Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
CAPÍTULO XXIV. LA SANTÍSIMA VIRGEN MADRE DE DIOS AL PIE DE LA CRUZ EN EL CALVARIO
«Estaba junto a la cruz de Jesús, la Madre suya»… «Mujer, he ahí a tu hijo»… «y, (hablándole al Discípulo) ahí tienes a tu Madre», dice el Evangelio que hace cantar la Iglesia en la gran fiesta de la Dolorosa.
Y en alta voz también recita ese día la Iglesia tomándolo del sagrado libro de Judit: «El Señor ha derramado sobre ti sus bendiciones comunicándote su poder, pues por medio de ti ha aniquilado a nuestros enemigos. Bendita eres del Señor Dios Altísimo, oh Hija mía, sobre todas las mujeres de la tierra; bendito sea el Señor Criador del cielo y de la tierra… porque hoy ha hecho tan célebre ta nombre, que no cesarán jamás de publicar tus alabanzas cuantos conservaren en los siglos venideros la memoria de los prodigios del Señor; pues no has temido exponer tu vida por tu pueblo viendo las angustias y tribulaciones de tu gente, sino que has acudido a nuestro Dios para impedir su ruina».
Prorrumpe así mismo la Iglesia en este gradual sublime: «¡Oh vosotros, los que pasáis por el camino, atended y ved si hay dolor como el dolor mío!».
En vista de eso y de tanto que nos enseñan los Santos Padres, no cesaremos de decirlo: Jesucristo no puede ser bien entendido, admirado, amado, servido y aprovechado… sin su Madre: la Madre del Dios Hombre nos es necesaria para todo eso. Esto es admirable, el dedo de Dios está aquí; esto es amorosísimo, esto es dichosísimo: Jesucristo, y éste, crucificado; María, y ésta, al pie de la cruz; si lo primero es el todo, lo segundo es necesario para lo primero. Sin María dolorosa, no será perfecta nuestra ciencia ni nuestro amor del Crucificado; y, no menos, por el Crucificado admiraremos y amaremos más a la dolorosa Madre de Dios, y todo será para mayor gloria del Padre celestial y gloria nuestra.
Está presente, pues, al sacrificio de Jesucristo, la gran Virgen, la gran Madre, la gran Reina, animada de más ciencia de Dios que todos los ángeles, de más amor a Dios que todas las criaturas, entendiendo y participando del sacrificio de su Hijo sobre toda inteligencia y mérito criado; el corazón magnánimo de esa Reina es todo amargura, y su fortaleza para resistirla supera a todo poder criado. La santidad del combate de ese Corazón, entusiasma a las milicias angélicas y pone en rabia y fuga vergonzosa y completa a satanás con todas las legiones de sus ángeles malditos; y el Cielo y el Infierno ven con cuánta razón se quiso dar anticipada idea siglos antes, con la proeza de Judit, de esta otra maravillosísima que a todas las de criatura supera: La Mujer venciendo a Leviatán, la Madre de Dios venciendo hoy al altivo Arcángel despeñado en otro tiempo de las alturas; esa Mujer y su Jesús con el artificio del árbol del Calvario, humillando todo fraude y toda soberbia.
Volvemos a ceder la palabra a esa venerable inspirada María de Ágreda; la ciencia y santidad de la Madre dulcísima de Jesucristo, están expresadas por esa humilde escritora con maravilloso acierto, profunda teología y unción edificante:
Cuando el Hijo pronuncia la memorable palabra de perdón, ¿quién pudiera dudar de que la ínclita Madre en lo íntimo de su mansísimo Corazón, sino es que no también con preciosas palabras de sus labios, no previniese, acompañase o secundase ese perdón? Si Eseéban el protomártir perdonaría diciendo, «Señor no les arguyas con este pecado», la Reina de los mártires, la Madre de la misericordia, digna era de exclamar: «Hijo, perdónales y, si fuere posible, sálvalos a todos».
