Novena dispuesta por Fray Ruperto María de Manresa (en el siglo Ramón Badía y Mullet) OFM Cap., y publicada en Barcelona por F. Girón en 1912, con licencia eclesiástica.
ADVERTENCIA
A las varias Novenas a Nuestra Señora
del Rosario de Pompeya que corren en
manos de los fieles, hemos querido añadir
una más, no para mejorar las ya existentes —todas ellas buenas y piadosas—, sino
para que hubiera una nacida en nuestro
patrio suelo, donde toda cosa excelente y
toda forma de devoción a la Virgen Santísima en que resplandezca su grandeza,
arraiga y prospera. Por sí sola ella pondrá de manifiesto cuán prontamente ha
sido adivinada por la piedad de nuestro
pueblo esta devoción, que sobre los numerosos e
insignes milagros con que la mano de Dios la propone y recomienda, tiene el
privilegio de abrir el corazón a sublimes y
confortadoras esperanzas.
No dejan de ser, a la verdad, un evidente testimonio del amor con que Dios sigue el curso de la humanidad y de los tesoros de sumos bienes que le reserva en épocas aciagas las circunstancias providenciales que han concurrido para que fuera levantado un magnífico santuario para honra y gloria de la Reina de cielos y tierra sobre las ruinas de la antigua Pompeya, en los precisos momentos en que la ciencia y la historia hermanadas lograban arrancar de un sepulcro de veinte siglos á aquella ciudad infortunada. Ha confirmado plenamente que este hecho venía de la mano de Dios ver como no han quedado nunca desatendidas las oraciones elevadas al pie del Altar de la Virgen, ni sin remedio miles de males, ni sin el favor de sorprendentes milagros extremas necesidades expuestas con fe y piedad profundas. Todo lo cual abundantemente demuestra por lo menos que María Santísima es la constante y necesaria medianera entre Dios y los hombres; que en su poder y a la libre disposición de su voluntad están todo consuelo y todo reposo en los quebrantos de la vida, las gracias naturales lo mismo que las sobrenaturales; que cuando crece el número y la fuerza de nuestros males crecen a este paso y se multiplican la materna solicitud y la inefabilísima largueza de sus amores; que en sus brazos descansa y vive perpetuamente Cristo, luz, camino y vida de los pueblos, para Ella poder darlo a la humanidad incesantemente; y que fuera de Ella y sin Ella no es posible más que destrucción y muerte, como no es posible la luz sobre el mundo mientras la aurora no nos traiga cada mañana el sol para resplandecer sobre nuestro firmamento.
La Santa Sede, guiada siempre por la luz del Divino Espíritu que la anima y gobierna, ha recogido esta devoción y la ha enaltecido a los ojos de los fieles con gracias y privilegios únicos: ha puesto el templo, donde se venera la primera taumaturga imagen, bajo su inmediata jurisdicción, y ha concedido trescientos días de indulgencia a cualquier imagen que la recuerde y represente, por cada vez que delante de Ella se rezare la devotísima invocación de la Salve Regína.
En España, como en otros numerosos
puntos del globo, ha cundido la veneración
a Nuestra Señora del Rosario de Pompeya;
y aquí, como en otras partes, ha despertado en muchas almas esperanzas perdidas;
ha encendido o avivado llamas de fe, o muertas o casi extinguidas; ha apartado
de muchos ánimos seguros e inminentes
males; ha abierto copiosísimos manantiales de consuelo sobre muchas familias, y
ha hecho sentir de innumerables maneras
cuan poderoso argumento de una fuerte
vida moral es el estar penetrado de devotísimo afecto hacia Nuestra Señora.
A estos sentimientos del ánimo, muy extendidos en nuestro Principado, particularmente en Barcelona, a la creciente devoción a su imagen venerada en esta Iglesia,
consagrada a su gloria y nombre, la cual
imagen, aunque desprendida de accidentales pormenores, reproduce exactamente
todos los esenciales atributos de la de
Pompeya, obedece la publicación de esta
Novena, inspirada toda ella en los más
vivos deseos de dar pábulo y auxilio a
tales férvidos afectos.
Podrá parecer a algunos sobrado larga, atendido el número de páginas; pero téngase muy presente que de un modo ha de ser una Novena pública y solemne, y de otro la que se hace privadamente y en cualquier caso de tribulación, de necesidad moral o de mayores deseos de obsequiar a la Virgen. Para el primer caso han sido escritas las Meditaciones, encaminadas a nutrir y ocupar el ánimo de los fieles con verdades altísimas y con los más sublimes principios de la teología acerca de la eminente e insigne perfección de Nuestra Señora, Madre augusta de Dios y de los hombres, llevando luz a nociones de la fe apenas esbozadas en nuestra ordinaria formación cristiana. Tal vez no sea del agrado de muchos el empeño puesto al escribirlas por prescindir de consideraciones sobre aspectos más circunstanciales, que aun pudiendo ser en sí mismas en alto grado ricas de verdad y de concepto, hemos preferido a ellas otras nacidas de las más substanciales y eternas razones que constituyen la excelencia personal, la nota distintiva propia e incomunicable de la Virgen Santísima. Estas Meditaciones, que pueden también servir de lectura para cultivo de nuestra formación religiosa en mil ocasiones, no están destinadas a formar parte de la oración privada que durante nueve días consecutivos se abre a los pies de la Virgen queriendo hacer una dulce violencia a su corazón materno obligándole a escuchar nuestros deseos, a acoger nuestros ruegos, aliviar una pesadumbre o verter consuelo sobre los dolores de una angustiosa tribulación. En estas novenas, que inspira la piedad privada, es indispensable suprimir la lectura de la Meditación; mayormente que en las horas de las supremas necesidades la palabra del alma es, como el huelgo en las fatigas, corta y anhelosa.
Cuando estas páginas hayan encendido
en las almas afectos de piedad por la Virgen de Pompeya, o esperanza en la suprema eficacia de su valimiento, o merecido
la gracia divina sobre la oración, lo cual
será en una u otra forma, en la plena totalidad de los casos; quiera la piadosa Madre mirar con benignos ojos al menor de
sus devotos. Tan grande es la voluntad que
puso en servirla escribiendo estas páginas,
como son pequeños sus méritos.
Barcelona, 8 de mayo, fiesta de Nuestra Señora de Pompeya, de 1912.
P. Ruperto Mª de Manresa, OFM Cap.
NOVENA A NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO DE POMPEYA
Por la señal ✠ de la Santa Cruz, de nuestros ✠ enemigos, líbranos Señor ✠ Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
ACTO DE CONTRICIÓN
Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, en quien creo, por quien espero, y a quien amo sobre todas las cosas. Me pesa de haberos ofendido sólo por ser Vos quien sois, bondad infinita. Propongo enmendarme ayudado de vuestra divina gracia, y con ella crecer y perseverar en vuestro divino servicio hasta la muerte.
Bienaventurada Madre de Nuestro Redentor, puerta del cielo siempre y a todos abierta, refulgente estrella de los que navegan por el mar de este mundo; merécenos de Dios el don de penetrar en los divinos designios que a tan alto grado de perfección te elevaron, y te constituyeron por Reina y Madre de todo lo criado; y de conocer por qué medios podemos honrarte debidamente. Acoge, oh Virgen de Pompeya, el filial amor con que te consagramos esta Novena, y pues Dios se complace en cubrir de gloria esta invocación obrando los más inauditos y continuos prodigios, haznos merecedores de participar, a lo menos en una parte, por pequeña que ésta sea, de la copiosa corriente de gracias que por tu nombre Dios se digna esparcir sobre los que honran y frecuentan tus altares. Así sea.
DÍA PRIMERO – 29 DE ABRIL
MEDITACIÓN: MARÍA SANTÍSIMA ES LA OBRA MÁS EXCELENTE DE LA DIVINA SABIDURÍA
Siempre que se nos ofrecen, en formas
de insignes prodigios y raros favores, nuevas manifestaciones de la sublime gloria y
grandeza de la Virgen María conviene no
olvidar que la causa y la explicación está
en haber sido Ella levantada a la dignidad
de Madre de Dios.
«La Divina Sabiduría, nos dice la Sagrada Escritura, edificó para sí una morada». No hay duda que en un sentido eminente, propio y esencial es la morada de Dios la humanidad del Salvador, unida personalmente al Verbo en quien habita «la plenitud de la Divinidad» y todos los tesoros de las perfecciones divinas. Ella es, con verdad, la casa, el templo y el santuario que Dios ha labrado para su gloria, y que sólo Él podía labrar, del mismo modo que sólo Él la podía concebir y sólo Él quererla. Con menos propiedad, y en un grado inferior pero en un sentido también muy excelso y perfectísimo lo es la Virgen Santísima, y esto de un modo necesario, habiendo el Verbo encerrádose en su purísimo seno, y de Ella tomado nuestra carne y esta «forma de siervo» con la cual quiso vivir entre nosotros y morir por nosotros.
«¿Qué es el alma de los santos, escribe San Cirilo Alejandrino, más que un vaso lleno de Dios, y de donde Dios rebosa?». No el alma únicamente, sino el mismo cuerpo es llamado por San Pablo templo y santuario del Espíritu Santo: «¿Ignoráis acaso que vuestros miembros son templo del Espíritu Santo que está en vosotros?». Si basta la presencia del Espíritu Santo, modelándonos hijos adoptivos de Dios a imagen de su Hijo natural, para hacer de nosotros templo y santuario de Dios ¿cómo no sería Ella el templo y el santuario privilegiadísimo habiendo descendido en Ella el Espíritu de Dios para infundir al Unigénito del Padre la vida y el alma que le hicieron Hombre; habiendo en Ella descansado con operación tan permanente y continua expresado por el Ángel que anunció la Encarnación del Verbo, diciendo que en Ella «sobrevenía»? Es muy cierto que no somos nosotros templo de Dios, sino porque primero lo fue María, y lo fue en grado sumo.
La eterna predestinación de María a la
divina maternidad es, en efecto, el principio, la razón y como la norma de todos los
inefables e innumerables actos por los cuales, unos a otros sucediéndose, Dios levanta y forma este sacratísimo y divinal templo
de su gloria. Cuando hablaba Isaías «de un
monte cabeza, por su elevación, de todos
los montes, y ensalzado sobre todos los
collados», en cuya cima el Altísimo había
de levantar casa para Él, para recinto de
sus perfecciones y de sus misterios, señalaba la preeminencia de María en todos los
divinos y eternos pensamientos, y que a
través de los tiempos, y antes que ellos, el
misterio de la divina maternidad es el ápice
y la cima más encumbrada de los designios
de Dios.
«Todo, es cierto, se cifra en Cristo y
subsiste en Cristo»; pero no lo es menos que Cristo «procede de la mujer y es
hecho de mujer». Cuando la Increada Sabiduría llamó de la nada el alma de la Virgen, y juntándola a la purísima substancia
de su cuerpo la sustrajo a la común ley
preservándola de contraer la mancha del
pecado, y la adornó con gracias elevadísimas, no hacía en puridad sino crear y santificar a la criatura destinada para ser su
Madre, es decir, para ser el principio y la
causa de su existencia en este mundo, y
poner los cimientos del gloriosísimo santuario de su propia y personal inmensa
grandeza. Esto declara y deja entrever
cuáles sorprendentes maravillas obrarían
la justicia y la sabiduría de Dios en la
santificación original de María. Dios había
de celar su propia honra, y concertar con
los pensamientos de la eternidad sus obras
en el tiempo.
Sin embargo, sólo eran estos albores los de un sol luminosísimo de Dios. La Sabiduría «como prudente arquitecto, según la expresión de su Verbo infalible, puso primero los fundamentos». Pero ¿qué no hará, a medida que suba el edificio? No describe la omnipotente mano de Dios más hermosa historia en esa inmensa acción con que, después de creados llama a los seres, y los guía hacia Él como á su fin. Por lo que toca a Dios, su obrar no experimenta en ningún instante interrupciones ni desfallecimientos, pues «el Padre, dijo Jesús, es actividad indeficiente, y yo con Él», y los dos la desenvuelven de continuo enardecida por la llama vivísima del Espíritu común á entrambos. Por lo que toca a la criatura el obrar de Dios se amortigua, tiene intervalos y a veces halla desgraciadamente tenaces rebeldías, resistencias que llegan en algunos casos a inutilizarlo; no empero en María, en quien era el obrar de Dios como el resplandecer del claro cielo; progresaba y subía de continuo. No atenuaban la suma divina actividad estorbos ni reparos, no dilaciones aun exiguas, o dificultades aun levísimas; el querer de la criatura era adecuada respuesta del querer de Dios, y no había sino facilidades, sumisiones perfectas, anhelos encendidísimos, y pronta y entera correspondencia. ¡Qué correr era el suyo, y cuán blandamente cedía y se amoldaba en las manos de Dios! ¡Cómo crecía el templo que Dios fabricaba para recinto de su divinidad! No es tan puro ni tan magnífico el remontar del sol desde la aurora hasta el pleno día.
Nótanse a veces en la formación de este divino edificio unas más vivas huellas del poder y del amor del sublime omnipotente Artífice; unas súbitas intervenciones, si no más divinas, ciertamente más misteriosas, más refulgentes y más eficaces, que asombran, y contempladas con detención arrobarían. Evidentemente la mano de Dios destila toda su riqueza; precisa y abrillanta la huella más profunda de su semejanza, de su compenetración con aquella selectísima criatura. Esto son, en puridad, los principales acontecimientos dispersos en la vida de la Santísima Virgen; su vocación al Templo, exordio de una vida celeste de once o doce años; el término de su permanencia en el Templo y su virginal matrimonio con el castísimo esposo San José; la salutación del Ángel y la divina encarnación del Verbo, y todos los grandes misterios en que «Madre e Hijo» juntamente se funden y se confunden en una misma acción común: la Visitación, el Divino Nacimiento, la Presentación, la huida a Egipto, la vuelta a Nazaret, la pérdida y el hallazgo de Jesús, los años de vida oculta, y de ardentísima, abrasadora contemplación mutua; el primer milagro, la primera manifestación del Salvador en las bodas de Caná a ruegos y por el expreso querer de la Madre; la vida pública de Jesús, de la que era María ocultamente parte esencialísima y viva; la Pasión, de cuyos cruentísimos dolores y misteriosos fines era plena e inefablemente copartícipe, como Madre del crucificado y como Corredentora —con su Hijo—, de todos los hombres; la Resurrección, la Ascensión y la Pentecostés. Tales pasos de la vida de la Virgen eran remansos en que se holgaba y desplegaba la Sabiduría de Dios elevando su templo, embelleciéndolo, e hinchiéndolo de santidad; eran un crecer de la Santísima Virgen, y un remontarse y trasponer nuevas cumbres hacia la gloria de su término; eran misteriosos rasgos de un más vivo parecido con su Hijo Jesús; grados más sublimes de una íntima y más arcana unión con la purísima Esencia.
Es indudable que en estos actos la acción era recíproca; Dios y María ponían
cada uno una actividad propia; Dios dando
por gracia, María recibiendo por virtud;
Dios comenzaba y se insinuaba, María
correspondía y ayudaba. Esto tenía un principio, no término ni tregua: tales inefables
secretísimas mutuas operaciones eran mayores, más numerosas que los latidos del
corazón de la Virgen, más frecuentes que el huelgo que exhalaban sus labios; tan poderosas para causar santidad, que una sola
habría bastado para transformar todo el
mundo en un majestuosísimo y gloriosísimo santuario de Dios, y comunicar al humano linaje una santidad superior a la de
los más altos serafines. Eran, digamos
aún, conformándonos con la metáfora evangélica, como las grandes bases de este
templo vivo que Dios levantaba para sí.
Todos los demás pasos y actos de su existencia venían a ser como piedras sobrepuestas unas sobre otras elevando y engruesando los muros; piedras preciosísimas
todas ellas y de un tan alto valor que, llenas como estaban de lo divino, eran, medidas con nuestro concepto, como infinitas;
piedras diáfanas, brillantísimas, refulgentísimas, maravillosamente cortadas, maravillosamente ajustadas, ostentando un parecido y ser de Cristo, y centelleando, con
variados colores y luces, los resplandores
de la santa faz de Dios.
Lo que refieren las Divinas Letras sobre la construcción del Arca de la Alianza y del Tabernáculo, cuyo plan y cuyos pormenores más pequeños Dios había ideado, trazado y ordenado; lo que dicen del suntuosísimo y magnífico templo hecho construir por Salomón en Jerusalén; apenas es un esbozo y una pálida sombra de lo ideado, pensado, trazado y realizado en la Virgen por la mano de la increada Sabiduría. La misma arrobadora hermosura de la Jerusalén del cielo, sus inefables magnificencias, sus estáticas dichas, sus armonías incomprensibles, sus cantares, que son raudales de gozo en la solemnidad de sus fiestas, todo esto descrito por San Juan en el Apocalipsis, tampoco da una idea del alto y perfectísimo ser, de la sublime y embriagadora belleza y majestuosa santidad de María. En la misma formación del cuerpo místico de Jesús, en la formación de la Iglesia, de la cual todos somos piedras, según la expresión del Príncipe de los Apóstoles, pone Dios menos cuidado, aplica menos su sabiduría, y busca menores motivos de gloria que en esta obra maestra única, en la que todas sus perfecciones quedarían agotadas si no fuesen absolutamente infinitas e inagotables.
Del mismo modo que las Divinas Letras parangonan la formación interior de María Santísima a la construcción de un templo, podríamos asimismo decir que toda su vida es la composición o los armoniosos acentos de un largo discurso de superior y divina elocuencia, por el cual Dios nos cuenta y nos descifra con magnificencia mayor que en los cielos visibles, la omnipotencia, el amor y la gloria de su insondable Esencia; que es como el canto de un inmenso e insuperable poema donde su augusto nombre es maravillosamente enaltecido y celebrado, como la ejecución de un concierto sereno y altísimo donde la armonía esencial y primera que es Padre, Hijo y Espíritu Santo brota a raudales mejor que a través de las armonías de las esferas celestes.
«Ved, escribe el Beato Dionisio Cartujano, a esta Única que el Padre Eterno ha
preparado para muy verdadera y muy eminente Madre de su Único y más que dulcísimo Hijo, en todo igual, consubstancial y
coeterno con El; aquella á quien el más
que liberalísimo Espíritu Santo enriqueció
con exuberancia de gracia, con perfección
de pureza, de santidad y de sabiduría tales
que bastasen para henchir a la madre de
Aquel de quien verdadera y eternalmente
este Espíritu procede. Ved Aquella a quien
el sobrehermosísimo, sobresantísimo y sobrenobilísimo Hijo de Dios ha escogido
por Madre desde toda la eternidad. ¡Oh Señora gloriosísima, Virgen purísima, Madre dignísima, a qué alturas, a qué inefable belleza, a qué gloria te veo levantada!
Entre todas las criaturas eres la más dichosa, la más ilustre y la más admirable por
estar asociada a la paternidad del Padre y
tener con Él un mismo Hijo. Eres en verdad la más familiar amiga de la sobreesencial y sobrebeatísima Trinidad, la suprema depositaría de sus más íntimos secretos.
Si te ha hecho tan elevada el supremo
Artífice, tan indeciblemente amable y ricamente perfecta, es porque Él mismo se
había prendado de Ti, y le habían arrobado tus hechizos y tu bondad. No es posible
dudarlo, la mano divina te ha revestido y
cubierto con tales prodigios, adornado con
sublimes gracias, atraído con incomprensible amor, por ser así conveniente que
una tal madre, una tal esposa y una tal
reina fuese lo más hermoso, lo más grande
y lo más magnífico posible en el orden de
lo criado».
