lunes, 14 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA DECIMOCUARTO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
         
CAPÍTULO XVIII. MARÍA SANTÍSIMA ANTE LA FLAGELACIÓN DE SU HIJO DIVINO.Los gemidos de nuestra Madre, ¡cómo olvidarlos! Y el tremendo sufrir de la Reina de ternura al ver y al escuchar el horror y el chasquido de los crueles azotes, ¡cómo no recordarlo sin cesar!

¡Ea, Señora: dadnos, el prestaros la atención y la ternura de que sois tan digna!
  
Dice la Venerable María de Agreda en su revelación: «La multitud del pueblo que seguía a Jesús Nazareno nuestro Salvador, tenía ocupados los zaguanes de la casa de Pilatos hasta las calles; porque todos esperaban el fin de aquella novedad, discurriendo y hablando con un tumulto confusísimo, según el juicio que cada uno concebía. Entre toda esta confusión la Madre Virgen padeció incomparables denuestos y tribulaciones de los oprobios y blasfemias que los judíos y otros gentiles decían contra su Hijo santísimo. Y cuando le llevaban al lugar de los azotes, se retiró la prudentísima Señora a un rincón del zaguán con las Marías y San Juan, que la asistían y acompañaban en su dolor. Retirada en aquel puesto vio por visión clarísima todos los azotes y tormentos que padeció nuestro Salvador. Y aunque no los vio con los ojos del cuerpo, nada le fue oculto, más que si estuviera mirándole muy de cerca. No puede caer en humano pensamiento cuáles y cuántos fueron los dolores y aflicciones que en esta ocasión padeció la gran Reina y Señora de los Ángeles, y se conocerán con otros misterios ocultos en la Divinidad cuando allí se manifiesten a todos para gloria del Hijo y de la Madre» (Mística Ciudad de Dios, libro VI, cap. XX, núm. 1.341).

La no menos inspirada Santa Brígida dice también en su respetabilísima revelación y lo tomamos de nuestro sabio comentador el padre Cornelio Alápide que la Santísima Virgen asistió a la flagelación de Jesucristo y que su dolor y angustia aumentaron en gran manera el dolor de ese nuestro divino Cordero. Oigamos, mediante lo dicho a Santa Brígida, las palabras mismas de la Madre de Dios:  «Conducido a la columna, personalmente se despojó de sus vestidos. Personalmente aplicó sus manos a la columna, las que los enemigos sin misericordia le ataron. Así ligado, no tenía en su cuerpo abrigo alguno, sino que, como nació, así quedó ahora, de pie sufriendo la vergüenza de su desnudez. Pero sus enemigos se levantaron acometiéndole en tanto que sus amigos huían, y ellos acudían de todas partes y azotaban su cuerpo limpio de toda mancha y pecado. Al primer golpe, yo que estaba presente muy de cerca, caí como muerta, mas recobrando el espíritu, vi su cuerpo azotado y flagelado hasta las costillas, de suerte que éstas se le veían. Y lo más amargo era, que al retirar los instrumentos de azotar quedaban con éstos surcadas las carnes. Mi Hijo todo bañado en Sangre, todo despedazado, quedó en pie; pero no se veía en él lugar sano que hubiese quedado sin ser lacerado de les azotes» (Revelaciones, libro I, cap. 10).

¡Qué lenguaje el de nuestra Señora, de la Virgen Madre y Madre de Dios, el de la Reina de la ternura, y de la pureza! Le duele en extremo el ver a su Dios, Rey e Hijo suyo, «acercarse con tal mansedumbre al sacrificio»; esto recuerda al vivo la palabra profética de Isaías: «enmudecerá como oveja delante del que la trasquila»; rasgo admirable y que tan bien se asocia a la ternura con que se expresa la Madre del Cordero: «se despojó él mismo de sus vestidos». Igualmente ese otro rasgo del mismo Isaías que tan bien corresponde á otra ternura de la blanda Madre: «personalmente aplicó sus manos a la columna, las que los enemigos sin misericordia le ataron».
  
