestro devoto octavario, reunidos aquí en vuestra presencia, como os lo pidieron vuestros discípulos reunidos en Jerusalén. Concedednos, Señor, la conversión de dichos hermanos nuestros, y juntos gocemos con Vos de la clara vista y posesión de vuestra sacratísima Humanidad glorificada en el cielo. Amén. 
      
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
        
DÍA SÉPTIMO
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
Acto de contrición.
    
Sobre la aparición a los Apóstoles en Tiberíades.
   
   
Estaba pescando Pedro con Juan y otros cinco en el mar de Tiberíades. Era la noche borrascosa, imagen de este mundo siempre agitado y revuelto, y los esfuerzos de los pescadores absolutamente ineficaces. Se les apareció en la ribera el divino Jesús, y les preguntó si algo habían pescado. Le respondieron que no. Entonces les dijo: «Echad vuestra red a la derecha del barco, y cogeréis». Lo hicieron así, y fue tan rica la pesca, que no podían sacar a la playa la red por la abundancia de ella.
 
Tal es muy a menudo la situación del hombre en el mar revuelto y alborotado de esta vida. Tal es muy en particular la de las almas celosas que en él trabajan para la gloria de Dios y conversión de sus prójimos. Las obras del apostolado católico parecen muchas veces estériles; tras horas y días y años enteros de incansables afanes en medio de mil dificultades y contradicciones, en medio de la noche de los más densos errores, siéntese desalentada el alma por la escasez de sus frutos, por la ineficacia de su oración, y se vuelve al Señor como en amorosa queja: «¡Dios mío, trabajando andamos toda la noche sin conseguir resultado!». Seguid, seguid sin desalentaros, almas fieles que trabajáis, oráis o gemís por la conversión de vuestros hermanos. Seguid sin cansaros, seguid sin desfallecer. Pasará la noche, llegará la alborada, y a la orilla de ese mar tempestuoso oiréis la voz del Salvador que os alienta, y hallaréis entonces vuestras redes henchidas de preciosísima pesca, y rica con ella entrará vuestra barca en el puerto de la feliz eternidad. Orad sin intermisión, orad. No os es conocido tal vez por ahora el efecto de vuestras súplicas, os lo será algún día. ¿Quién sabe cuántos corazones ablande secretamente aquella lágrima solitaria que estáis derramando ahora mismo en la presencia del Señor? ¿Quién sabe cuántos corazones, hoy endurecidos, sentirán en su hora postrera la influencia de ese ruego que dirigís hoy al cielo por tantas necesidades anónimas? Nada se pierde ante Dios. Ni uno siquiera de los granos de semilla sobrenatural que al azar lanzamos, dejará de aprovechar.

Si no alcanza la salvación del prójimo, asegura por de pronto la nuestra, y es siempre un homenaje que tributamos a la gloria de Dios. Sí, dulce Jesús resucitado, seguiremos rogando y rogando siempre por la conversión de los pecadores, vuestros hijos y hermanos nuestros, por más que nos procure hacer desmayar el demonio con la aparente ineficacia de nuestros ruegos. Recibidlos Vos y hacedlos fecundos para todos en bienes de gracia y gloria. Amén.
      
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
       
DÍA OCTAVO
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
Acto de Contrición.
        
Sobre la aparición a todos los discípulos en Galilea.
    
   
Además de los Apóstoles tenía el Señor muchos discípulos, a los cuales había llegado también la nueva de su feliz Resurrección. Más de quinientos de ellos se recogieron a instancia de los Apóstoles en una montaña de Galilea esperando allí la visita de su Maestro resucitado.
 
Considera cuán generoso fue nuestro divino Jesús, que no quiso reducir el gozo de sus apariciones a la corta compañía de sus Apóstoles, sino hacerlo extensivo a los demás que ya en aquellos días participaban de su fe y de sus dulces esperanzas. Sabía además que cuantos más fuesen los favorecidos con su vista, tantos más serían los testigos que tendría por todo el mundo la verdad de su doctrina. Y así vemos que más tarde el apóstol San Pedro, para convencer de ella a los obstinados judíos, les dice que fue visto el Salvador resucitado por más de quinientos hermanos. Observa que todos estos discípulos fueron conducidos al monte por invitación de los Apóstoles, a quienes debieron la suerte de poder gozar de la presencia de Jesucristo vivo y glorioso. Fíjate ahora en ti misma, alma devota, y repara cuál ha sido tu dicha si tus oraciones en el presente octavario han logrado ganar para el servicio de Dios y para la Confesión y Comunión pascual algunas almas extraviadas, o siquiera una sola. La que por tus súplicas haya alcanzado de Dios la gracia de su salvación, la deberá en cierto modo a ti, y aunque lo ignore en esta vida, lo sabrá y te lo agradecerá por toda la eternidad. A ti deberá el gozar de la vista clara de Dios, y a ti podemos decir que deberá Dios mismo el tener una oveja más en su rebaño, un elegido más en su gloria. A ti serán debidos en gran parte los buenos ejemplos que el convertido dé al mundo con su nueva vida; y él y los que por él a su vez se conviertan, y toda la descendencia de justos que de ahí puede originarse, serán otros tantos testigos que predicarán la gloria del Señor, como aquellos quinientos discípulos convocados por los Apóstoles al monte de Galilea lo fueron de su Resurrección. Y serán además testigos en favor tuyo en el juicio postrero, y hablarán en favor de ti y te ayudarán a alcanzar misericordia ante el supremo Juez por tus faltas si algunas tuvieres. ¡Oh dichosa el alma que con celo fervoroso se haya dedicado durante estos ocho días a tan santo apostolado! ¡Dichosa todavía más la que lo tomare como tarea principal de toda su vida! Dulce será su muerte, tranquilos sus últimos suspiros, alegre su entrada en la región pavorosa de la eternidad. Concédanos a todos esta dicha y la de trabajar incansablemente para merecerla el divino Jesús resucitado, a quien con el Padre y el Espíritu Santo sea todo honor y toda alabanza por los siglos de los siglos. Amen.
      
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.

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