martes, 22 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA VIGESIMOSEGUNDO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
         
CAPÍTULO XXVI. MARÍA SANTÍSIMA ANTE LA RESURRECCIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
«Reina del cielo, alégrate, ¡aleluya! Porque Aquél que mereciste llevar en tu seno, ¡aleluya! ha resucitado como lo dijo, ¡aleluya!».
  
«Oh Dios, que por la resurrección de tu Hijo Nuestro Señor Jesucristo, te dignaste comunicar la alegría al mundo, suplicárnoste que por su Madre la Virgen María, participemos de los gozos de la vida eterna».
    
Estos son los sentimientos y las insignes alabanzas de la Iglesia Católica para con la Santísima Virgen, el día de la gran fiesta de la Resurrección del Hijo divino de la gran Reina, «y la Iglesia en el fervor de su alegría, dice un sabio y piadoso escritor de este siglo, busca un corazón donde hacerla desatarse y en que alcance su más divina expresión. ¿Y cuál puede ser este corazón, sino el que acaba de excitar tan profundamente la compasión nuestra, y que, por su unión incomparable con el de Jesucristo, debe ser en todo el modelo y el suplemento del nuestro? Reina del cielo, alégrate. Este canto de felicitación a la Reina, surge de todas las bocas como Cristo del sepulcro; ocupando así María en esta solemnidad, como en todas las demás, el primer lugar, después de la gloriosa humanidad de su divino Hijo en el culto de la Iglesia» (Juan Santiago Augsto Nicolás, La Virgen María y el plan divino, parte III).
  
Sí; tanto como se le dio de dolor, dásele hoy de gozo, de regocijo, de júbilo a la excelsa Madre; inmenso ha sido su dolor, como un mar de amargura; inmenso tiene de ser y es hoy su júbilo como un mar de delicias. Más aún: En el dolor es nuestra dulce Madre, la imitación, la aplicación, el fruto, el aprovechamiento más acabado de la obra prodigiosa del Redentor; en el gozo la sin par María tiene de ser y es la imitación, la aplicación, el fruto, el aprovechamiento más acabado de la obra prodigiosa del Triunfador y Glorificador. Aún más: nuestra dulce Madre es el modelo más accesible a nuestra imitación para buscar esos goces de arriba, para gustar esas delicias del cielo a que nos convida la resurrección del Verbo humanado, por boca del apóstol: «quæ sursum sunt quǽrite, quæ sursum sunt sápite; non quæ super terram, si consurrexístis cum Christo» (Si habéis resucitado con Cristo, buscad lo que está en lo alto, gustad lo que está arriba, no lo de la tierra).
   
Los protestantes han empeñádose en desconocer esta grandeza suprema de nuestra Madre y Madre de Dios, en el gran ministerio que como a Madre de Dios y Madre nuestra le corresponde en la resurrección de su Hijo. Quieren leer en la letra del Evangelio eso que debían leer en su espíritu. ¿María no desempeñó en la resurrección de su Jesús ni aun el ministerio de Tomás, del incrédulo Tomás?
   
Lejos de nosotros semejante absurdo. Excelente como fue el ministerio de Ella en el Calvario, lo es en la Resurrección, más que el de Juan, más que el de Magdalena. Si a esta dichosísima pecadora ha cabídole en suerte oir en esa mañana, ya salido el sol, esa palabra «¡María!» que la hace exclamar «¡Maestro mío!», ¿nó está puesto en la gran razón de obrar del Verbo, aparecerse a su «Única» en el momento mismo de su resurrección y decirle en su gozo esa palabra que en su dolor y por no afligirla se abstuvo de decirle: «¡Madre!»? ¿Y a esta palabra no es debido y convenientísimo que Ella respondiese: «¡Hijo mío!»?
  
Eso es de buen sentido forzoso. En la letra de la Biblia no está lo que el buen sentido hallará luego en su espíritu. La aparición de Jesucristo a su excelsa Madre antes que a las santas mujeres y a los apóstoles, es de calidad única tan excelente, como correspondía a la Reina del dolor, a la Reina de la fe, a la Reina, a la Madre de la santa esperanza, a la Reina de la más perfecta y ordenada caridad que abrigarse pudieron en corazón criado, después del Corazón de Jesucristo.
   
«¡Bienaventurados los que no vieron y creyeron!», se dirá a Tomás tan tardo en creer. ¿De aquí inferiremos que a título del mucho mérito en creer de nuestra excelsa Reina, se le negó el gozo de ver al Resucitado con la más excelente y la más temprana de sus apariciones? Absurdo fuera esto, porque también podemos decir: bienaventurados los que no hubieron necesidad de ver para creer y que por eso merecieron ver y vieron, antes que los tardos en creer.
     