El buen Ladrón es justificado y se convierte en gran apóstol y gran santo, se alza a última hora con el reino de los cielos y tiene la gran dicha de ser el agraciado con la segunda palabra del Rey Omnipotente. A tu inintercesión, Señora, se debe tan gran piedad del Cordero de Dios que ha venido a salvar lo que se había perdido y lo más despreciable entre los mismos pecadores.
Bien llegada es a tal hora esa otra palabra que el Hijo dirige a la Madre del dolor: «Mujer, he ahí a tu Hijo», refiriéndose a Juan el apóstol, y el complemento que dirige a éste: «he ahí a tu Madre». Jamás meditaremos bastante la delicadeza de estas expresiones y las riquezas que atesoran. ¿Quiénes somos nosotros para ser agraciados con esa Madre, si no es por la caridad del Dios de los pecadores que se hizo por nosotros Víctima del pecado? La hermosura de esos términos, coméntalos con preciosos conceptos la venerable María de Ágreda: «Mujer, ves ahí a tu Hijo», y al Apóstol: «ves ahí a tu Madre». «Llamóla su Majestad “mujer” y no Madre, porque este nombre era de regalo y dulzura, y que sensiblemente le podía recrear el pronunciarle, y en su pasión no quiso admitir esta consolación exterior conforme a lo que arriba se dijo (nro. 960), por haber renunciado en ella todo consuelo y alivio. Y en aquella palabra “mujer”, tácitamente y en su aceptación, dijo: “Mujer bendita entre todas las mujeres (San Lucas I, 42), la más prudente entre los hijos de Adán; mujer fuerte (Proverbios XXXI, 10) y constante, nunca vencida de la culpa, fidelísima en amarme, indefectible en servirme y a quien las muchas aguas de mi pasión no pudieren extinguir (Cánticos VIII, ) ni contrastar. Yo me voy a mi Padre, y no puedo desde hoy acompañarte; mi discípulo amado te asistirá y servirá como a Madre, y será tu hijo”. Todo esto entendio la divina Reina» (Mística Ciudad de Dios, nro. 1394).
Cuando el Hijo renovando y aun sublimando las palabras de tedio y desolación de su alma, dice no ya «Padre mío, si es posible pase de mí este cáliz», sino aun más: «¡Dios mío, Dios mío, por qué me has desamparado!». La Dolorosa permanece firme sin que la acometida y anegada de tantos mares logren derribarla. ¡Sí, Hija de Abrahán, bendita eres del Señor Dios Altísimo sobre todas las mujeres de la tierra y sobre los arcángeles y potestades; la mole inmensa de las aguas de tu compasión prodigiosa, de ese combate de los combates, no han podido extinguir tu amor. Tú apuras ese cáliz que han pretendido beber dos de los apóstoles de tu Hijo, y estás dispuesta a sufrir, no sólo esos tormentos en que el Redentor va a exhalar el último aliento, sino aun a experimentar en ti el dolor de esa lanzada, que si hiere y hace manar la sangre del corazón de un muerto, hiere en verdad el alma tuya y hace brotar de tus ojos lágrimas como de sangre.
Hace entrega de la Santa Iglesia el Crucificado a su viuda Madre en la persona de Juan, sucumbiendo humildemente, es decir, quejándose con el filial dolor de uno más que Job el santo, y que ha apurado todos los dolores y los males de pena, como caritativo Redentor de todas las culpas pasadas y futuras de todos los hombres, exhalando esa expresión tan lastimosa de «sed tengo», como postrera queja, o como postrer deseo de padecer más por la santa causa de redimir a su linaje; la Madre entonces apura el cáliz hasta las heces. Consúmase de esta suerte el sacrificio del Verbo encarnado en manos, digámoslo así, de su esforzadísima Madre, pudiendo ya el Hijo dejarle algo que incumbe de dolor a la sola Madre en esa redención; la Señora lo acepta con magnanimidad. Y cual si tuviese por satisfactorio reconocer, como muy próximo, que lo supremo del sufrir de su Hijo es ya el término de ese sufrir, acepta esforzada esa consumación, porque así lo dice Él: «todo está consumado», es decir, ha terminado la lucha, es decir, voy a dejar la vida. La Mujer fuerte sabe ya que su dolor va a llegar al colmo, pero que cesará el dolor de su Hijo; podrá decir entonces como la vencedora de Betulia: «alabad al Señor, porque es bueno y no ha desamparado a quien pone en él su confianza».
