Por Félix M.ª Martín Antoniano, del Círculo Tradicionalista General Calderón de Granada, para PERIÓDICO LA ESPERANZA.
Tras la restauración de Fernando VII en 1823 y la consiguiente emigración de los constitucionales, éstos no dejaron un minuto de conspirar desde el exilio para la recuperación del poder, como desgraciadamente lo conseguirían en 1833. Para ello, contaban con la colaboración interna del «partido de los moderados» que pugnaba contra el sano y popular sector realista por hacerse con las riendas en todas las instituciones de la Monarquía.
A
este partido es al que se refería el agente informador José Manuel del
Regato en su Exposición elevada a Fernando VII en Enero de 1827,
calificándolos de «afrancesados».
Sus objetivos eran apoderarse del ánimo de Grijalba, Secretario de
Cámara del Rey. Y, a través de él: acceder a la dirección de todos los
Ministerios; colocar en destinos de influencia a sus afines,
principalmente en la Policía; hacer a los realistas y a D. Carlos
sospechosos al Rey, inventando la existencia de un supuesto «partido carlista»;
inducir al Rey a tomar medidas contra los realistas, para así intentar
hacerles odiosa la figura del Rey; sabotear la organización de la
Hacienda, el Ejército y la Justicia, aumentando el desorden y el
descontento, a fin de presentar el sistema constitucional como única
solución.
Lo
cierto es que se podría decir que la Policía, creada en Junio de 1823
por la Regencia patrocinada por la Santa Alianza según las pautas de
Fouché, sirvió de refúgium peccatórum
para muchos elementos del antiguo Trieno Liberal. Estos fueron
reciclados en la nueva situación, ya desde el principio en que fue
encargado de la Superintendencia José Manuel Arjona (Noviembre 1823 –
Agosto 1824). Y también, tras el paréntesis del interino realista
Mariano Rufino González (Agosto 1824 – Mayo 1825), durante la
Superintendencia de su sucesor: el nefasto Juan José Recacho, de una
manera descarada (Mayo 1825 – Agosto 1827).
Desde
entonces comienzan a aparecer los agentes infiltrados, los espías, los
agentes provocadores, los confidentes, y tantos otros nombres con los
que estamos familiarizados. Lo solemos relacionar con los sucesivos
nombres de Dirección General de Seguridad, CESID o CNI, y que
coloquialmente se denomina cloacas del Estado.
Una
de las formas que tenía la Policía de tratar de indisponer a los
realistas con el Rey era la continua invención de supuestas sociedades
secretas en sus informes y exposiciones. Estas sociedades inventadas
servirían a los realistas para conspirar contra el Rey en favor de D.
Carlos. En este contexto, a principios de 1827 se difunde en la
Península un Manifiesto que aparece firmado el 1 de Noviembre de 1826 por una supuesta Federación de Realistas Puros.
En el manifiesto se vierten frases injuriosas hacia Fernando VII y
pretende aparecer como un documento genuino salido de esas pretendidas
sociedades secretas realistas. En este asunto, conocemos la verdad
paradójicamente gracias a los propios informes de la Policía, verídicos
en este caso concreto.
Lo explica bien Federico Suárez en su Estudio Preliminar a Los agraviados de Cataluña
(1972), en donde rectifica su anterior tesis de 1948. En este estudio
reconoce la razón de los autores del Tomo II de la magna obra Historia del Tradicionalismo Español, quienes fueron los primeros en denunciar el carácter de falsa bandera de este documento: «Cuando Alonso Tejada publicó su Ocaso de la Inquisición [1969] y dio a conocer los partes de Policía que, recogiendo noticias de Londres, anunciaba la elaboración del Manifiesto, dio un vuelco a todas las construcciones que descansaban en este documento. […] El Manifiesto fue concebido, redactado, publicado y distribuido por los emigrados constitucionales. Ya lo dijo así una nota publicada en la Gaceta de Madrid
el 1 de Marzo de 1827, y bien claramente. Los prejuicios nos han
cerrado los ojos a los historiadores […]. Hasta [la publicación del
libro de] Alonso Tejada, nos hemos equivocado todos, excepto [Melchor]
Ferrer, [Domingo] Tejera y [José F.] Acedo».
Existen serios indicios para creer que la instigación y preparación del levantamiento de los bienintencionados y manipulados malcontents
de Cataluña en 1827, tuviera también su origen en los mismos elementos
liberales. Y que se incitó con los mismos espurios fines que les
movieron a la preparación y difusión del susodicho Manifiesto.