Nuestro sabio y piadoso apologista Augusto Nicolás, parece como que incurrió por exceso de piedad en ese desvío del buen sentido, a juzgar por lo que de él entiende otro también piadoso escritor (D. Vicente de la Fuente, Vida de la Virgen María). Deploramos que sea así, cuando pudo aquél haberse limitado a afirmar que la aparición de nuestro Jesús resucitado a su excelsa Madre, fue de un género y calidad suprema, pero real y formal, como convenía a esa dolorosísim a Virgen, a esa Mujer fuerte como ninguna, pero también tierna como ninguna y digna como ninguna de un consuelo, de un gozo supremo que la curase de la pena que la tenía traspasada, «porque estaba ya en grande necesidad que la pena la tenía tan traspasada, que aun no tornaba luego en sí para gozar de aquel gozo», como afirma Santa Teresa haberle revelado el divino Hijo de la gran Señora (Vida de Santa Teresa de Jesús, Apéndice de Fray Luis de León, 9).
   
La tradición santa de la Iglesia primero que todo, el buen sentido teológico, diremos así, y las revelaciones hechas por el Dador de perfectos dones a las almas santas sus escogidas, concuerdan admirablemente en afirmar que Jesucristo resucitado se apareció y se apareció primero que a ninguno a su excelsa Madre. Nuestro comentador Alápide resume cuanto puede decirse a este respecto: «Primero se apareció a su Madre, la Virgen Madre de Dios, como enseñan San Ambrosio, San Anselmo, Ruperto de Deutz y San Buenaventura. Y es este el común sentir de los Doctores y de los fieles, que se persuade por razón del dolor precedente de la pasión y muerte de su Unigénito; y también por los méritos y la dignidad de tan gran Madre; y así mismo por el amor y la piedad de tan grande Hijo para con tal Madre» (Commentárium in Matthǽum V, 10 letra H).
   
Las felicitaciones a nuestra Consolada Reina, por la resurrección de su Hijo aparecido a Ella primero que a todos, se ha complacido el cielo en reproducirlas de muchas y solemnes maneras. Nos es grato ceder la palabra en es e pasaje al piadoso y sabio apologista citado: «Por lo demás, dice, si creemos una tradición que tiene a su favor el testimonio de uno de los más ilustres historiadores de Italia, Carlos Sigonio, la Iglesia celeste trajo a la Iglesia de la tierra la antífona “Regína cœli”, por boca de un ángel que, desde lo alto de los aires, la cantó el día de Pascua en una procesión en que San Gregorio Magno, con todo su pueblo, acababa de obtener que cesara una peste por la intercesión de María (De Regno Itáliæ, I). Sin violentar la significación de este prodigio, ¿no será permitido reconocer en aquel ángel, atendida la semejanza de las palabras “Resurréxit sicut dixit”, al ángel de la resurrección, al ángel mismo que descendió del cielo, volcó la losa del sepulcro, y, sentándose encima, fue en la tierra el primer testigo de esta resurrección con la cual María es eternamente venturosa en el cielo? Así, la celebración del gozo de María en la festividad de la Resurrección, tendría su origen litúrgico en la celestial intervención del mismo ángel, que es, en el Evangelio, el oráculo de aquel gran misterio para con las mujeres afligidas que no creían en él».
  
Es decir, que así como el ángel de la Encarnación se congratulaba en otros días con la Reina que de ahí a un instante concebiría en su seno dichoso al Verbo de Dios, así en el momento de la resurrección de Cristo ya aparecido o por aparecerse a la que en otro tiempo le dio el ser humano, la diría: «Alégrate, Reina del cielo, porque Aquél que mereciste llevar en tu seno ha resucitado como lo dijo».
   
Gloria soberana es para nuestra Madre y Reina esa correspondencia que, según San Pablo y los sabios comentadores, «existe entre el seno virginal donde el Hijo ele Dios tomó la vida humana, y el sepulcro nuevo, en que la recobró, mediante aquella misma virtud del Altísimo que lo engendra de toda eternidad, le hizo nacer en el tiempo y le resucitó en la gloria; triple operación a la cual aplica San Pablo igualmente estas proféticas palabras: Ego hódie génui te. Correspondencia que redunda enteramente en honor de María, porque si la gloria de la resurrección del Hijo de Dios ilumina perpétuamente la piedra insensible ele su sepulcro, en cumplimiento de la profecía: Su sepulcro será glorioso, ¡cuánto no iluminará a María, que cooperó a ella tan heroicamente!» (Juan Santiago Augsto Nicolás, La Virgen María y el plan divino, parte III).
  
