Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
CAPÍTULO XXVII. MISTERIO SEGUNDO: LA ASCENSIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO A LOS CIELOS
Este misterio de la Ascensión del Nazareno a los cielos, a los cuarenta días de su resurrección, a la vista de la ínclita Reina Madre suya, de los once apóstoles, de las santas mujeres, de los setenta y dos discípulos, y de un resto de testigos hasta completar ciento veinte, en ese gran Jueves cuarenta días después de la resurrección, en pleno día, anunciando el próximo envío de su Paráclito, de su Espíritu Santo, frente a frente del lugar de su suplicio, en el monte Olivete; este misterio, decimos, es sobremanera sorprendente; objeto por lo mismo de grandes profecías que sin cesar se recitaron desde mil años antes en esos prodigiosos salmos de David, en los que está consignado tan palpablemente de un extremo a otro la gloriosa carrera del Cristo: «A summo cœlo egréssio ejus, et occúrsus ejus usque ad summum ejus» (De lo alto del cielo es su salida, y a lo alto del cielo es su retorno).
Profecías insignes precedieron a ese gran día, señalando siglos antes el inaudito suceso; solemnes profecías le precedieron ya en las vísperas de la pasión de ese Rey de los cielos, cuando no se veía en él más que el escándalo de su humillación. Y a la vez grandes confirmaciones del portento estamos viendo desde la hora misma en que sus espectadores, de vuelta de ese monte de la Ascensión, llenos de alegría, que no de tristeza, muestran en su recogimiento, en su asombro, que aquel Crucificado de aciagos días, en verdad, en verdad, había resucitado; y aun algo más: que acababa de consumar su obra subiendo en majestad a los cielos; y aun todavía más: pronto descendería en su Espíritu Santo, no ya visible en su humanidad sino en obras mayores de las que hizo antes de padecer.
Ese admirable Rey de la resurrección y la vida, iba luego a mostrar su omnipotencia con obras de un género supremo, es a saber: la transformación del corazón de sus apóstoles y discípulos, de tímidos, en esforzados; de desertores, en mártires; de rudos razonadores, en grandilocuentes de todos los idiomas; de piadosos ignorantes, en teólogos de todos los misterios de sublimidad que supera a las concepciones de los mayores sabios; por fin, y sodre todo, de hombres de vulgar justicia, en santos consumados en caridad eminente que dá fruto de todas las virtudes.
«¡Todas las naciones aplaudid con vuestras manos, alzad voces de júbilo a nuestro Dios!»… «Asciende el Señor en medio del regocijo», cantaba David en su salmo 46. «Has ascendido a la altura llevando por trofeo cautiva a la misma cautividad», cantaba en su salmo 67. «Grande es el Señor en Sión, grande y excelso», cantaba en su salmo 98.
Y nuestro gran Rey, en la víspera misma de su pasión, como quien ve clarísimo y soberanamente más allá de la tumba una resurrección segura y gloriosa y más allá de esa resurreción el final triunfo de su Ascensión, decía: «Es tiempo de que vuelva a Aquél que me ha enviado», y también decía a sus discípulos esa noche de la última Cena: «No queráis entristeceros»; «si no me fuere no vendrá el Paráclito; mas cuando fuere levantado en alto, os le enviaré».
Por fin, es admirable la majestad con que en el Cenáculo, cuarenta días después de resucitado, a la hora del medio día, ya próximo a partir, comiendo con sus discípulos, con una multitud de fieles y con su santa Madre, les da sus últimas instrucciones con la firmeza de esa autoridad del Dios verdadero, Señor de todas las cosas, de todas las voluntades y de todos los tiempos: instrucciones relativas a la conquista de todo el Universo a partir desde Jerusalén, y al dominio de todos los siglos a contar desde esos momentos.
