lunes, 21 de octubre de 2019

MES DE OCTUBRE AL SANTÍSIMO ROSARIO - DÍA VIGESIMOPRIMERO

Tomado de El Rosario: Meditaciones para los 31 días del mes de Octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894 por la Imprenta Oficial de Víctor Pérez Ortíz. Imprimátur concedido el 12 de Marzo de 1894 por Mons. José Ignacio Eduardo Sánchez y Camacho, Obispo de Ciudad Victoria-Tamaulipas (actual Tampico).
         
LOS MISTERIOS GLORIOSOS
CAPÍTULO XXV. MISTERIO PRIMERO: LA RESURRECCIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
«Día es este, este es el día que el Señor ha hecho: alegrémonos y regocijémonos en él»… «Alabad al Señor porque es infinitamente bueno, porque es eterna su misericordia».
 
«Ofrezcan los cristianos sacrificios de alabanza en honor de la Víctima pascual. El Cordero de Dios ha redimido a sus ovejas. Cristo inocente ha reconciliado con su Padre a los pecadores. La muerte y la vida han luchado en combate admirable en extremo. El Rey de la vida que ha sido muerto, reina vivo… Cristo nuestra esperanza ha resucitado… Sabemos que Cristo verdaderamente ha resucitado de entre los muertos. ¡Oh Rey vencedor, compadécete de nosotros! Amén. Aleluya».
 
Estas son las expresiones dé júbilo, de santa alegría de la Iglesia, en el oficio de la Misa de Resurrección, para celebrar este gloriosísimo portento con que Jesucristo pone el colmo a los portentos de su grande obra: resucitarse a sí mismo al tercero día de haber sido muerto ignominiosamente en la cruz; y resucitarse, custodiado como estaba su cuerpo por los soldados del Presidente de la Judea. Ese portento de sabiduría de la Resurrección, en contraste con ese otro de ceguedad estúpida de los fariseos, dan el más apetecido realce a la gloria del Crucificado, que al fin sale de su sepulcro como lo predijo y a ello retó a esos mismos fariseos, reto que torpísimamente han ellos aceptado.
 
¡Aquellas lágrimas, aquellas angustias, aquel dolor acerbo, aquella lástima no comparable con otra alguna; aquella desolación por la pérdida de un bien tan superior a todos los cariños, como es el Hijo de David, Cristo, sin duda Hijo de Dios vivo, atropellado, estrujado, hollado, azotado, escarnecido, crucificado y muerto; ese dolor, decimos, esa desolación, han pasado ya! La esperanza ha surgido, como de la obscuridad el alba, y derrepente la luz espléndida de un sol inesperado, inunda de gozo los corazones fieles.
   
¡Gloria a ti, Maestro bueno, dirémoste como la Magdalena, oh Jesús nuestro! Si no alcanzamos a abarcar ni este gozo, ni menos aquel con que regalaste el corazón ele nuestra Reina Santísima, queremos siquiera los que tantos pecados hemos cometido, saludarte en tu triunfo, que es también nuestro, con aquella confianza que te dignaste, oh Jesús, inspirarnos el día de gozo de tu resurrección.
    
Cuando tu evangelista Marcos refiere tu aparición a la Magdalena, cuidas de que recuerde en esa oportunidad, que esa tu Amada estuvo en otro tiempo poseída de siete demonios; y si mandas anunciarte resucitado a tus apóstoles, cuidas de llamarles “mis hermanos”, haciendo especial mención del pecador Pedro, como para asegurarle que ya no tema tu enojo, que con gusto le perdonas.
   