Pongamos por un momento y demos como cosa posible, que este mundo desapareciese y sólo quedara esta excelsa criatura. Para el mundo reducido a la nada el mal fuera irreparable y enorme; pero no empañaría en la substancia ni siquiera con una tenue sombra, la gloria y el gozo exteriores del Divino Artífice.
Medítese, y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DE SAN ANSELMO
Si Cristo Jesús, Señor y Dios nuestro,
nos ha dado por Madre a esta sublime criatura; si María, elevada a la dignidad de Madre de Dios, vistiendo de nuestra carne al
Verbo Eterno del Padre nos lo ha dado por
hermano; ¡de qué amor no somos deudores
a Cristo por habernos dado una tal Madre,
a María por habernos dado un tal Hermano! ¿Con qué voluntad no será justo que
nos consagremos a Ellos dos; con qué
segura esperanza acudir a Ellos en las crecidas necesidades de esta vida? ¡Cuan
suave será servirles, recordar sus augustos
nombres y llamar á sus puertas de continuo con nuestros deseos! ¡Oh! sea piadoso
el divino Hermano con el hermano caído;
no repare en los castigos que sus desventuras merecen, sino en las lágrimas que
arrepentido derrama. Oiga la Madre los
clamores que da el hijo pecador, e interponga su valimiento para obtener su rescate y su perdón; ruegue al Hijo por
el otro hijo, al Unigénito por el adoptivo,
al Señor por el siervo. ¡Ah!, ¡cuán grande
es la deuda del hombre para contigo, Señora! Las lenguas todas de todos los siglos
no podrán dignamente alabarte y darte
gracias por las señaladas mercedes venidas de tus piadosas manos.
PETICIÓN
¡Oh benignísima Madre de Dios! Pedímoste en este primer día de la Novena
consagrada a honrarte y a merecer tu piedad, que te dignes abrir sobre nosotros,
desvalidos y flacos servidores tuyos, los
inefables tesoros de misericordia, que Dios
te ha confiado, y destiles en los más íntimos senos de nuestro corazón un hilo de
la dulcedumbre recóndita en tu santísimo
pecho, a fin de que todo nuestro espíritu arda en vivos amores por Ti, Madre
benditísima del humano linaje, y por tu Hijo
y Señor nuestro Jesucristo, y todo nuestro
ser bulla en ansias de alabaros incesantemente.
¡Oh refulgente y áurea rosa, toda belleza, suavidad y gracia! Lleguen hasta Ti los ruegos que enviamos de continuo a la gloriosa morada donde reinas, y nunca nos falten tu amor y tu asistencia en ninguna de nuestras tribulaciones, en ninguna de nuestras angustias. Por Ti la misericordia inunda la tierra; por Ti unge y alegra incesante y firme esperanza á los corazones que sufren y luchan. La bondad y la ternura manan de tus entrañas tan caudalosamente, que toda alabanza y ponderación son cortas; Tu suma mansedumbre vence toda la suavidad y júbilo de los cielos. Y si no había de ser para enviar consuelo al que sufre, luz al turbado, y salud al enfermo ¿habría Dios atesorado en tu corazón esos océanos de materno amor y de efusiva y tiernísima largueza? Como en el cielo eres clarísima y resplandeciente estrella que refleja sobre los bienaventurados la luz recibida del Sol divino; así para la tierra eres la alegría, el júbilo y la hermosura de la Casa de Dios, y cifra y misterio de los supremos anhelos de los predestinados. De Ti solamente recibe todo mal el remedio. Alarga, ¡oh Virgen escogida sobre todo el humano linaje, oh pingüe bendición de Dios, oh suavísimo regalo venido de los cielos!, alarga tu mano y mide la profundidad, la extensión y la altura de nuestras aflicciones, de nuestra voluntad tibia e imperfecta, de la suma de nuestras necesidades, y como en Ti conocer sea lo mismo que compadecer y dar, nuestras almas, inundadas por los torrentes de tu piedad, serán otras tantas voces que la pregonen y le den gloria.
Récense tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final.
ORACIÓN FINAL A NUESTRA SEÑORA DE POMPEYA PARA TODOS LOS DÍAS
¡Oh, Santísima Virgen de Pompeya, que resplandeces y reinas por los más extraños prodigios e insignes favores sobre ruinas y restos de ciudades que simbolizan a nuestros ojos el paganismo más sensual y la justicia de Dios castigando el pecado! Las gracias que otorga tan largamente tu mano, esparcen por el mundo la gloria de ese nombre, y descubren una vez más cuán plenamente Dios ha dejado a tu voluntad la dispensación de los tesoros de su poder. Ven, pues, en ayuda de mis deseos; cubre mis oraciones con tus entrañas de Madre y con las riquezas de tu piedad, y haz que lleguen agradables hasta el trono del Altísimo.
Que por tus ruegos, Madre de la gracia,
se amortigüen en mis sentidos las llamas
de la sensualidad, y suba mi alma a pureza
confortadora y raíz de toda justicia; responda el esfuerzo del hombre, en la medida
posible a mi flaqueza, al esfuerzo de Dios
por salvarme; el lado humano de salud no
falte al lado divino, antes bien en la hora
de obrar con Dios, pueda y sepa yo corresponder hasta dar llena la medida de los
frutos por El sembrados y vivificados; y
en fin, que no devoren, Señora, la tristeza
y la melancolía enervadoras el ánimo de tus
devotos, sino que, junto con las virtudes
de fe, esperanza y caridad recobre el consuelo que da fortaleza y ardimiento, y
aquella superior confianza que inspira espíritu de oración y perseverancia en los
deseos de Dios. Así sea.
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
DÍA SEGUNDO – 30 DE ABRIL
Por la señal…
Acto de contrición.
MEDITACIÓN: MARÍA SANTÍSIMA ES LA OBRA MAESTRA DE LA JUSTICIA DE DIOS
La Divina Sabiduría ha concentrado en
María Santísima los más vivos y gloriosos
prodigios, y ha empleado en modelarla
anhelos y gustos infinitos hasta hacer de
Ella su obra más perfecta y singularmente
única; a su vez la Justicia de Dios ha reverberado sobre Ella la más profunda refulgencia de su virtud, el trasunto más perfecto de sus armonías, el ejemplar supremo, en el orden humano, de la más pura
santidad.
«Yo, dijo el Salvador, aquello que a mi Padre agrada, hágolo siempre». Esto mismo acontecía en la Madre. Por todo el transcurso de su vida mortal, sus labios, su corazón, todos sus afectos, pensamientos y actos decían incesantemente: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y decíalo con tal humildad, amor y perfección, agrandándose por instantes, que sin cesar cumplíase en Ella la palabra de Dios, causando efectos cada vez más profundos y más divinos.
Es sabido que María, no por estar toda ella llena de gracia, era menos libre y dueña de todos los actos de su libre albedrío, de sus preferencias y de sus determinaciones. Era libre Nuestro Señor gozando de la visión beatífica ¿y no había de serlo María viviendo en la fe? Su libertad se movía en ambientes de pureza y de gracia ilimitadas; era tanto más esencialmente libre y exenta de trabas cuanto estaba más distanciada del pecado. En María Santísima la naturaleza y el pecado se rechazaban radicalmente porque Dios al santificarla en su concepción había extinguido en Ella todo posible pecaminoso ardor de concupiscencia; pero, además de esto, y atendida solamente su voluntad, ni una sola vez se había inclinado al pecado ni aun por breves instantes. «La voluntad de esta criatura, dice el Doctor Seráfico, estaba tan adherida con el bien, que era como clavada é inmovilizada en él. Por gracia, añade, tenía aquella imposibilidad de pecar que tienen los comprensores, de los cuales es Ella Reina y Señora.» El sumo teólogo Alejandro de Hales quiere que entendamos que la libertad de María estaba como necesitada del bien; y que le era, una vez hecha Madre de Dios, tan natural y necesario como lo es el aire para la vida del hombre. Para persuadirnos que el pecado era en Ella actualmente imposible, basta pensar en los dones con que la enriquecía de continuo la liberal mano de Dios; en la superior gracia habitual suya en lo interior, y las más vivas gracias actuales que la adornaban en lo exterior; la ciencia divinamente infusa y embebecida de continuo en la contemplación de las cosas divinas; la nunca interrumpida ascensión de su amor a Dios; la omnímoda perfecta subordinación de los sentidos al imperio del entendimiento, al punto que nada podían hacer sin su consejo y aprobación; y, en fin, aquello que San Bernardino de Siena llama admirablemente «una íntima sensación y deleitosísimo gusto de su maternidad divina, que tenía en constante emoción sus entrañas y robado el ánimo al pensamiento y sabor del Hijo de quien era Madre, y de la deuda con que la obligaba con Dios esta dignidad tan sublime». Tantos privilegios no eran obstáculos puestos a su libertad o impulsos y fuerzas que la aprisionasen fatalmente con el bien y el recto obrar; no eran sino mayores títulos de independencia, de seguridad y de incontrastable fortaleza. La libertad moral de María no estaba en poder elegir entre el bien y el mal. Su libertad era cumbre de orden; expresión, trasunto acabadísimo en lo humano de las armonías celestes y del más alto gobierno divino. Penetraba con viva percepción así por los senos del mal como por los del bien; mas contra el mal experimentaba tal horror que sin violencia la apartaba al momento y enteramente, como si la moviese un sacro y fuerte instinto, una suerte de incompatibilidad, a la vez nativa y voluntaria, todavía más eficaz, más noble y excelente, que cualquier acto de esfuerzo y de imperada adaptación; y con respecto al bien sentíase siempre tan suave y fuertemente inclinada, conocíalo a través de tan purísimas lumbres y lo amaba de un modo tan ardiente y soberano, que es quedarse muy distante de la verdad decir que entre el bien y María mediaba un connubio incesantemente renovado e inalterablemente pactado. Entre María y el bien todo era conveniencia, simpatía, mutua donación, fidelidad encendidamente amorosa, y diríamos aún hermandad y parentesco de naturaleza y de gracia.
Este vivir de la voluntad de María tan
por completo unida con el bien era por un
acto propio y del todo libre; procedía de
un acto de preferencia; jamás, en un sentido propio por distracción, constreñida o impulsada. Tenía Ella un señorío tanto más
pleno de sí misma, cuanto más reinaba
Dios en Ella, a quien estaba sujeta y a quien se entregaba con efusivo amor sin
tregua ni descanso. Ella era dueña de todos
sus actos, potencias y sentidos, en la misma medida en que Dios era el Señor de
todo su espíritu; y tan supremo y apacible imperio se extendía y transparentaba
en todo; en sus obras exteriores e interiores, en las más grandes y en las más pequeñas, y hasta en los primeros y más imperceptibles movimientos, que son como los
gérmenes y las raíces de nuestras operaciones morales.
Era, pues, en María la sed de bien un cúmulo y una suprema transcendencia de todas sus energías, de todas sus potencias y sentidos, no mermadas ni distraídas por importunas solicitaciones del mal, por reiteradas ó persistentes luchas, que hacen inevitable una pérdida más o menos notable de atención y de esfuerzo a fin de sustraerse a sus posibles efectos o contagios.
El ejercicio de su libertad en orden al
mismo bien, era holgadísimo y todo lo mayor posible siendo el cielo de su vida limpio, sereno y dilatadísimo. Cuanto obraba
hacíalo sabiendo y queriendo hacerlo, é
inclinada y determinada por razones tan
hermosas, tan elevadas y tan divinas que
ninguna otra vida ni por dignidad ni por
excelencia se le acerca, a excepción de la
vida de Cristo, de la cual la misma vida de
la Virgen es sólo el más perfecto traslado.
Enseña la Teología que el mérito sobrenatural de un acto presupuesta la libertad en el individuo, se mide por el grado de gracia, por el amor que mueve a obrar, y por el valor inherente al acto. Ahora bien; en la Santísima Virgen la gracia fue siempre de un grado sublime, y ni por un solo instante de su existencia dejó de estar toda Ella henchida de gracia. Suprema en los primeros albores de su vida, creció por momentos y en proporción que excede los cálculos humanos hasta tocar con los años los confines de la inmensidad, y constituir la acumulación de todas las gracias comunicables, es decir, el tesoro y la cifra de todas las gracias dispensadas o que es posible dispensar sobre la universalidad de las criaturas. En cada uno de los actos que llenaban el curso de sus días y aún de sus noches— pues también de la Virgen ha de decirse, como lo decía de sí el Esposo de los Cantares, que en el sueño velaba y crecía en gracia—, Ella acumulaba y hacía entrar la totalidad de su gracia. Fuese que orase, fuese que trabajase, o que tomase el cotidiano sustento corporal, o cualquiera otra cosa que hiciese, siempre y de todos sus actos, lo mismo interiores que exteriores, era la savia toda su alma, toda su vida íntima, toda su gracia infusa y adquirida, circulando invariablemente su plena y férvida voluntad. ¡Qué fuente de agua saltaba caudalosa hasta la vida eterna de cada uno de los actos de la Virgen, y cuyas gotas valía cada una por un océano!
No es fácil adivinar cual aire de amor lo alentaba todo en este sublime espíritu de María. Sólo por motivos de amor cabe explicar su virtud de sobrehumana constancia, y su prodigiosa eficacia para henchirlo todo de santidad y de unción divina sin omitir ni perder un átomo de la vida partida del alma. Como en Cristo así también acontecía en la Virgen, que un acto cualquiera, aun el más vulgar, era un concierto de todas las virtudes; todas acudían y desplegaban sus tesoros, obedientes al fin previsto y ordenado por el amor. Cada obra suya era á manera de una sinfonía que extasiaba los cielos; a manera de un coro angélico que el amor precedía, gobernaba v alegraba. El amor daba orden y ley a todo, a cada anhelo señalaba un fin y un camino; á cada aliento sustentaba y daba forma, lo penetraba con su virtud y le imprimía carácter. Nadie tampoco había amado tanto á Dios, después de su Hijo Santísimo —el cual también era Dios—, como le amaba María; de ningún corazón, ni en la tierra ni en el mismo cielo, había subido hasta el trono de Dios el perfume de tales y tan vivos derretimientos, la lumbre y el calor de tales llamas de caridad, como salían y abrasaban el inmaculado corazón de la Virgen. Tan íntima unión enlazaba el corazón de María con el corazón de Dios, que el mismo Espíritu Santo, que es amor substancial de Dios, era en Ella como su propio órgano, el ejemplar vivo, la raíz activísima de sus vibraciones y de sus anhelos. Ardiendo en unas mismas abrasadoras llamas, en todo parecía identificado con Él. Pues si tal era su amor, ¡cuál no sería su merecer!
Cada una de sus obras valía un mundo, y todas juntas formaban a modo de un universo creado, más hermoso, ciertamente, más opulento y más precioso para Dios que el que salió de sus manos en los primeros días de la vida. El mero sonido de su melodiosa palabra, los piadosos latidos de su corazón y los castos estremecimientos de su cuerpo subían hasta Dios como himnos de alabanza más agradables que los acordes de las harpas de los serafines. Es de fe que, si Dios no hubiese tenido otros designios, habría bastado un acto, tan pequeño como se quiera, una palabra, una oración o una lágrima de Jesús, para redimir y salvar al mundo, y aun muchos mundos. No podemos decir esto mismo de María; pero en razón de lo unida, de lo identificada que, por tantos conceptos, estaba con su Hijo, cada acto era una comunión práctica con los actos del Redentor, era destello vivísimo y directo de la vida propia y esencial de Jesús. Todavía no se había encarnado, y ya la unía con el Salvador futuro una fe insuperable y una misteriosa y fecunda unidad de espíritu. Por Él, por sus misterios, por su vida y por todas sus obras recibía en el más alto grado posible cuanto había de comunicable en su valor moral, en la sobreeminente pureza, en la soberana excelencia y en el infinito alcance. Si todas las acciones de Jesús eran siempre acciones de un Dios, cualquier acto de María era siempre un simple acto de una hija de Dios, sino de la Madre de Dios, y por este solo motivo contenía una gracia, dignidad y valimiento superiores a toda ponderación y discurso, una plenitud que frisaba con la inmensidad, mayormente que lo que Ella hacía no derogaba ni empañaba jamás, antes siempre se ajustaba al honor de esta maternidad y revelaba sus intensos fulgores.
Evidentemente, pues, los actos de María eran la cosa más perfecta y acabada; granjeaban a Dios mayor gloria que toda la santidad del empíreo; eran una continuada ascensión que iluminaba toda la casa de Dios, los méritos perfeccionando la gracia, en justo retorno, ennobleciendo los méritos; eran un perenne manantial de alegría para los espíritus bienaventurados, y arrebataban de las manos de Dios tales lluvias de bendiciones sobre la tierra, que con nada son comparables. A esto aludía por elegantísima manera la Sagrada Escritura al decir: «Yo soy Madre del bello y ardiente amor, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza. Yo produje fragancia como la vid, y mis flores y mis frutos son flores y frutos de gloria, de pompa y de riqueza».
Pero la cima ideal de todas sus obras, la gala y el primor de todas sus virtudes, la cumbre de lo más eminente de su vida espiritual, su obra soberana más regia, más sacerdotal, más santa y más excelente y divina, en el concepto de la justicia esencial, haber concebido libremente y por amor al Verbo de Dios cuando Él quiso encarnarse, y haberlo engendrado en el tiempo, dándolo, también libremente y como fruto de su voluntad, a un mismo tiempo a Dios y a los hombres. En las demás obras María sobrepujaba a todos los Santos y a todos los espíritus celestiales; en ésta Ella se aventaja a sí misma. Aceptando la palabra del Ángel, se juntaban la voluntad creada de María y la increada de Dios para producir un mismo efecto, siendo éste el más soberano que podía salir de la omnipotencia divina; con su fiat, creó, no un caos del cual surgiese un mundo como por el fiat de Dios Creador en el origen de los tiempos, sino un mundo en donde la magnificencia había de ser infinita, y pasó a ser causa voluntaria y meritoria de la encarnación benditísima, causa de la vida entera de Cristo, de todos los efectos de la inefable vida condensada en Él, de todas sus consecuencias y derivativos en orden a Dios y en orden a los hombres, así para el tiempo como para la eternidad. Es indudable que Ella, en términos absolutos, podía no haber consentido a la divina invitación manifestada en el mensaje del Ángel, pero de hecho consintió, como era natural consintiera siendo toda Ella un resplandor vivísimo, una resonancia directa y fidelísima de la vida de Dios; y todo su ser, todo su vivir se concentró y se fundió, sin revocación posible, en este consentimiento, renovado, plenamente abrazado, a cada latido de su corazón por todo el tiempo de su permanencia en este mundo.
El misterio de María estriba precisamente en esto, en recibir y comunicar incesantemente a Jesús; en ser el necesario intermedio escogido por Dios mismo para comunicarse al hombre, en ser el caño de vida divina siempre abierto sobre los hombres. Hizo donación de Él a la humanidad cuando le engendró en su castísimo seno fecundada por la virtud del Espíritu Santo; cuando los cielos le vieron con asombro nacido en el portal de Belén; cuando libremente, con potestad de Madre y con la virtud de Cooperadora de todas sus obras, y más que de otra alguna de la redención, le inmoló en el Calvario, juntamente con Él, que se inmolaba, y con el Padre celestial, cuya voluntad era la razón del sacrificio; cuando Él, para satisfacer y calmar las infinitas ansias de su amor, dio a todas sus anteriores donaciones una forma más eminente y a la vez más misteriosa, en la Eucaristía; cuando, en fin, habiendo Ella sobrevivido a su divino Hijo, y habiendo bajado sobre Ella el Espíritu Santo para confirmarla como Madre de todo el mundo místico de Cristo, se sintió fecunda de todas las generaciones que habían de creer en la palabra y en la virtud del Verbo humanado, y les dio, ya entonces en principio y en vistas a su predestinación, a Jesús como semilla y raíz de vida divina en el hombre. Pues esta misma maternidad, tan noble y magnífica en dignidad y eficacia como es suprema y universal en la extensión, siendo enteramente voluntaria en su principio y en sus efectos ¿puede dejar de ser meritoria y aún abismo de merecimientos?