Los santos Padres, los Expositores sagrados y las almas santas favorecidas con la ciencia del Evangelio por divina revelación, concuerdan con notable acierto en la narración de este gran suceso. Es digno de recibir la preferencia, a lo menos sobre nuestros propios conceptos, lo que la autora de la “Mística Ciudad de Dios”, sobre este punto nos ha dejado escrito:
Como hemos dicho, los sagrados Expositores concuerdan con esta revelación. Francisco Suárez, en su exposición bíblica se expresa así: «Es verosímil que Cristo, acabada la comida, habiendo antes convocado a sus apóstoles y a los otros discípulos (que computa en número de ciento veinte, San Lucas, v. 15 de los Actos), los sacó de Jerusalén por el medio de la ciudad encadenando con su fuerza divina a los judíos estupefactos y atónitos, y condujo a aquellos al monte Olivete, desviándose antes a la vecina Betania, como dice San Lucas en su Evangelio (cap. 24-50) para despedirse de la Magdalena, Marta y Lázaro, y llevarlos también consigo, a fin de hacerlos participantes de la visión y consuelo de su Ascensión, como amigos suyos muy adictos» (En Cornelio Alápide).
¡Qué magnificencia en el fondo y en las circunstancias todas de este gran suceso! ¡Qué dimensiones tan proporcionadas de las partes, digamos así, de la total obra del Verbo hecho carne: tres grandes partes: descender de los cielos, hacerse obediente hasta la muerte y muerte de cruz, y levantar glorioso la cabeza resucitando y elevándose luego a los cielos! ¿Quién es el que asciende sino el que descendió? ¿Quién asciende a lo sumo de los cielos sino el que de lo sumo de ellos descendió? Esto lo han cantado a mañana y tarde diariamente los salmos en la Sinagoga, mil años antes de que sucediese; esto lo canta la Iglesia a mañana y tarde sin cesar hace mil novecientos años después de sucedido. Estas maravillas de infinitas proporciones de inventiva inaudita, no son de hombre, son la obra de sólo Dios.
La víspera de la pasión es en un convite de santidad y caridad, donde Jesús descubre todos los caracteres de su persona divina, instituyendo la Santísima Eucaristía como un legado de todo un Dios hecho hombre: en esa hora, como convenía al que lo ve todo, lo sabe todo, atiende a todo y todo lo puede, habla ya de su resurrección y de su ascensión tanto como de su inminente muerte; es la tarde del gran Jueves de la Santa Semana.
Cuarenta días después, en otro gran Jueves, próximo el medio día, en ese mismo Cenáculo, a la faz de ciento veinte discípulos, con esos mismos apóstoles que en el convite del primer Jueves le acompañaron, se despedirá también con los mismos estupendos e inimitables caracteres de un verdadero Dios, pero no ya con la tristeza del que va a sufrir el suplicio, sino con la majestad y el júbilo del que ha triunfado de la muerte, del que la lleva encadenada y cautiva, del que va a presentarse en el cielo de los cielos para sentar la humanidad redimida, representada por su humanidad redentora, a la misma diestra del Padre, hasta no ver a uno por uno de sus enemigos humillados a sus plantas como tarima de su solio.
En estas glorias de Jesucristo Dios y hombre verdadero, es tanto el esplendor de la verdad, son tantas las correspondencias, las concordancias, las soberanas armonías, que en vano fuera buscar algo semejante en lo que no sea la Religión cristiana y ésta enseñada por Pedro. Quien esas maravillas contempla con el sabor de la verdad y el hambre de la buena voluntad, es imposible que deje de exclamar con el real Profeta: «Fiel es el testimonio del Señor, él da su sabiduría a los humildes o pequeñuelos»… «Los juicios del Señor son verdad; en sí mismos están justificados; son más codiciables que la abundancia de oro y piedras preciosas, más dulces que la miel y el panal».