¡Cómo había de haber dejado la Providencia divina esas grandezas, esas bellezas, esas maravillas de amor santo de la pasión del humanado Verbo, sin integrarlas, sin concertarlas, sin hacerlas aún más comprensibles y amables con las de la pasión, o dígase compasión de la ínclita María! ¡Qué Señora la nuestra, qué Reina la nuestra, qué Madre la nuestra, cómo nos la hace admirable nuestro buen Jesús, nuestro buen Dios, y cómo Ella a su vez nos hace más comprensible, más admirable y amable a ese su altísimo Hijo! ¡Oh Fe Santa! ¿qué más pedimos de ti? ¿Podía nuestro Dios darnos más? ¿No estamos en el caso de repetir lo que San Francisco Javier: «basta Señor, basta», porque con eso nos harás morir de ternura, de dulzura, de admiración? 

Aplicados a nuestra Reina, de esa manera altísima, todos los suplicios de su divino Hijo, la obra y el fruto de su pasión se reproducían en la Señora como en lo mejor de sus imitaciones y de sus aplicaciones, de sus aplicaciones, oíganlo y entiéndanlo bien los tardos protestantes: «Si compátimur, et glorificábimur», en lo que se hacen más y más creíbles los testimonios de la verdad y de la sabiduría del verdadero Dios, del verdadero Dios del Evangelio, que es sólo el de los católicos romanos.
  
A los ojos de la simple naturaleza es como un escándalo el dolor; parece como indebido, como disonante y como que desentonase en el orden de lo bello y de lo bueno; sobre todo, el dolor de sangre y vilipendio padecidos en sí propia o presenciados por la mujer, parece como que para la mujer es eso una profanación de su delicadeza y de su inocencia. Por eso la mujer pagana que asiste a los espectáculos de los gladiadores y al de los mártires cristianos, es tan repugnante. Gran verdad es esa, y a ella parece referirse el concepto de nuestro Señor Jesucristo cuando decía a sus apóstoles: «Todos vosotros padeceréis escándalo dentro de poco por mi causa». Tal escándalo, tal repugnancia, y más cuando la víctima del dolor es mujer, proviene de la pérdida de aquel sentido moral elevado, con que el dolor y el tormento de sangre ó vilipendio, recobran, a nuestros ojos ilustrados, su razón altísima de ser: o el martirio, el hermoso martirio, la virtud sublime, o el pecado y su pena como penitencia o como vindicta.
  
El sacrificio o el tormento no carecen, pues, nunca de razón de ser. Desde que el mundo ha sido cristiano la gran belleza de la mujer en suplicio de martirio es ya percibida y estimada por mucho que duela a los que contemplamos el dolor. Ese llanto de angustiosa y santa audacia con que Judit degüella al impío Holofernes, esa constancia soberana, que tanto como admira duele, con que la Madre de los Macabeos va aprontando hijo por hijo al tirano Antíoco para que los atormente y los mate; y después de esos tiempos judáicos y ya en los de mansedumbre cristiana, ¡qué sublimidad la de esas Felícitas y Perpétuas ante los leopardos en el Circo, y esas otras Felícitas y Sinforosa que con tanta alegría exhortan a sus hijos, también siete como los Macabeos, como maestras y caudillos de tan inauditas lecciones y combates!
 
Pero esta Reina de los mártires los excede en la hermosura de su dolor y en el mérito y gloria de los suplicios que Ella santifica y ennoblece para siempre, como la luz del firmamento a las luces terrestres, como la excelencia de las dotes de su alma, a las almas de los otros humanos. Esa inocencia incomparable, esa inocencia de «la llena de gracia», de «la concebida sin pecado», de «la Inmaculada Concepción», de «la Virgen Madre» y «Madre de Dios»; esa inocencia incomparable ¡constituida en martirio, constituida en suplicio y suplicio de azotes y… quita allá, lector, que no los reciba materialmente, porque, más es, ver Ella que su Hijo los recibe!
  
¡Esa inocencia incomparable sufriendo el suplicio de los azotes, es visión dolorosísima, de lágrimas, como canta la Santa Iglesia; el alma se representa algo tan grande que excede a la grandeza natural, que pasma, que aturde, como aturde y pasma la grandeza de los mares!… ¡Pero también reconoce que eso es belleza prodigiosa, virtud luminosísima de magnificencia esplendorosa, de gloria soberana!

Al ver a nuestra Reina inocentísima azotada cruelmente en su adorable Hijo, cruza por la mente algo como un quejido de compasión profunda, o ya en que la Virgen se apropia la palabra de la Madianita a Moisés: «Esposo de sangre eres tú», o ya en que el anciano Simeón había predicho tan sangriento sufrir del Cordero de Dios: «la espada que a El le hiera te traspasará el alma».