Conociendo estas altísimas cosas que la fe enseña, que la más segura teología ilumina y ayuda a penetrar, que consuelan y enardecen el amor ¿es posible detener los deseos y las inquietudes del pensamiento por ir más allá, y por ahondar más en los misterios de Dios y escudriñar la soberana consumación de la Divina Justicia en esta Virgen, hasta ver y tocar como quedaron convertidos en océanos de gloria estos vastísimos océanos de gracia? Pero ¿no será también el silencio una profunda y purísima adoración de las cosas divinas y de sus insondables piélagos, el más suave y alegre refugio para el alma, y quién sabe si la única expresión posible al hombre, cuando los más sublimes pensamientos le deslumbran y desconciertan, y los más abrasadores afectos le agitan, le oprimen y le desfallecen?
Medítese, y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DE SAN ILDEFONSO
¡Oh dulcísima medicina de nuestras almas! ¡Oh cierta luz de nuestros corazones! Seas Tú medicina de mis dolencias; destierra de mis ojos la noche; esclarece las obscuridades de mi fe; robustece mi esperanza e inflama mi caridad. ¡Oh hermosa y vivísima estrella de la cual salió el que es substancial resplandor de la gloria del Padre para brillar sobre los esplendores de los Santos! Como la alegría de limpia alborada despuntó tu luz a los sentados en sombras de muerte; como aurora que sube al amanecer el día corriste con alegres pasos señalando en el cielo del alma el camino del nuevo y nunca visto sol, dejando tales efectos tu suave claridad, que aún hoy lucen, á manera de corona y de collar de ricas perlas, en las sienes y en los pechos de la Iglesia. Envía esa tu suavísima y fuerte lumbre que ilustra al cielo y al mundo; traspasa las diamantinas puertas del infierno; fecunda las semillas de virtudes sembradas en el alma por la mano del Creador, e infúndenos aquella paz que es gaje de divina amistad. ¡Oh Tú, Madre del Eterno Verbo, de la increada Sabiduría, que en el cielo apacienta a los ángeles, y en la tierra comunica al hombre sentidos desusados y divinos! ¡Oh cerrada puerta del templo, sólo abierta para el Rey de reyes! ¡Oh morada sacratísima y secretísima de la beatífica Trinidad! ¡Oh misteriosa y celestial nube que luce sobre el mundo como el sol en perpetuas eternidades! Alúmbranos y regocíjanos con tu claridad, cúbrenos con el majestuoso manto de tus virtudes, deja caer sobre nuestras almas la lluvia de tu gracia, y aparezca fecundidad en nuestras manos hasta dar flores y frutos que sean agradables en la presencia del Señor. Así sea.
PETICIÓN
La rosa plantada en los inmortales vergeles del cielo esparce por la tierra sus perfumes, y conforta y alegra a los hombres, después de haber recreado con sus galas y embriagado con su fragancia a los príncipes de la eterna dicha. Tú, Virgen purísima, resplandeces en la economía de Dios como rosa cuya vista renueva todo posible amor y toda esperanza, y cuya fragancia suavísima despierta y derrama belleza, vida y gracia en los espíritus. Acoge a tus devotos cuando en horas de pena llaman a Ti y sus labios murmuran entre sollozos tu nombre, lauro y presagio de honra y de virtud; cuando sus manos trémulas por la congoja buscan las orlas de tu manto para templarse con las gotas de unción que destilan tus pechos; cuando sus ojos, ora nublados por el dolor, ora excitados por el espanto, busquen vida en la lumbre ardiente de tus miradas.
Todo en esa tu imagen delata lo eminente de tu bondad; todo nos persuade
cuan pronto destila el consuelo tu corazón
materno, derretido en las hogueras del amor
a la Divinidad Altísima. Por esto siempre
y anhelosamente acudimos a Ti implorando
los favores de tu caridad y los suavísimos
refrigerios de tus palabras. ¿Cómo, pues,
habrá tristeza en el ánimo que Tú ilumines
con un solo rayo de alegría? Inclina, Madre
benignísima, tus oídos a nuestros ruegos;
y acerca á mis labios el mirrino vaso de tu
gracia, que es fuente de vida manando
licor de regalada dulzura para los bienaventurados. Una gota de este licor es de
tal nobleza y eficacia, que nada valen en su
comparación las suavísimas delicias que los
ángeles podrían ofrecernos. Sea, oh Madre
dilectísima, tu presencia manantial de íntimos solaces en mi alma, y de alegría y de
exaltación en el pensamiento. Quede sellada eterna e indefectible nuestra amistad;
todo ostente desde hoy que Tú eres nuestra Madre como nosotros somos tus hijos.
Récense tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final. La Oración se dirá todos los días.
DÍA TERCERO – 1 DE MAYO
Por la señal…
Acto de contrición.
MEDITACIÓN: MARÍA SANTÍSIMA, OBRA LA MÁS EXCELENTE DEL DIVINO AMOR
En las relaciones de Dios con la Santísima Virgen precede y sobresale de un modo eminente el Amor. Si la Sabiduría hizo gala de su resplandeciente magnificencia en la edificación de este su Templo; si la Justicia agotó toda su virtud comunicable y sus castísimos carismas para premiar las sublimes virtudes e incomparables méritos de María desde que ésta tuvo existencia; si la mano de Dios la arrebató de las manos de la muerte y del sepulcro para coronarla en el cielo con gloria imposible de imaginar; es porque lo quiso, lo ordenó y decretó el Amor; porque amor era aliento que fecundaba y hacía florecer en María las inclinaciones y las semillas de los demás divinos atributos. Amor puso las manos en esta obra y amor la consumó. Amor ideó y trazó los eternos designios, y amor también creó las riquezas convenientes y las glorias de sus triunfos y de sus conquistas por los siglos de los siglos. El Amor, diremos recordando una frase sagrada, es el alfa y el omega de María.
Una dulcísima discípula del Verbo, Santa Catalina de Siena, escribe en uno de sus Diálogos que «la creación está hecha de amor». ¿De qué, pues, estará hecha María, la reina y la flor de la Creación? Todas las cosas creadas rebullían eternamente en el seno de Dios caldeadas por el Amor; y no hay en este mundo un solo hombre á quien Dios no hable á lo más hondo de su corazón para decirle: «con amor eterno te he amado; por lo cual pensaba contigo y te llevaba en los senos de mi misericordia». ¡Cuán admirable es este misterio de nuestra ideal preexistencia en Dios, este misterio de predestinación, que es la razón altísima de todas las divinas condescendencias con el hombre! Pero ¿cómo vislumbrar, no digamos su naturaleza, sino aun su mera posibilidad, si los destellos de amor no llegan hasta nosotros y no nos ayudan a descifrarlo? A la verdad, ese anhelo de Dios por nuestras almas que tantas cosas delatan; la luz y la claridad con que Él se nos manifiesta centelleando sobre las cosas creadas los fulgores de sus infinitos misterios, y las formas seductoras y variadísimas que toma para hablarnos; las secretas influencias que envía sobre nosotros, los innumerables lazos con que nos solicita, nos busca y nos encadena por los varios caminos de la vida; esas secretísimas, deslumbradoras e inefables voces que resuenan dentro de nosotros en innumerables horas evocando resabios divinos y perdidos y velados recuerdos de nuestro primer origen; todo es obra del Amor. De él no cabe decir que haya nacido, sino que vivía y ardía en toda su actividad y con toda su llama antes que existiésemos, pues nuestra existencia fue su primer beneficio.
En esa eternidad, en ese inmenso e inviolable reposo, enardecido y vibrando por un amor activísimo, no es decible cómo y con qué amor determinante y preveniente y con cuan plena libertad de su vida esencial Dios amaba a María. Desde el primer instante de la existencia temporal de la Virgen este amor secretísimo, y por toda la eternidad represado, desbordó y se derramó sobre ella dándole la más perfecta comunicación de sí. Las infinitas y eternas complacencias que en el sagrado recinto de su dicha experimentaba Dios por aquella naturaleza humana con la cual su Verbo había de unirse, se extendían, como los efectos nos llevan hasta sus causas, como los arroyos nos remontan a sus primeros manantiales, hasta la Virgen, puesto que mediaba entre los dos unión indisoluble, y la transformaban en la cosa más parecida con Dios en virtud y en belleza. Sin duda alguna, tales complacencias del Amor hallaban descanso y deleite primero en Jesús, por ser Él el principio, el fin y el todo de su Madre como de toda criatura; pero el mismo orden que pide que María como Madre preceda á su Hijo, pide y reclama en el tiempo, que primero estas infinitas complacencias se precipiten sobre todo el ser de esta singularísima criatura, autora, después de Dios, del Mesías y su único principio humano.
No son dos amores, en efecto: sino un mismo y único amor a los dos designa, prevé, ordena y cobija. También Ella puede decir como su Hijo: «Dios me poseía en el principio de su camino; ya de antiguo, antes de todas sus obras». «Desde el principio y antes de los siglos Dios me crió y me hizo reposar en las más altas cimas de su morada». Y bien que este eterno e inefable amor de Dios por la Virgen se alimentase en numerosas razones, y fuese apoyado y como excitado por todos los resplandores de la razón divina, era, no obstante, como el mismo amor con que ama al Hijo de sus entrañas, personal y espontáneo; tenía en Él, y sólo en Él, el principio, los motivos y los fundamentos; este amor eterno e inefable era, por la razón misma de ser su principio, el ejemplar y el modelo. Dios, pues, amaba a la Virgen sólo porque la amaba; la amaba sólo por amarla y por ser Él amor, y tal amor que hace cuanto quiere, y se mueve o reposa cuándo y como le place.
Evidentemente, pues, el amor había de acumular primero en la predestinación de esta mujer, y luego en Ella misma, en su realidad substancial y viva, apenas creada, todos los títulos que podían encumbrarla y dignificarla. Santo Tomás hace notar «que no siendo posible una absoluta disparidad entre un efecto y su causa, es de razón admitir que María, por haber dado á luz al Hijo de Dios revistiéndole de nuestra causa, hubo de ser preparada y enaltecida con las perfecciones más parecidas a la condición de Dios». En este sentido y glosando una sentencia del Doctor Angélico escribía Santo Tomás de Villanueva: «Si la dignidad de la Madre ha de guardar una cierta proporción con la excelencia del Hijo, ¿quién duda que siendo Éste infinito es también en algún modo infinita la dignidad y la perfección de la Madre?». «Para medir y rastrear la excelencia de la Madre, exclamaba San Gregorio Nacianzeno, pensad primero en la del Hijo», Por lo cual así el Amor ordenó y quiso que Ella fuese, cuanto era posible que fuese una pura criatura, esto es, la eminentísima suma de todo lo verdadero, el más primoroso ejemplar de bondad y de belleza, y que en Ella alcanzaran todos sus límites los reflejos comunicables de las perfecciones divinas; que esta criatura, que era su eterno deleite y su inefable hechizo contemplada en aquel ser ideal que Ella tenía en su esencia, quedase tan unida y con tan misteriosos y augustos lazos y tal suma de relaciones con Jesús que fuese a la vez su esclava, su discípula, su confidente, su amiga, su hija primogénita, su esposa virgen, su compañera, su ayuda semejante a Él, su santa por excelencia, la única de su corazón, y en fin, su Madre. Esto sobre todo, porque de esta relación dimanan las demás; ésta las compendia y aventaja a todas, elevándolas, consagrándolas y dándoles toda su perfección.
Cuando un tal amor hubo ideado y modelado a esta altísima Virgen a la medida de sus eternos deseos, ya no tuvo medida en su obrar. Saltó como impetuoso río de aguas vivas sobre Ella; y Ella quedó hecho el reino de todas las galas, de todas las magnificencias, de los desvelos y de la dicha de Dios. El amor mismo de Dios pasado todo a su alma era el sol y el hogar de toda su vida interior; el alma de su alma, el corazón de su corazón; una gracia culminante que la llenaba de luz y la abrasaba, y abrasándola la fecundaba haciéndola primeramente augusta Madre de Dios, después, y por virtud de esta maternidad, Madre suprema de los hombres. María fue lo que al amor esencial plugo que fuese; no vivió jamás sino de amor, toda en amor, y sólo para el amor. ¿Cómo, sin embargo, el sol del amor que había puesto su firmamento en el alma de la Virgen Santísima no centelleaba según su natural y su fuerza en todos los actos y palabras de esta augusta criatura, para deslumbrar al mundo y cautivarlo y empujarlo a Dios? El amor, obediente a los deseos de la sabiduría, que eran también los suyos, había previsto que tan sublimes fruiciones y glorias quedaran ocultas y como veladas debajo de discretos límites, mientras durase la peregrinación de esta hechura suya por nuestro suelo, a fin de que pudiese acrisolar también a Ella esa economía de pruebas que dejan sentir en las criaturas el yugo de leyes positivas, el peso de cargas ineludibles: cargas de trabajo, de dolor y de sacrificio.
Para Dios, todo Él caridad, que jamás aparta la vista del fin propuesto a todos, equivale esa ley de dolor y de dilaciones, como es fácil comprender, a labrarse para sí un vacío en las criaturas objeto de sus tan vivas y pródigas ansias. Cualquier acción del dolor en la criatura ahonda nuevos abismos, que Él ha de llenar un día, y sólo Él puede llenarlos. La prueba y el dolor son el gran misterio de la elevación de las criaturas; las despojan y vacían de sí mismas; reconcentran y quintaesencian todo el ser del alma y todas sus energías a fuerza de replegarlas hacia adentro, y las dilatan y hacen mayormente capaces de la plena posesión de Dios, que es su fin. A esta ley imperiosa de formar en nosotros pura, amplia y absorbente capacidad que permita a Dios fluir copiosamente en nosotros y colmarnos de su condición en la medida prevista en el decreto de nuestra predestinación, alude el Apóstol cuando exhorta al hombre a remontarse por la fe hasta la edad del varón perfecto «a la medida de la edad de la plenitud de Cristo». Lo mismo para María, que para cada uno de nosotros, la vida sobre este suelo ha de ser, por deliberada ordenación del Amor, una preparación, un ensayo a la unión eterna con Él.
Pero cuando María, transcurridos los setenta y dos años de su existencia en este suelo, donde las dilaciones excitan las ansias, llegó a la hora, prevista eternamente por Dios, de romper las misericordiosas cadenas de dilación que el Amor se había impuesto, y éste tocaba al fin al suspirado término en que había de aquietar sus infinitos anhelos tomando posesión y entrándose abundosamente por los senos de esta criatura sin más medida que la insaciable voracidad de sus propias llamas; cuando María, transfigurada, hecha toda ella pureza y lumbre de Dios, fecundada de virtud, ataviada por la mano del celestial Esposo, y madura para el gusto de Dios, desnuda toda de sí misma y de todo cuanto no era Dios o de Dios, abierta a Dios y a sus más invisibles influencias hasta sus más hondos senos, hasta las posibles extensiones de su ser agrandado por la llama devoradora de un amor infinito; cuando, traspasados los espacios de este mundo penetró en la eternidad, en la inmensidad, en la inmutabilidad, en el mundo increado donde Dios tiene su propia morada, y donde reina como dueño absoluto con la fuerza, con la seguridad y la soberanía que cuadra á su naturaleza; cuando, en fin, hubo hecho esta Virgen de sí misma a Dios la más perfecta donación, la última donación que compendiaba y consumaba todas las pasadas; entonces el Amor, resarciéndose con creces de la tardanza, obró con los ardores y con la vehemencia de su condición, y se convirtió en un río cuyas impetuosas avenidas, al decir de la Sagrada Escritura, alegran la ciudad de Dios, y la colmó con inefable plenitud; vació sobre Ella a raudales los infinitos tesoros de las perfecciones, de los estados y de las arrobadoras delicias de Dios; la abrazó, la estrechó, y la unió a su divinidad tan íntima e indisolublemente cuanto era ello posible para una criatura cuya persona no fuese una de las tres divinas. «Ella suspiraba en este suelo, dice un piadoso escritor, porque Dios la besara con un beso de su boca; pero Dios al recibirla en los umbrales de su gloria la besó con todo el ímpetu de su amor y con toda la extensión de su omnipotencia a toda Ella, hasta los más hondos senos de su espíritu y las más secretas energías de sus potencias».
Aquí terminó la acción del Amor en su
obra predilecta y obra maestra por excelencia. Desde aquel punto principió, para
no acabar jamás, entre Ella y las tres adorables Personas una mutua donación, un
flujo y reflujo, una comunión actual y activa de vida que imita y reproduce con la
posible fidelidad aquel inefable movimiento
que constituye la vida esencial del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo.
Medítese, y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DE SAN BUENAVENTURA
¡Oh María, dulcísima robadora de corazones! ¡Oh deleitable hechizo y embeleso del entendimiento! ¿Por qué, Señora, atormenta de esta suerte tu amor? ¿Por qué tan copiosamente das esos gustos de Dios a un tiempo agradables y congojosos? ¿por qué quieres trasladar tanto cielo en el barro y endiosar a una tan vana y ruin criatura? ¿Por qué buscas embriagar el alma con el vino del amor de tu Hijo, si en nada, que sea digno de Él, puedo servirle y corresponderá? ¿Qué provecho se te sigue que a Ti y a tu Hijo ame con entrañado y fuerte amor? ¿Por ventura no hacen tu dicha los espíritus del cielo, que aún busques el mío pobre y terreno? Pusiste tu flecha contra mí, y diste tan certero golpe que mi alma ya no es mía, sino tuya; ahora guárdala y no la dejes salir de la escondida recámara de tu gracia.
PETICIÓN
¡Oh amantísima Madre de Dios, cuya suavísima ternura sobreabunda más de lo que puede concebir el entendimiento humano! Heme aquí, humildemente postrado y encogido delante de tu imagen, que me remonta por el pensamiento hasta el trono de sublime gloria que tienes en el celestial reino sobre todos los ejércitos angélicos, y me deja entrever la suprema hermosura de tu pureza, la invencible virtud de tu intercesión y la refulgentísima claridad de aquellas tus altas perfecciones que sumergen en continuados éxtasis a los bienaventurados moradores del cielo. Tú agradaste y prendiste, oh Virgen hermosísima y sin igual en todos los siglos, al Rey sapientísimo y potentísimo sobre todas las cosas; tuyos son los cetros de cuantos imperios existen debajo de Dios. A Ti, pues, acudo, movido de amor y de confianza, pero también confuso pensando en mi ruindad y sin atreverme a levantar los ojos, con frecuencia manchados por la concupiscencia y el orgullo de la vida, y ponerlos en esa tu serenísima faz, toda radiante de divina lumbre, hermoseada con la más suave púrpura de las rosas y la áurea pureza de las flores. Pero llamo a Ti escudado con tu misericordia y cubierto con la copiosa emanación de tu gracia; y te pido me dejes gustar la suavísima amistad que es regalo de tus devotos, y adornes mi alma con sobria y firme prudencia, con viva y amorosa justicia, con benigna y amable fortaleza y santa y alegre templanza.
Todo en esa tu imagen delata lo eminente de tu bondad; todo nos persuade cuan pronto destila el consuelo tu corazón materno, derretido en las hogueras del amor a la Divinidad Altísima. Por esto siempre y anhelosamente acudimos a Ti implorando los favores de tu caridad y los suavísimos refrigerios de tus palabras. ¿Cómo, pues, habrá tristeza en el ánimo que Tú ilumines con un solo rayo de alegría? Inclina, Madre benignísima, tus oídos a nuestros ruegos; y acerca á mis labios el mirrino vaso de tu gracia, que es fuente de vida manando licor de regalada dulzura para los bienaventurados. Una gota de este licor es de tal nobleza y eficacia, que nada valen en su comparación las suavísimas delicias que los ángeles podrían ofrecernos. Sea, oh Madre dilectísima, tu presencia manantial de íntimos solaces en mi alma, y de alegría y de exaltación en el pensamiento. Quede sellada eterna e indefectible nuestra amistad; todo ostente desde hoy que Tú eres nuestra Madre como nosotros somos tus hijos.
