sábado, 19 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA DECIMONOVENO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
         
CAPÍTULO XXIII. MISTERIO QUINTO: JESUCRISTO CRUCIFICADO EN EL CALVARIO
La obra por excelencia de los atributos divinos, el gran drama, el drama de los siglos, ocupa ya la escena suprema: el misterio de la cruz va a desplegarse ya en el Calvario; con palabras de entusiasmo tiernísimo lo canta así la Iglesia en la gran fiesta del Viernes Santo. «¡Oh cruz fiel: tú eres entre todos los árboles el más ilustre. Ningún bosque ha producido otro semejante en la hoja, en la flor ni en el fruto. Dulce madero, que con dulces clavos sostienes dulce peso!».
   
«¡Canta, oh lengua, la victoria del más glorioso combate: di el ilustre triunfo que el Salvador del mundo alcanzó con la cruz; y cómo venció siendo sacrificado!».
  
Aquel sacrificio figurativo de Isaac llevado a otro vecino monte del Gólgota, como víctima inmolada sólo en intención, y al fin no ofrecida en la realidad, sino sustituida por el Cordero que a su vez fue figurativo, es hoy consumado con una realidad de proporciones infinitas. Porque en vez de Abrahán, el oferente es hoy la verdadera Madre de Dios, la víctima ofrecida es el Mesías, Jesucristo verdadero Dios y hombre, y lejos de venir otro Cordero común a sustituir a la racional víctima del holocausto, tenemos la amorosísima realidad de que aquel Cordero y todos los corderos irracionales y todas las víctimas racionales pero solamente humanas, no eran sino figuras del Verbo de Dios hecho hombre, hecho víctima, constituido en ejemplar de paciencia, de abnegación y de todo género de martirios, para reconciliar al hombre con Dios; por lo que con sorprendente propiedad fue señalado tres años y medio antes por el Bautista, y hoy le vemos realizado, como el «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo».
   
Aquel deseo inaudito, aquella vehemencia de caridad que hacían decir a Jesús de un bautismo que tenía en ansias, de un trono de cruz ante el cual se verían atraídas todas las cosas, los vemos satisfechos al fin.
  
El Varón de dolores, Cordero de Dios, la Víctima del holocausto de los siglos, presente ya en lo alto del Calvario, desnudado por los verdugos, ante la cruz tendida en el suelo para ser luego exaltada como palmero triunfal cuyos frutos ascendería a tomar el esposo divino, ofrece el espectáculo más hermoso que darse pudiera en los siglos todos de inocencia, de mansedumbre, de paciencia y de martirio soberanos. ¡Jerusalén, Hijas de Sión, ved ya al Rey de Reyes, que va a ascender a su trono! ¡Y tú, Potentísimo, cumple los votos del celeste Padre, cíñete la espada del Dios de los ejércitos, que tu diestra te sacará avante a maravilla! ¡Oh Cristo Jesús piadosísimo, éstas fueron las profecías que tanto exaltaban el alma de tu Padre David, inspirado del Dios de los cielos, verdadero Padre de ti su único Hijo y verdadero Dios como Él! ¿Es así como cumples lo que los siglos esperaron en la Tierra y en las Alturas…?
 
¡Sí; así es como lo cumple el que es la infinita Sabiduría! Este León de Judá, es también el Cordero dominador; ni Jacob ni Isaías se engañan, y Habacuc tiene mucha razón en llenarse de pasmo, de asombro, cuando entreve, o ve quizá bien claro, que la obra grande del Dios Omnipotente era un prodigio de amor, una como locura, una como estulticia de amor desmedido para confundir á los sabios y á los amantes, y enseñar con él ejemplo la verdadera ciencia y el verdadero amor, y poder decir al soberbio Satán y al ingrato humano: ¡Oh traidor! ¿Dónde está tu serpentina astucia? ¡Oh pueblo mío!, ¿qué pude hacer que por ti no hiciese?
  
Mirad, pues, al Cordero ante la cruz en que van a clavarle a la vista de la Reina dolorosa, de las santas mujeres, de los ocultos fieles que aper as se distinguen entre la multitud de enemigos que quieren devorarle: «Recibe, ¡oh Padre Santo!, omnipotente y sempiterno Dios, esta Hostia que yo ofrezco a tu Realeza, a tu justicia, por todos los pecados de mis hermanos; esta Hostia que soy yo mismo tu Hijo que engendraste antes de los siglos y al que adaptaste alma y cuerpo para ofrecerte este sacrificio, que te he propuesto para hacer en todo tu voluntad santísima». Semejantes palabras que en la santa Misa contiene el pasaje llamado “Ofertorio”, es de creer pronunciase de alguna manera el admirable Hijo de María, y Ella con Él las suyas adaptadas a su gran ministerio de Corredentora y Sacerdotisa, mayor que Abrahán, mayor que Melquisedec.
  
