NORMAS ACERCA DE LA CARIDAD,
LA IMPUNIDAD Y EL PERJURIO
I. CARIDAD
Dios es amor, como dice San Juan, y ha amado de tal modo a los hombres, que nos dio a su Hijo
Unigénito, para que se entregara a la muerte por nosotros. Infinitamente amable, quiere que le
correspondamos con amor, y para ello señaló como el primero de los mandamientos: “Amarás al
Señor tu Dios en todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”, y luego añadió:
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Quiere el Señor que estos dos amores sean inseparables, y
declara que es imposible que le amemos a Él si no amamos al prójimo. Con el nombre de prójimo
comprende a todos los hombres: cristianos y paganos, amigos y enemigos, porque la caridad ha de
ser universal, ya que somos hijos de un mismo Padre que es Dios, el cual derrama sus bendiciones
sobre los buenos y los malos y hace brillar el sol sobre los justos y los pecadores.
Debemos amar al prójimo sin distinción de clases, porque todos hemos sido comprados con el
precio de la sangre divina, ya los ojos de Dios no hay acepción de personas. Sin la ley de la caridad, se haría imposible la existencia de la sociedad humana debidamente organizada; por lo cual
Jesucristo, para regenerar al hombre y ennoblecerlo, impuso el precepto de la caridad como
fundamento de su doctrina; y Él mismo se presenta como el modelo perfecto de amor al hombre,
puesto que, como dicen los Actos de los Apóstoles, pasó haciendo el bien: “pertránsiit
benefaciéndo”, y llevó su caridad hasta el sacrificio. ¡Qué feliz sería la sociedad si todos sus actos
se inspiraran en el verdadero espíritu de Jesucristo, y cuántos males se evitarían!
II. IMPUNIDAD
Sin embargo, la caridad para con el prójimo no se opone a los deberes que impone la justicia,
sino que ella misma exige que se respeten los derechos y se sancionen los delitos, pues no se
puede suponer que el mandamiento de la caridad vaya a ser causa del desorden social.
Parece una paradoja el que la religión cristiana, que trajo el reinado de la paz a los individuos
y a las naciones, y que proclama la verdadera fraternidad universal, nos hable de castigos; pero es
lo cierto que los conceptos de paz y de derecho, sobre los cuales reposa la justicia social, son ideas
inseparables, por lo cual el estado es tutor de su propio derecho y de los derechos del ciudadano,
y si la justicia se rompe está en la obligación de restablecerla, aun a costa de los mayores
sacrificios.
San Pablo, al inculcar a los romanos la obediencia al poder civil, dice: “Si obras mal, tiembla, pues
no en vano el que gobierna se ciñe la espada, siendo como es un ministro de Dios para ejercer su
justicia, castigando al que obra mal” (Rom. 13, 4).
Nuestro corazón de padres y de pastores de la grey colombiana se siente en estos instantes
profundamente conmovido, al ver la desolación que el odio fratricida ha causado en diversas
regiones de nuestro país y al ver que en la vida pública se están conculcando los sagrados
principios que eran guía de toda convivencia social; y se arruinan los sólidos fundamentos del
derecho y de la fidelidad, sobre que debería cimentarse el Estado; se enturbian y ciegan las
fuentes de aquellas antiguas tradiciones, que en la fe en Dios y en la fidelidad a su santa ley veían
las bases más seguras del verdadero progreso de los pueblos. (Enc. Caritáte Christi compúlsi).
El luto y la miseria cubren gran número de hogares, cuyos sollozos llegan hasta nosotros; y bien
podríamos dirigir a los culpables de tantos y tamaños crímenes las palabras del Señor a Caín:
“¿Dónde está tu hermano Abel? La voz de la sangre de tu hermano está clamando a Mí desde la
tierra” (Gen. 4, 9-10).
Ni el mismo sacerdocio se ha librado de ese furor satánico, que como ola avasalladora amenaza
convertir a nuestra patria en montón de ruinas; ante ese sacrílego atentado podría prorrumpir el
Divino Redentor en la misma queja que lanzó sobre la ciudad deicida: “¡Jerusalén, Jerusalén, que
matas a los profetas!” (Mt. 22, 37).
Se conturba y se acongoja el espíritu cuando piensa que los estragos que hemos presenciado
se dice que fueron dirigidos por personas que han ocupado puestos de responsabilidad y especialmente honoríficos en nuestra patria, y en asocio de elementos extranjeros enemigos de la Iglesia y
nuestra congoja se acrecienta hasta lo indecible al considerar que la multitud de crímenes
cometidos puedan quedar sin castigo, y que hay colombianos que aboguen por la impunidad o que la respalden. Sepan los que amparan la impunidad lo que dice el Espíritu Santo en los Proverbios
(17, 15): “Quien absuelve al reo y quien condena al inocente, ambos son abominables a Dios”. De
la misma manera, son gravemente culpables quienes por perversidad y malicia oponen trabas a la
acción de la justicia, y más aún los que, estando puestos para salvaguardarla, se hacen reos de un
crimen mayor, puesto que estando para castigar a los culpables los absuelven, aunque vean
claramente su responsabilidad, olvidando que por la impunidad cobra audacia la malicia de los
malvados y se injuria y afrenta la rectitud de los buenos. Es que no temen las palabras del libro de
la Sabiduría (cap. 6): “Aprended ¡oh jueces de la tierra!, dad oídos a mis palabras... la potestad os la
ha dado el Señor, el cual examinará vuestras obras y escudriñará hasta los pensamientos, porque
siendo ministros de su reino no juzgasteis con rectitud, ni observasteis la ley de la justicia, ni
procedisteis conforme a la voluntad de Dios. Él se dejará ver y caerá sobre vosotros espantosa y
repentinamente, pues aquellos que ejercen potestad sobre otros serán juzgados con extremo
rigor. Porque con los pequeños se usará de compasión, más los grandes sufrirán grandes
tormentos... a los más grandes amenaza mayor suplicio”. Dicen los Padres y Doctores de la Iglesia que la audacia se nutre de la impunidad, y que aunque
a muchos les parece crueldad el castigar los crímenes, sin embargo no es crueldad sino justicia y
caridad; y por esto tuvo razón San Bernardino de Siena cuando exclamó: “¡No serás inocente, si
teniendo obligación de aplicar sanciones perdonas al culpable; porque la impunidad es la raíz y
madre de la insolencia, de la desvergüenza y de los mayores excesos”.