Récense tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final. La Oración se dirá todos los días.
DÍA CUARTO – 2 DE MAYO
Por la señal…
Acto de contrición.
MEDITACIÓN: PROFUNDA UNIÓN ENTRE MARÍA SANTÍSIMA Y JESUCRISTO
Tan estrecho es el lazo que junta los destinos y el ser de Cristo y los destinos y el ser de su santísima Madre; tan vivo y sorprendente el parecido de las virtudes y de los hechos entre ellos dos; tan poderoso el reverbero que se envían mutuamente todas las formas por las cuales los concebimos; es, en fin, tan fuerte y tan prolongada la cadena de sus obras maravillosas, desde Nazaret hasta el día de la Ascensión y aun, si bien por diferente manera, hasta el fin de los tiempos, que a simple vista semejan dos lienzos delatando y reproduciendo una misma divina concepción; dos seres, separados, es cierto, pero abrazados y fundidos en una misma vida por una intensa y profundísima unidad de espíritu. Que sea este modo de ver y de concebir a la persona de María Santísima muy propio y verdadero, nos lo demuestra la práctica constante de la Iglesia de aplicar, por derivación, se entiende, y respetadas las debidas proporciones, los mismos encomios, las mismas ponderaciones que con respecto a la Sabiduría encarnada nos ofrecen los libros Sapienciales. «Es constante norma de la Iglesia, escribía la Santidad del papa Pío IX en la Bula Ineffábilis Deus, seguida en los divinos oficios y sagrada liturgia, trasladar los textos de las Divinas Letras que hablan de la Sabiduría increada y aplicarlos á la Virgen cuantas veces se refieren á los orígenes de su predestinación dependientes del mismo acto de la omnipotente voluntad de Dios que decretó la encarnación de la Divina Sabiduría». Por consiguiente, es una verdad fundamental y esencialísima de nuestra fe que a la purísima predestinación de Cristo y a su inefable e infinita preeminencia se allega y se asocia, cuanto esto es posible en el ser de una criatura, la Santísima Virgen, la cual, «desde la eternidad, según frases que la Iglesia pone en sus labios, tuvo el principado, desde antes de los siglos, primero que fuese hecha la tierra; y no existiendo aún los abismos, era ya engendrada; y había ya nacido cuando ni las fuentes de las aguas habían brotado, ni los montes y collados sido sentados, ni creados la tierra y los campos, ni ordenado el más leve y elevado polvo del tiempo».
La Iglesia, en efecto, como cree y confiesa que Jesucristo es Dios y Hombre y que María es una pura criatura, así también cree y confiesa, y obliga a creer y confesar, que como Dios, por su vida esencial, es el santuario único de la vida increada, así María es el santuario único, augusto y dignísimo de su vida creada; cree y enseña, y ordena creer y abrazar, que por un misterio de elección y de complacencia perennemente actuales, activas y perfectas, María está y vive en el pensamiento, en la palabra y en las mismas entrañas de la voluntad de Dios, es decir, en Dios mismo; y, en fin, cree y enseña que Ella mora en este centro esencialísimo e infinito de vida, como no están, ni las criaturas pasivas, tales como los cielos y la tierra, ni alguna, ni todas juntas, de las más libres y más activas, como son los ángeles divinamente abrasados y abrasadores. Después de la sacratísima Humanidad del Verbo, nadie está en Dios y dentro de Dios, nadie vive de Dios tanto como Ella. En el seno del Padre resuenan desde toda eternidad estas misteriosas palabras del Hijo Unigénito: Heme aquí. Pues vertiendo en conceptos humanos lo que de suyo es insondable, no hay ninguna dificultad en afirmar que María Santísima, y todo lo que Ella es y vive, dijo desde que principió a existir, dice y estará diciendo incesante y perpetuamente, a Dios, a los derechos, a los mandamientos, a los consejos, a las mociones e inspiraciones más iniciales de Dios: Heme aquí. Decíalo viviendo en este mundo, y dícelo ahora eternamente, con todo su ser, con toda su alma, con todas sus potencias, y hasta con todo su cuerpo, admirable y augusto hogar de la vida del alma; siendo Ella personalmente, y en un sentido eminente, sumisión, entregamiento y llama ardentísima e incesante de amor para con el divino querer que tan sublime y misteriosa la ha formado.
Por esta razón la Iglesia, al pensar en esas elevadísimas esferas de vida divina en que Ella tiene su centro, y contemplarla tan enriquecida de perfección y de grandeza, sube de asombro en asombro y se crece por alabarla y amarla con amor siempre nuevo; y no encontrando en el idioma humano palabras que trasladen toda la alteza y majestad del concepto que de Ella ha formado, acude al inagotable tesoro de las imágenes y palabras divinas, al depósito de los pensamientos y vocablos del Espíritu Santo, es decir, al Libro sagrado que Dios le dejó como suma de toda su doctrina y como archivo del idioma del cielo, y tomándolas de él pone en boca de María Santísima las mismas misteriosas expresiones con que el Espíritu Santo nos describe las magnificencias de la Increada Sabiduría: «Desde toda la eternidad, tengo yo el principado. Cuando extendía el Señor los cielos estaba yo presente. Cuando con ley fija encerraba los mares dentro de su ámbito; cuando en lo alto establecía regiones etéreas y fortalecía los manantiales del abismo; cuando asentaba los cimientos de la tierra, con El estaba yo disponiendo todas las cosas, y eran mis diarios placeres el holgarme continuamente en su presencia. A mí me pertenece el consejo y el sólido saber; mía es la prudencia, mía la fortaleza; por mí reinan los reyes, y los legisladores adivinan qué cosa sea justo; por mí los príncipes mandan, y los jueces administran justicia».
Existe, por consiguiente, una tan misteriosa e inefable compenetración, una tal y tan grande afinidad de destinos y de vida entre Cristo y su Madre, que mayor ya no es posible. La Madre es viva figura del Hijo y el Hijo de la Madre; y el uno al otro se prestan el aliento, la refulgencia y la claridad. En orden a esta unión arcana tienen su natural y su más perfecto sentido estas palabras del Apóstol: Ni el varón sin la mujer, ni la mujer sin el varón. Después que Dios hubo creado al primer hombre, dijo: No es bueno que el hombre esté solo; HARÉLE AYUDA IDÓNEA PARA ÉL. Envió un sueño misterioso, un éxtasis, sobre Adán; tomó una de sus costillas, cerró otra vez la carne, y con la costilla formó una mujer, y trájola al hombre. Todavía Adán resplandecía en la lumbre del Espíritu que le había arrobado cuando al ver a su mujer y por ella vislumbrando a lo lejos los más sublimes misterios, exclamó: Hueso es de mis huesos; carne de mi carne; llámese Hembra porque ha sido formada del hombre. Y bañándole el alma la luz del pensamiento de Dios, traspasado el velo de lo futuro en un orden superior, entrevió los misterios de nuestra formación divina, y añadió: Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, se allegará a su mujer, y serán dos en una carne.
Esta historia de nuestros orígenes humanos ilumina los velados sentidos de las palabras del Apóstol; del mismo modo que las palabras del Apóstol esclarecen y nos descubren la profundidad y la profusión de misterios ocultos en aquella historia. Quiere primeramente el Apóstol que por esa serie de hechos nos traslademos a la divina institución del matrimonio, al cual apellida gran misterio, gran sacramento; pero siendo, como él mismo enseña, las cosas del tiempo una imagen de invisibles realidades, quiere aún que la figura de la historia nos levante a las ocultísimas y realísimas intenciones divinas. En otro lugar, rompiendo la corteza de estas cosas sensibles y traspasando la superficie de los hechos para elevar la mente hasta el valor substancial de las realidades supremas escondidas en las entrañas de lo sensible, declaró que «el Adán del primer paraíso era figura de otro Adán, que había de venir». ¡Sublime verdad! «Mientras formaba Dios al primer hombre tenía puestos los ojos, escribe Tertuliano, en un tipo; en el tiempo se dibujaban esbozos eternos, y debajo de formas visibles se delataba y trascendía un ideal de magnificencia soberana y libérrimamente concebido. El hombre era una realidad imperfecta y una imagen de otro hombre perfectísimo, el Adán nuevo y celeste, Jesucristo Nuestro Señor».
Si Jesús era verdaderamente, y en un
alto sentido y mejor que Adán, el hombre
por excelencia; María era, y no podía dejar de ser, en la forma más perfecta y mejor que Eva, la mujer, esto es, la mujer
por excelencia, la madre común del humano
linaje. Si Adán en el Paraíso era anuncio,
era presagio y figura de Cristo venidero;
por la misma razón, por unos mismos títulos, Eva, formada de la costilla del hombre
y para ayuda del primer hombre, era anuncio, manifestación y figura de María, en
quien había de ser una eminentísima y fecunda realidad y tener su más adorable
cumplimiento el significado del nombre
puesto a la mujer del primer hombre, pues
Eva quiere decir Madre de vivos.
Medítese, y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DE UN ANTIGUO MONUMENTO DE LA LITURGIA
Ven, ¡oh gloriosa Reina María! Ven y visítanos; comunica sobre nuestras almas, tristes y marchitas, la poderosa y radiante claridad de tu alegría, y con ella eleva a esferas de santidad nuestra vida. Ven, salud del mundo, y lava tantas manchas como nos afean, disipa tantas tinieblas como nos envuelven. Ven, Señora de las naciones, y apaga las llamas de concupiscencias que nos abrasan, ya cubriéndonos con el manto de tu pureza, ya fortaleciendo nuestros pasos en el seguro camino que nos ha de llevar a puerto. Ven para consuelo de los que sufren, para fortaleza de los débiles y estabilidad de los que fluctúan entre mares de dudas. Ven, estrella, luz de los mares, inspira paz y excita a gozo y devoción a tus devotos. Ven, ¡oh cetro de reyes, poderío de las naciones!, y vuelve al seno de la fe, al amor y vida de su unidad las muchedumbres extraviadas que han perdido el sentido de la verdad y la corona de su fe. Ven trayendo en tus manos los dones de tu casto eterno Esposo, el Espíritu Santo, para que por su lumbre y calor vivamos la vida de gracia, y con ella formen nuestro sustento aquellos frutos eternos que nos han de merecer el entrar en la unidad de la vida bienaventurada. Amén.
PETICIÓN
Postrados a tus pies, oh Madre amadísima, elevándonos a considerar tu perfección suprema, tu inconmensurable opulencia de vida divina y el Hijo de tu maternidad virginal puesto en tus brazos, nos sentimos movidos a esperar de Ti que no faltará sobre nuestros pasos por este amargo valle de lágrimas la suavísima unción de tus manos ni el confortador consuelo de tu auxilio. Nadie, ciertamente, más piadosa que Tú para endulzar penas, desvanecer pesadumbres y devolver prontamente la paz perdida; nadie más poderosa en gracia y en virtud para trocar en alegres realidades los deseos y levantar el ánimo abatido. Míranos, pues, oh esperanza de afligidos, oh alegría purísima de los tristes, y llegue hasta nuestros oídos el acento dulce y pío de tu voz, la palabra confortadora que diga: «Heme aquí, he aquí a tu Madre». El corazón humano no puede no exultar con la paz de los bienes que trae tu presencia.
Descansa, oh alma mía, en los brazos de quien es divina Madre; oculta en su seno tus males, y tus angustias; tus imperfecciones debajo de su espléndida virtud. La vida esencial resplandeciente en sus brazos nos asegura que Ella nunca desecha la oración del menesteroso, nunca deja sin consuelo al atribulado que la invoca. Para ser gala y alegría de toda la familia de Dios ha sido formada esta deífica Virgen y mística rosa, que nacida de regia estirpe, dio a luz la divinísima flor de los jardines del cielo, Cristo Jesús, a quien sea gloria y alabanza por los siglos de los siglos.
Récense tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final. La Oración se dirá todos los días.
DÍA QUINTO – 3 DE MAYO
Por la señal…
Acto de contrición.
MEDITACIÓN: DIGNIDAD DE MARÍA POR RAZÓN DE SU ESTRECHA UNIÓN CON CRISTO
Siendo tan única y singular la relación
de predestinación que le une con la misma
sagrada persona del Verbo humanado, y
tan profunda y estrecha que llega a hacer
de los dos como dos fases de un mismo
misterio, como dos realidades de un mismo
divino designio; no ocurre esforzar mucho
el pensamiento fácil para adivinar cuán misteriosa y singularmente elevada había de
ser la perfección y la excelencia de María
Santísima.
En efecto, por virtud de esta predestinación María era la elegida para ser la Madre de Dios; y esta sola dignidad contiene cuantos títulos y razones de preeminencia y de perfectísima condición sea posible concebir, y todavía muchísimos más que forman en el cielo el objeto de eterna contemplación y deleitosísima fruición de sus beatíficos moradores. Tales son: las honduras insondables y arcanas del pensamiento divino que la creó y escogió; la jerarquía única de su persona tocando con lo infinito y hasta confundiéndose plenamente con el cerco de lo infinito, vista desde la inexpresable distancia de nuestra pequeñez; una sobrenatural y tan excelsa hermosura de alma que con ninguna otra cosa podrá ser nunca parangonada ni asemejada; y por fin, el inconmensurable océano de gracias en que quedó toda Ella sumergida ya en el mismo primer instante de su existencia, en el cual fue adornada de todo cuanto es posible en el género de perfección.
Es natural y lógico, pues, que Dios no la esboce y no la señale en sus revelaciones y en sus comunicaciones con el humano linaje, más que como a la afortunada y eminente criatura que Él en sus infinitos consejos con la Sabiduría y con el Amor ha escogido para ser Madre del Redentor futuro. Por este su alto destino Ella, en efecto, vive y figura, ahora encubierta, ahora clara y manifiesta, en el fondo de todas las divinas relaciones; está en el alma de todos los símbolos; vive en los misterios de todos los vaticinios, y es objeto e incentivo de todos los santos deseos de las almas justas de los más apartados tiempos, y de todas las fuertes y ardientes esperanzas de todos los Patriarcas. A estos destinos de María cantan un mismo himno y con idénticas estrofas la Antigua y la Nueva Alianza, las voces de los que entre sombras suspiran por los bienes futuros y de los que se gozan con la alegría de la posesión. Antes que recibiera la herencia de las naciones engendrándolas espiritualmente sobre el Calvario con el heroico y dolorosísimo fiat de su corazón martirizado, David había contado sus virtudes y su majestad regia; Salomón sus mágicos hechizos, su hermosura y su blanca pureza; Isaías y Jeremías su maternidad virginal y divina. Las mismas tradiciones de los gentiles murmuraban el nombre de la bendita criatura que había de engendrar al Redentor del mundo.
De Ella había dicho Dios a Isaías: «El Altísimo pondrá una señal: una virgen concebirá y parirá un hijo, cuyo nombre será Dios con nosotros». En la plenitud de los tiempos, cuando la noche de las sombras y de las figuras cedió sus dominios a la esplendorosa lumbre de la anhelada realidad, un ángel del cielo bajó a la modesta casa de Nazaret, y dijo a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre Ti, y la virtud del Altísimo te hará sombra; por lo cual lo Santo que nacerá de Ti será llamado Hijo de Dios». Por estas palabras, y por la luz que se envían mutuamente, aquéllas como vaticinio de un admirable suceso futuro, éstas testificando el asombroso cumplimiento de un anuncio tan sobrehumano; pénese de manifiesto y resalta con la más viva claridad que María es sobre todo y antes que todo la Madre de Dios, y por esto cuán estrechas son la unión, la cooperación fecundamente eficaz que juntan y abrazan a María y a su Hijo santísimo. Esto solo es ya bastante para dejar comprender la ilimitada cadena de consecuencias inefables que se sigue de esta unión.
Sin embargo, cabe recorrer aún a otros
títulos, no menos sublimes, que si no
aumentan en el ánimo la certidumbre de
esta materia hacen más viva cuando menos
la conciencia de lo ilimitado de sus vastas
profundidades, y de aquel extraño deleite
que causa en el espíritu la sensación de lo
misterioso.
Eva es llamada con propiedad retoño de
Adán, y esto mismo podemos decirlo de
María, en un grado más subido y excelente,
relativamente a Cristo. Por Cristo y en orden a Cristo, Ella fue divinamente concebida desde toda la eternidad en el seno del
Padre; fue anunciada y figurada en la Ley
Antigua; y en el mismo instante de ser
concebida en el seno de su madre, según
la carne, fue adornada, como se ha dicho,
con tales gracias y prerrogativas que superan y vencen las mayores de 1os más
encumbrados espíritus bienaventurados, y
aun las de todos ellos juntos. De la gracia
que María recibió en aquel primer instante
de su ser, dice un sumo y piadoso teólogo:
«que comenzó donde la de todos los demás
santos y ángeles acaba; que fue más elevada, más perfecta y más intensa que la
de todos los seres razonables que fueron
y serán desde el principio hasta el fin de
los siglos; que obliga a postrarse delante
de su majestad a las jerarquías de los cielos, a las muchedumbres de los predestinados, y al inmenso coro de criaturas que
la justicia hermosea».
Cuando Jesús no era, ni era posible que fuese aún, el blanco de los ardentísimos afectos de toda su enamoradísima alma, era ya la única y suprema razón de su existencia; pues si en el orden del tiempo la Madre precede al Hijo, en cambio en aquel otro orden superior y mucho más real, eternamente subsistente constituido por los divinos decretos, el Hijo precede á la Madre, y Él la concibe y la forma, por manera trascendente, á su imagen y semejanza, en aquella medida que determinan de consuno la limitada capacidad de la criatura y la ilimitada y omnipotente virtud del que obra y se comunica. Porque no el varón es de la mujer, escribe con hondo y arcano sentido el Apóstol, sino la mujer es del varón; pues tampoco el varón fue criado por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón. De lo cual resulta que, por este superior orden de cosas en el cual es Jesús la causa y la raíz de María, no termina ni acaba en Ella todo lo que Ella, recibiéndolo de Cristo, tiene y posee en gracia y en perfección; sino que traspasa y se junta con el mismísimo misterio del Verbo hecho hombre, quedando Ella plenamente aunada dentro de la íntegra unidad de este misterio.