Es gloria, y con mayoría de razón para la Madre de Dios, lo que del Santo Sepulcro canta la Iglesia:
«Canta regocijada, oh alma mía, los portentos del sepulcro glorioso, de donde salió Cristo como del vientre de su casta Madre, según lo prometiera el fiel oráculo de los Profetas.
  
Descansó primero en las entrañas inmaculadas de la Virgen Madre; después en un sepulcro nuevo cavado en roca; de este y de aquellas salió glorioso, ya hombre, ya niño.
  
Tardío a la universal esperanza, le da a la luz la Virgen en cuerpo mortal; restitúyele inmortal el sepulcro, anticipándose a la esperanza ele todos; aquella le envuelve en pañales, este en un sudario».
Detengámonos, pues, a contemplar ese gozo inefa ble de la Madre Santísima del Cristo resucitado.
   
«¡Madre!», le diría el Hijo en la efusión de todo un triunfador que viene ele vencer en el mayor de los combates que se viera ni se verá, y entre esplendores de una luz toda amor, alegría y santidad.
   
«¡Hijo mío!», contestaría la Señora: «¡alabemos al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia!».
  
Ante la grandeza, la gloria y la santidad de esa alegría, no nos queda sino contestar como los israelitas por favores grandiosos pero menores que este.
   
«Alabemos al Señor, porque es bueno; porque durará por todos los siglos esa su misericordia». La grandeza del gozo de la Reina excelsa, no nos es dado abarcarla; pero en cambio podemos sustituir al gozo el provecho: «Reina del cielo, alégrete. Tu Hijo ha resucitado como lo dijo». «Ruega por nosotros a Dios, oh Señora». Ruega por nosotros, para que resucitemos del pecado y entendamos mejor y amemos más las cosas del cielo. Ruega por nosotros para que nuestro amor, que sabe compadecerse de la Pasión del Nazareno, sepa y guste el mérito mayor de interesarse en la gloria del Resucitado, porque a entender y a gustar de ese gozo noble, nos indispone mucho a los pecadores el gusto de los goces terrenos.
  
Alcánzanos, por eso, oh Reina del dolor y de los goces celestes, mucho amor al padecer y a la mortificación, al ayuno y al duelo, y que nuestro corazón abandone todo gusto de los bienes terrenos.
   
La incomparable Reina del cielo, con la aparición que su Hijo y Dios le hizo a Ella la primera en el instante de su resurrección, conoció y participó de la obra del Omnipotente con soberana excelencia sobte toda criatura, «y en el mismo instante —dice nuestra María de Ágreda— que el alma santísima de Cristo entró en su cuerpo y le dio vida, correspondió en el de la purísima Madre la comunicación del gozo que estaba detenido en su alma santísima y como represado en ella aguardando la resurrección de su Hijo santísimo. Y fue tan excelente este beneficio, que la dejó toda transformada de la pena en gozo, de la tristeza en alegría, y de dolor en inefable júbilo y descanso»… «Celebremos este día con admiración de alabanza, con parabienes, con amor y humildes gracias, de lo que nos mereció y Ella gozó y fue ensalzada»… «Tuvo dulcísimos coloquios con el mismo Hijo sobre los altísimos misterios de su pasión y de su gloria»… «Todo cuanto pudo recibir una pura criatura, todo se lo dio a María purísima abundantemente en esta ocasión, porque, a nuestro modo de entender, quiso la equidad divina recompensar el como agravio (dígolo así, porque no me puedo explicar mejor) que había recibido una criatura tan pura y sin mácula de pecado, padeciendo los dolores y tormentos de la pasión que, como arriba he dicho, muchas veces eran los mismos que padeció Cristo nuestro Salvador; y en este misterio correspondió el gozo y favor a las penas que la divina Madre había padecido» (Mística Ciudad de Dios, nros. 1469, 1471, 1472).
   
Nada mejor pudiéramos decirte en este día, Señora y abogada nuestra, que lo que 1a Santa Iglesia toma en tu honor el día de la fiesta de tu Santo Rosario, del libro santo de los Proverbios: «Dichoso el hombre que me escucha y que vela continuamente a las puertas de mi casa. El que me encontrare, encontrará la vida y alcanzará del Señor la salvación».
   
Dichoso el que recuerda, ínclita Reina, tus gozos y dolores, tus pruebas y tus triunfos, en la recitación de tu Santísimo Rosario.

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