En un artículo anterior sobre el pseudorrealista Manifiesto de 1826, apuntábamos también a los liberales como muy posible origen instigador del levantamiento de los malcontents, hipótesis que se ha visto reforzada cuando el historiador Federico Suárez, abriendo brecha en el férreo muro de la historiografía liberal dominante, realizó su extraordinaria recopilación de documentos en los cuatro volúmenes de su magna obra Los agraviados de Cataluña (1972).
Los primeros indicios que sustentan este origen revolucionario los encontramos en la sospechosa labor –casi diríamos saboteadora–
realizada por el fiscal de la Real Audiencia del Principado, encargado
de instruir la causa: Juan de la Dehesa (quien desplegaría una buena
carrera política tras la Revolución). Además de su increíble celeridad
en la investigación (desde finales de Octubre de 1827, hasta su final Exposición
conclusiva dada a mediados de Abril del año siguiente), subraya Suárez
su «aparente poco interés por llegar al fondo de la cuestión» y su
inclinación a «amontonar culpas y sospechas sobre el clero y los
catalanes».
Ese
personaje debió suscitar reparos en el propio Fernando VII, quien nombró
aparte una Junta de su confianza para indagar mejor los sucesos a fin
de restablecer la justicia y atender a las reivindicaciones del pueblo.
Lo cierto es que era clamorosa la noticia de frecuentes reuniones
masónicas en la ciudad de Barcelona al amparo de la guarnición francesa
todavía asentada allí, y es a sus interlocutores de la frontera hacia
donde apuntan las acusaciones de muchos realistas contemporáneos. Así lo
vemos, p. ej., en el testimonio de la célebre Josefina Comeford ante el
propio Dehesa; o también en las cartas del Mariscal de Campo J. Sánchez
Cisneros, quien afirma que los originadores de la sublevación
pretendían «ver cómo podían convertir los mismos medios que los hermanos
habían puesto en manos de los alucinados, contra ellos», y que «la
principal mira es comprometer los cuerpos de Voluntarios Realistas para
poder lograr el desarmarlos», finalidad que coincidía con la propuesta
de Dehesa, en un Informe de 21 de Octubre, de que «se desarme
al pueblo», es decir a los Voluntarios; o en las consultas dadas por el
Obispo de Vich, en donde denuncia las ingentes remesas de oro y
municiones que circularon durante el levantamiento, «sabiéndose casi,
casi, de público, de dónde dimana uno y otro», y señalando también a la
Policía como colaboradora en la conspiración.
La
historiografía posterior recoge también varios ejemplos que sustentan
este origen revolucionario del alzamiento. El primero lo encontramos en
una obra anónima (aunque de indudable autoría del Dr. Vicente Pou) de
1843, Noticia de la última guerra civil de Cataluña, en donde se cita como testimonio decisivo una frase de José Busoms, Jep dels Estanys
(uno de los principales, por no decir el más importante, de los
cabecillas sublevados) en su Manifiesto de 30 de Julio del 27: «Si el
oro de los negros [= liberales] o del extranjero fomenta esta
sublevación con siniestros fines, hagamos que no alcancen sus deseos ni
vean correr la sangre entre amigos, compañeros y compatricios, ni la
extinción tampoco de los cuerpos de Voluntarios Realistas, que es lo que
anhelan». El Dr. Pou concluye que el objetivo de los liberales al
fomentar este movimiento, era indisponer al Rey con los realistas en
general, y con su hermano D. Carlos en particular. Lorenzo Cala
Valcárcel, en su Refutación a la carta publicada etc., de 1841,
señala el origen del levantamiento como un «plan decidido en las
logias, como los anteriores, y éste con el principal objeto de
indisponer a la Real Familia». Y en un artículo de 1869, firmado por un
tal «J. Marqués de Iturgoyen», también se atribuye el origen a los negros,
falsificándose al efecto órdenes del Inspector de Voluntarios
Realistas. Aunque estamos de acuerdo con los coautores del Tomo II de la
Historia del Tradicionalismo en no considerar a este último
«autoridad por sus recuerdos históricos» debido a otros claros errores
formulados en su artículo; sin embargo, nos permitimos matizarles cuando
opinan que «los malcontents no fueron juguete de los liberales, sino que obraron inspirados por la mejor buena fe», ya que una cosa no quita la otra.