¡Cuáles resplandores de divinidad dimanan de esta encumbradísima dignidad de Madre, que sobrepuja todo lo posible en el orden de concepto! ¡Cuál suma de perfección y de justicia hemos de suponer en la Virgen Santísima por esa plena unión y esa unidad sin medida con Cristo, siendo esta unión el principio esencialísimo e inagotable de santidad, de perfección y de vida sobrenatural! Si de Cristo derivan los arroyos de aguas divinas, e influyéndolo Él se desparraman y corren por todo el universo, ¡cómo se entrarían con el ímpetu del mar cuando rompe con furia sus límites, por todas las potencias y por todos los sentidos y todos los senos de María, sobre todo cuando las mismas substanciales riquezas de la Divinidad bajaron y tomaron asiento en su purísimo y casto seno! La viva y fúlgida lumbre del que es Luz inaccesible, los perfumados ungüentos del que es infinito tesoro de Dios y joyel del Padre, la cándida belleza del que es Sol y gala de los cielos, la casta fecundidad del que es flor y pimpollo de la vida esencial y primera, trasbordarían en todo su ser, y discurrirían por todas sus facultades, energías y sentidos hasta trocarlos en otros tantos remansos donde la gracia descansara y embebiera el suelo, en otras tantas fuentes que fuesen recreación y deleite de la Casa de Dios y de todo lo criado. Si por haber Ella brotado del tronco infecto de Adán, tuvo necesidad de ser redimida, ¡cuán graciosa, cuán exquisita a Dios y cuán a gusto suyo hubo de ser esta prenda conquistada! ¡Cuán arrobadora y dulcemente suavísima y alegre hubo de ser su presencia para el encendido amor de los mensajeros de la corte del cielo! ¡Cuán piadosa, amable, larguísima y dadora de bienes para el hombre! Encima de la blanca pureza de sus vestidos, más clara y deslumbradora que la resplandeciente pureza de los ángeles, la mano previniente de Dios puso el más fino color de subida púrpura. Nadie penetró tan adentro como Ella en el lago formado con la sangre manada del Cordero inmaculado; nadie como Ella quedó, no rociada como los altares de los viejos sacrificios, sino bañada, toda cubierta y empapada de los arroyos de la sangre redentora. En nadie como en Ella se verificó, por manera altísima y todo divina, aquella palabra del Apóstol: la mujer es imagen y gloria del hombre. ¡Quién podrá decir ni imaginarse todo lo vestida, adornada y penetrada de Cristo que estaba esta mansísima tórtola de nuestro desierto, esta flor, hermosura y gala de nuestros valles, como el Verbo lo es de los prados celestes, sobre cuyas hojas no posaba más luz que la venida de la más alta esfera, ni la tocaba otro aire que el vivífico casto aliento del Todopoderoso! Como Dios se ve a sí mismo en las líneas del rostro de Jesús; de esta suerte Jesús se reconoce, bien que en traslado, cuando pone los ojos en el rostro de su Madre benditísima, pues como no vive Ella en sí misma, vive Él en Ella.
Evidentemente si Cristo es el hombre por excelencia, si es el Hombre-Dios, María, por necesaria e indisoluble correlación, es la Mujer por excelencia, la mujer bendita, la más perfecta y agraciada entre todas, la criatura típica y ejemplar en el orden de criaturas, la que en grado más eminente contiene todas las perfecciones, todas las notas y partes de belleza que por la universalidad de las cosas creadas tiene repartidas la sabiduría increada. Una gran señal apareció en el cielo, escribe San Juan en su Apocalipsis: una mujer vestida del sol, calzada de la luna, y por tocado de su cabeza una corona de doce estrellas. La luna con su crecer y decrecer, y recibiendo del sol la luz que por la noche ella envía sobre la tierra, es imagen de las criaturas, mudables por natural condición, y que no lucen sino con reflejos y brillos que les son prestados. Mas la Virgen, a quien naturaleza y gracia adornan con sus mejores preseas, tiene la luna debajo de sus pies; porque su belleza vence y domina en excelencia toda la belleza posible en el orden de lo creado. Sus vestidos, el majestuoso manto que realza su persona, es decir, todo lo que en Ella aparece y es posible descubrir, todo es sol, o mejor dicho, todo es Jesús, sol de verdad y de justicia, esplendor del Padre por su eterna generación, lumbre del mundo por su nacimiento temporal. Y toda otra santidad, junta o separada, fuera de la de Dios, es sólo una estrella de pálidos fulgores ofuscada con los vivos fulgores de este sol en el vasto cielo de la santidad de María, cifrado todo su destino en hacer corte y pompa a la primogénita de Dios, a la Reina de todos los vastos dominios divinos.
Medítese, y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DEL VENERABLE PADRE LUIS DE GRANADA
Dios te salve, serenísima y suavísima Madre del Salvador del mundo, María. Tú eres aquella tórtola castísima cuya voz dulcísimamente sonó en los oídos del Todopoderoso. Tú eres aquella paloma honestísima cuyo gemido agradó sumamente al Espíritu Santo. ¡Oh Virgen graciosa, Virgen de maravillosa hermosura!, aclara las tinieblas interiores de mi ánima con el rayo de tu luz; para que quitada la obscuridad de mis vicios, pueda yo contemplar la grandeza de tu hermosura. Dios te salve, puerta de Oriente siempre cerrada; por la cual vino a nuestras tierras aquel más hermoso de todos los hijos de los hombres. Vuelve, ¡oh clarísima!, vuelve a mí aquellos blandísimos ojos de tu virginal rostro, y destierra las tinieblas de mi ceguedad con la claridad de tu venida. Aparta, Señora, mi ánima de todas las cosas que están debajo del cielo; y suspéndela en la contemplación purísima de tu grandeza; haciéndola gustar aquellos dulcísimos licores de la felicidad eterna. Dios te salve, amadora de la soledad, y diligentísima guardadora de la quietud interior. Dios te salve, Virgen dotada de maravillosa honestidad y de inefable sabiduría. ¡Oh Virgen escogida! ¡Virgen la más hermosa de las hijas de Jerusalén!, recoge los pensamientos derramados de tu siervo y haz reposar en Ti mi espíritu derramado y distraído. Tú eres sacratísimo tabernáculo de la divinidad, Tú, vergel cercado donde se cogió aquella hermosísima y única flor, Jesucristo Salvador de nuestras ánimas.
PETICIÓN
Dios te salve, María, serenísima Virgen, poderoso auxilio de necesitados y Madre piadosa de desvalidos. Cuando la multitud de mis faltas me estremece y hace temer que huya Dios de mí, y se me cierren todos los caminos que llevan a Él; cuando en mi espíritu se anublan la serenidad y el consejo y toda fuerza desfallece; cuando combaten el corazón amargo tedio por esta vida, y una vaga e indefinida atormentadora inquietud; cuando, puesto el sol de la alegría, sólo noches de gran pavor y tristeza cubren el alma y sobre su cielo se desencadenan vientos de tentaciones y huracanes de pasiones; cuando dolencias y contrariedades sin medida ni número marchitan los vigores de la vida y turban todas sus esperanzas, ¿a quién sino a Ti, podría invocar, oh benignísimo consuelo de afligidos? ¿En quién sino en Ti esperar, oh suma causa de toda humana alegría? Peregrino por obscuro desierto, nave perdida en alta mar, ¿a dónde llevaría yo mis ojos sino hacia Ti, estrella de indeficiente lumbre? ¿Es más que una cadena de oro de esperanzas este Rosario que cuelga de tus manos, convidándome a descansar en la prontitud y en la infalibilidad de tus ruegos?
Tú eres ciertamente, oh María, claro día en mis noches, apoyo en mis desmayos, puerto en la tormenta, lluvia benéfica en tiempos de aridez, mano amiga y medicinal en horas de congoja. Si Tú te declaras por el hombre, ¿quién podrá contra él? Si le visitas con tu gracia, ¿de quién será desechado? Abre ahora tus brazos para acogerme; recoja tu corazón el triste acento del hijo que te llama; en Ti pone sobre todas las cosas el vivo amor de su alma; y en tus piadosas manos deja el gozar p el padecer, el día sereno o el día triste que Dios sea servido enviarle. Basta para tejer con dicha las horas de este destierro la certidumbre de que soy tuyo, y que Tú eres mi Madre: esta razón me basta para magnificar con alegría tu nombre para siempre.
Récense tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final. La Oración se dirá todos los días.
DÍA SEXTO – 4 DE MAYO
Por la señal…
Acto de contrición.
MEDITACIÓN: MARÍA SANTÍSIMA ES CAUSA Y RAÍZ DE NUESTRA PREDESTINACIÓN
De cuantas verdades cristianas enriquecen el pensamiento, pocas causan en el ánimo más suave y fuerte emoción, pocas le comunican sentimientos más graves, más firmes y más saturados en esperanzas, como la materia de aquella divina vocación a la cual Dios se ha dignado elevarnos. Nada somos de nosotros mismos; inclinados al mal desde que nacemos por un foco de corrupción que está en la misma raíz de nuestro ser, nuestra vida es un tejido de inconstancias y de infidelidades, es una cadena, jamás interrumpida, de ilusiones y desfallecimientos. Mas Dios, en quien la santidad es justicia, y el obrar es amar sin descanso, por una inefabilísima emanación de su piedad, nos ha señalado destinos altísimos, nos ha llamado a una misteriosa unión con Él, para que formemos una cosa con Él. Descubríanos y enseñábanos la realidad de esta incomprensible vocación dada por Dios a todos los hombres Nuestro Señor Jesucristo, cuando cercana la hora de su inmolación por la salud del linaje humano, dirigía a su Eterno Padre esta oración: Padre Santo, conserva en tu nombre a los que me diste, para que sean una cosa contigo… que todos sean uno con nosotros… y todos sean consumados en la unidad. ¡Sean mil veces bendecidos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que se dignaron llamarnos de las tinieblas de nuestros pecados á la admirable luz de la unión con Él!
Tan admirable y misterioso destino no
tiene aquí, y en este destierro, todo su cabal complemento; no será perfecta, consumada y absoluta la unión del alma con Dios
sino en la patria celeste, cuando nosotros,
viendo a Dios como Él es, sin espejos, sin
enigmas, ni sombras, como en la presente
vida, ni remontando corrientes de misterios, seremos semejantes a Él en gloria;
cuando, absorbido cuanto había en nosotros de mortal en la presente vida, Dios
lo será todo para cada uno y en cada uno
de sus escogidos.
Pero si es la gloria del cielo la que ha de consumar y hacer eterna e indefectible esta unión con Dios, y la visión beatífica inaugurarla y consagrarla, es indudable que sus raíces crecen en el suelo de esta vida; que aquí tiene sus retoños y sus comienzos por la consumación de la gracia activa en cada una de las almas.
Nacemos hijos de ira y debajo del yugo de Satanás, distanciados de Dios y enemistados con Él, tal es el misterio de nuestra vida natural; pero somos trasladados de muerte a vida por la sangre de Cristo, cuya virtud y gracia nos es aplicada por los sacramentos, que constituyen la más sagrada y augusta de las instituciones establecidas por el Verbo Encarnado. Por la virtud de esta sangre fue vencido y desarmado el poder del enemigo, que tenía cautiva el alma; quedó cancelado el decreto de condenación dado por Dios contra nosotros después del pecado de los primeros padres; y nos arrebató y nos estableció en el reino de su Hijo muy amado el amor del Padre, sin que de nuestra parte mediase mérito alguno. Una alianza íntima, secretísima y eterna, si respondemos a los amorosos designios de la divina piedad, junta nuestra alma con Dios, bondad perfecta y santidad esencial. En esto consiste el don divino de la vocación; en ello cifra Dios el destino altísimo dado a todos los hombres. No hay en lo humano nada que pueda declararnos la grandeza y las magnificencias de esta unión, que es nuestro término; nada nos puede valer para barruntar las incomparables y consoladoras realidades que atesora; sólo en el cielo seremos capaces de comprender su hermosura y su excelencia, siempre nueva y siempre antigua, porque está en el principio mismo de los divinos designios. Para establecer y sellar esta alianza desciende el Espíritu Santo y se entra dentro de nosotros y nos erige en templos de su divinísima esencia y de su encendida actividad; nos modela a su gusto y nos forma según el carácter y la dignidad de hijos de Dios, y nos viste con la nobleza propia de este Sumo Principio; nos enriquece a manos llenas con las gracias de que es fuente original y con los dones de sus carismas personales y nos confiere derechos, en calidad de hijos, a la heredad dichosísima del Padre, que parecía pertenecerle exclusivamente.
Si sólo en el cielo, pues, tienen estos misterios su consumación, aquí se nutren ya con arrobadoras magnificencias que trascienden toda humana razón, las cuales se nos comunican por la participación de los sacramentos, fruto divino de la redención de Jesucristo. Pero esto no es sin la mediación y el ministerio de la Madre de Dios, María Santísima. Es cierto que sólo Dios es principio y fuente primera y causal de la gracia, no pudiendo venir de otro que del Padre de la luz tan perfecta y excelente donación; es cierto también que sólo Cristo Jesús es medianero esencial y necesario entre Dios y los hombres; sin embargo, en los designios de Dios y de Cristo fue escogida María Santísima para entrar plenamente en esta mediación, no solamente por una eficacia singular y un valimiento superior atribuido a sus ruegos, sino por dispensación activa, merecida y voluntaria de las gracias divinas y, por una aplicación de la gracia universal en las almas.
La caridad y amor de Dios son fecundos, como lo es su propia naturaleza; y como de esta fecundidad natural de Dios es engendrado desde toda su eternidad el Hijo, resplandor e imagen de su gloria, así de su amor nacen en el tiempo los hijos adoptivos, a los cuales cubre con su gloria reflejando sobre ellos un rayo de la propia vida. Esta doble fecundidad comunicó a María el Eterno Padre. Habiéndole comunicado su fecundidad natural dándole al Hijo que engendra de su misma substancia y elevándola a la dignidad de Madre suya según la carne sin menoscabo de su virginidad, parece propio que diera a su obra la última mano, admitiéndola liberalmente a la fecundidad de su amor y haciendo también hijos suyos á los que Él adopta por caridad. Subamos, en efecto, al Calvario, y al contemplar la sangrienta escena que allí se ofrece a los ojos, recordemos que amó tanto Dios al mundo que no paró hasta darle a su Hijo unigénito, a fin de que todos los que creen en él no perezcan, sino que vivan vida eterna. Es decir, que la misma caridad divina que entregaba el Hijo a merced de hombres crueles y embrutecidos que le dieron muerte inhumana, nos adoptaba a nosotros y nos comunicaba, nueva vida, regenerándonos con la sangre de la víctima. Y a esta obra de la caridad infinita de Dios había sido llamada María. Allí estaba junto a la cruz del Salvador, con sus ojos contemplando los misterios y con sus manos recibiendo la sangre del Hijo moribundo, que hilo a hilo corría por el duro leño; y viendo las amorosas entrañas del Padre abiertas sobre el pecador, aunque henchida su alma de indecibles amarguras, sintió que también á Ella se le dilataban las entrañas de la caridad, para ofrecer con un mismo amor y con una misma voluntad y unos mismos deseos al Hijo que era común á los dos, al Padre por la Divinidad y a la Madre por la humanidad. Jesús no hizo sino conformarse con este sacrificio al dirigirse a su Madre Santísima desde lo alto de la cruz, diciéndole: «Mujer, he ahí a tu hijo». Que fue como si dijera: «Angustiada Mujer, a quien un amor inmenso hace sentir ahora cuanto puede padecer una madre; todo ese encendido afecto que tienes por mí, conviértelo en Juan, y por él en todos los fieles, porque a todos ellos recibas por hijos, y sean con esto mis hermanos». Y esa palabra, animada con la virtud de la sangre del hijo moribundo y pronunciada como postrer adiós, no es posible decir ni siquiera imaginar cuán vivamente hirió su pecho maternal, y entre nuevos sollozos y gemidos nos recibió por hijos suyos.
Desde aquel instante y por virtud de aquellas palabras, María fue constituida Madre de todos los fieles y la Eva de la nueva alianza; y aquel amor eterno con que Dios ama al hombre descendió sobre el alma de María, convirtiendo su corazón en una fuente de amor que siempre mana sobre nosotros y nunca se agota. Todo el amor y ternura inmensa que profesaba a su Hijo santísimo, toda la solicitud y cuidado amoroso que tenía por Él, lo trasladó en nosotros, excediendo toda ponderación el amor ardiente y vivo con que busca desde aquel instante nuestra salud y provecho. Antes que la amemos nos ama, antes que la invoquemos nos busca, antes que la deseemos nos sale al encuentro, y viéndonos en peligro nos guarda, y en la caída nos levanta, y en la duda nos da luz, y en la pena nos consuela, y en el trabajo nos alivia y en la muerte nos da vida.
Esto enseña en términos precisos la tradición constante de la Iglesia. «Por Vos, oh Señora, escribe San Efrén, todos los justos y todos los humildes de corazón de todos los siglos, desde Adán hasta la consumación de los siglos, han recibido y recibirán siempre cualquier honor, cualquier gracia, cualquier gloria o grado de santidad a que Dios se digne predestinarles. Tú sola fuiste y eres inmaculada; Tú sola llena de gracia entre las demás criaturas, y en Ti y de Ti reciben la paz y la eterna salud los llamados». «Todas las gracias que el Todopoderoso tiene pensado comunicar a los hombres, dice San Ildefonso, ha decretado primero depositarlas en las manos de María Santísima, encomendándole su conveniente y libre distribución en el tiempo». La Virgen, según este modo de sentir, está tan llena de gracia sobre toda la gracia derramada fuera de Dios porque a Ella toca el distribuirla, dejándola rebosar de la plenitud que ha recibido de las manos del Criador. Este mismo concepto trasciende también en las doctrinas de los Santos cuyas palabras seguimos aún recordando. «En las manos de María, según San Pedro Damián, están todos los tesoros de la divina misericordia; de ellas derivan cuando llegan hasta nosotros». «Pensemos, añade San Bernardo, si será grande el amor que Dios nos pide que tengamos a esta sublime Virgen, cuando ha dejado en sus manos la libre dispensación de toda gracia y favor posibles. No puede ponerse en duda que si alguna gracia, si alguna esperanza de salud hay en nosotros, ésta nos viene necesaria é indispensablemente por mediación de María. Es irrevocable voluntad de Dios que nada divino llegue hasta nosotros sino viniéndonos por las manos de Nuestra Señora». «¡Oh María, exclamaba San Anselmo, verdaderamente sois llena de gracia; mas no llena sólo en el sentido de una plenitud personal, sino con una plenitud universal y perfecta, como colmada y henchida hasta redundar en otros. Es indudable que cuantos arroyos de gracia se esparcen por todo lo creado proceden de la excesiva y sobreabundante plenitud que hay en Vos».
La tradición es unánime, riquísima y elocuentísima para ponderar esta mediación de María en todas nuestras relaciones con Dios, para precisar, enaltecer y desenvolver la intervención universal, soberanía que le está reservada en todo lo que se refiere á la eterna salud de los hombres, y para inculcarnos las admirables razones que manifiestan su utilísima conveniencia. El Angélico Doctor Santo Tomás y el Seráfico Doctor San Buenaventura, ahondando en las entrañas de la ciencia divina, hacen resaltar, con sorprendente ingenio, las profundas raíces que tiene en los más altos misterios divinos esta consoladora verdad que hemos recibido de los Santos Padres, y San Bernardino de Siena escribe: «María es la dispensadora de todas las gracias: la salvación del humano linaje está en sus manos desde el día en que Ella, llamada a la dignidad de Madre de Dios y elevada a un contacto incomprensible, concibió en sus entrañas al mismo inefable Verbo del Padre. Desde aquel punto entró en un cierto derecho de jurisdicción sobre todas las procesiones temporales del Espíritu Santo, es decir, sobre todas las comunicaciones de la gracia á los hombres; todas están en sus manos para su amplia y libérrima distribución. Es cosa fuera de toda duda que no se reparten las gracias divinas ni los dones del Espíritu Santo sino a quien Ella quiere, en la medida que Ella lo quiere, y cuando a ella place». Es doctrina ésta tan cierta, tan fundada en la más pura y ortodoxa teología, que afirma Bossuet ser una herejía de las más perniciosas toda enseñanza contraria.
Es cierto, pues, que todas las gracias nos vienen por mediación de María Santísima; que ninguna recibimos si no es por sus manos. Es de fe que en Ella la Divinidad tiene sus tesoros y las riquezas todas de su omnipotencia y majestad; es de fe que por Ella la vida penetra y se extiende entre los hombres, y que por Ella se une Dios con el alma como por Ella Dios se hizo hombre. Con su mediación toma del seno de la Divinidad los celestiales e inmortales carismas, y con su amor los reparte y aplica. A Ella debemos, por consiguiente, la gracia insigne de haber sido regenerados y hechos hijos de Dios, y la de haber sido elevados y formados en el seno de la Iglesia católica; las gracias sin número que, como aplicaciones de la gracia causal, incesantemente descienden del cielo sobre nosotros, la constancia en la práctica de las virtudes cristianas y la gracia postrera de la perseverancia final. En suma, nada recibimos en el orden de la gracia que no lo debamos a la inagotable materna caridad de esta nuestra opulenta y altísima Madre.
