Meditaciones dispuestas
por San Alfonso María de Ligorio, y traducidas al Español, publicadas
en Barcelona por la imprenta de Pablo Riera en 1859. Imprimátur por D.
Juan de Palau y Soler, Vicario General y Gobernador del Obispado de
Barcelona, el 30 de Octubre de 1858.
MEDITACIÓN 43.ª (DÍA CUARTO INFRAOCTAVA DE LA EPIFANÍA): De la mansión de Jesús a Egipto.
Eligió
Jesús la mansión de Egipto en la niñez por hacer una vida más dura y
despreciada. Según San Anselmo y otros escritores, habitó la Sagrada
Familia en Heliópolis. Vamos contemplando con San Buenaventura la vida
que llevó Jesús en Egipto por el tiempo que allí estuvo. La casa era muy
pobre, porque era muy escaso el alquiler que podía pagar San José:
pobre es la cama; pobre es la comida; pobre es en suma su vida, mientras
apenas allegan para el sustento diario con los trabajos de sus manos,
viviendo además en un país donde son desconocidos, sin parientes, sin
amigos y despreciados. Vive sí en gran pobreza esta familia; pero ¡oh,
cuán bien ordenadas se hallan las ocupaciones de estos tres habitantes!
El santo Niño no pronuncia palabra alguna, pero habla con el Corazón
continuamente, ofreciendo a su Padre celestial todos los padecimientos y
momentos de su vida por nuestra salvación. María tampoco habla, pero a
vista de aquel precioso Infante, contempla el divino amor y la gracia
que le ha hecho de haberle elegido por Madre suya. José trabaja en
silencio, y a vista del divino Niño arde en afectos dándole gracias de
haberle elegido por compañero y custodio de su vida. En esta casa María
quita la leche a Jesús; antes lo alimentaba con el pecho, ahora lo
alimenta con la mano. Lo tiene en su regazo, toma de horterilla un poco
de pan deshecho con agua, y después lo lleva a la sagrada boca del Hijo.
En esta casa prepara María el primer vestidillo al Niño, y llegado el
tiempo deja las fajas y comienza a ponérselo. En la misma casa comienza
Jesús a andar y hablar. ¡Ah!, adoremos aquellos primeros pasos que dio
el Verbo encarnado, y las primeras palabras de vida eterna que profirió.
¡Oh pasos! ¡Oh palabras balbucientes! ¡Ah, pequeños servicios de Jesús,
cuánto herís e inflamáis los corazones de los que le aman y os
consideran! ¡Un Dios andar temblando y cayendo! ¡Un Dios balbuciendo!
¡Un Dios hecho tan débil que no puede emplearse en otro que en haciendas
de la casa, que no puede levantar un palo, si su peso es superior a las
fuerzas de un niño! Ah, fe santa, ilumínanos para amar a este buen
Señor que por amor nuestro se ha reducido a tantas miserias. Dícese que
al entrar Jesús en Egipto cayeron todos los ídolos de aquellas regiones.
Roguemos, pues, a Dios que nos haga amar de corazón a Jesús, porque en
aquella alma donde entra el amor al mismo, caen todos los ídolos de los
afectos terrenos.
AFECTOS Y SÚPLICAS
Oh
santo Niño, que os estáis en ese país de bárbaros, pobre, desconocido y
despreciado, yo os reconozco por mi Dios y Salvador, y os doy gracias
de todas las humillaciones y padecimientos que sufrísteis en Egipto por
mi amor. Con aquella vida me enseñasteis a vivir como peregrino en esta
tierra, dándome a entender que no es esta mi patria, sí el paraíso que
Vos vinisteis a adquirirme con vuestra muerte. ¡Ah, Jesús mío!, yo os he
sido ingrato porque he pensado poco en lo que habéis hecho y padecido
por mí. Cuando yo pienso que Vos, Hijo de Dios, habéis llevado una vida
tan atribulada, pobre y descuidada, ¿cómo es posible que vaya buscando
holguras y bienes de la tierra? Ea pues, Redentor mío, hacedme vuestro
compañero, admitidme a vivir unido siempre con Vos en este mundo, para
que despues vaya a amaros en el Cielo hecho vuestro compañero eterno.
Dadme luz, aumentad mi fe. ¿Para qué riquezas? ¿Para que placeres? ¿Para
qué dignidades? ¿Para qué honores? Todo es vanidad y locuras. La única
riqueza, el único bien es poseeros a Vos, bien infinito. ¡Dichoso quien
os ama! Yo os amo, pues, Jesús mío, y no busco a otro que a Vos. Me
queréis, y yo os quiero también. Si tuviera mil reinos, todos los
renunciaría por daros gusto. Si hasta aquí he andado tras las vanidades y
placeres de este mundo, ahora los detesto y me duelo de ello. Mi amado
Salvador, de hoy en adelante Vos habéis de ser mi único contento, el
único amor, mi único tesoro. María santísima, rogad a Jesús por mí;
rogadle que solo me haga rico de su santo amor, y nada deseo.
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