¡Cuántos dolores en esa crucifixión a la vista de la Madre! ¡Jesús extendiendo sus manos en el cruel Madero con asombrosa mansedumbre, llena de dignidad, de sincera paciencia, de santísima inocencia, de divino amor! ¡Dios y hombre verdadero es ese nuevo Jacob, ese perfectísimo Varón de dolores! Coronado como siempre de espinas que vuelven a chorrear sangre, recibe en su mano diestra ese primer golpe del martillo con que el clavo se la traspasa, ese primer golpe que causa en la ínclita Madre un dolor mortal, que Ella soporta como ha soportado y soportará más, no sólo por la fortaleza de su alma, sino por la milagrosa asistencia divina.
   
El Crucificado queda suspenso en alto; las maniobras de los verdugos, la vocería del pueblo y el horror de atentado tan sacrilego, del deicidio que va á consumarse entre furor y risas de satánico odio, son nada menos que el espectáculo anunciado por Profetas de todas las épocas: «¡Dios, Dios mío! decía David, ¿por qué me has abandonado? ¡Cuán lejos está de salvarme la voz de mis delitos… Hanme cercado novillos en gran número… Han acometídome como leones devoradores y rugientes!».
  
Entre dos ladrones crucifican al Hijo de la Reina, y éstos le blasfeman imitando la ceguedad satánica de la plebe azuzada de los fariseos. Esta es la inauguración del Mesías regio, del Santo de los santos en su trono triunfal. Pero ¡oh!, no desmayemos y antes añadámosle; aún no está completa la gran obra del dolor, de la locura, del amor divino. El Hijo necesita aun el dolor de ver a su Madre Santísima en tortura como la suya, es decir, ante él contemplando sus atroces tormentos; y la Madre estará pronta… ¡Allí está! «Estaba junto a la cruz de Jesús la Madre suya», dice el Apóstol del amor en su Evangelio, con un laconismo que sorprende, que arrebata el alma de enternecimiento, que es una delicia, porque esa pasión de Jesucristo y esa compasión de la Dolorosa, son la mayor dulzura que al cristiano católico puede Dios conceder en la tierra, el mayor consuelo en los dolores y esperanza en las alegrías y suavidad en los tedios.
  
Cuando ya el colmo en la tormenta y la misma audacia del sacrilegio ponen en confusión ese oleaje de rabiosos enemigos, que acallan y sofocan el rumor de lamentos de los buenos y de llanto de las santas mujeres, viene un momento en que la calma se establece para que la voz de la víctima sea objeto de atención de todos ¿Habéis oido? ¿qué es lo que está diciendo el Nazareno?
  
«¡Padre, perdónales porque no saben lo que hacen!». Esta palabra nunca se oyó antes de Jesucristo. ¡He aquí a Dios! ¡Este es Dios! Pilatos nos había mostrado al “Hombre”. Mas ya este “Hombre” que desde entonces bien debía ser reconocido por el Hijo de Dios, no puede menos de darse á conocer por hombre divino, por el Cordero de Dios.
  
«¡Padre, perdónales porque no saben lo que hacen!». «Esta es la primera palabra entre las siete tan memorables que nuestro Cristo Jesús pronuncia en la cruz, con la cual, dice Alápide, despúes de tantos dolores, injurias y burlas, como si se olvidase de ellas y sólo atendiese su solicitud a la salvación de sus verdugos, del fondo de su pecho, de ese horno ardiente en llamas de caridad, saca y eleva al cielo esa voz de ruego, pidiendo que se les perdone. Y oido fue por su gran valer (exaudítus est pro sua reveréntia); pues que, muchos de ellos en el Pentecostés, arrepentidos a la predicación de Pedro, se convierten al Cristo (como se lee en los hechos de los Apóstoles, cap. II). Con esas palabras nos enseña también Jesucristo, a orar por nuestros enemigos y a hacer bien a nuestros perseguidores, venciendo así el mal con el bien. A Jesucristo imitó San Esteban cuando al ser apedreado, arrodillándose oraba diciendo: “¡Señor, no les imputes este pecado!”».
 
¡Qué frutos tan valiosos y hermosos no va ya recogiendo en esa palma de la cruz el Esposo divino! Apenas pasen cincuenta días, Jerusalén producirá abundante cosecha de cristianos de entre esos mismos perseguidores de hoy.
  