Si nuestra unión con Dios comienza y
se robustece por la gracia, se nutre y progresa por la recepción de los sacramentos
y por la comunicación de las gracias actuales a las cuales nosotros correspondemos,
y, finalmente, se consuma por el beneficio
gratuito de la perseverancia final; es evidente que siendo María el medio y la causa
dispensadora de estas gracias, es Ella también el principio, el medio y la consumación de nuestra unión con Dios, y que sin
Ella esta unión no es posible.
Medítese, y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DE SAN SOFRONIO
¿En qué lugar del mundo, ¡oh incomparable Reina, oh gran soberana!, no resuenan himnos de tus alabanzas? Las generaciones suceden a las generaciones engrandeciendo la gloria de tu nombre, y según la palabra que el Señor puso en tus labios, ya no hay pueblo que no te aclame Bienaventurada. Todos se arroban pensando en tus altos méritos; todos enmudecen de asombro al saber que al Increado vestiste de nuestra carne en tu seno, y que al mismo que no tiene principio Tú alumbraste en la plenitud de los tiempos. Por tanto, devuélvenos en lluvias de gracias las alabanzas que no podemos menos de dirigirte; ábrenos el manantial de luz que por nosotros quiso encerrarse en Ti, y no vivamos ya entre noches, incertidumbres y temores; no seamos deudores de mercedes que labios humanos podrán jamás agradecer ni ponderar.
PETICIÓN
¡Oh María, trono resplandeciente de claridad, de soberana hermosura y de altísima fortaleza, en quien la gloria y la majestad del Omnipotente hallaron alegre y firme asiento, cuyas gradas sólo Él, esencia simplicísima, ha subido; trono y dosel que cobijó la incomprensible inmensidad del Sol eterno que luce en perpetuas eternidades, que derrama torrentes de esplendor y de júbilo en las fiestas de la vida bienaventurada, y extiende el plateado manto de la clemencia y de la esperanza sobre la noche de nuestro destierro, y sobre los hundidos valles por que venimos peregrinando! Por Ti veamos deshecha la temible servidumbre del pecado y podamos subir a la dignidad de la filiación adoptiva; por Ti y por la fuerza de la palabra de tus labios, cuando te llamaste la Esclava del Señor, por Ti y por la misteriosa grandeza de tu gracia, por los raudales de gloria que fluyen como lluvias de oro de los rosarios puestos en tus manos por misteriosos secretos de la Divinidad, las cadenas que nos sujetan a la cárcel de este mundo se conviertan en gajes de eternas coronas y anticipados lauros de inmortal triunfo.
Récense tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final. La Oración se dirá todos los días.
DÍA SÉPTIMO – 5 DE MAYO
Por la señal…
Acto de contrición.
MEDITACIÓN: EN QUÉ SENTIDO ES LLAMADA MARÍA SANTÍSIMA CANAL Y ARCADUZ DE TODA GRACIA
El Divino Redentor, además del cuerpo
humano y sensible que tomó en el seno purísimo de su augusta Madre, y que fue inmolado en el madero de la cruz sobre el
Calvario, tiene un cuerpo místico, no menos
perfecto y no menos real que el primero,
aunque en naturaleza y en el estado diverso. Componen este cuerpo místico, y son
miembros suyos espirituales, todos los hijos
de la Iglesia. Una parte de este cuerpo
vive en el cielo disfrutando de su condición
inmortal y reinando sobre resplandores de
dicha y de gloria; otra parte limpia y acrisola su ser en las llamas expiatorias del
Purgatorio, esperando con serena y plácida
resignación la hora de su libertad gloriosa;
otra, en fin, vive y peregrina por este desierto puestos los ojos en las claridades que
le envía la fe, lucha siguiendo los surcos
que le abre el dolor, y padece con las amargas dilaciones y con los congojosos ensayos de la prueba. Pero todos, sin excepción, forman un solo cuerpo, y reciben de
una misma única Cabeza, Cristo Jesús, incesantemente y divinamente las corrientes
de la vida; todos subsisten injertos y cautivos en esta unidad de un mismo cuerpo
y de una misma Cabeza con la misma fuerza
y conveniencia con que se cierran y transmiten la vida los varios miembros de un
cuerpo natural, haciendo las veces de vínculo y de fuerza cohesiva una relación sobrenatural misteriosamente íntima y santa.
«Somos miembros del Cuerpo de Cristo,
exclamaba San Pablo, de su carne y de sus
huesos».
El modo como esta misteriosa unión se realiza, es decir, como quedamos incorporados a Cristo hasta formar con Él una misma cosa y un solo cuerpo al recibir las aguas del santo bautismo; cual sea la virtud de cohesión que nos abre las puertas de la iglesia y traspasa á cada uno de nosotros la virtud de la Cabeza, nos lo explica el mismo Apóstol, Doctor insigne de las cosas fundamentales de nuestra fe. «De la manera que el cuerpo siendo uno tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, forman un solo Cuerpo; así y de esta suerte acontece en Cristo. Siendo nuestro bautismo por virtud del mismo Espíritu que está en Él substancialmente, y viviendo desde aquel momento la vida de aquel Espíritu que es en Él la vida e infunde en nosotros la vida sobrenatural, no podemos formar más que un solo cuerpo con Cristo». Todo cristiano, pues, es cuerpo y es miembro de Cristo.
Pero Cristo es Hijo de María, María es verdaderamente madre suya; y lo es más que ninguna madre. Contrariamente a la ley común, la corona de maternidad no destruyó en Ella la integridad virginal, y la integridad virginal enriqueció la corona materna con brillantes desconocidos de la naturaleza. La vara de Jesé llevó ella sola flor y fruto juntamente; el fruto perfecto y la flor siempre fresca. Esto hizo exclamar á San Pedro Damián, que «si Dios está en las criaturas de tres maneras, por esencia, por virtud y por iluminaciones que envía, en la Virgen está además por identidad». La íntima afinidad que existe entre una madre y el hijo, esta misma existe admirablemente entre María y Dios hecho hombre. Si la naturaleza del hijo es individualmente y numéricamente distinta de la naturaleza de la madre, es sin embargo su fruto, su conservación y su viva y cálida imagen. Tan estrecho es este lazo, tan perfecta es su condición de madre y su afinidad natural con Dios, no aventajada más que por la unión de la naturaleza humana y la divina en la persona de Cristo, y por la unidad de las tres personas divinas en su única e idéntica esencia; que siendo el término de esta maternidad el Hijo Eterno de Dios, el Rey de la gloria, el Criador y dueño de todas las cosas, no sólo es la cosa más excelente después del misterio de la Encarnación —San Alberto Magno y Santo Tomás confiesan que en cierto modo es infinita—; sino que es además indisoluble y causa efectos inalterables y constantes. «En la cámara nupcial de los cielos, escribía Modesto Jerosolimitano, María es perpetuamente la gloriosísima esposa de la misión hipostática de las dos naturalezas de Cristo, es decir, de aquel divino Rey y celeste Esposo, cuya virtud transforma y hace hijos de Dios a los hijos de los hombres, y cuya hermosura es el éxtasis de las Potestades y de los Principados». Es Esposa por la santidad eminente que la une de suerte con Dios como ninguna otra criatura lo estará nunca; pero esto sobre todo porque llamada a ser el tipo de la humanidad, en cuyo seno el Verbo tomando su substancia se juntaba con todo el humano linaje, por Ella y con Ella, es decir, mediante su gracia e intervención personal, fluyen y obran cuantas gracias y uniones proceden de esta suprema gracia. Cuando mediante los Sacramentos nos incorporamos con Cristo y somos una misma cosa con Él, ¿no media la acción sacratísima e inefable de la Esposa, que mereciéndonos esta incorporación, a la vez nos une más con Ella misma, pasando a ser, con Él y por Él, hijos de María, en aquella misma medida y por las mismas razones por las cuales, siendo Jesucristo Hijo de Dios, todos en Él y por Él venimos también a ser con propiedad hijos de Dios?
El sapientísimo Orígenes desenvuelve sobre estos principios una doctrina altísima y admirable. «Como hombres, dice, todos somos hijos de María». Con su amor y con su dolor ha cooperado á nuestro nacimiento espiritual, del mismo modo que por habernos redimido y regenerado con su sangre preciosísima Cristo Jesús es verdadero Padre y Redentor nuestro. Una diferencia separa la maternidad de María en orden a nosotros, de la maternidad que Ella tiene con respecto a Cristo; nosotros somos hijos de dolor, y por esto hijos de adopción, e hijos de gracia; y Cristo, que es todo El bendición y amor, es Hijo por excelencia y con derechos esenciales. Mas al quedar unidos e incorporados con Cristo y hechos una misma cosa con Él por la dignidad de gracia á que nos levanta nuestra condición de cristianos, pasamos a ser hijos de María de un nuevo y más elevado modo, siéndolo además en Cristo y por Cristo, del mismo que lo es Cristo. Como formamos con Él un mismo cuerpo, constituimos también con Él un mismo y único hijo. De esta suerte puede decirse de María con propiedad, que tiene tantos hijos cuanto son los fieles, sin que sean todos más que un «solo Hijo» el cual todo Él es Cristo, pues viviendo y obrando Cristo en nosotros, somos miembros de su cuerpo y una cosa con Él.
Pero María tiene además otro aspecto
con relación á Cristo su Hijo santísimo. El
mar de sus relaciones con Dios es tan insondable como vario y extenso. Cristo es
el Redentor universal, es la razón esencial
y la raíz de todas las gracias y comunicaciones reales o posibles en todas las criaturas, cualesquiera que sea su dignidad y
su grandeza.
San Bernardino de Siena, más insigne teólogo aún que sumo evangelizador y apóstol, dice que el Verbo de Dios vino a esta tierra atraído sobre todo por el inefable mundo de hermosura y de gracia que había acumulado en el alma de la Virgen la más larga efusión de la Trinidad Beatísima, e impelido por un ardor irresistible de incorporar a su vida y a su gracia, con vínculos por todo extremo misteriosos, íntimos y perfectísimos, esta maravilla de la omnipotencia. Como fruto y consecuencia de este descendimiento del Verbo Dios en el seno de María para tomar nuestra carne, infiere que a la Virgen compete en el orden de predestinación un grado, o mejor dicho, un estado aparte, con funciones privativas, únicas y eminentes. Una comparación, usada por San Jerónimo, San Bernardo, San Bernardino de Siena y San Alberto Magno, expresa plásticamente, en lo que cabe, esta sublime teología. Estos Santos apellidan a María el «Cuello» místico de la Iglesia. En el cuerpo natural, dicen, el cuello une a la cabeza todos los demás miembros, y por su medio llega y se extiende a todo el cuerpo la vida, la sensación y el gobierno de la cabeza. El cuello, añaden, es también el paso natural para la respiración y para el sustento que nos devuelve y levanta las fuerzas. De este mismo modo la gracia tiene en Cristo como en la cabeza influyente su plenitud; y en María tiene también toda la plenitud como en cuello que la transmite indispensablemente.
Media, sin embargo, una diferencia entre
la comparación y la realidad comparada.
El cuello es entre la cabeza y el resto del
cuerpo un lazo natural y forzoso, sin voluntad y sin conciencia de sus funciones;
María, en cambio, siendo eso mismo y en
un grado más necesario y más indispensable, toda vez que las razones el mundo
superior son siempre más necesarias, desempeña las funciones que le pertenecen
dentro del mundo sobrenatural con la clara
luz de un perfectísimo modo de conocer, y
con el amor, la vehemencia y la efusiva
ternura que Ella pone en todas las obras
que redundan en gloria de Dios desde las
más humildes hasta las más insignes. El
humano entendimiento no medirá jamás
plenamente el encendido y poderosísimo
afecto, la materna solicitud y la gustosa,
libre y avasalladora actividad que Ella emplea por inclinar su divino Hijo hacia el
hombre, buscando medios para obligarle a
vaciar sobre él los tesoros de la gracia
más escogida, y además atraer al hombre
y encumbrarlo y elevarlo hasta Dios.
Algunos santos Doctores estiman que le
cuadra mejor llamarla el «corazón» del
cuerpo místico de Cristo. «María, dice San
Alberto Magno, es el corazón que difunde
la vida por todo el cuerpo místico de Cristo; es el ardiente ritmo de su vida». Para
todos los miembros del cuerpo humano el
corazón es raíz del movimiento y de la
vida, principio del calor y de la duración.
Así María es por divina voluntad, una raíz
y una causa de nuestra común elevación al
orden sobrenatural, la virtud que extrae
de su manantial hace activas y desenvuelve
todas las gracias contenidas en Cristo
nuestra Cabeza, y las extiende como elemento de vida por todas las potencias y
sentidos de este cuerpo místico, según la
medida propia y conveniente para cada individuo y en cada circunstancia. La gracia
sale de Cristo y llega hasta nosotros por
medio de María; Ella la aplica y distribuye
a cada uno. Nuestra oración y nuestras necesidades acuden y buscan a la Virgen; Ella
las levanta hasta Dios. Tal es el arcano
sentido de aquellas palabras con que saludamos a la Virgen en la Salve: «Vida,
dulzura y esperanza nuestra».
Pues si todo don perfecto viene del Padre de las luces, ¡cuan regalado favor nos hace el Altísimo señalándonos en esta Divina Señora el precioso lote de nuestra
divina filiación! No solamente constituye
nuestra riqueza el que Ella tenga la mano
siempre abierta para dar; esto por algo más
hondo. Es explícito querer del Padre, y
orden establecido, que María sea en mayor
o menor proporción, nuestro propio bien,
nuestra gracia y nuestra dicha personal. Y
Ella, a quien ningún misterio está escondido, no pone tasa en el dar; hace nuestro todo
lo suyo, y, sin descansar un punto, constantemente negocia con el Padre que nos
sea hecha merced de cuantos tesoros de
piedad y de misericordia tiene Él allegados.
Eso entiende la Iglesia cuando la llama
nuestra abogada, porque ante el divino
acatamiento hace valer como quien pide y
como quien compadece, como quien mueve
y como quien defiende y abriga sus altísimas perfecciones y nuestra pobreza, sus
promesas inquebrantables y nuestras esperanzas segurísimas, el amor que la diviniza
y el hielo de nuestros duros pechos, su fidelísima y universal cooperación y nuestras
desobediencias y rebeldías, sus llantos como
de mar y sus dolores más amargos que la
muerte y nuestras llagas hediondas y nuestras dolencias que rebosan podredumbre. ¡Oh, y qué ríos de ternura no hará brotar
del pecho de Dios cuando le recuerde el
calor de sus entrañas maternales, la leche
de sus pechos, los dulces abrazos de su
regazo, y por encima de todo aquel amor
primero y soberano sobre el amor de todas
las criaturas, con que dando su consentimiento a la Encarnación cerró en su propio
seno al Hijo del Padre, y con Él todos los
misterios que concibió y ordenó aquel amor
infinito y personal de Dios que es su dechado y su fuente! ¡Cuando le haga memoria de cuán amargo y de ajenjo le fue ese
amor al acompañarle en la subida al Calvario, al concebir, entre dolores sobre todo
concepto, al otro hijo y hermanarlo con el
Enviado del Padre para que Éste fuese desde aquel instante el primogénito de los
hombres como era ya desde antes de todos
los tiempos el Pimpollo y el primero de la
creación! Toda esta efusión del amor infinito que es donación del Espíritu Santo, y
que apenas entra en un alma ora en ella
con fuerza infalible, colmaba hasta rebosar
el corazón de María y la transformaba en
órgano adecuado de aquella oración realmente divina y siempre infaliblemente escuchada.
¿Cómo pudieran sus ruegos no tener este valimiento, si a Ella, por su condición de Reina del mundo y de Madre de Dios, cumple gozar de una suerte de intendencia en la dispensación de los frutos de vida y de los misterios cristianos, y hasta Dios le debe en cierta manera esta gloria? A San José, que fue padre nutricio de Jesús, apellida con justicia la Iglesia dispensador de los divinos tesoros. Siendo esto muy cierta y misteriosa verdad, ¿qué no será razón que digamos de aquella que fue su Madre verdadera y real según la carne, por espacio de nueve meses le dio vida con la flor de su virginal sangre, y en la salvación del mundo y en la santificación de las almas fue tan fidelísima ayuda semejante a Él? Diremos que como Dios no da con arrepentimiento sus dones, aquello que hizo una vez, eso mismo hará siempre; y habiéndonos dado una vez a Jesús, al propio Unigénito y figura de su substancia por María, por Ella lo hace nacer y crecer hasta llegar a la perfecta vida varonil que tiende a conseguir en todas las almas.
Medítese, y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DE RAÚL DE TONGRES
¡Cuan gloriosa corona de luz tu nombre
ciñe, oh regio vástago de la estirpe de
David! Desde el alto trono en que estás
sentada, ¡oh Virgen María!, señoreas sobre
los beatíficos moradores celestes. Cuando
resolviste guardar para Dios la purísima
flor de tu virginidad, cubriste tu noble
pecho con la mejor gala para ser majestuosa tienda del Rey de la angélica cohorte,
y diste A tu seno el más hermoso atavío
para que fuese agradable y encantadora
posada del Eterno Verbo. A Él, A quien el
universo adora, sobrecogido de pavor; á
Él, ante quien dobla devotamente toda rodilla en las cumbres de los cielos y en las
simas de los infiernos; A Él, principio de
lumbre y de amor, abrazaste y ceñiste en
tu virginal vientre y nos le diste para salud y esperanza de nuestro caído linaje.
Ven en nuestro auxilio, disipa las tinieblas
que envuelven el alma, infúndele fortaleza
y enciéndela en amor.
PETICIÓN
¡Cuán hermosa y cuán magnífica sois, Señora, toda llena de gracia y adornada de virtudes! Sólo Aquel que puede contar las estrellas del cielo y medir los pasos que ellas dan recorriendo el ancho firmamento; sólo Aquel que cierra en el orden de su voluntad el grano de arena que las aguas arrojan á la playa y el más brillante de los astros, al primero de los ángeles y al último de los mortales; podrá también contar el número y los resplandores y el orden sublime de vuestras virtudes. Como los cielos distan de la tierra, así vuestra vida sobrepuja la vida de las demás criaturas; y los destellos de vuestra gloria vencen y ofuscan todo el brillo de las jerarquías angélicas, como el sol vence y ofusca a los demás astros sus brillos.
Humillados a vuestros pies, a Vos acudimos, desvalidos servidores vuestros. Os
pedimos que aboguéis delante de vuestro
Hijo santísimo, nuestra causa, y por Vos
nos veamos libres de cuantos males nos
acechan.
Por la inagotable y solícita caridad de
vuestro pecho; por la confianza dulcísima
a que nos convidan vuestros dones; por
la fragancia de suprema virtud con que
nos atraéis y cautiváis; por ese vuestro
nombre que ilumina misterios nuevos con
recuerdos antiguos, y es vena viva de unción, clarísima y blanda luz del pensamiento, suave y confortadora medicina de
la voluntad, alegría y alborozo de los cielos, manto de gloria para toda la creación;
no apartéis de nosotros vuestros ojos, no
cerréis sobre nosotros el consuelo de que
tan faltos estaríamos sin Vos, y aquella
próvida intervención vuestra que lleva a
término, y corona con victorias, y hace
agradables a Dios nuestros esfuerzos.
