Meditaciones dispuestas
por San Alfonso María de Ligorio, y traducidas al Español, publicadas
en Barcelona por la imprenta de Pablo Riera en 1859. Imprimátur por D.
Juan de Palau y Soler, Vicario General y Gobernador del Obispado de
Barcelona, el 30 de Octubre de 1858.
MEDITACIÓN 47.ª (OCTAVA DE LA EPIFANÍA): De la pérdida de Jesús en el templo.
Refiere San Lucas (cap. II) que María y José iban todos los años a Jerusalén en el día de la Pascua, y llevaban consigo al niño Jesús. Era, pues, costumbre (segun el venerable Beda) entre los hebreos hacer este viaje al templo (a lo menos a la vuelta), yendo los varones separados de las mujeres; y los niños iban según les parecía en compañía o de los padres o de las madres. El Redentor, que tenía entonces doce años, se quedó en aquella solemnidad por tres días en Jerusalen, creyendo María que iba el Niño con José, y este que iba con María, existimántes illum esse in comitátu. Jesús empleó todo aquel tiempo en honrar a su eterno Padre con ayunos, vigilias y oraciones. Si tomó algún poco de comida, dice San Bernardo, debía procurarsela mendigando, y si tomó un poco de reposo no tuvo otro lecho que la desnuda tierra. Llegada la tarde, y reunidos José y María en su casa, no hallaron a Jesús, por lo que afligidos comenzaron a buscarlo entre los parientes y los amigos. Últimamente volviendo a Jerusalén, al tercer día le hallan en el templo que disputaba con los doctores; los cuales pasmados admiraban las preguntas y respuestas de aquel gran Niño. Al verlo María le dice: «Hijo, ¿por qué lo has hecho asi con nosotros? Mira cómo tu Padre y yo angustiados te buscábamos...». No hay en esta tierra pena semejante a la que experimenta un alma que ama a Jesús si teme que se haya alejado de Él por cualquier falta suya. Esta fue la pena que tanto afligió a María y José en aquellos días, temiendo acaso por su humildad, como dice el devoto Lanspergio, que se hubiesen hecho indignos de guardar un tan gran tesoro. De aquí fue que al verlo María, para darle a entender su dolor, le dice de aquella manera, y Jesús responde: «¿No sabíais que en las cosas que son de mi Padre me conviene estar?». Aprendamos de tal misterio dos documentos. El primero, que debemos dejar a todos, amigos y parientes, cuando se trata de procurar la gloria de Dios. El segundo, que Dios se hace hallar de quien le busca, conforme aquellas palabras de Jeremías: «Bueno es el Señor para el alma que le busca» (Lamentaciones III, 35).AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Oh María! Vos lloráis porque habéis perdido unos pocos días a vuestro Hijo. Él se ha alejado de vuestra vista, pero no de vuestro Corazón. ¿No conocéis, Señora, que aquel puro amor con el cual Le amáis Le tiene ciertamente unido y estrechado con Vos? ¿Y sabéis tambien que el que ama a Dios no puede dejar de ser amado del mismo, que dice «Yo amo a los que me aman»? ¿Qué teméis, pues? ¿Por qué lloráis? Dejad que llore yo, habiendo perdido a Dios tantas veces por mi culpa desechándolo de mi alma. ¡Ah Jesús mío! ¿Cómo he podido ofenderos a ojos abiertos, sabiendo que os perdía con el pecado? Pero Vos no queréis que desespere, sino que se alegre el corazon que os busca: «Lætétur cor quæréntium Dóminum» (Salmo CIV, 3). Si en el tiempo pasado os he dejado, amor mío, ahora os busco, ni quiero a otro que a Vos. Y para que posea vuestra gracia, renuncio todos los bienes y gustos de la tierra, renuncio también a mi vida. Vos habéis dicho que amáis a los que os aman. Yo os amo, pues; amadme Vos. Aprecio más vuestro amor que el ser dueño de todo el mundo. Jesús mío, yo no quiero perderos más, pero no puedo fiarme de mí, en Vos confío. Ea pues, estrechadme con Vos y no permitáis que me haya de separar más de Vos. ¡Oh María, Vos me habéis hecho hallar a Dios, a quien perdí algún tiempo, alcanzadme asimismo la santa perseverancia, para lo cual también os digo con San Buenaventura: «En ti, Señor, esperė, jamás seré confundido: In te, Dómine, sperávi, non confúndar in ætérnum».
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