El gran dolor de nuestra celeste Reina se asociará o alternará con esos consuelos de los grandes dolores, con esos racionales consuelos, con los consuelos del martirio, que no proceden sino de la unción santa de la caridad, de ese amor que es fuerte como la muerte. Venga, pues, en buena hora el momento supremo en que el Hijo de sus entrañas, dando una gran voz, diga con el acento del Verbo divino humanado que deja la vida: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», incline su cabeza y muera como el cordero de sacrificio.
¡Acompañárnoste, oh Señora, en tanto dolor! ¿Quién como tú, que excedes a todos los mártires, que eres más que mártir, que tanto te asemejas a tu Hijo el Redentor divino? Bienaventurada te dirán desde hoy todas las generaciones. El mérito que te hizo acreedora a concebir en tus entrañas a este Dios hombre tan admirable e infinitamente bueno, se consuma hoy; los dolores del parto con que la mujer necesita dar a luz un fruto de vida, no los hubiste en Belén, y los tienes acerbísimos ante la cruz; mas, aquellos son el precio de iniquidad, y los tuyos la dádiva de tu inmensa caridad.
Aquella singular Providencia que te hizo inmaculada desde el primer instante de tu concepción, que te dio a José como esposo digno solo de ti, hoy te depara un amigo dignísimo en tu infortunio y desolación, que vaya al Presidente que ordenó el suplicio, y con denuedo que arrostre toda dificultad, denuedo que el Dios de Moisés da oportunamente al corazón de los justos, le dirá: «Darne el cuerpo de ese Nazareno, que es el Hijo de Dios, para darle digna sepultura, porque la Madre muere de dolor. Esa Madre es santa e inocente, el caso es grave y urgente y el Crucificado era su único hijo; no es conforme a razón que, junto con el hijo, muera la inocente Madre, y algún consuelo será para Ella dar sepultura a su hijo. Concede, pues, a esa Madre afligidísima, que le sepulte» (San Anselmo, en Cornelio Alápide).
El consuelo le tendrá la dulce Madre. ¡Dichoso ese justo José, que prestó semejante servicio a Mujer tan agradecida, haciéndose acreedor a esos agradecimientos íntimos de familia por grandes favores en honra de un deudo difunto: el deudo era el Hijo de Dios, la favorecida la Madre de Dios; el favor era libertar a ese deudo del vilipendio e infamia a que eran dados los restos mortales de los crucificados. Concédanos el Señor merecer algo semejante, ya que no igual, en la defensa de su santa causa.
La desolada Virgen no tendrá empero en sus brazos al amado de su alma, sin que antes reciba en ella aquella mortal herida a la que principalmente aludía Simeón cuando dijo a la Madre del niño Jesús, recien nacido de cuarenta días: «una espada (por causa de ese tu Hijo) traspasará tu alma». Ella apura aun ese dolor; el Eterno Padre quedará altísimamente complacido de la fortaleza de esa su Paloma, su Escogida, su Perlecta, su Única; de esa Hija de Abrahán, que así ha robado su corazón; y al fin la Madre podrá tener entre sus brazos y estrechar contra su pecho, á ese “manojito de mirra” que al cabo soltará para que le dejen dormir en paz su sueño de tres días. Ella morirá de desolación, pero con fidelísima obediencia, con fe firmísima, con esperanza incontrastable, irá luego al Cenáculo a continuar y concluir la estupenda obra de su Hijo y de su Esposo, de su Señor y su Dios, resucitado como está seguro de verle, de ahí a poco, según su palabra, palabra tan santa, que antes perecerían el cielo y la tierra que ella dejara de cumplirse.