Es
perfectamente compatible suponer una germinación liberal del proceso,
con fines también prorrevolucionarios, valiéndose al tiempo para su
ejecución de ingenuos elementos realistas bienintencionados que querían
sólo liberar al Rey, al que creían secuestrado. Así lo confirma su
inmediata deposición de las armas ante la propia presencia del Rey en
Cataluña, seguida de su Real Alocución (28/09/27). Por supuesto, ningún
español de bien pondría reparos al lema que encabezaba el órgano de los agraviados, El Catalán Realista: «Viva la Religión, viva el Rey absoluto, viva la Inquisición, muera la Policía, muera el Masonismo y toda secta oculta».
Las consecuencias del fin del reinado de Fernando VII, fue entre otros hechos la primera guerra carlista.
ResponderEliminarDurante la primera guerra carlista, que enfrentó a los partidarios de la reina Isabel II (y de la regente María Cristina) con los defensores de Carlos María Isidro como aspirante al trono español, Mendizábal debía encontrar recursos financieros para hacer frente a los gastos de la contienda. El ministro decide aplicar y desarrollar un plan que había sido diseñado con anterioridad por el conde de Toreno: expropiar y vender los bienes eclesiásticos, tanto de órdenes regulares como seculares.
Así, la desamortización de Mendizábal consistió en la expropiación de las tierras eclesiásticas (denominadas “manos muertas”, por su improductividad) y su subasta de forma pública. Estas tierras habían llegado a la Iglesia a través de donaciones, herencias y abintestatos (sucesiones de personas muertas sin herederos.
La desamortización de Mendizábal fue un relativo éxito, aunque no se aceleró hasta 1839 y tuvo su máximo auge en el periodo 1842-1844, cuando el general Espartero puso en marcha su propia desamortización. A lo largo del siglo XIX se produjeron diversas desamortizaciones, que proporcionaron elevados ingresos para el Estado.
Perdón por la explicitud en el lenguaje, pero todos esos ingresos por la Desamortización de nada le valió a la ninfómana Isabel (a quien no llamamos “reina”, por razones de conocimiento general) y a su camarilla de amantes (con los cuales buscó conseguir lo que no podía con el disfuncional y afeminado de su cónyuge –de uno de ellos, Enrique Puigmoltó, fue que tuvo a Alfonso, tatarabuelo del actual Felipe), porque como decía San Juan Bosco, «La familia que roba a Dios no llega a la cuarta generación»: España tuvo una serie de guerras civiles y en 1868, Isabel partió al exilio en Francia (donde presenció la caída de Amadeo de Saboya y la 1.ª República). Su nieto, Alfonso, tuvo que exiliarse a Roma tras el referendo de 1931 que instauró la 2.ª República (como profetizó Fray Jacinto Coma en 1859), y su bisnieto Juan nunca llegó a la Jefatura de Estado.
EliminarPor cierto (y Dios quiera que nuestras palabras no sean proféticas), a causa del perjurio de Juan Carlos y su mala conducta (amén de las supersticiones de Sofía), y la apostasía práctica de su hijo Felipe, tampoco vemos que Leonor (la hija morganática de este y la divorciada Leticia) dure mucho tiempo en La Zarzuela (si es que antes no se instaura la 3.ª República –pero a diferencia de la 2.ª, YA NO HABRÁ QUIEN LIDERE LA CRUZADA NI EL ALZAMIENTO).
Habiendo comentado los amantes de Isabel II, como se sabe su primer amante fue uno de los que le dieron el golpe de Estado de 1868. Me refiero a Francisco Serrano y Domínguez.
ResponderEliminarEl primer amante oficial fue el general Serrano (1846/48) a quien Isabel II le calificaba “el general bonito”, y producía un auténtico escándalo porque la reina lo perseguía por todos los cuarteles de Madrid. Llegó a tal nivel el escándalo, que el ejército decidió trasladarlo fuera de Madrid nombrándole capitán general de Granada (1848). Se apartó entonces de la política, dimitió del cargo que tenía, se casó y se dedicó a viajar.
Participó de manera decisiva en la Revolución de 1868 ( con el general Juan Prim y Prats y el almirante Juan Bautista Topete y Carballo, entre otros que destronó a Isabel II, venciendo a las tropas gubernamentales en la batalla de Alcolea.