Con esto el misterio de la Ascensión del Señor no puede menos, una vez meditado, y meditado en el Santo Rosario, bajo los auspicios de la Reina Madre del que es la sabiduría y la caridad, que producir en nosotros la fe y el amor a nuestro Dios, a nuestro Cristo. Si imaginamos, como dice nuestro comentador, cuales hayan sido los coloquios suavísimos y últimos de la Madre de Dios con su Hijo, los santos abrazos de despedida de él con ella y con sus discípulos, y todas las otras efusiones de ese santo cariño que por necesidad de ser breve calla el Evangelio, San Agustín representará con ventaja los pensamientos nuestros: «Señor, ¿por qué nos abandonas y asciendes ya, cuando nos has elegido en esta tierra donde ahora nos dejas? Señor, ¿cuándo volveremos a gustar de esas palabras tuyas más sabrosas que la miel y el panal? O síguenos favoreciendo desde allá a donde asciendes, o no nos dejes ahora que te vas».
Tristeza mucha parece debió ser la de los que así eran dejados de tan gran amigo, hermano y Padre; pero Dios ni despidiéndose así, puede ser causa de tristeza; porque el infinito que abarca todo de un extremo a otro, no puede despedirse sino para más aproximarse, ni puede abandonar así a los que ama, sino para usar con ellos de más íntima acogida. Esa despedida del Señor es sólo para los ojos de la carne, es sólo para los afectos terrenales; porque un momento más, y en el corazón de esos amados suyos, se realizará aquella gran palabra que les dirigía en el colmo y efusión de su afecto: «quien me ama será amado de mi Padre y yo le amaré y me le haré manifiesto. Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos mansión en él» (San Juan, Cap. XIV, 21-23). Por eso el gran Papa San León, dice: «que los dichosos apóstoles y discípulos viendo al Señor ascender a los cielos, no sólo no han quedado afligidos de tristeza sino llenos de un gozo grande».
¡Hermosa Ascensión de Jesucristo, enséñanos a amar lo invisible, a gustar de lo que no es carnal y perecedero, persuadiéndonos a tener hambre y sed de justicia y a ser limpios de corazón. Válganos para conseguirlo la intercesión soberana de esa Madre incompable del que, si ascendió a los cielos glorioso, primero descendió para padecer y morir!
Este misterio de la Ascensión del Nazareno a los cielos, a los cuarenta días de su resurrección, a la vista de la ínclita Reina Madre suya, de los once apóstoles, de las santas mujeres, de los setenta y dos discípulos, y de un resto de testigos hasta completar ciento veinte, en ese gran Jueves cuarenta días después de la resurrección, en pleno día, anunciando el próximo envío de su Paráclito, de su Espíritu Santo, frente a frente del lugar de su suplicio, en el monte Olivete; este misterio, decimos, es sobremanera sorprendente; objeto por lo mismo de grandes profecías que sin cesar se recitaron desde mil años antes en esos prodigiosos salmos de David, en los que está consignado tan palpablemente de un extremo a otro la gloriosa carrera del Cristo: «A summo cœlo egréssio ejus, et occúrsus ejus usque ad summum ejus» (De lo alto del cielo es su salida, y a lo alto del cielo es su retorno).
Profecías insignes precedieron a ese gran día, señalando siglos antes el inaudito suceso; solemnes profecías le precedieron ya en las vísperas de la pasión de ese Rey de los cielos, cuando no se veía en él más que el escándalo de su humillación. Y a la vez grandes confirmaciones del portento estamos viendo desde la hora misma en que sus espectadores, de vuelta de ese monte de la Ascensión, llenos de alegría, que no de tristeza, muestran en su recogimiento, en su asombro, que aquel Crucificado de aciagos días, en verdad, en verdad, había resucitado; y aun algo más: que acababa de consumar su obra subiendo en majestad a los cielos; y aun todavía más: pronto descendería en su Espíritu Santo, no ya visible en su humanidad sino en obras mayores de las que hizo antes de padecer.
Ese admirable Rey de la resurrección y la vida, iba luego a mostrar su omnipotencia con obras de un género supremo, es a saber: la transformación del corazón de sus apóstoles y discípulos, de tímidos, en esforzados; de desertores, en mártires; de rudos razonadores, en grandilocuentes de todos los idiomas; de piadosos ignorantes, en teólogos de todos los misterios de sublimidad que supera a las concepciones de los mayores sabios; por fin, y sodre todo, de hombres de vulgar justicia, en santos consumados en caridad eminente que dá fruto de todas las virtudes.