Reina y Señora nuestra, dolorosa María, desolada Princesa, Mujer incomparable, Primogénita de todo lo criado, no nos olvides; aun cuando fuéremos los últimos en tu casa, nómbranos por domésticos tuyos, cuéntanos por criados fieles de tu familia, ya que no merecemos ser tus hijos; pero jamás nos niegues, porque si nos negases, nos negaría tu Hijo; perdidos quedaríamos en su presencia si el Refugio de los pecadores no lo fuese ya de éstos que te invocamos. ¡Dolorosa Madre, ruega por nosotros para que seamos dignos de las promesas de Jesucristo!
«Estaba junto a la cruz de Jesús, la Madre suya»… «Mujer, he ahí a tu hijo»… «y, (hablándole al Discípulo) ahí tienes a tu Madre», dice el Evangelio que hace cantar la Iglesia en la gran fiesta de la Dolorosa.
Y en alta voz también recita ese día la Iglesia tomándolo del sagrado libro de Judit: «El Señor ha derramado sobre ti sus bendiciones comunicándote su poder, pues por medio de ti ha aniquilado a nuestros enemigos. Bendita eres del Señor Dios Altísimo, oh Hija mía, sobre todas las mujeres de la tierra; bendito sea el Señor Criador del cielo y de la tierra… porque hoy ha hecho tan célebre ta nombre, que no cesarán jamás de publicar tus alabanzas cuantos conservaren en los siglos venideros la memoria de los prodigios del Señor; pues no has temido exponer tu vida por tu pueblo viendo las angustias y tribulaciones de tu gente, sino que has acudido a nuestro Dios para impedir su ruina».
Prorrumpe así mismo la Iglesia en este gradual sublime: «¡Oh vosotros, los que pasáis por el camino, atended y ved si hay dolor como el dolor mío!».
En vista de eso y de tanto que nos enseñan los Santos Padres, no cesaremos de decirlo: Jesucristo no puede ser bien entendido, admirado, amado, servido y aprovechado… sin su Madre: la Madre del Dios Hombre nos es necesaria para todo eso. Esto es admirable, el dedo de Dios está aquí; esto es amorosísimo, esto es dichosísimo: Jesucristo, y éste, crucificado; María, y ésta, al pie de la cruz; si lo primero es el todo, lo segundo es necesario para lo primero. Sin María dolorosa, no será perfecta nuestra ciencia ni nuestro amor del Crucificado; y, no menos, por el Crucificado admiraremos y amaremos más a la dolorosa Madre de Dios, y todo será para mayor gloria del Padre celestial y gloria nuestra.
Está presente, pues, al sacrificio de Jesucristo, la gran Virgen, la gran Madre, la gran Reina, animada de más ciencia de Dios que todos los ángeles, de más amor a Dios que todas las criaturas, entendiendo y participando del sacrificio de su Hijo sobre toda inteligencia y mérito criado; el corazón magnánimo de esa Reina es todo amargura, y su fortaleza para resistirla supera a todo poder criado. La santidad del combate de ese Corazón, entusiasma a las milicias angélicas y pone en rabia y fuga vergonzosa y completa a satanás con todas las legiones de sus ángeles malditos; y el Cielo y el Infierno ven con cuánta razón se quiso dar anticipada idea siglos antes, con la proeza de Judit, de esta otra maravillosísima que a todas las de criatura supera: La Mujer venciendo a Leviatán, la Madre de Dios venciendo hoy al altivo Arcángel despeñado en otro tiempo de las alturas; esa Mujer y su Jesús con el artificio del árbol del Calvario, humillando todo fraude y toda soberbia.