Oh Virgen sacratísima, a cuya virtud es
inferior toda alabanza; oh puerta del cielo,
templo y sagrario de Dios, en quien vemos
cifrada toda hermosura posible, contenida
toda justicia perfecta, y aquilatada y enaltecida toda la magnificencia repartida por
las cosas creadas. Tú eres la Madre de los
hijos de Dios; Tú su esperanza; Tú causa
de su gozo. No dejes, pues, de mirar por
nosotros como una madre mira por su hijo,
y de adornarnos con aquellos dones de tu
castísimo Esposo, el Espíritu Santo, que
nos hagan juntamente dignos hijos tuyos
y fruto perfecto del Amor substancial y
vivífico de Dios. Así sea.
Récense tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final. La Oración se dirá todos los días.
DÍA OCTAVO – 6 DE MAYO
Por la señal…
Acto de contrición.
MEDITACIÓN: MARÍA SANTÍSIMA ES PARA EL HOMBRE DÁDIVA DE DIOS
Para seguir discurriendo por los mares de prodigios que encerrásteis, oh Dios Soberano, en la mujer que eternamente habíais escogido por Madre vuestra, ¿no es acaso menester el inmenso espacio de las cosas eternas? Y analizar y medir la profundísima y deleitosa emoción que causan en el alma tantos motivos de admiración y de indefinible asombro que a cada instante se descubren en esa obra, vuestra como ninguna, la más pensada y anhelada por Vos, la que más cautiva todo vuestro poder y roba y embelesa toda vuestra majestad, después de la obra de vuestra incorporación con la humana naturaleza, ¿es acaso posible? El temor da la mano al asombro; un sentido encanto sucede a un pavor suspensivo; ansia viva y gusto inquieto atormentan y encogen el ánimo; el pensamiento suspira por lanzarse y se rinde; le solicitan a remontarse hacia sublimes esferas destellos y fulgores de luz, pero le corta el vuelo la deslumbradora claridad de una misteriosa magnificencia; y luchan siempre, Señor, en el recinto del alma mil encontrados afectos, cuando queremos contemplar la eminencia y colmo de cuanta perfección ha prodigado vuestra omnipotente diestra en la persona de María.
Pero es beber, ¿quién lo duda?, cristalinas aguas de purísimo manantial, quedar traspasado y enriquecido con tesoros de inefable esperanza, sumergirse en arroyos de regalada dulcedumbre, entrarse por llamas encendidísimas de los más divinales amores, y si se amontonan sombras, aun de ellas ser confortados; el arrimar la mente a ese mundo de divina grandeza y contemplarlo y sondearlo en la medida posible. Si Vos, ¡oh Dios!, nos dais y hacéis nuestro a Jesús, Jesús nos da y hace nuestra a María, y María a su vez nos da también y hace nuestro a Jesús; y con Él y por Él, venido de manos de María, llega hasta nosotros el bien supremo y cumplido, el piélago infinito de piedad, el amor que se da sin medida y sobre todo exceso. Y con ser esta sublime dádiva la raíz y la quintaesencia que las comprende todas, todavía dándonos María su Jesús se nos da también Ella misma, y pasa juntamente con su Hijo a ser propiedad y herencia nuestra eminentísima, y conviértese en aquel misterioso don que nos da, como gaje y suma de todas las relaciones que establece con el hombre, la inefable inclinación de un amor triple por cuanto supone y denuncia todo el amor del corazón de María, todo el amor del corazón de Cristo y todo el amor del corazón de Dios Altísimo, el cual no es otro que el propio Espíritu Santo.
Por tales razones María es con rara exactitud el arca y la hacienda toda del Padre celestial, puesta a merced de cuantos han renacido una vez para Dios mediante la gracia, sean Santos, sean pecadores, sean ricos o pobres, sean sabios o ignorantes. No ponemos en esa hacienda los ojos que Ella no se haya anticipado a convidarnos con sus bienes, y no en la medida de las necesidades que descubre en nosotros, sino conforme la munificencia de aquella su voluntad, de la cual hemos de decir como decimos del Padre celestial, que amó tanto al hombre que dio por él a su propio Hijo Unigénito. Nada pone límites a esta larga donación; nada apaga o entibia sus ansias por darse; nada tampoco podría apocar sus riquezas. Después de haber dado lo indecible quédale todavía otro tanto amor y otro tanto de hacienda para regalar en igual medida, y para superarla millares y millones de veces.
¿Qué no podrán esperar el individuo y
el pueblo que acuden a María Santísima,
que han puesto en Ella toda su confianza,
y en varias formas la honran y enaltecen?
¿Podrá quedar cerrado el cielo de las bendiciones de Dios a las voces y a los deseos
de quienes a Ella sirven, y no ser mayormente pródigo y piadoso a medida que el
amor hacia la divina Madre obra como llama de vida y como tierno y vital afecto de la
acción cristiana? De Aquella a quien Dios
todo lo da, y Ella nada sabe ni quiere negar, ni hay merced que no deba esperarse,
ni bien que no dimane.
Evidentemente, pues, siendo Ella Madre de Dios, y como tal teniendo poder sobre todo; y siendo además Madre de los hombres, y por esto inclinada amorosísimamente a remediar toda suerte de males; es por misteriosa predestinación tesoro abierto a todos e inagotable, lumbre clarísima e indeficiente, senda que «no tuerce ni hacia la derecha, ni hacia la siniestra mano»; aura que amansa y entibia las ardientes luchas del corazón, amor preveniente que fuerza las puertas del alma convidándola a dar paso a los rayos del Sol de Justicia, fresco airecillo de una mañana primaveral que recrea y ensancha los senos con perfumes celestes; alegría que transforma y sosiega, como los primeros resplandores de la alborada; amor concomitante que inspira lo bueno y aumenta el merecer avalorando la obra de la justificación primera, y, en fin, amor perseverante y de consumación, es decir, flor y cumbre de toda santidad, manantial de caridad perfecta y unitiva, lauro anhelado de nuestras fatigas, y con propiedad el beso de la boca de Dios. ¡Qué cosa no nos es María, y qué no cabe esperar seguramente!
De María puede también decirse, según una comparación sagrada, que es la leona del desierto que ama celosamente y guarda denodadamente sus cachorros. Para cada uno de nosotros y para todos en general, para cada miembro del cuerpo místico de Cristo y para todo el cuerpo, Ella es, en sentir de la Iglesia, «la Esposa que rodea las calles y las plazas buscando» el fruto de su amor con Dios; «halla las guardias que rondan la ciudad» del reino de Cristo, y «ordena que la presten ayuda para trabar de él, y no le dejen hasta que esté en la casa de su madre y en la cámara de quien le engendró», que es el más opulento y sagrado recinto de la gracia divina. Es el «Aquilón y el Austro que soplan juntos sobre el huerto» de los tesoros de la piedad del Altísimo, y «desprende sus aromas» enviándolos sobre las almas. Ella es para el reino de Dios terrible contra todo enemigo como ejército puesto en orden de batalla.
¡Ah! No hay razón para temer por esta Madre terrestre, la Santa Iglesia, casta esposa de Jesucristo. A pesar de lo que se nota por de fuera, a pesar de las asechanzas puestas sobre su camino, la Iglesia seguirá haciendo su jornada, dócil a la economía que le ha trazado su Divino Esposo, amparada, defendida, iluminada y confortada por María junto con Jesús y con el Espíritu Santo. Para la Iglesia María es siempre la Reina de las Victorias. Se lo dice y lo canta, —y Dios sabe con cuánto agradecimiento, con cuánto amor y cuán crecida confianza—, un día en los lóbulos de las catacumbas; otro día al aire libre encima de los escombros del mundo que tan ferozmente la ultrajaba; otro día debajo de las amplias naves del templo romano o en el suntuoso recinto de Santa Sofía de Constantinopla; otro día levantando en su honor poemas de piedra como las catedrales de Chartres, de Amiens, o de León; o se lo dice aún mezclando sus himnos triunfales con rumores de olas de mares teñidos en la sangre de sus enemigos que amenazaban raer del suelo el nombre cristiano; o coronándola como supremo «socorro del cristiano» en Savona, a orillas del mar Ligurio, recordando la protección de Ella recibida contra el soldado del siglo; y hoy en Pompeya, resplandeciente de ardores de fe y de piedad, en justa correspondencia al mundo de magnificencias y de prodigios que Ella despliega donde había sepultado el fuego justiciero de Dios un mundo de corrupción.
¡Cuán admirable y cuán poderosa es la vitalidad de la Iglesia! Cuando la despojan, ella enriquece al mundo; parece sucumbir, y se yergue victoriosa sobre los derribados poderes humanos que la combaten; la insultan, mas ella bendice; se jactan de «haberla ahogado en el lodo», mas ella sacude el lodo sobre sus enemigos, y muéstrase aún más radiante y majestuosa; pasa a veces escarnecida, abofeteada, coronada de espinas, teñida toda con la mucha sangre vertida de sus hijos; pero, bien mirada, todo delata cuán hermosa es en su interior, todo centellea al sol de vida que lleva en el seno, y nunca tanto como en medio de las afrentas del mundo resaltan los deslumbradores destellos de la gloria y del poder de María y de la gloria de su Cabeza invisible, Cristo, que de continuo reverberan sobre ella; nunca fascinan tanto los hechizos de su pureza, de su virginidad, de su justicia y aquellas galas que tienen prendado y cautivo al Rey de los Cielos.
¿Qué hay que no evidencie que la Virgen es el sumo don enviado por Dios a los hombres, y el tesoro de sus inefables riquezas; o que Ella ama al mundo con amor igual a su poder, y que su poder es en sus manos incesante y munífica largueza? ¿Qué tiene de extraño, por consiguiente, que en toda tierra habitable donde ha cavado surcos la predicación evangélica, a veces humedecidos con sangre, allí sea conocida, honrada y venerada esta Madre de Dios y de los hombres? ¿Qué tiene de extraño que en las cunas subterráneas de la fe cristiana se encuentren a cada paso inscripciones, alegorías, símbolos y suaves figuras que en su idioma monumental declaran que el pensamiento de la Virgen ocupaba el primer lugar en la vida y en la piedad de aquellos primeros fieles? ¿Qué tiene de extraño que, apenas la ciencia y la doctrina iluminaron y robustecieron la devoción, formaran corona sobre su augusto nombre los más elevados representantes de la razón humana, y los oradores más elocuentes y magníficos? ¿Qué tiene de extraño que el amor, exaltado por el agradecimiento, haya explotado en gloriosas manifestaciones, y pidiendo al arte su opulento y sublime lenguaje, haya levantado esas basílicas tan hermosas, veladas con el polvo de los siglos; cuyas grandiosas cúpulas recuerdan su poderosa protección; cuyas flechas llevan a las nubes el saludo del arcángel; cuyos vastos pórticos se abren como el misericordioso seno de la madre del humano linaje; cuyos ventanales y rosetones iluminan símbolos, misterios, gloriosos milagros y heroicas leyendas? ¿Qué tiene de extraño que los grandes y los pequeños, los sabios y los ignorantes, los ricos y los pobres, los afortunados y los desheredados, hayan arrancado su alma de las preocupaciones de este mundo para remontarla hasta su Madre del cielo?
Indudablemente; tenerla propicia y honrarla por cuanto cabe, equivale a poseer las llaves de los celestiales tesoros; a estar unido con Aquel que es lumbre para la revelación entre las gentes; a caminar por sendas de verdad, edificar sobre sólidas bases de paz, progresar con ordenada justicia, entrar en el concierto de los cielos y de la tierra, rendir a Dios el más agradable tributo de gloria, y causar en los Santos y en los ángeles un aumento de dicha.
La devoción a Nuestra Señora hace ostensible que brota flor la gracia recibida
en el santo bautismo y que despliega sus
galas y majestad; que suben presurosa mente hacia su más alta fecundidad los dones del Espíritu Santo, cuyos gérmenes depositó en el alma el sacramento de la confirmación; que prodigiosamente crecen las
buenas obras y los méritos; que se aclara
por días la certidumbre de nuestra devoción, y echa más hondas raíces la seguridad
de alcanzar la perseverancia y consumación
final del amor. Todo confirma y evidencia
con claridad que inunda y conquista las
conciencias de los que aman y sirven a Dios
devotamente, que la devoción a María
Santísima es esencialísima, indispensable,
supuesto el orden trazado por Dios para la libre comunicación de sus dones, sea que Dios baje al hombre, sea que el hombre suba a Dios. Todo persuade ser tal la eficacia
y tales los frutos de esta devoción, que la
Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, no
halla para ponderarlos mejores palabras que
éstas de los libros sagrados: El que vele
a mis puertas cada día, guardando los
umbrales de mis entradas, me tendrá
en su favor, y conmigo, la vida.
Medítese, y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DEL BEATO ALONSO DE OROZCO
¡Oh purísima Madre de Dios, sin mácula de pecado original, hermosa como la luna y escogida como el sol, según Salomón dice en sus cantares! Con razón sois llamada luna, que sin pesadumbre se deja mirar de todos, Madre y Abogada nuestra; en Vos ponen los ojos todos los hijos de Adán, a Vos llaman con gemidos los afligidos. Haced vuestro oficio, piadosa Señora; alumbradnos en esta noche obscura y mundo tenebroso donde vivimos; ¡oh lumbrera que Dios crió para consolación de los cristianos! ¡Luna graciosa que jamás padeció eclipse de culpa!, ¡usad de piedad con nosotros, herederos de aquel triste mayorazgo que nos dejó nuestro padre Adán!
No sin causa vuestro Esposo dijo que tenéis los ojos como de paloma. Ea, Señora, paloma sin hiel de ira ni soberbia, paloma única y más amada de Dios que toda hermosura y excelencia de luz. Vos, Reina de todas las puras criaturas, sois la paloma blanca y pura, más graciosa que aquella de Noé, que volvió con ramo de oliva, para declarar que ya el diluvio era acabado y la ira de Dios se había amansado; Vos nos trajisteis a la tierra la oliva fructífera que es Dios humanado, por cuya venida la justicia del padre se amansó, y de Dios de venganzas fue hecho Padre de misericordias. ¡Oh Señora de los Ángeles, escogida como el sol en eternidad, amada de la Santísima Trinidad y predestinada para la mayor dignidad de la casa real de Dios, que es ser su Madre! El sol hace ventaja a todos los planetas en hermoso cielo, así Vos lleváis el primado sobre todos los ángeles, querubines y serafines, y sois más perfecta y acabada en santidad que todos los santos. ¡Oh soberana Emperatriz!, por la merced tan singular que recibisteis en vuestra purísima Concepción, siendo preservada de la culpa original, suplícoos, que del Señor, que tanto os favoreció, me alcancéis que, dándome su gracia divina, mi alma sea libre de todo pecado. Amén.
PETICIÓN
¿A quién, si no a Ti, ¡oh María!, pudo el
sol vestir, habiendo el sol de la divinidad
entrádose por Ti y llenado hasta rebosar
todos tus senos? Eres un esplendor tan perfecto, bien que creado, del esencial y ardentísimo centro de la lumbre increada, que
llegó tu unión con las tres divinas personas a esa transformación que San Pablo
señala como término de las iluminaciones
progresivas del alma poseída y vivificada
por el Espíritu Santo. Nada, pues, más justo, habiendo la Trinidad elevádote a la dignidad de Madre de Dios, que te constituya
Madre de la Iglesia.
¡Oh unidad de la obra y de los designios divinos! ¡Oh unidad inviolable y fecunda; potentísima, que sin salir de sí misma se extiende a todo y lo abarca todo; abrasadora, que no se dilata sino para cerrarlo todo en la plenitud de unión con Ella! María es Madre; es Virgen-Madre y Madre-Virgen; Virgen a fin de ser Madre y Madre por ser Virgen; tan Madre, que sólo Ella lo es en verdad; tan Virgen, que lo es misteriosamente sublime. Engendra a los hombres porque primero había engendrado a Dios; engendra el cuerpo, porque primero había engendrado la cabeza. No son dos maternidades, sino dos aspectos, dos resplandores, dos energías de una misma única maternidad.
Que los frutos de esa sublime y arcana maternidad reinen sobre todas las cosas del vasto imperio de Dios; que nos envuelva, ¡oh María!, la extensión de tu maternidad que contienen, anuncian y hacen esperar ese título de Reina del Santísimo Rosario, y los rayos de magnificencias esparciéndose por toda la tierra desde tu trono de Pompeya; que amemos con amor vivo a Ti, Señora, y a nuestra madre terrena la Iglesia, esposa sin mancilla de tu benditísimo Hijo, pregonera infatigable de tus glorias, depositaria de tus misterios y dispensadora de tus misericordias. Comprenda que si tu amor y dominio se extienden a todo, están principalmente en la Iglesia, fundada por Cristo sobre Pedro y los demás Apóstoles, Iglesia, Una, Santa, Católica y Romana. Comprenda que si un Rey supremo anuncia y enseña, ennobleciendo la humana condición, es por la Iglesia, encargada de hablarnos; y si hay un solo Pastor, es porque es una la Iglesia, a quien está encomendado el gobernar y el dar pan de eterna vida. Ciña y exalte el alma una fe viva, que es resplandor de tus misterios maternos, germen sacro juntamente con la caridad de delicias incomparables; y amor de sacrificio, que es virtud dimanada de tus heroicos ejemplos, que es la verdadera belleza del alma y vigorosa unción de toda piedad y energía. Planta y haz retoñar en nosotros una filial sumisión a la Iglesia, generosa piedad para con la Iglesia, amor por sus derechos, pasión por su libertad, celo por sus intereses, vivo desvelo por la Santa Sede, centro de su unidad y nudo de su unión jerárquica con Cristo. Sea esto la corona de toda tu benigna dispensación materna sobre nosotros. Así sea.
Récense tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final. La Oración se dirá todos los días.
DÍA NOVENO – 7 DE MAYO
Por la señal…
Acto de contrición.
MEDITACIÓN: MARÍA SANTÍSIMA, REINA DEL SANTÍSIMO ROSARIO
Esas prácticas, a las cuales damos el nombre de «devociones», forman una manifestación y un indicio de la vida cristiana, son un fruto vivo y directo de las altísimas verdades que profesa; aun las más sencillas envuelven y expresan algo misterioso. Valen, diríamos aún, como lenguaje plástico de la fe cristiana. ¿En que consistirá el elemento divino de esa devoción típica de los verdaderos devotos de la Virgen Santísima, con la que su afecto se complace invocarla, honrarla, alabarla y asegurar su protección? ¿No habrá ocultas, debajo de su sencillísimo mecanismo, profundísimas y muy elevadas razones que muevan á la Iglesia á encarecer su práctica, a recomendarla por cima de todas las demás devociones, después de la asistencia al Santo Sacrificio de la Misa y del uso de los santos Sacramentos, y que hacen de ella como la señal indefectible del ferviente cristiano?
Al celo por las cosas del culto divino, a
la suave y dulce fiebre de piedad, a la
llama, al movimiento vivo y férvido del
amor, es costumbre darle el nombre de devoción. «La devoción, dice San Francisco
de Sales, nada añade al fuego del amor;
pero es su llama que hace más pronta, más
diligente y más activa su virtud». Cuando
esta devoción, que es toda ella interior y
moral, se hace exterior y se incorpora con
una forma determinada, adecuada al objeto
especial que el amor ha escogido, entonces
toma un nombre propio y se llama «una
devoción».
La Iglesia es riquísima en devociones y lo será constantemente hasta la fin del mundo. Aquello que se lee en el libro de los Cantares que flores y frutos en gran cantidad embellecen el jardín del Esposo, puede aplicarse a estos frutos de devoción, delicados retoños de la piedad cristiana, cuyo brillo, cuyo perfume y cuyo sabor son incomparables y dan contento y hechizan al Divino Esposo. Forman ellas solas una gran parte de la poesía del cristianismo; poesía de alegre y dulcísima emoción y de ardiente virtud, que, al revés de la poesía profana, eleva, concentra el espíritu, le desprende del mundo y de sí mismo, y le lleva a soñar en el paraíso, del cual, ya en esta mísera vida, le da un gusto anticipado.
