«Antes de separarnos, oh hijos míos, quiero deciros una palabra, que permanecerá como un recuerdo de la peregrinación que habéis hecho a Roma, para recibir la bendición de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. ¿Qué os diré, hijos míos? Una sola cosa, aquella que la Iglesia nos dice hoy mismo: Cristo ha resucitado. La resurrección es la prueba más grande, más evidente y más gloriosa de la divinidad de la Iglesia Católica, y esta prueba constituye nuestra confianza y nuestra fuerza. Si Jesucristo no hubiese resucitado, nuestra fe sería inútil y sin fruto: pero gracias a Dioa, Jesucristo ha resucitado. Está ahora en el cielo circundado de millones de Ángeles y de Santos, de Mártires que Le presentan sus triunfos, de Confesores que Le ofrecen sus penitencias, de Vírgenes, en fin, que deponen a sus pies sus coronas. Y en lo alto de los Cielos, Él recuerda los nombres de todos vosotros que estáis aquí, los nombres de aquellos que vivieron y los nombres de aquellos que nacerán. Los guarda, los presenta a su Padre, defiende la causa de tantos pecadores, porque, ¡oh hijos míos!, todos somos pecadores y todos tenemos necesidad de un abogado ante el Eterno Padre, de un abogado como Nuestro Señor Jesucristo, que nos llama y nos espera en el Cielo. Allá, no habrán más penas, ni dolores ni lágrimas, sino la paz, la alegría, la eterna felicidad: allá después seremos todos bienaventurados en Jesús y por Jesús.
Mas para obtener esta gracia suprema, ¡ah!, hijos míos, es necesario merecerla. Somos todos cristianos, pero, muy frecuentemente no vivimos como cristianos. Parece más bien, entre aquellos que se dicen cristianos, no viven ni como cristianos, ni como católicos, cuando se alejan del espíritu de la Iglesia, cuando no respetan a sus ministros y olvidan sus Sacramentos.
A vosotras, señoras, pues veo aquí a muchas mujeres, a vosotras os diré que oréis: porque desde entonces, fuisteis escogidas para testificar la resurrección de Nuestro Señor. Vosotras fuisteis las primeras en visitar el sepulcro; las primeras en haber llevado los aromas a la tumba de Jesucristo. Ha resucitado, y vosotras sois las primeras en haber esparcido la noticia. A vosotras, mujeres, espera el más bello encargo, el de llevar aromas a Jesucristo. ¿Y estos aromas cuáles son? Son las buenas obras y las buenas oraciones. ¿Qué seríais vosotras sin las buenas obras y las oraciones? “Engañoso es el donaire, la belleza es vana, y solo la mujer que teme a Dios vivirá eternamente” (Proverbios XXXI, 30). Fatigaos pues en acrecentar vuestros méritos. Haced que Dios mire vuestra vida: y al venir la muerte, Dios os extenderá los brazos y os transportará a su paraíso, cerca a Nuestro Señor Jesucristo.
A los hombres que me escuchan diré: sed cristianos, vivid como cristianos, tanto que vuestra alma pueda alabar y bendecir a Dios por toda la eternidad. Orad, orad; yo oro con vosotros, y a todos vosotros os doy mi bendición: la doy a vuestras familias, a vuestros amigos, a la sociedad toda. ¡Ah!, oremos juntos, oremos por la sociedad humana tan agitada y sacudida, que busca la paz y no la encuentra, ni la podrá encontrar sino en el seno de Dios. Esta sociedad alterada tiene necesidad de oraciones, y a ella, como a vosotros, imparto mi bendición en nombre de Dios para el tiempo y para la eternidad.
Una correspondencia decía aludiendo a este discurso que “no solo los católicos, sino los mismos protestantes, fueron profundamente conmovidos”».
PAPA PÍO IX, Audiencia concedida a varios forasteros el Sábado Santo (27 de Marzo) de 1869. En La Parola di Pio IX, ossia raccolta di discorsi e detti di Sua Santità dal principio del suo pontificato sino ai nostri giorni pel Sac. Antonio Marcone, Serie seconda, Genova, Direzione delle Lettere Cattoliche, 1871, págs. 116-118.
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