Volvemos a ceder la palabra a esa venerable inspirada María de Ágreda; la ciencia y santidad de la Madre dulcísima de Jesucristo, están expresadas por esa humilde escritora con maravilloso acierto, profunda teología y unción edificante:
«Como la prudentísima Madre conocía que se iban ejecutando los misterios de la redención humana, cuando vio que trataban los ministros de desnudar al Señor para crucificarle, convirtió su espíritu al Eterno Padre, y oró de esta manera: “Señor mío y Dios eterno: Padre sois de vuestro unigénito Hijo, que por la eterna generación Dios verdadero nació de Dios verdadero, que sois Vos, y por la humana generación nació de mis entrañas, donde le di la naturaleza de hombre en que padece. Con mis pechos le di leche y sustenté; y como al mejor hijo, que jamás pudo nacer de otra criatura, le amo como Madre verdadera, y como Madre tengo derecho natural a su humanidad santísima en la persona que tiene, y nunca vuestra providencia se lo niega a quien lo tiene y pertenece. Ahora, pues, ofrezco este derecho de Madre, y le pongo en vuestras manos de nuevo, para que vuestro Hijo y mío sea sacrificado por la redención del linaje humano. Recibid, Señor mío, mi aceptable ofrenda y sacrificio, pues no ofreciera tanto, si yo misma fuera sacrificada y padeciera; no sólo porque mi Hijo es verdadero Dios y de vuestra substancia misma, sino también de parte de mi dolor y pena. Porque si yo muriera y se trocaran las suertes, para que su vida santísima se conservara, fuera para mí de grande alivio y satisfacción de mis deseos”. Esta oración de la gran Reina aceptó el Eterno Padre con inefable agrado y complacencia. No se le consintió al patriarca Abrahán más de la figura y ademan (o intento) del sacrificio de su hijo (Génesis XXII, 12), porque la ejecución y verdad la reservaba el Padre Eterno para su Unigénito. Ni tampoco a su madre Sara se le dio cuenta de aquella mística ceremonia, no sólo por la pronta obediencia de Abrahán, sino también porque aun esto sólo no se fiaba del amor maternal de Sara, que acaso intentaría impedir el mandato del Señor, aunque era santa y justa. Pero no fue así con María Santísima, que sin recelo le pudo fiar el Eterno Padre su voluntad eterna, porque con proporción cooperase en el sacrificio del Unigénito con la misma voluntad del Padre» (Mística Ciudad de Dios, nro. 1376).El alma de María Santísima tenía que imitar en todo, que reproducir la más cumplida y hermosa de todas las semejanzas de la sagrada pasión del Redentor divino. ¿Qué podemos concebir de más perfecto y vivo de esa imitación, que en verdad no haya realizádose en esa alma virtuosísima, sobre toda ponderación, de la Madre del Unigénito? Cuando el Hijo es abrevado con hiel, expresión de crueldad insuperable del odio farisaico, ¿cuál no sería la amargura de la Madre? Cuando el primer clavo desgarra la mano sacrosanta del Hacedor Supremo, cuando el esfuerzo de los verdugos tortura tirando de la otra mano del Crucificado para extender la víctima hasta dislocarle los huesos, ¿podría imaginarse álguien el dolor supremo de compasión materna de la Corredentora?
Cuando el Hijo pronuncia la memorable palabra de perdón, ¿quién pudiera dudar de que la ínclita Madre en lo íntimo de su mansísimo Corazón, sino es que no también con preciosas palabras de sus labios, no previniese, acompañase o secundase ese perdón? Si Eseéban el protomártir perdonaría diciendo, «Señor no les arguyas con este pecado», la Reina de los mártires, la Madre de la misericordia, digna era de exclamar: «Hijo, perdónales y, si fuere posible, sálvalos a todos».
El buen Ladrón es justificado y se convierte en gran apóstol y gran santo, se alza a última hora con el reino de los cielos y tiene la gran dicha de ser el agraciado con la segunda palabra del Rey Omnipotente. A tu inintercesión, Señora, se debe tan gran piedad del Cordero de Dios que ha venido a salvar lo que se había perdido y lo más despreciable entre los mismos pecadores.