«¡Todas las naciones aplaudid con vuestras manos, alzad voces de júbilo a nuestro Dios!»… «Asciende el Señor en medio del regocijo», cantaba David en su salmo 46. «Has ascendido a la altura llevando por trofeo cautiva a la misma cautividad», cantaba en su salmo 67. «Grande es el Señor en Sión, grande y excelso», cantaba en su salmo 98.
Y nuestro gran Rey, en la víspera misma de su pasión, como quien ve clarísimo y soberanamente más allá de la tumba una resurrección segura y gloriosa y más allá de esa resurreción el final triunfo de su Ascensión, decía: «Es tiempo de que vuelva a Aquél que me ha enviado», y también decía a sus discípulos esa noche de la última Cena: «No queráis entristeceros»; «si no me fuere no vendrá el Paráclito; mas cuando fuere levantado en alto, os le enviaré».
Por fin, es admirable la majestad con que en el Cenáculo, cuarenta días después de resucitado, a la hora del medio día, ya próximo a partir, comiendo con sus discípulos, con una multitud de fieles y con su santa Madre, les da sus últimas instrucciones con la firmeza de esa autoridad del Dios verdadero, Señor de todas las cosas, de todas las voluntades y de todos los tiempos: instrucciones relativas a la conquista de todo el Universo a partir desde Jerusalén, y al dominio de todos los siglos a contar desde esos momentos.
Los santos Padres, los Expositores sagrados y las almas santas favorecidas con la ciencia del Evangelio por divina revelación, concuerdan con notable acierto en la narración de este gran suceso. Es digno de recibir la preferencia, a lo menos sobre nuestros propios conceptos, lo que la autora de la “Mística Ciudad de Dios”, sobre este punto nos ha dejado escrito:
«Llegó la hora felicísima en que el Unigénito del Eterno Padre, que por la encarnación humana bajó del cielo, había de subir con admirable y propia ascensión para sentarse a la diestra que le tocaba como heredero de sus eternidades, engendrado de su substancia en igualdad y unidad de naturaleza y gloria infinita. Subió tanto, porque descendió primero hasta lo inferior de la tierra, como lo dice el Apóstol (Efesios IV, 9) dejando llenas todas las cosas que de su venida al mundo, de su vida, muerte y redención humana, estaban dichas y escritas, habiendo penetrado como Señor de todo hasta el centro de la tierra, y echado el sello a todos sus misterios con este de su Ascensión, en que dejó prometido el Espíritu Santo, que no viniera si primero no subiera a los cielos el mismo Señor (San Juan XVI, 7) que con el Padre le había de enviar a su nueva Iglesia. Para celebrar este día tan festivo y misterioso eligió Cristo nuestro bien por especiales testigos las ciento y veinte personas, a quien juntó y habló en el Cenáculo, que eran María Santísima, los once Apóstoles, los setenta y dos discípulos, María Magdalena, Marta y Lázaro, hermano de las dos, las otras Marías y algunos fieles, hombres y mujeres, hasta cumplir el número sobredicho de ciento y veinte.
Con esta pequeña grey salió del Cenáculo nuestro divino pastor Jesús, llevándolos a todos delante por las calles de Jerusalén y a su lado la beatísima Madre. Luego los Apóstoles y todos los demás por su orden caminaron hacia Betania, que distaba menos de media legua a la falda del monte Olivete. La compañía de los ángeles y santos que salieron del limbo y purgatorio seguían al Triunfador victorioso con nuevos cánticos de alabanza, aunque de su vista sólo gozaba María Santísima. Estaba ya divulgada por todo Jerusalén y Palestina la resurrección de Jesús Nazareno, aunque la pérfida malicia de los Príncipes de los Sacerdotes procuraba que se asentase el falso testimonio de que los discípulos le habían hurtado (San Mateo XXVIII, 13) pero muchos no lo admitieron ni dieron crédito. Y con todo eso dispuso la divina Providencia que ninguno de los moradores de la ciudad, o incrédulos o dudosos, reparasen en aquella santa procesión que salía del Cenáculo, ni los impidiesen en el camino; porque todos estuvieron justamente inadvertidos, como incapaces de conocer aquel misterio tan maravilloso, no obstante que el capitán y maestro Jesús iba invisible para todos los demás fuera de los ciento y veinte justos que eligió para que le viesen subir a los cielos.
