El año 1907 fue muy importante para la Iglesia, al ser el año en que con el Decreto “Lamentábili sane éxitu” y la Encíclica “Pascéndi Domínici gregis”, se condenó el modernismo, que en un primer momento se llamó “neo-reformismo religioso”. En ese mismo sentido, se dieron ese año dos alocuciones, publicadas en las Acta Sanctæ Sedis y en ocasión de sendos consistorios.
Por primera vez, las presentamos en español, con objeto que sean estudiadas particularmente en nuestros tiempos tan calamitosos en los que el modernismo condenado por San Pío X fue entronizado por el Vaticano II y del cual Francisco Bergoglio es su máximo exponente.
1.º Alocución consistorial del 17 de Abril de 1907 [Acta Sanctæ Sedis 40 (1907), págs. 266-269].
Acogemos con la más viva complacencia los sentimientos de devoción y de amor filial hacia Nos y esta Sede Apostólica, que Nos habéis significado en vuestro nombre y vuestros dilectísimos cofrades por el honor de la Púrpura a que fuisteis llamados [1]. Mas si aceptamos vuestros agradecimientos, debemos sin embargo decir, que las preclaras virtudes de las cuales estáis adornados, las obras de celo que habéis cumplido, y los señalados servicios que habéis prestado a la Iglesia en distintos campos, os hicieron dignos de ser enumerados en el seno de Nuestro Sagrado Senado.
Y nos alegra no solo la esperanza, sino la certeza que aunque revestidos de la nueva dignidad consagraréis siempre, como en el pasado, vuestro ingenio y vuestras fuerzas para asistir al Romano Pontífice en el gobierno de la Iglesia.
Si siempre los Romanos Pontífices han tenido necesidad también de ayudas exteriores para realizar su misión, esta necesidad se hace sentir más vivamente ahora por las gravísimas condiciones del tiempo en que vivimos y por los continuos asaltos, a los cuales hace frente la Iglesia, por parte de sus enemigos.
No creáis por esto, Venerables Hermanos, que Nos queremos aludir a los hechos, muy dolorosos, de Francia, porque estos son largamente compensados por las más queridas consolaciones: por la admirable unión de aquel Venerando Episcopado, el generoso desinterés del clero, y la piadosa firmeza de los católicos dispuestos a cualquier sacrificio por la tutela de la fe y por la gloria de su patria; se tendrá otra vez que las persecuciones no hacen sino poner en evidencia y atraer a la admiración universal las virtudes de los perseguido, y todas cuando más son como las olas del mar, que estrellándose en la tempestad contra los escollos, los purifican, si fuese necesario, del fango que los hubiere ensuciado.
Y vosotros lo sabéis, Venerables Hermanos, que por esto la Iglesia no temía cuando los edictos de los Césares intimaban a los primeros cristianos: o abandonar el culto a Jesucristo o morir; porque la sangre de los mártires era semilla de nuevos prosélitos a la fe. Pero la guerra tormentosa, que la hace repetir: Ecce in pace amaritúdo mea amaríssima, es aquella que deriva de la aberración de las almas, por la cual se desconocen sus doctrinas y se repite en el mundo el grito de revuelta, por el cual fueron expulsados del Cielo los ángeles rebeldes. Y rebeldes en demasía son aquellos, que profesan y difunden bajo formas sutiles los errores monstruosos de la evolución del dogma, del retorno al Evangelio puro, o vale decir podado, como ellos dicen, de las explicaciones de la teología, de las definiciones de los Concilios y de las máximas de la ascética, y de la emancipación de la Iglesia, pero en una forma nueva forma, sin rebelarse para no ser echados fuera, ni mucho menos sujetarse para no faltar a sus propias convicciones, y finalmente, el de la adaptación a los tiempos en todas cosas: en el hablar, en el escribir y en el predicar una caridad sin fe, tierna así para todos los infieles, que abre sin embargo a todos el camino de la eterna ruina.
Bien veis, ¡oh Venerables Hermanos!, si Nos, que debemos defender con todas las fuerzas el depósito que Nos viene confiado, no tenemos razón de estar angustiados frente a este ataque, que no es una herejía, sino el compendio y el veneno de todas las herejías, que viene a abatir los fundamentos de la fe y aniquilar el cristianismo.