No sin mucha razón es aplicable a nuestra Corredentora la profecía misma en que Isaías exhala gemidos y pesares ante, el maltratamiento con que Jesús es convertido en «Varón de dolores» por su pueblo: «¡Pero, Señor, quién ha creído a nuestro anuncio, o a quién ha sido revelado ese Mesías, brazo mismo de Dios!… ¡El desprecio, y el último de los hombres, varón de dolores, que sabe lo que es padecer, y que esconde afrentado su rostro… Mas en verdad que él ha tomado sobre sí nuestras miserias y aceptado nuestros dolores… La enseñanza del sufrimiento por nuestro bien ha tomado a su cargo, y con sus cardenales hemos sido curados».
  
Esto en gran manera cuadra a la Madre de nuestro Mesías: «¡Pero, Señor! diremos a semejanza del Profeta, ¿quién ha creído que esa Madre de Jesús Hijo del Altísimo, es tan grande y la “llena de gracia”? ¿A quién ha sido revelado que es Ella la verdadera Madre del Omnipotente, del Dios de los Ejércitos, del Dios de toda majestad y gloria?… ¿Es Ella la Reina?… No; no es ya la Bendita entre todas las mujeres, sino la última entre todas ellas, porque… ¡mirad! qué poco importa a esos verdugos saberlo, cuando así azotan al Mesías a la vista de la Santísima Señora… Varón de dolores es Él; Ella será desde hoy la Madre de los dolores; Ella sabrá reclamar mejor, “ya no me llaméis Noémi, que quiere decir la hermosa, llamadme más bien Mara que quiere decir la llena de amargura”… Mirad, cómo mientras su Hijo esconde su rostro a la vergüenza ante la turba de los crueles que le ven ser azotado, Ella se oculta en un ángulo del Pórtico del Pretorio para desfallecer allí de martirio, y es ninguna la atención que despierta en los espectadores… Mas en verdad que, como su Hijo, Ella ha tomado sobre sí nuestras miserias y aceptado nuestros dolores como libre y misericordiosísima Corredentora… También, lo mismo que su Hijo, es nuestro bien lo que Ella nos propone en ese elocuente sacrificio en que nos enseña todas las virtudes, y también a Ella debemos después que a su Hijo, nuestra sanidad; tanto valdría decir que con sus cardenales (de Ella) hemos sido curados, como el Profeta ha dicho del Cordero de Dios».
  
«Mi amado es todo blanco y sonrosado y todo en él es atractivo de amor. Todo su aspecto respira amor y provoca, a amarle y más amarle, esa cabeza inclinada, esas manos extendidas, ese costado traspasado del hierro». Así canta la Santa Iglesia, poniéndola en tus labios, la alabanza del amor de tu Hijo. Así cumple a nosotros que cantemos de ti, ¡oh Señora amada nuestra! Eres cándida como lirio de inocencia, y nácar como encendida rosa de caridad; toda tú eres hermosa y no hay en ti mancha alguna; a más bien, Señora, puedes decirnos: «soy hermosa, toda hermosa; mas ahora me veis obscurecida, el rigor del sol ha descolorido mi semblante, los hijos de mi Madre han combatídome». Todo tu aspecto respira amor, sí, amor a tu Dios y a tus hermanos, amor hasta la muerte, hasta lo sumo del sacrificio y provoca a amarte esa resignación santísima de tu anublada modestísima frente, esas manos decorosísimas que aprietas junto a tu Corazón, y ese Corazón magnánimo y blando al que la cuchilla tan cruelmente ha herido.
  
Enseñadnos, Señora nuestra, a aprovechar tan insignes doctrinas de las grandes proezas de esa caridad que vuestro Hijo ha sabido tan gloriosamente ordenar en vuestra alma, en vuestros pensamientos, en vuestras palabras, en todos vuestros actos. Sin vuestro Hijo, pero también sin Vos, nada podemos; dadnos algo de esa fortaleza, de esa ternura, de esa caridad vuestra, como Madre que habéis sido constituida sobre nosotros por el favor vuestro y de vuestro Dios!
  
No olvidemos ni un día los gemidos de nuestra excelsa Madre ni los dolores de su martirio ante el suplicio de los azotes de su Hijo en el día de su Pasión Santa; no, Dios de las misericordias, no los olvidemos!

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