Pero, esa caridad y magnanimidad del Cordero, quiere dar muestras más sorprendentes de su infinita fuerza, y ¡ved ya a ese facineroso, a uno de esos dos ladrones con él crucificados, convertido en un gran mártir, un gran confesor de la fe, un gran santo! «¡Ese ladrón, dice San Agustín, aun no llamado y ya elegido; todavía ni siervo o criado, y ya amigo; todavía ni discípulo, y ya maestro; de ladrón, confesor; pues aunque la pena de su crucifixión había empezado a recaer en un ladrón, vino a consumarse, mudando de género, en un mártir!» (En Cornelio Alápide). «Conmigo estarás hoy en el paraíso», dice el divino Verbo crucificado, al ladrón crucificado, apenas este dichoso robador del cielo ha pedido merced al infinito Rey, apenas ha comenzado a arrepentirse de su atroz pasado y a decir a su compañero: «¿Ni aun tú temes a Dios, estando como estás en el mismo suplicio? Nosotros a la verdad estamos en él justamente, pues pagamos la pena merecida por nuestros delitos; pero éste ningún mal ha hecho. Señor Jesús, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino».
 
¡Qué pequeños somos tantos pecadores cuyas faltas sin ser penadas con suplicio humano, merecen quizá suplicio eterno y eterna difamación! Y no se necesita mucha humildad para rogar a ese dichoso convertido de última hora, interceda por nosotros miserables, que en una larga vida de dudosa rectitud nos creemos justificados, sin estarlo quizá por nuestra tibieza. Interceda por nosotros ese gran santo, primicias de vuestras proezas de misericordia, ¡oh crucificado Hijo de María!, para que en nosotros obréis milagros mayores que con él, pues vuestra misericordia y vuestros méritos alcanzan y superan a cuanto puede oponérseles, si al menos confesamos nuestra miseria y suspiramos por salir de ella con vuestra gracia.
  
Poderosísima la caridad de nuestro Dios en hacer, de las piedras, hijos de Abrahán, con razón administró en siete memorables palabras, con majestad tanta y con toda la grandeza y la infinidad de un Dios hecho hombre, lo que, un rey así, puede administrar en un patíbulo:
  • Primero. Perdonar a sus perseguidores y verdugos en el momento de llegar a lo sumo los agravios;
  • Segundo. Convertir el corazón y mudar de facineroso en santo, y regalarle el cielo a un compañero de suplicio;
  • Tercero. Dejar por Madre del género humano a la misma Madre de Dios;
  • Cuarto. Consagrar con las palabras mismas de la ley, su gran sacrificio: «¡Dios, Dios mío! ¿por qué me has desamparado?», principio de la gran oración profetizada en el Salmo XXI, santa liturgia de la Sinagoga, santa liturgia de la gran Iglesia cristiana;
  • Quinto. Volver a hablar de esa gran sed de tormentos, de sacrificio, que abrasará el mundo en fuego de caridad omnipotente;
  • Sexto. Decretar aquella consumación de sucesos de que, la divina Víctima, ha sido el preparador desde antes de los siglos, quien marcará su apogeo en ese día de Redención y quien llevará a cabo en los tiempos, de la ley de gracia su fructificación hasta la consumación última de los tiempos;
  • y Séptimo. Después de ese decreto… doblar la ínclita cabeza, para morir tan voluntaria y libremente, que al hacerlo da un grito supremo con sonora palabra: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!», palabra en admirable concierto con aquellas otras del mismo Verbo poderoso, aludiendo a una resurrección tan segura y cierta como ha sido cierto el morir por propia voluntad: «ninguno me quita la vida, yo soy el que por mí mismo la dejo y tengo potestad de volver a tomarla», a lo que aludía siglos antes la profecía en el final del Salmo IV: «Mas yo, Dios mío, dormiré en paz y descansaré en tus promesas».
Nuestro amado Jesús asciende a la cruz, impera en ella, muere y es descolgado de ella, con tan maravillosos caracteres de verdadero Dios y verdadero hombre, que no hay grandeza, no hay sabiduría, no hay amor, no hay esperanza, no hay felicidad, no hay triunfo, no hay gloria como la de Jesucristo, y éste, crucificado. ¡Bendito sea nuestro Dios, Dios de verdad y de amor! ¡Benditas las entrañas que le concibieron, benditos los pechos que le alimentaron!
  
Sea, pues, toda nuestra riqueza y el objeto de dichosísima codicia, Jesucristo clavado en la cruz. La gran palabra de San Pablo, la gran palabra de San Bernardo, la gran palabra de San Francisco, hagámosla nuestra: «No quiero otra ciencia que saber a Jesucristo, y éste, crucificado; no quiero otra riqueza, no quiero otro consuelo. Si supiere a Cristo, y éste, crucificado, lo entenderé todo, todo lo sabré; si conmigo, si en mi corazón le tuviere, todo lo tendré, no me faltará nada; si él me asistiere, nada temeré, ni se me dará nada de que todos estén contra mí».
  
¡Oh Verbo divino! ¡Oh Hijo de María! ¡Oh Madre de Jesucristo crucificado!, no nos dejéis sin participio en ese reino en que los grandes pecadores tienen, por eso, el mejor título si os compadecéis de ellos, para que os sirváis admitirlos.

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