Con esta seguridad que les previno el mismo Señor, caminaron todos hasta subir a lo más alto del monte Olivete; y llegando al lugar determinado se formaron tres coros, uno de los angeles, otro de los santos, y el tercero de los apóstoles y fieles, que se dividieron en dos alas, y Cristo Nuestro Salvador hacía cabeza. Luego la prudentísima Madre se postró a los pies de su Hijo, y le adoró por verdadero Dios y reparador del mundo, con admirable culto y humildad, y le pidió su última bendición. Todos los demás fieles que allí estaban a imitación de su gran Reina hicieron lo mismo. Y con grandes sollozos y suspiros preguntaron al Señor si en aquel tiempo había de restaurar el reino de Israel (Actos I, 6-8). Su Majestad les respondió que aquel secreto era de su Eterno Padre, y no les convenía saberlo, y que por entonces era necesario y conveniente que en recibiendo al Espíritu Santo predicasen en Jerusalén, en Samaría y en todo el mundo los misterios de la redención humana.
Despedido su divina Majestad de aquella santa y feliz congregación de fieles con semblante apacible y majestuoso, juntó las manos, y en su propia virtud se comenzó a levantar del suelo, dejando en él las señales o vestigios de sus sagradas plantas. Y con un suavísimo movimiento se fue encaminando por la región del aire, llevando tras de sí los ojos y el corazón de aquellos hijos primogénitos, que entre suspiros y lágrimas le seguían con el afecto» (Mística Ciudad de Dios, nros. 1509-1512).
Como hemos dicho, los sagrados Expositores concuerdan con esta revelación. Francisco Suárez, en su exposición bíblica se expresa así: «Es verosímil que Cristo, acabada la comida, habiendo antes convocado a sus apóstoles y a los otros discípulos (que computa en número de ciento veinte, San Lucas, v. 15 de los Actos), los sacó de Jerusalén por el medio de la ciudad encadenando con su fuerza divina a los judíos estupefactos y atónitos, y condujo a aquellos al monte Olivete, desviándose antes a la vecina Betania, como dice San Lucas en su Evangelio (cap. 24-50) para despedirse de la Magdalena, Marta y Lázaro, y llevarlos también consigo, a fin de hacerlos participantes de la visión y consuelo de su Ascensión, como amigos suyos muy adictos» (En Cornelio Alápide).
¡Qué magnificencia en el fondo y en las circunstancias todas de este gran suceso! ¡Qué dimensiones tan proporcionadas de las partes, digamos así, de la total obra del Verbo hecho carne: tres grandes partes: descender de los cielos, hacerse obediente hasta la muerte y muerte de cruz, y levantar glorioso la cabeza resucitando y elevándose luego a los cielos! ¿Quién es el que asciende sino el que descendió? ¿Quién asciende a lo sumo de los cielos sino el que de lo sumo de ellos descendió? Esto lo han cantado a mañana y tarde diariamente los salmos en la Sinagoga, mil años antes de que sucediese; esto lo canta la Iglesia a mañana y tarde sin cesar hace mil novecientos años después de sucedido. Estas maravillas de infinitas proporciones de inventiva inaudita, no son de hombre, son la obra de sólo Dios.
