sábado, 26 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA VIGESIMOSEXTO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
         
CAPÍTULO XXX. LA MADRE DE DIOS EN LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO SOBRE LOS APÓSTOLES
¡Reina del cielo, alégrate, hoy el prometido Espíritu del Señor llena toda la tierra.

Tu reinado, el reinado de tu Hijo por medio de ti, oh Santísima Virgen, ha comenzado ya. Lo que tu Hijo tendría de hacer, mas no podría hacerlo visiblemente al fundar su Iglesia, ya desde los días de Pentecostés, lo haces tú como una reina madre en la ausencia de su hijo, o como reina viuda, fiel a su real esposo. El Espíritu de Dios es enviado al mundo, pero no sin contar con tu cooperación; así como mediante ella fue enviado a encarnar en tu seno el Unigénito.
   
Al Evangelio basta una palabra para darnos a entender cuál era la importancia de ese ministerio, de ese reinado de la Virgen .Santa en esos momentos solemnes que siguieron a la Ascensión; elevado ya a los cielos el Nazareno, congregados los apóstoles, los demás discípulos y las santas mujeres en el Cenáculo, y próximo el Paráclito a descender sobre todos, la Inmaculada preside la dichosísima congregación; para caracterizar el valor sublime de esa gran Iglesia, al Evangelio, decimos, basta una palabra: «Todos perseveraban unánimes en la oración… con María, Madre de Jesús».

Esto quiere decir, a semejanza de lo que se afirmó del Verbo divino, «sin el cual nada se hizo», que sin María, nada se hizo. María preside a la Iglesia en el Cenáculo en su fundación, y esa presidencia todo lo explica. María en su humildad ocupa el lugar último en la narración de ese gran hecho, y ésto nada menos nos hace ver que ocupa el primero. San Bernardo lo observa desde luego con su dichosa elocuencia filial: «Humillándose María tanto más cuanto era mayor, no sólo entre todos sino en todo, con razón ha quedado colocada como primera, pues siéndolo tomaba para sí el lugar último».

Colocada así nuestra Reina, su verdadero ministerio es mayor de lo que parece, y como nota un gran sabio y piadoso cristiano de nuestro siglo: «María intervino y obró allá (en el Cenáculo) ejerciendo el mismo ministerio, la misma acción, que tendrá siempre en la Iglesia y que irá manifestándose más y más cada vez: en la obra de nuestra salvación, dice Guéranger, reconocemos tres intervenciones de María, tres circunstancias en que es llamada a unir su acción a la del mismo Dios. La primera en la encarnación del Verbo, que no viene á tomar carne en su casto seno, sino después que Ella ha dado su consentimiento con aquél solemne fiat que salva al mundo; la segunda, en el sacrificio realizado por Jesucristo en el Calvario, donde Ella asiste para participar de la ofrenda expiatoria; la tercera, en fin, el día de Pentecostés, en que recibe al Espíritu Santo, al mismo tiempo que los apóstoles, para poder emplearse eficazmente en el establecimiento de la Iglesia que se desarrolla bajo sus auspicios» (Juan Santiago Augsto Nicolás, La Virgen María y el plan divino, parte III).

Es necesario no dejarlo de ver, no desconocerlo, proclamarlo muy alto, porque es la verdad, verdad sólida, profunda, hermosísima, tan hermosa como un cielo, como un cielo único (non hujus creatiónis), grande como ninguno después del cielo de los cielos Jesucristo, y esta verdad es, que el silencio y el laconismo del Evangelio, después que se contenta con decir «con María, Madre de Jesús» tratándose de la gran inauguración, sea de los milagros de Jesucristo, sea de los milagros del Espíritu Santo, es silencio y laconismo de intención, divinamente pensado y calculado. El poco hablarse, el poquísimo hablarse de “la Madre de Jesús” en las bodas de Caná y en la Pentecostés, entraña todo un mundo de elocuencia, es todo un Evangelio, el Evangelio de María, de María Madre de Jesús, y por ende, Madre de Dios. Quien quiera deducir del número de palabras y no de su peso, a lo protestante, la importancia bíblica, evangélica, de una intención del Espíritu Santo, yerra diametralmente, yerra infinitamente. La importancia de la mención de María como Madre de Jesús, en Caná y en la Pentecostés, no es menor que la de un Evangelio, es tanta como la de ser Madre de Dios, en comparación de lo cual, después de Dios y de la humanidad de su Hijo, queda inferior todo cuanto puede haber de grande e importante.
  