Sí, aniquilar el cristianismo, porque para estos herejes modernos, la Sagrada Escritura no es más la fuente segura de todas las verdades de la fe, sino un libro común; la inspiración para ellos se restringe a las doctrinas dogmáticas, entendidas sin embargo a su manera, y por poco indistinta de la inspiración poética de Esquilo y de Homero; la Iglesia como legítima intérprete de la Biblia, pero sujeta a las reglas de la denominada ciencia crítica, que se impone a la Teología y la hace su esclava. Frente a la tradición, finalmente, todo es relativo y sujeto a mutaciones, y por ende reducida a nada la autoridad de los Santos Padres. Y todos estos y otros mil errores los propalan en opúsculos, en revistas, en libros ascéticos e incluso en novelas, y los envuelven en ciertos términos ambiguos y en ciertas formas nebulosas, donde tener siempre abierto un margen a la defensa para no incurrir en una abierta condena y tomar sin embargo en sus lazos a los incautos.
Nos por tanto, también contamos con vuestra obra, Venerables Hermanos, porque en el momento que conozcáis con Vuestros Obispos sufragáneos en vuestras regiones sobre estos sembradores de cizaña, os unáis a Nos para combatirlos, informéis del peligro al que se exponen las armas, denunciéis sus libros a las Sagradas Congregaciones Romanas y entre tanto, usando las facultades que os son concedidas por los Sagrados Cánones, los condenéis solemnemente, persuadidos de la altísima obligación que habéis asumido de ayudar al Papa en el gobierno de la Iglesia, de combatir el error y de defender la verdad hasta el derramamiento de sangre.
Del resto, confiamos en el Señor, ¡oh dilectos hijos!, que nos dará en el tempo oportuno los auxilios necesarios; y la bendición Apostólica, que habéis invocado, descienda copiosa sobre vosotros, sobre el clero y sobre el pueblo de vuestras diócesis, sobre todos los venerandos Obispos y los electos hijos, que decoraron con su presencia esta solemne ceremonia, sobre vuestros y sus parientes; y sea para todos y para cada uno fuente de las gracias más electas y las más suaves consolaciones.
NOTA
[1] San Pío X responde con esta alocución al discurso del recién creado cardenal Arístides Cavallari, Patriarca de Venecia, primero entre los siete nuevos integrantes del Sagrado Colegio Cardenalicio [Cavallari, Gregorio María Aguirre y García (Burgos, España), Arístides Rinaldini (nuncio en España), Benito Lorenzelli (Lucca, Italia), Pedro Maffi (Pisa, Italia), Alejandro Lualdi (Palermo, Italia), y Desiderio Mercier (Malinas, Bélgica)].
2.º Alocución consistorial “Relictúrus Ecclésiam”, del 16 de Diciembre de 1907 [Acta Sanctæ Sedis 41 (1908), págs. 21-23].
Cristo Señor nuestro, próximo a dejar la Iglesia, conquistada con su Sangre, y de regresar de este mundo al Padre, muchas veces y sin ambages, pronunció que estaríamos siempre atacados por las persecuciones de los enemigos, y que nunca en esta tierra estaremos libres de tribulaciones. La misma suerte del Esposo debía ser reservada también a la Esposa; a fin que, como se dijo de uno: Reinarás en medio de tus enemigos (Ps. CIX. 2), también la otra dominase en medio de sus enemigos y de las luchas del uno al otro extremo de la tierra, a fin que puesto el pie en la patria de promisión gozase la feliz conquista de indefectible tranquilidad. Y este oráculo del Divino Redentor, como ya en todo tiempo, Nos lo vemos hoy cumplirse con detalle. Dónde con filas descaradas y con abiertas batallas, dónde con artes sutiles e insidias cubiertas, por todas partes vemos a la Iglesia tomada por asalto. Cuanto ella tiene de derecho se combate y desconoce: sus leyes son hechas objeto de desprecio incluso por aquellos que deberían proteger su autoridad: y entre tanto con un aluvión de impresos impíos y desvergonzados, se contamina la santidad de la fe y la pureza de las costumbres, con suma ruina de las almas, con suma ruina de las almas y no menor daño y turbación de la sociedad civil; lo que vosotros, como sabéis otras veces, también poco tiempo atrás en nuestras mismas calles habéis visto con vuestros propios ojos.