La víspera de la pasión es en un convite de santidad y caridad, donde Jesús descubre todos los caracteres de su persona divina, instituyendo la Santísima Eucaristía como un legado de todo un Dios hecho hombre: en esa hora, como convenía al que lo ve todo, lo sabe todo, atiende a todo y todo lo puede, habla ya de su resurrección y de su ascensión tanto como de su inminente muerte; es la tarde del gran Jueves de la Santa Semana.
Cuarenta días después, en otro gran Jueves, próximo el medio día, en ese mismo Cenáculo, a la faz de ciento veinte discípulos, con esos mismos apóstoles que en el convite del primer Jueves le acompañaron, se despedirá también con los mismos estupendos e inimitables caracteres de un verdadero Dios, pero no ya con la tristeza del que va a sufrir el suplicio, sino con la majestad y el júbilo del que ha triunfado de la muerte, del que la lleva encadenada y cautiva, del que va a presentarse en el cielo de los cielos para sentar la humanidad redimida, representada por su humanidad redentora, a la misma diestra del Padre, hasta no ver a uno por uno de sus enemigos humillados a sus plantas como tarima de su solio.
En estas glorias de Jesucristo Dios y hombre verdadero, es tanto el esplendor de la verdad, son tantas las correspondencias, las concordancias, las soberanas armonías, que en vano fuera buscar algo semejante en lo que no sea la Religión cristiana y ésta enseñada por Pedro. Quien esas maravillas contempla con el sabor de la verdad y el hambre de la buena voluntad, es imposible que deje de exclamar con el real Profeta: «Fiel es el testimonio del Señor, él da su sabiduría a los humildes o pequeñuelos»… «Los juicios del Señor son verdad; en sí mismos están justificados; son más codiciables que la abundancia de oro y piedras preciosas, más dulces que la miel y el panal».
Con esto el misterio de la Ascensión del Señor no puede menos, una vez meditado, y meditado en el Santo Rosario, bajo los auspicios de la Reina Madre del que es la sabiduría y la caridad, que producir en nosotros la fe y el amor a nuestro Dios, a nuestro Cristo. Si imaginamos, como dice nuestro comentador, cuales hayan sido los coloquios suavísimos y últimos de la Madre de Dios con su Hijo, los santos abrazos de despedida de él con ella y con sus discípulos, y todas las otras efusiones de ese santo cariño que por necesidad de ser breve calla el Evangelio, San Agustín representará con ventaja los pensamientos nuestros: «Señor, ¿por qué nos abandonas y asciendes ya, cuando nos has elegido en esta tierra donde ahora nos dejas? Señor, ¿cuándo volveremos a gustar de esas palabras tuyas más sabrosas que la miel y el panal? O síguenos favoreciendo desde allá a donde asciendes, o no nos dejes ahora que te vas».
Tristeza mucha parece debió ser la de los que así eran dejados de tan gran amigo, hermano y Padre; pero Dios ni despidiéndose así, puede ser causa de tristeza; porque el infinito que abarca todo de un extremo a otro, no puede despedirse sino para más aproximarse, ni puede abandonar así a los que ama, sino para usar con ellos de más íntima acogida. Esa despedida del Señor es sólo para los ojos de la carne, es sólo para los afectos terrenales; porque un momento más, y en el corazón de esos amados suyos, se realizará aquella gran palabra que les dirigía en el colmo y efusión de su afecto: «quien me ama será amado de mi Padre y yo le amaré y me le haré manifiesto. Si alguno me ama, mi Padre le amará y vendremos a él y haremos mansión en él» (San Juan, Cap. XIV, 21-23). Por eso el gran Papa San León, dice: «que los dichosos apóstoles y discípulos viendo al Señor ascender a los cielos, no sólo no han quedado afligidos de tristeza sino llenos de un gozo grande».
¡Hermosa Ascensión de Jesucristo, enséñanos a amar lo invisible, a gustar de lo que no es carnal y perecedero, persuadiéndonos a tener hambre y sed de justicia y a ser limpios de corazón. Válganos para conseguirlo la intercesión soberana de esa Madre incompable del que, si ascendió a los cielos glorioso, primero descendió para padecer y morir!
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