De estas devociones, poco menos que infinitas, unas son permanentes e inmortales,
y son aquellas cuyas raíces profundísimas
llegan hasta confundirse con los fundamentos del Cristianismo y dicen plena conveniencia con él lo mismo en razón de su integridad que en razón de su esencia. Otras
son más efímeras y parciales; brillan por algún tiempo y luego se eclipsan, o pasando
a un orden secundario despiden menos luz.
Después de lo dicho en las meditaciones de los días anteriores acerca de la singularísima y portentosa excelencia de los misterios personales de la Virgen Santísima, no hay quien no pueda inferir que el fervor por su culto, el amor tierno y solícito hacia Ella, su devoción, en suma, pertenece, en cuanto a sus elementos substanciales, al grupo de las devociones permanentes e indispensables. Por mucho que varíen las formas de este devoto fervor —siempre providenciales en su nacimiento y en su historia— algo es constante e invariable; hay un alma que da vida y animación en todos los pueblos y tiempos a esa móvil riqueza de formas sensibles, y es la necesidad del culto. Por esto junto al culto y honra oficiales y públicos que tributa a la augusta Madre de Dios y de los hombres, a la Reina de los cielos y de la tierra, la extensa familia de Dios, han florecido en todo tiempo un sinnúmero de formas, de títulos y de invocaciones que han querido expresar un modo particular de comprender, de venerar y de amar la dignidad y las perfecciones de esta excelsa y divinal Señora. Su persona, sus misterios, sus excelencias, sus gracias, sus virtudes, sus oficios, sus larguezas han formado a manera de unos santuarios en que se ha encerrado la devoción; han constituido un eficacísimo e inquieto norte, un embeleso y un incentivo de la piedad alumbrada en el pecho cristiano, la cual a fuerza de prender en todo, escudriñarlo y amarlo todo, ha encontrado mil ocasiones y pretextos para inventar inflamadas y magníficas invocaciones, para tejerle bellísimos y sublimes encomios, y hallado nuevas venas para dar salida a las bulliciosas energías de su amor, unas veces incorporando en esas formas afectos de extraño júbilo, otras conceptos de admiración y de rendido servicio mezclándolo en toda aquella confianza que conviene a un hijo en orden a una madre a la cual idolatra, y realzándolo por la delicadeza y los matices de la ternura más profunda, más inflamada y más luminosa.
Por cima de cuantas devociones han nacido de la piedad cristiana para honrar a Nuestra Señora descuella y sobresale la del Santo Rosario, que viene a ser como un epílogo de lo más puro, de lo más elevado y de lo más espiritual de la religión con el fin de dar una expresión sensible a los afectos de respetuosa admiración, de tierna y viva confianza y de encendido amor por Ella en que debe arder el cristiano. Fúndase esta devoción en la más alta doctrina de nuestra fe; y con sus más vivos haces de luz está entretejido todo su mecanismo. Es profunda y sublime por sus elementos esenciales; pero a la vez es simplicísima y en extremo popular por sus formas sabia y piadosamente ordenadas. Tiénela por estas razones la Iglesia en tan ventajosa preferencia, y la asocia con tan activo y encarecido celo a las mayores necesidades de la cristiandad, que asevera y persuade claramente reconocerle un valimiento decisivo, irresistible, triunfante. La Iglesia afirma, pondera y enaltece como un timbre de gloria para la Virgen, como un florón de su corona imperial, como un título brillantísimo de sus derechos para con Dios, como una refulgencia y una declaración de sus derechos maternos sobre los hombres, el ser Ella objeto de esta divina devoción; por lo cual nos ordena invocarla y alabarla como Reina del Santísimo Rosario, y por virtud de este título descansar y esperar en Ella cuando más angustiosos son los tiempos, mayores nuestras necesidades, y más tristes y dolorosos los trances de la vida que se va.
¿Por qué esta importancia y esta excelencia del Santo Rosario? El Rosario, como
es sabido, consiste en una oración vocal
en que se repite ciento cincuenta veces el
Avemaría. Agrúpanse por decenas que
principian con la oración dominical y terminan con la hermosa doxología o «palabra
de gloria» que la Iglesia recoge de los labios de los coros angélicos para difundir
por la tierra el eco de sus cánticos a la
augusta majestad de las tres Divinas Personas. Es una fórmula que desde los tiempos apostólicos sirve de conclusión a gran
número de oraciones sagradas. Apoya, anima, sublima y enlaza esta reiterada oración, la memoria de quince Misterios principales de la vida de Cristo.
Bastaría tener a la oración dominical en su exordio y como su continuada inspiración para quedar sentadas la importancia y la utilidad del Rosario. De esta oración dice el Catecismo del Concilio de Trento, que compendia ella sola toda oración posible encerrando en sus tan breves términos cuanto puede confesar, desear y legítimamente pedir un alma cristiana. Para el mundo, y en la historia del mundo, ¡qué día aquel en que la Eterna Sabiduría, revestida de nuestra carne, y siendo para medicina de todos Jesús, Verbo encarnado, doctor y redentor del humano linaje, dijo a sus Apóstoles con encargo de repetirlo hasta las más extremas partes del orbe: «Cuando quisiereis orar, sea esta vuestra oración: Padre nuestro, que estás en los cielos; santificado sea tu nombre; vénganos el tu reino; hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo». La ciencia de la oración es la primera y suprema ciencia. Descubriendo a los ojos de nuestra fe toda la economía de Dios, su voluntad en orden al hombre, las relaciones que Él prescribe o permite que tengamos con Él, su alto señorío, su providencia, su justicia, su misericordia, el fin del hombre y de toda criatura; resume con maravillosa concisión esta plegaria todas las necesidades de la naturaleza santificada por la gracia: necesidades de socorro, de protección, de piedad, de redención, de sustento corporal y espiritual y de unión con Dios en el tiempo y en la eternidad. Juntamente indica a la esperanza un camino; nutre y aviva sus anhelos por conseguir el ideal divino; levanta, robustece y enciende el amor; y abre para nuestra vida sendas más seguras que nos lleven a triunfar de las cosas de este mundo y unirnos con Dios.
Del Padrenuestro procede la salutación angélica como de su manantial el arroyo, y del sol los resplandores que nos alumbran en el día; pues en la oración dominical encuéntrase el fundamento de la especial devoción para con la Madre de Dios. Del Avemaría pueden decirse las cosas más sublimes y adornadas con las imágenes más armoniosas y magníficas. ¿Cómo privar a la mente de figurársela como la más alegre sonrisa que Dios ha enviado a la tierra desde su origen? ¿Por ventura no es, en su esencia, el alba de la salud y redención humana; la declaración explícita y la primera prenda de la alianza que la Trinidad adorable se dignó establecer con nuestra pobre humanidad mediante el triple misterio de la Encarnación, de la Redención y de la Iglesia; la corona del sobrenatural florecer de la Inmaculada Concepción de la Virgen, y de la instauración de esta criatura en la casi infinita dignidad de Madre de Dios? En este saludo, y en el inefable don que contiene, anuncia y transmite, están el ápice y la suma de cuantas gracias ha derramado la mano de Dios en el alma de su benditísima Madre, la virtud y el mérito de sus incomprensibles correspondencias a la gracia y la razón primera de cuantos honores y alabanzas le tributan y le tributarán eternamente los cielos y la tierra aclamándola su Reina y Señora. Con el Avemaría recordamos a Dios todo su amor para con el hombre; santificamos y ofrecemos a Dios toda nuestra fe en el más piadoso de sus misterios; y enviamos hacia su trono el perfume exhalado por el más agradable de los sacrificios inmolado sobre el más puro de los altares, y herimos con flecha de amor el corazón de Cristo obligándole a manar por la herida recibida raudales de gracias que cayendo primero en las manos de la Virgen vienen después desde las suyas a nuestras manos.
Como la flor tiene su esencia en su aroma, el Avemaría la tiene en el Gloria Patri, que para el cristiano es la divina corona de todas sus esperanzas, gracias y buenas obras; el blanco de todos sus anhelos, y la más sublime expresión de todos sus destinos.
Si las flores que embelesan las miradas y deleitan los sentidos son expansiones de la vida concentrada en cada semilla y como un himno eucarístico que envía la tierra á Dios por la fecundidad llovida de la mano omnipotente a sus entrañas; si como las flores son las oraciones de la tierra que suben hasta Dios, son las oraciones flores del alma, brotadas de los sacros gérmenes de la vida sobrenatural, que han de crecer é ir agrandándose hasta el día de la cosecha; por una armónica combinación de actos interiores y de actos exteriores les añadimos color y perfume, envolviéndolas y penetrándolas con recuerdos de la vida de Cristo y de su benditísima y celestial Madre. La rosa, que da el nombre a este haz de oraciones, de divinos ideales y de recuerdos, tiene tres colores: blanco, púrpura y oro; el blanco es color de inocencia y de pura alegría; la púrpura es color de sangre, vertida en las luchas del amor y del dolor; el oro es color de gloria, conquistada con trabajo y sacrificio. Con estos tres colores hermosean a las oraciones del Rosario los misterios gozosos, los dolorosos y los gloriosos, que el pensamiento abraza, revuelve y analiza a medida que los labios cuentan y nombran las flores del divino rosal. Y ¿no es cierto que como el cielo se dilata en júbilo con esta encantadora variedad, así penetra y llena toda el alma una fragancia salida de cada misterio? El alma aspira con fuerza esas ondas embriagadoras y ve crecer y desarrollarse todas las virtudes. La fe se alimenta con las augustas verdades que en la vida del Salvador y de su santísima Madre resplandecen; la esperanza se alimenta con las promesas que abonan y certifican las glorias de Jesús y de María; la caridad se alimenta con el amor infinito de que da indubitable testimonio el sacrificio de la cruz.
Tal es el poderoso encadenamiento, y tal la excelencia de las oraciones de cuya repetición prolongada se compone el santo Rosario. Y ¡cuán admirable, cuan propia, cuan natural y suavísima es la ley de esta repetición de palabras y de oraciones! ¿Quién, gustando de lo bello, se cansa de contemplar o la hermosura de un cielo estrellado, o la inquieta inmensidad del océano? ¿Quién no percibe el deleite de las regulares repeticiones de ciertas composiciones líricas, y de las entradas y los refranes que nos exaltan y cautivan en todas las sinfonías, y que constituyen el secreto y el envidiable primor de los grandes compositores? ¿Qué oído sabio y delicado no se recrea y regala con las numerosas y doctísimas variaciones sobre un mismo único tema?
De la belleza y de la fruición pasemos a los misterios del amor. «El amor no tiene más que un vocablo; pronunciándolo infinidad de veces, no lo repite ninguna, y jamás le cansa», decía el Padre Enrique Lacordaire. No es posible declarar mejor un concepto más exquisito. ¿Qué madre prueba cansancio, y se queja, cuando el hijo de rodillas en su falda le ciñe la frente con ardientes besos? ¿Qué madre sentirá en cien besos dos veces un mismo sabor? Ello es también una corona, un rosario en acción por el cual el niño dice a su madre, y la madre dice al niño, diez y cien veces una misma cosa, consagra una misma natural efusión y correspondencia. Dios no se ofende de esta repetición. Dios ha dicho por boca de su Hijo que la importunidad es una condición necesaria para el logro de los fines de la oración. Dios alaba en el Evangelio a la pobre viuda que hostiga y rinde con sus ruegos a un inicuo juez, y acaba por arrancarle la sentencia que su derecho reclama; Dios alaba al amigo porfiado que, adelantada la noche, llama a la puerta de su amigo y contiende hasta recibir el pan de la caridad que solicita.
Tengamos también presente que cuanto
una cosa es de suyo más sencilla, dice más
con el ordinario modo de obrar de Dios, y
más se conforma con sus gustos; pues
Dios se complace en vincular a causas pequeñas, y en apariencia insignificantes,
los más importantes y trascendentales efectos. Fácil es notarlo así en la naturaleza
como en la gracia. ¿Hay, acaso, nada tan
importante como el vivir, y nada a la vez
tan sencillo, tan fácil y tan monótono como
el respirar, que es la función esencial de la
vida? ¿Puede existir algo más sublime y
que más encienda nuestras ansias, que el
hablar con Dios, y hablarle en aquel mismo
idioma que Él habla en su esencia? Y, sin
embargo, ¿hay algo más sencillo que el
Padrenuestro, que es la oración impuesta
por el Padre celestial y prescrita como la
fórmula propia y adecuada para hablar con
Dios y en aquel mismo orden de ideas que
son eternamente las suyas, y con palabras
que mejor traducen su inefable personal
idioma, para recibir de las criaturas la conveniente y buscada gloria?
Y ¿en qué cosas de este bajo mundo no hallaremos repeticiones? ¿No transcurre
nuestra existencia encadenada por una incesante repetición de actos, como eslabones
fatalmente engarzados? Puede ciertamente
ser enojosísima una repetición si es de palabras humanas expresando pensamientos humanos; pero si las palabras son divinas,
aunque vayan envueltas con la corteza humana, y expresan pensamientos divinos, la
luz que esparcen, la idea que evocan, los
afectos que comunican y despiertan son
siempre nuevos y pasan dejando en los labios sabores nuevos, sonando al oído como
armonías nuevas, y en el alma levantan
anhelos de nueva virtud y de superiores
cosas. Cada Padrenuestro, cada Avemaría es un bocado de pan celestial que redobla nuestras fuerzas, como redobló las del
profeta Elías el pan cocido al rescoldo de
la ceniza; es un manjar que ilumina toda
el alma, como la miel que comió Jonatás.
Cada decena del Rosario es, recordando un
paso de la historia de Moisés, el golpe de
una vara potentísima dado sobre la roca,
que es Cristo, y al momento manan caudalosas fuentes de agua de vida eterna.
¿Tendría algo de extraño o de atrevido llamar al año solar una corona, un rosario de días y de noches? ¿No es, acaso, cada aurora, un saludo, unos buenos días, que Dios da a sus criaturas cada mañana? ¿No podríamos también añadir, sin violentar la analogía de las cosas, que la continua y regular sucesión de las estaciones que nos oculta todo el secreto de la vida física de este mundo, y que los mismos días que vienen unos en pos de otros renovando y mermando la vida, pero todos uniformes y parecidos entre sí, son un tipo y un ejemplo de la piadosa fórmula del santo Rosario que enlazando sus oraciones con sucesivos misterios viene a formar como diferentes estaciones de la vida de María y de Jesús?
No rezamos una sola vez el santo Rosario, que no seamos un prolongado eco de los altísimos y arrobadores conciertos angélicos que repiten con sempiterno y renovado gozo delante del trono de Dios: «Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos»; y que no revivan en nuestros labios las alabanzas de los bienaventurados ancianos, que parecen dar alma y ritmo a los cantares de la corte celestial, adorando sin cesar al Eterno viviente, a quien dicen de día y de noche: «¡Señor, digno eres de recibir gloria, honra y virtud!» Amén. Aleluya.
Medítese, y pídase la gracia que en esta Novena se deseare alcanzar por mediación de la Virgen de Pompeya.
ORACIÓN DE SAN ILDEFONSO
Descienda, ¡oh María!, un rayo de tu misericordia sobre mi alma, hecha albañal de pecados: limpíala con la acción de tu gracia, báñala con resplandores de tu gloria, levántala eficazmente al gusto de tus suavísimas solicitudes, enciéndela con una centella de tu amor, y guárdala con tu patrocinio. Que el virginal y divino alumbramiento que forma tu grandeza sea aurora de mi libertad, medicina de mis dolencias, día para la noche de mi alma, vida en la hora de mi muerte y mi escudo contra mis enemigos. Eres la Señora de mis pensamientos, la suavidad que mi paladar codicia, la reina por la que bullen todos mis afectos, la esposa a quien por entero y únicamente me consagro. Vuelve en cambio tu rostro hacia mí, para que la contemplación de tu belleza me recree, la vista de tus luces y gracias me embebezca, y entre tantas tinieblas yo goce en la verdad, y entre tantas variedades sepa dónde está la vida. Si tus gracias sobrepujan cuanto podemos imaginar, desvanece con una parte de ellas toda la malicia de mis entrañas, y hazlas templo de Dios; y así amándote te desee, deseándote te busque, buscándote te halle, y habiéndote hallado me abrace contigo y en Ti descanse para siempre. Así sea.
PETICIÓN
Muchas son las gracias que te hemos pedido y que te pedimos, oh Madre gloriosísima, oh amable y benigna Reina, Rosa de Jericó que la mano divina ha plantado en Pompeya para esparcir por el mundo el perfume de tu amor y de tu sublime excelencia; pero muchas más son todavía las que necesitamos. Mucho hemos orado y porfiado al pie de tu altar, para mover tus entrañas y merecer de ellas los tesoros de piedad; pero nuestra lengua no ha de cesar jamás de invocarte mientras dure la vida, pues, sin Ti, sin tu asistencia fuera nuestra alma como nave sin timón ni piloto, perdida por el ancho mar de este mundo.
Sobre todas las demás una gracia esperamos de Ti, y en la cual ciframos todos los anhelos de la existencia. En el postrer instante de esta vida, cuando nuestros pasos se pierdan por los horizontes de la eternidad, acógenos con rostro propicio y recíbenos en tu dulcísimo seno.
¡Oh Madre!, cuando llegue el día postrero; cuando la vida y la muerte luchen
disputándose la soberanía de mi carne, y
aquélla acabe por entregarla como inútiles
despojos en brazos de la muerte victoriosa;
Tú que eres, ahora y siempre, mi única
esperanza en toda angustia, seas también
en aquel trance la lumbre última de mis
ojos, el claro y alegre amanecer de aquella
noche de tormentos y congojas que tendrá
cautiva toda mi alma, y el manantial divino
en que beba los raudales de la nueva y
anhelada vida. Ampárame contra las seguras asechanzas del demonio.
Baña entonces y penetra con paz suavísima las convulsiones y sobresaltos de todas mis potencias; refresca, alegra y conforta los desfallecimientos de mis sentidos. Seas Tú la puerta que se abra al entrar en el mundo eterno. Sal al encuentro de mi alma, anegada en los temores de la vida que deja, estremecida con las novedades que la esperan, cuando la muerte rompa los postreros cerrojos de la cárcel del cuerpo; por tus manos sea presentada a tu Hijo santísimo, justo Juez de vivos y muertos. Por Ti vea amigo el semblante de los ángeles y de los bienaventurados, y sienta dulcísima embriaguez de dicha fluyendo en mis senos hasta inundarlos, a medida que la eternidad me estreche y me cierre en sus brazos; por Ti el pensamiento ahonde y se sumerja en abismos de luz indeficiente, y abrasen la voluntad hasta el éxtasis supremos ardores de amor divino; por Ti, apagadas ya las postreras inquietantes voces de este mundo, recreen el oído —por Ti también depurado y transformado— armonías jamás escuchadas ni presentidas, convidándole a tomar parte en el coro de alabanzas que serafines y querubines dirigen a Dios celebrando su majestad, su perfección y su omnipotencia.
A Ti, oh María, oh tiernísima Madre, suspiramos en este valle de lágrimas, esperando nos muestres un día el fruto bendito de tu vientre; y a Ti elevamos de continuo himnos de alabanza y de agradecimiento por tus bondades, por tu amor materno, por tus desvelos y por la suma esperanza que nos es permitido poner en Ti, y la cual ha de ser un día también por Ti, suprema y alegre realidad. Así sea.
Récense tres Avemarías en honra de los quince misterios que componen las tres partes del santísimo Rosario, pidiendo la difusión del culto de la Virgen, la prosperidad de la Iglesia y la perseverancia final. La Oración se dirá todos los días.
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