III. PERJURIO
a) Teniendo en cuenta la suma gravedad del juramento falso y de sus consecuencias
fatales para la sociedad, la familia y los individuos, exhortamos a los sacerdotes a que
prediquen con frecuencia de este pecado, por desgracia, tan común en nuestra patria,
sobre todo en los últimos años, y más en tiempo de elecciones, como se ha dicho en
conferencias pasadas.
Recuerden a los fieles que el perjurio no sólo daña a su autor, sino también al que se vale de él
para sus fines perversos y al que lo consiente voluntariamente, pudiendo y debiendo impedirlo,
por cuanto todos ellos se hacen cómplices del pecado y merecedores de sus castigos.
¡Cuántos
perjuicios provienen en detrimento de los que perjuran! Con el perjurio se arrebatan bienes ajenos,
se roba el honor o buena fama del prójimo, y se encubren todos los pecados, aun los homicidios y
las subversiones del orden público, como lo estamos viendo en estos días. La justicia queda
paralizada en infinidad de casos, por causa de los perjurios; y sin justicia no hay orden social
posible; y sin el orden social o moral viene la descomposición y la ruina.
Háblese a los fieles de la ofensa gravísima que se hace a Dios poniéndolo como testigo de cosas
falsas, y de los castigos con que amenaza a los perjuros, recordándoles, por ejemplo, aquello que
se encuentra en el capítulo 5 de Zacarías: “Volvíme y levanté los ojos y vi un volumen que volaba...
y díjome el ángel: Esta es la maldición que se derrama sobre toda la superficie de la tierra, porque
todos los que dañan al prójimo serán condenados; y condenados serán igualmente por Él todos los
perjuros. Yo los sacaré fuera, dice el Señor Dios de los ejércitos, y caeré encima del ladrón y del
que jura falsamente en mi nombre, y los consumiré juntamente con sus maderos y piedras”.
Si se predica a los fieles de los castigos con que amenaza Dios a los reos de este delito en
muchos de los Libros Sagrados, irán concibiendo un temor saludable de este pecado, y serán más
cuidadosos para no jurar sino por necesidad, con verdad y con justicia.
Recálquese, asimismo, que el perjurio es un atentado contra la existencia de la sociedad,
porque socava sus más sólidos fundamentos. Es una amenaza a todo derecho ya todo deber,
porque hace perder la mutua confianza y fidelidad entre los hombres; destruye el derecho de
propiedad y, lo que es más grave, deja a merced de las conciencias depravadas los bienes
inestimables del honor y la reputación.
Conviene que los párrocos no sólo enseñen en el templo estas cosas, sino que llamen la
atención a los maestros para que cuiden de que los niños no estén poniendo a Dios por testigo en
sus juegos, pues así pierden el respeto de este Nombre adorable, y cuando llegue la ocasión juran
con ligereza y aun en falso, sin darse cuenta de las funestas consecuencias que entraña el perjurio.
b) En el momento de tomar el juramento, el sacerdote, los jueces y demás autoridades deben revestir aquel acto de tal solemnidad, que el que jura se dé cuenta de que va a
poner a Dios por testigo de lo que afirma. Deben ponerse de pie, con la cabeza
descubierta y delante de un Crucifijo; y procurar con su recogimiento y dignidad dar la
impresión a los asistentes de que es un acto sagrado el que se realiza en ese instante.
c) Recuérdese a los fieles la gravedad de las penas canónicas contra los perjuros, al tenor
de los cánones 2323 y 1757, y cómo los respectivos ordinarios podrían ponerles
nominátim alguna sanción canónica (can. 2323), por ejemplo, declararlos “infames de hecho”, de
acuerdo con el can. 2293, par. 3.
Como infames de hecho, esos individuos quedarían
privados de practicar los “actos legítimos eclesiásticos” (can. 2294, par. 2), que son entre
otros ser padrinos de bautismo y de confirmación (can. 2256), También, según el can. 1757,
los perjuros se consideran no idóneos para ser testigos.
d) Cuando las circunstancias lo aconsejen y se presuma que habrá probabilidad de éxito,
acúdase a las autoridades civiles, para que apliquen las sanciones legales señaladas
para los perjuros.
Instrucción por la Conferencia Episcopal de Colombia en 1948. En SECRETARIADO GENERAL DEL EPISCOPADO COLOMBIANO. Conferencias Episcopales de Colombia, tomo I: 1908 - 1953. Santa Fe de Bogotá, Editorial El Catolicismo, 1956, págs. 108-112. Nihil obstat por Mons. Arturo Franco Arango, vice-censor. Imprimátur por S. Em. Crisanto Card. Luque, Arzobispo de Bogotá, 19 de Noviembre de 1956.
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