Pero a todo esto se suma ahora otro mal ciertamente gravísimo: un espíritu que se difunde largamente. Ansioso de novedades y que no sufre disciplina y mandato; que, haciendo burla de las doctrinas de la Iglesia y hasta de la verdad de Dios revelada, busca encoger los fundamentos de nuestra santísima religión. Por ese espíritu están agitados (¡quiera Dios que fuese en menor número!) aquellos que con ciego ímpetu abrazan las audacísimas aspiraciones de lo que vulgarmente exaltan como ciencia y crítica y progreso y civilización. Puesta en escarnio toda autoridad tanto del Romano Pontífice como de los Obispos, ponen estos en boga una duda metódica llena de impiedad sobre las mismas bases de la fe; y especialmente si hacen parte del clero, despreciado el estudio de la teología católica, sacan su filosofía, sociología y literatura de fuentes contaminadas; y proclaman en alta voz una conciencia laica en oposición a la ciencia católica; y se arrogan el derecho y el deber de corregir y redirigir las conciencias del catolicismo.
Sería ciertamente deplorable si tales hombres, abandonada totalmente la Iglesia, pasasen a enlistarse entre los enemigos declarados de ella: pero mucho más lacrimable es el verlos caídos en tanto exceso de ceguera, de creerse todavía y declararse hijos de la misma Iglesia, aunque, con los hechos si no tal vez con las palabras, han desdicho de aquella promesa de fidelidad que pronunciaron en el Bautismo. Y así, acunándose en una falsa tranquilidad de consciencia, mantienen hasta ahora las prácticas cristianas, se ceban de las carnes sacrosantas de Cristo y, lo que es horrendo, suben también al altar de Dios para ofrecer el sacrificio: y en tanto lo que proclaman, lo que hacen, lo que con la máxima pertinacia profesan, muestra que han perdido la fe y que, mientras se adulan de hallarse aún en la nave, han naufragado míseramente.
Siguiendo el ejemplo de Nuestros Predecesores, los cuales con suma vigilancia y fortísimo pecho protegieron la sana doctrina, solícitos que de ninguna manera se alterase su pureza, Nos, recordando el dicho del Apóstol: Conserva el buen depósito (2.º Tim. I, 13) publicamos, no hace poco el decreto Lamentábili, y poco después la Carta encíclica Pascéndi Domínici gregis; y con gravísimas palabras advertimos al Episcopado que, además de Nuestras remanentes disposiciones, velase con suma atención sobre los seminarios para impedir que no se presentase daño a la formación de la juventud que aquí se educa en la esperanza de entrar un día en el clero: y, gozamos decirlo aquí, todos los Obispos acogieron con ánimo resuelto la advertencia y la ejecutan con celo.
Sin embargo, ¡oh Venerables Hermanos!, no ignoráis vosotros Nuestras premuras paternas para corregir a los ánimos errantes vosotros, y cómo estos desviados han respondido. Otros, con hipócrita mentira, protestaron que Nuestras palabras no fueron hechas para ellos, y con astutas cavilaciones estudiaron cómo sustraerse de la condena. Otros, para gran pesar de todos los buenos, con audacia insolente opusieron abierta resistencia, por lo que, usadas inútilmente las artes de la castidad, fuimos finalmente constreñidos, con sumo pesar de ánimo, a fulminar las penas canónicas.
Con esto, no cesemos de orar con las más grandes instancias ante Dios, Padre de las luces y de las misericordias, para que quiera llamar a los errantes al sendero de la justicia. Y esto mismo, Venerables Hermanos, pedimos insistentemente que hagáis también vosotros, certísimos que juntos con Nosotros adoptaréis todo esfuerzo para alejar lo más posible esta peste de errores.
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