En la santa y gloriosa Resurrección de Jesucristo, no sabemos a cuál de sus gozos entregaremos más la mente; si el de contemplar esa luz con que tanto nos ilustra y nos convence de la divinidad del Resucitado; si el de recrearnos en esa confianza que nuestro buen Redentor y Maestro nos dispensa para volver, sin miedo, del pecado a la gracia; si el de enardecernos en ese amor de nuestro bien, triunfante ya del dolor y la muerte sufridos por nuestra salvación. Todo lo haremos si nos ilustras, nos alientas y nos enfervorizas, tú, Maestro bueno, que eres el dador de todos los dones, y si esto lo pedimos, como lo haremos siempre bajo el amparo de aquella Nuestra Madre a quien para eso saludaremos, no ya cual Mara sino como a Noemí, no ya como Amargada sino como gloriosa: «Reina del cielo, alégrate, ¡aleluya!».
  
No puede darse más admirable disposición de los sucesos de esa gloriosa Resurrección: “¡Este día!”, hechura de la ciencia y de la gloria del Señor, es el de nuestro gozo y regocijo! Día consignado en profecías grandiosas como todo culminante suceso de la historia del Verbo hecho carne, día conquistado para siempre y consignado como trofeo con nuevo nombre, con el de dominicus ó domingo (día del Señor) en vez de día primero de la semana como le llamaban los hebreos ó día del sol como le llamaban las naciones.
 
«No dejarás, Señor, que tu Ungido padezca corrupción», cantaba David en sus salmos (V, X). «No dejarás abandonada mi alma en el sepulcro». «Hicísteme conocer las sendas de la vida». «Me colmarás de gozo con la vista de tu divino Rostro». Esta profecía admirable, que resonó en el templo de Jerusalén durante los diez siglos que precedieron al gran día, inspira a Pedro esa valiente predicación con que a los convertidos del Pentecostés convéncelos de tan gran verdad, porque si el Espíritu Santo ha tomado posesión de los fieles de Cristo con tantos prodigios, es porque el Nazareno ha resucitado como lo cantaba David; «porque ni ha quedado presa del sepulcro, ni su carne ha padecido corrupción».
  
«Su sepulcro será glorioso»: dirá solemnemente Isaías, anticipándose siete siglos al suceso. David vio la corrupción propia, la experimentó en su persona; no es, pues, de sí mismo de quien él cantaba sus grandiosos anuncios, hacía notar el convertido Saulo y recordaba aun otras predicciones del Rey Profeta: «Mi Hijo eres tú, yo te he engendrado hoy»; palabras que hacen contraste a estas de la pasión y muerte de Jesús que les preceden: «¿Por qué han bramado las naciones? ¿por qué maquinan los pueblos vanos proyectos? Hanse coligado contra el Señor y contra su Cristo» (Salmo II).
    
Jonás será también profecía ocho siglos antes, saliendo vivo al tercero día del seno del gran pez que le tragó; y esta profecía la pondrá a su orden, en vigor, en solemne aplicación nuestro Nazareno, al retar a sus enemigos antes de su pasión en la misma Jerusalén: «Destruid este templo, yo le reedificaré en tres días» (el templo de su cuerpo). «Esta generación quiere un gran milagro; no se le dará otro que el de Jonás; así como éste permaneció tres días en el vientre del cetáceo, así el Hijo del hombre en el sepulcro».
  
¿Se quiere mayor solemnidad, mayor explicitud, en el reto de la Resurrección? ¡Esto es admirable! Esto es hechura de sólo Dios!
  
Recordemos, por tanto, el himno de gozo de los ángeles de Belén; aquel fue un nacimiento tierno y amoroso, nacimiento del seno de una madre virgen antes del parto, en el parto y después del parto; este es otro nacimiento del seno de un sepulcro sellado, sepulcro nuevo y del que son ángeles los que remueven la piedra que el Hijo de Dios ha dejado intacta al resucitar. «Mi Hijo eres tú; yo te he engendrado hoy», dirá el Padre Celestial a su Unigénito, no menos al introducirle en el mundo, ya resucitado cerca del Calvario, que nacido párvulo cerca de Belén. Ángeles serán siempre los que le hagan cortejo en su introducción al grande espectáculo. Cántenle, pues, los ángeles hoy como entonces: «¡Gloria a Dios en lo más alto de los cielos; paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!» O con palabras semejantes: «No queráis temer.… ha resucitado como lo dijo».
   
