Meditaciones dispuestas
por San Alfonso María de Ligorio, y traducidas al Español, publicadas
en Barcelona por la imprenta de Pablo Riera en 1859. Imprimátur por D.
Juan de Palau y Soler, Vicario General y Gobernador del Obispado de
Barcelona, el 30 de Octubre de 1858.
MEDITACIÓN 42.ª (DÍA TERCERO INFRAOCTAVA DE LA EPIFANÍA): De la huida de Jesús a Egipto.
Aparece el Ángel a José en sueños, y le da a saber que Herodes andaba buscando a Jesús para quitarle la vida, por lo que le dice: «Levántate y toma el Niño y a su Madre, y huye a Egipto» (San Mateo II). He aquí, pues, que apenas ha nacido Jesús, y es perseguido ya de muerte. Herodes es figura de aquellos miserables pecadores, que tan luego como ven renacido en su alma a Jesucristo por el perdón, le persiguen de nuevo a muerte volviendo al pecado: «Buscan al Niño para perderle». José obedece prontamente a la voz del Ángel, y avisa de ello a la santa Esposa. Toma los pocos instrumentos de su oficio que podía llevar, y que habían de servirle para procurar en Egipto el sustento a su pobre familia. María a la vez reúne un pequeñito atado de pañales para el uso del santo Niño, y después se dirige al aposento, se arrodilla ante todas cosas delante de su tierno Infante, le besa los pies, y después con lágrimas de ternura le dice: «¡Hijo mío! Apenas habéis nacido y venido al mundo para salvar a los hombres, ya estos mismos os buscan para quitaros la vida». Dicho esto lo toma, y siguiendo ambos Esposos en llorar, cierran la puerta, y en la misma noche se ponen en camino. Ve considerando las ocupaciones de estos santos peregrinos en tal viaje. Todas las conversaciones son de su amado Jesús, de su paciencia y de su amor, aliviándose de esta manera en las penas e incomodidades de tan largo camino. ¡Oh, cuán dulce es padecer a vista de Jesús que padece! Acompáñate tambien tú, alma mía, dice San Buenaventura, con estos tres santos y pobres desterrados, y compadécelos en esta peregrinación que hacen tan fatigosa, larga y sin comodidad. Ruega a María que te conceda llevar en tu corazón a su Hijo divino. Considera cuánto debería padecer, especialmente en aquellas noches que había de pasar en el desierto de Egipto. La desnuda tierra les serviría de lecho al aire libre y frío. Llora el Niño por dolor. Lloran María y José por compasión. ¡Oh fe santa!, ¿y quién no llorará al ver un Hijo de Dios, que, hecho chiquito, pobre y abandonado, huye por un desierto para librarse de la muerte?
AFECTOS Y SÚPLICAS
Mi amado Jesús, Vos sois el Rey del Cielo, mas ahora os veo Niño, andando errante sobre la tierra; decidme ¿qué andáis buscando? Yo os compadezco cuando os miro tan pobre y humillado, pero más al veros tratado con tanta ingratitud por aquellos mismos a quienes habéis venido a salvar. Vos lloráis, pero lloro también yo por haber sido uno de tantos que en el tiempo pasado os han despreciado y perseguido. Pero sabed que ahora aprecio más vuestra gracia que todos los reinos del mundo; perdonadme, Jesús mío, todos los malos tratamientos que os he hecho, y permitid que así como María os llevaba en brazos cuando huía a Egipto, del mismo modo os lleve yo siempre en el corazón durante el viaje de mi vida presente a la eternidad. Amado Redentor mío, muchas veces os he desechado de mi alma, pero ahora espero que hayáis vuelto a poseerla. ¡Ah!, estrechadla, pues, a Vos con las dulces cadenas de vuestro amor. Yo no quiero apartaros más de mí, pero temo, ¡quién sabe, si tendré que abandonaros de nuevo, como lo he hecho anteriormente! ¡Oh mi Señor!, hacedme primero morir que yo haya de usar esta nueva y horrenda ingratitud. Os amo, bondad infinita, y así quiero siempre repetir yo os amo, yo os amo, yo os amo; y de esta manera diciendo siempre, espero también morir. ¡Ah Jesús mío! Vos sois muy bueno, muy digno de ser amado; haceos, pues, amar, haceos amar de tantos pecadores que os persiguen; dadles luz, hacedles conocer el amor que les habéis tenido y el amor que os merecéis, pues que andáis prófugo por la tierra, Niño tierno y pobre, llorando, temblando de frío y buscando almas que quieran amaros. ¡Oh María!, ¡oh santa Virgen! ¡Oh Madre amada y compañera de los padecimientos de Jesús!, ayudadme Vos a llevar y conservar siempre en mi corazón a vuestro Hijo en la vida y en la muerte.
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