Bien llegada es a tal hora esa otra palabra que el Hijo dirige a la Madre del dolor: «Mujer, he ahí a tu Hijo», refiriéndose a Juan el apóstol, y el complemento que dirige a éste: «he ahí a tu Madre». Jamás meditaremos bastante la delicadeza de estas expresiones y las riquezas que atesoran. ¿Quiénes somos nosotros para ser agraciados con esa Madre, si no es por la caridad del Dios de los pecadores que se hizo por nosotros Víctima del pecado? La hermosura de esos términos, coméntalos con preciosos conceptos la venerable María de Ágreda: «Mujer, ves ahí a tu Hijo», y al Apóstol: «ves ahí a tu Madre». «Llamóla su Majestad “mujer” y no Madre, porque este nombre era de regalo y dulzura, y que sensiblemente le podía recrear el pronunciarle, y en su pasión no quiso admitir esta consolación exterior conforme a lo que arriba se dijo (nro. 960), por haber renunciado en ella todo consuelo y alivio. Y en aquella palabra “mujer”, tácitamente y en su aceptación, dijo: “Mujer bendita entre todas las mujeres (San Lucas I, 42), la más prudente entre los hijos de Adán; mujer fuerte (Proverbios XXXI, 10) y constante, nunca vencida de la culpa, fidelísima en amarme, indefectible en servirme y a quien las muchas aguas de mi pasión no pudieren extinguir (Cánticos VIII, ) ni contrastar. Yo me voy a mi Padre, y no puedo desde hoy acompañarte; mi discípulo amado te asistirá y servirá como a Madre, y será tu hijo”. Todo esto entendio la divina Reina» (Mística Ciudad de Dios, nro. 1394).
Cuando el Hijo renovando y aun sublimando las palabras de tedio y desolación de su alma, dice no ya «Padre mío, si es posible pase de mí este cáliz», sino aun más: «¡Dios mío, Dios mío, por qué me has desamparado!». La Dolorosa permanece firme sin que la acometida y anegada de tantos mares logren derribarla. ¡Sí, Hija de Abrahán, bendita eres del Señor Dios Altísimo sobre todas las mujeres de la tierra y sobre los arcángeles y potestades; la mole inmensa de las aguas de tu compasión prodigiosa, de ese combate de los combates, no han podido extinguir tu amor. Tú apuras ese cáliz que han pretendido beber dos de los apóstoles de tu Hijo, y estás dispuesta a sufrir, no sólo esos tormentos en que el Redentor va a exhalar el último aliento, sino aun a experimentar en ti el dolor de esa lanzada, que si hiere y hace manar la sangre del corazón de un muerto, hiere en verdad el alma tuya y hace brotar de tus ojos lágrimas como de sangre.
Hace entrega de la Santa Iglesia el Crucificado a su viuda Madre en la persona de Juan, sucumbiendo humildemente, es decir, quejándose con el filial dolor de uno más que Job el santo, y que ha apurado todos los dolores y los males de pena, como caritativo Redentor de todas las culpas pasadas y futuras de todos los hombres, exhalando esa expresión tan lastimosa de «sed tengo», como postrera queja, o como postrer deseo de padecer más por la santa causa de redimir a su linaje; la Madre entonces apura el cáliz hasta las heces. Consúmase de esta suerte el sacrificio del Verbo encarnado en manos, digámoslo así, de su esforzadísima Madre, pudiendo ya el Hijo dejarle algo que incumbe de dolor a la sola Madre en esa redención; la Señora lo acepta con magnanimidad. Y cual si tuviese por satisfactorio reconocer, como muy próximo, que lo supremo del sufrir de su Hijo es ya el término de ese sufrir, acepta esforzada esa consumación, porque así lo dice Él: «todo está consumado», es decir, ha terminado la lucha, es decir, voy a dejar la vida. La Mujer fuerte sabe ya que su dolor va a llegar al colmo, pero que cesará el dolor de su Hijo; podrá decir entonces como la vencedora de Betulia: «alabad al Señor, porque es bueno y no ha desamparado a quien pone en él su confianza».