Si la esperanza nos alienta en Belén que ve ya realizado ese anuncio tan tierno de un justo llovido como suave rocío del cielo, de un Salvador germinado de la tierra como humilde lirio, de un maná descendido del cielo, no menos alienta nuestros corazones al ver cumplido ese anuncio de la noche de la Cena, de «la mujer que ve su dolor convertido en gozo, nacido ya un hijo entre angustias y dolores de muerte».
  
Y si en los vagidos del Niño de Belén la esperanza nos persuadió de que Dios nos ama; en las insinuaciones de fraternal cariño, de Maestro, de Padre que torna a ver a su pródigo, de hermano que como José hijo de Jacob, da a sus hermanos gozosos regias muestras de perdón, vemos no menos, que la confianza, más que nunca nos convida en medio de las glorias de Cristo resucitado.
  
Esa consoladora palabra dirigida a la Magdalena «¡María!», que la hace prorrumpir en un grito de confiado gozo: «¡Maestro mío!», cuánta confianza debe inspirarnos por pecadores y sujetos a siete demonios que hayamos sido antes de convertirnos a Jesús. Y no menos esas otras dirigidas a la misma Magdalena: «ve y di a mis hermanos y a Pedro (a Pedro el pecador, el que me había negado), ve y diles que he resucitado». «Yo soy la Resurrección y la vida», había dicho el Nazareno a la hermana de María, para resucitar a su hermano Lázaro; el gran día de la Resurrección se cumple esa palabra con magnificencia. Y esa palabra de gloria, el día de hoy lo es también de amor.
    
Jesucristo resucitado, triunfante y glorioso, nos ama con tanta ternura como nos amaba cuando en su vida mortal nos proponía la parábola del Hijo pródigo resucitado de la muerte del alma, o lloraba ante el dolor de las hermanas del difunto Lázaro. Por eso en los días de la Resurrección, nuestro buen Jesús es tierno con la Magdalena, afectuoso con Pedro y sus apóstoles, complaciente con Tomás, tiernísimo aun más con su triple interrogación de cariño a Pedro, y notémoslo como es provechosísimo, la siempre amable Eucaristía es de nuevo en vez segunda dada por Jesús bajo la especie de pan a los dos discípulos, en Emaús, como lo entienden los sagrados expositores (Cornelio Alápide, comentario a San Lucas).
  
Resucitado el Nazareno, no sólo para su gloria sino para nuestro bien, su resurrección es obra no sólo de gloria sino de amor; si resucita es para darnos vida y por eso es tan verdadera y profunda esa su palabra: «Yo soy resurrección y vida», o «la resurrección y la vida». Hemos de resucitar, hemos de resucitar a la gloria, como hemos resucitado a la gracia.
  
Y también notemos cuanta esperanza y amor hay en esto: del dolor del pecado, de esa pasión sufrida, hemos sido sepultados en el sepulcro del bautismo y de la confesión, bautismo segundo, para resucitar gozosos a la vida de la Eucaristía y, con este pan de inmortalidad, a la vida eterna del premio. San Pablo en su intencionado y conciso lenguaje nos lo tiene ya observado: «sepultados con Cristo, resucitados con Cristo, sea nuestro convite de ázimos de sinceridad y verdad», que es como enumerar esos nuestros grandes sacramentos: bautismo, confesión, contrición, justificación, renacimiento de gracia, santa Eucaristía (Colosenses II, I Corintios V).
    
Todo esto nos persuade a que creamos, que confiemos y amemos mucho a nuestro Nazareno resucitado, sabiduría, luz, salvación, vida, resurrección y gloria eterna nuestra.

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