Así, pues, el ministerio de María en el Cenáculo al descender el Espíritu Santo, a fundar y vivificar su Iglesia, es tan real y grande, como al descender a su vientre inmaculado el Verbo divino a encarnarse. Aquel fiat de Nazaret para la Encarnación, tiene intima correspondencia con otro fiat que ha hecho descender al Santificador: «La cooperación de Nuestra Virgen con el Espíritu Santo en la Encarnación del Hijo de Dios, dice el gran sabio que hemos citado, reclama igual cooperación en el Cenáculo de Jerusalén para la manifestación de tan elevado misterio. En Nazaret presta a Dios su casto seno, y en él obra el Espíritu Santo la Encarnación del Verbo: en Jerusalén proporciona a la Iglesia el testimonio de este misterio, y el Espíritu obra sobre la inteligencia de los apóstoles para que lo entiendan. En Nazaret el Espíritu Santo desciende sobre Ella, y por su testimonio conviértese en Madre de nuestra fe». «Tu voz, oh María, exclama un antiguo intérprete (esa misma voz que, en la Visitación, llenó a Isabel del Espíritu Santo y del conocimiento de la maternidad divina), ha sido la voz del Espíritu hablando a los apóstoles, de suerte que cuantos misterios necesitaban complemento, confirmación o testimonio, les han sido aclarados, desarrollados y confirmados por tu boca sacratísima como fiel intérprete de este Espíritu de Verdad».

Maestra nuestra, diremos a tan esclarecida Señora, ¿qué te falta para que seas la dichosísima, la más semejante a nuestro Jesús y a nuestro Paráclito? Esa tu advocación de Reina de los apóstoles, es la de nuestra Preceptora, Instructora, Maestra y Reveladora, y una vez más se ilustra que hay razón en saludarte como Destructora y Vencedora de todas las herejías.
  
Mas el Espíritu Santo, nuestro amadísimo Consolador ha traídonos no sólo la verdad sino la caridad, difundiendo esa en las mentes, ésta en los corazones, y ¿quién coopera tanto como tú en esa difusión de la Verdad y de la Caridad, oh Maestra de toda verdad y ejemplar de toda caridad?
  
Esa verdad santa, de la que se dijo (Sabid. cap. VII vers. 22) que es espíritu de inteligencia, único, múltiple, limpio, sin mancha, suave, penetrante, sutil, que todo lo ve, ¿en qué grado no la recibiría nuestra Reina para comunicarla después a sus hijos? Y esa caridad santa de la que se dijo (I Corintios, cap. XIII) que era sufrida, que era benigna, sin emulación; que no obra precipitada ni temerariamente, ni se ensoberbece; que no se irrita ni piensa mal, ni se goza en lo malo y se congratula de toda verdad; que cree todo lo bueno y todo lo espera y lo soporta, ¿en qué grado no se daría a la Inmaculada Madre del Nazareno por el celeste Esposo de Ella, dador de todos los dones, para hacer de ellos partícipes a sus apóstoles?
  
Ninguno, pues, como la Madre de la Verdad y del Amor hermoso, recibió para sí y para nosotros tantos dones en la Pentecostés; ninguno cooperó tanto como nuestra Madre; cuanto nosotros podríamos decir en aspiración de esos dones magníficos, para merecerlos y recibirlos, o en agradecimiento de ellos después de recibidos, lo elijo y de una manera que a toda criatura excede infinitamente: «Ven, Espíritu Criador, visita nuestras almas, llena con tu celeste gracia estos corazones que tu criaste. Haz brillar la luz a nuestros sentidos, infunde el amor en nuestros pechos y conforta nuestra flaqueza con la virtud de tu fortaleza. Vuélvenos la alegría de tu Salvador y confírmanos con tu Espíritu Santo».