El gran dolor de nuestra celeste Reina se asociará o alternará con esos consuelos de los grandes dolores, con esos racionales consuelos, con los consuelos del martirio, que no proceden sino de la unción santa de la caridad, de ese amor que es fuerte como la muerte. Venga, pues, en buena hora el momento supremo en que el Hijo de sus entrañas, dando una gran voz, diga con el acento del Verbo divino humanado que deja la vida: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», incline su cabeza y muera como el cordero de sacrificio.
¡Acompañárnoste, oh Señora, en tanto dolor! ¿Quién como tú, que excedes a todos los mártires, que eres más que mártir, que tanto te asemejas a tu Hijo el Redentor divino? Bienaventurada te dirán desde hoy todas las generaciones. El mérito que te hizo acreedora a concebir en tus entrañas a este Dios hombre tan admirable e infinitamente bueno, se consuma hoy; los dolores del parto con que la mujer necesita dar a luz un fruto de vida, no los hubiste en Belén, y los tienes acerbísimos ante la cruz; mas, aquellos son el precio de iniquidad, y los tuyos la dádiva de tu inmensa caridad.
Aquella singular Providencia que te hizo inmaculada desde el primer instante de tu concepción, que te dio a José como esposo digno solo de ti, hoy te depara un amigo dignísimo en tu infortunio y desolación, que vaya al Presidente que ordenó el suplicio, y con denuedo que arrostre toda dificultad, denuedo que el Dios de Moisés da oportunamente al corazón de los justos, le dirá: «Darne el cuerpo de ese Nazareno, que es el Hijo de Dios, para darle digna sepultura, porque la Madre muere de dolor. Esa Madre es santa e inocente, el caso es grave y urgente y el Crucificado era su único hijo; no es conforme a razón que, junto con el hijo, muera la inocente Madre, y algún consuelo será para Ella dar sepultura a su hijo. Concede, pues, a esa Madre afligidísima, que le sepulte» (San Anselmo, en Cornelio Alápide).
El consuelo le tendrá la dulce Madre. ¡Dichoso ese justo José, que prestó semejante servicio a Mujer tan agradecida, haciéndose acreedor a esos agradecimientos íntimos de familia por grandes favores en honra de un deudo difunto: el deudo era el Hijo de Dios, la favorecida la Madre de Dios; el favor era libertar a ese deudo del vilipendio e infamia a que eran dados los restos mortales de los crucificados. Concédanos el Señor merecer algo semejante, ya que no igual, en la defensa de su santa causa.
La desolada Virgen no tendrá empero en sus brazos al amado de su alma, sin que antes reciba en ella aquella mortal herida a la que principalmente aludía Simeón cuando dijo a la Madre del niño Jesús, recien nacido de cuarenta días: «una espada (por causa de ese tu Hijo) traspasará tu alma». Ella apura aun ese dolor; el Eterno Padre quedará altísimamente complacido de la fortaleza de esa su Paloma, su Escogida, su Perlecta, su Única; de esa Hija de Abrahán, que así ha robado su corazón; y al fin la Madre podrá tener entre sus brazos y estrechar contra su pecho, á ese “manojito de mirra” que al cabo soltará para que le dejen dormir en paz su sueño de tres días. Ella morirá de desolación, pero con fidelísima obediencia, con fe firmísima, con esperanza incontrastable, irá luego al Cenáculo a continuar y concluir la estupenda obra de su Hijo y de su Esposo, de su Señor y su Dios, resucitado como está seguro de verle, de ahí a poco, según su palabra, palabra tan santa, que antes perecerían el cielo y la tierra que ella dejara de cumplirse.
Reina y Señora nuestra, dolorosa María, desolada Princesa, Mujer incomparable, Primogénita de todo lo criado, no nos olvides; aun cuando fuéremos los últimos en tu casa, nómbranos por domésticos tuyos, cuéntanos por criados fieles de tu familia, ya que no merecemos ser tus hijos; pero jamás nos niegues, porque si nos negases, nos negaría tu Hijo; perdidos quedaríamos en su presencia si el Refugio de los pecadores no lo fuese ya de éstos que te invocamos. ¡Dolorosa Madre, ruega por nosotros para que seamos dignos de las promesas de Jesucristo!
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