Esas voces de alabanza y de buena nueva con que los dichosos moradores de Sión, hijos de María, se expresan en todos los idiomas y muestran y derraman en otros los dones recibidos de lo alto, son la efusión de esa plenitud, así como lo fue cuando la Santa Virgen prorrumpió en otro tiempo en su inmortal «Magníficat». Ahora ese “Magníficat” se renueva; ¡qué gozo el de nuestra Reina! ¡Qué agradecimiento! ¡Qué embeleso en semejantes triunfos del Padre Omnipotente, del dulcísimo Unigénito, del Consolador Espíritu eterno de Caridad! «Glorificad al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia», canta la Reina, arrasados en lágrimas los ojos, que vuelve con grande misericordia a todos esos convertidos, no menos que a sus conversores, a ese Pedro, a ese Juan, a esos dos Santiagos, a ese Felipe, a ese Bartolomé, a esos Persas, Medos y Elamitas, Asirios y Griegos, Egipcios, Libios y Romanos, tanto judíos como prosélitos, cretenses o árabes, primicias abundantes y variadas de la nueva grande Iglesia.
    
«Haced todo lo que os ordenare», dijo la Santa Madre de Dios en las bodas de Caná a los que no tenían vino, refiriéndose a su Hijo. «Hablad lo que os inspirare», dirá hoy la Inmaculada Reina a los apóstoles, refiriéndose al Espíritu Santo. Pedro levantará su voz, «voz del Señor sobre muchas aguas», después que el Señor ha tronado en lo alto, y el nombre de Jesús el Nazareno, el nombre de Jesucristo, es proclamado con valentía por aquel tímido apóstol que a la voz de otra mujer había negado cobardemente a su Dios y Señor; el atentado sacrilego de los matadores del Santo Hijo de la misericordiosa Madre, es reprochado por San Pedro con reconvención fraterna y tiernísima de perdón; y la salvación de tantos verdugos, se obra en esos dichosos momentos. La hora de los triunfos ha llegado, y el asombro de prodigios mayores que de muertos resucitados, de soles obscurecidos y de lunas enrojecidas como de sangre, el asombro de prodigios de arrogantes judíos, fariseos y publícanos derramando lágrimas, anuncia que al fin hay algo muy grande y del todo divino en esa Cruz desde la cual como en un trono se propuso reinar Cristo.

Pensad, hermanos nuestros, los que amáis con nosotros a la dulce Madre de Jesucristo, qué sentiría la Señora ante esas palabras del Jefe de la Iglesia. No podéis pensar sino que son dictadas al apóstol por la intercesión de esa Esposa del Espíritu divino. Así como en Caná, cuando sucede el prodigio del agua convertida en vino, la Señora a quien se debe, calla humildemente, así ahora la Reina se oculta de suerte que toda la gloria de tan insignes conversiones sea para Pedro, y sobre todo, para Dios: «non nobis Dómine, non nobis, sed nómini tuo da glóriam».
  
«Haced penitencia», responde el Príncipe de los. apóstoles a los nuevos conquistados del gran Rey, y la Reina inspirará en sus corazones ese dolor que una vez sentido cautiva de amor para siempre, arranca lágrimas de ternura y hace hoy saltar de regocijo los huesos antes quebrantados por el tedio de la incredulidad y del crimen. La Misericordiosa unirá a los recuerdos de David penitente, las emociones de actualidad, viendo una vez más en María, la pecadora María Magdalena, las lágrimas de otros días, lágrimas que fueron el encanto de la Inmaculada como lo fueron de su inmaculado Hijo.

Por fin, en ese gran día para siempre memorable de Pentecostés, se inauguraba ese registro numerosísimo, incontable de conversiones, de lágrimas, de rendimientos de corazones quebrantados, a la vez que por el dolor dichosísimo de la penitencia, por el amor ternísimo y agradecidísimo del que es perdonado.
  
La Reina de la Misericordia inauguraba allí su imperio; la Humilde, la Magnánima, la Clemente, podía recibir ya las deprecaciones de todos aquellos, como las iba a recibir sin interrupción de allí para lo sucesivo en todos los días, en todas las horas de un porvenir que aún dura y que no acabará sino con los siglos. Ea, Señora, abogada nuestra, ruega por nosotros para alcanzar el perdón de Jesús, de ese fruto bendito de tu vientre.
  
Allí en ese día y en ese Cenáculo, estábamos presentes a tus ojos, oh Santísima Virgen, todos los hijos de tu dolor. Haz que la meditación de tan dulces acontecimientos nos arranque, al fin, de todo trato con el espíritu del mal, de toda mala inclinación, de todo gusto depravado y nos afirme en el propósito de ser todos de María para Jesucristo, que con el Padre y el Espíritu Santo sean hoy y para siempre jamás, nuestro amor y nuestro gozo. Amén.

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