Estados Unidos nació a partir de las Trece Colonias, que heredaron el anticatolicismo de su otrora metrópoli Inglaterra (aunque a diferencia, no hubo las persecuciones al modo de aquella), y de ahí que se viera con hostilidad a los católicos (primero a los españoles de Florida y los franceses de Luisiana, luego a los mexicanos de Texas y Alta California, y más tarde a los inmigrantes provenientes de Italia, Irlanda, Alemania y Polonia, entre otros países), porque se pensaba que sus lealtades estarían con el Papa de Roma y no con el American Way of Life. Hostilidad que se vio reflejada ad extra en los ataques del nativismo de los WASP (White, Anglo-Saxon Protestant), y ad intra por la reacción fidelista laical imitando los valores democráticos y el estilo protestante (por ejemplo, parroquias propias y elegir sus párrocos). Pero, en la Guerra de Secesión, los católicos mantuvieron su unidad evitando cualquier discusión, mientras que los protestantes se dividieron con su propia línea Mason-Dixon (ejemplo de esto fueron que habían ediciones distintas del Libro de Oración Común episcopaliano para la Unión y para los Confederados, o que la iglesia bautista se dividió en 1845 por causa de la esclavitud –la Convención Bautista del Norte era abolicionista, y la Convención Bautista del Sur era esclavista–).
Los obispos estadounidenses, reunidos en los Concilios Plenarios de Baltimore (primado de facto de Estados Unidos) en 1852, 1866 y 1884 buscaron soluciones propias a la problemática que vivía la Iglesia en ese país, aduciendo una colegialidad existente por lo menos desde 1780. Esta época fue marcada por grandes frutos apostólicos y que se ganó mayor aceptación para la Iglesia por parte de la minoría culta estadounidense y la hostilidad pasó de los ataques contra todos los católicos hacia aquellos que intentaban obtener fondos públicos para sus escuelas.
León XIII, el 6 de Enero de 1895, dirige a los Obispos de Estados Unidos la encíclica “Longínqua Océani” [Acta Sanctæ Sedis, vol. XXVII (1894-1895), págs. 387-399; traducción tomada de PROPAGANDA CATÓLICA], en la cual pondera que las leyes norteamericanas hayan respetado la libertad de la Iglesia bajo el amparo del derecho común; y les recuerda que los frutos pastorales se deben principalmente a la naturaleza de la Iglesia y no a la neutralidad estatal, previniendo del erróneo uso del «modelo estadounidense» para alterar la doctrina católica sobre las relaciones Iglesia-Estado, y de la equivocada pretensión de «americanizar» a otras naciones (el americanismo como tal será condenado cuatro años después con la encíclica “Testem Benevoléntiæ Nostræ”). Es una lástima que 70 años después de Longínqua Océani, en el Vaticano II la libertad religiosa y la separación Iglesia-Estado al modo estadounidense se impusiera en las aulas conciliares merced al jesuita John Courtney Murray.
ENCÍCLICA “Longínqua Océani” DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR LEÓN, PAPA XIII, SOBRE EL CATOLICISMO EN LOS ESTADOS UNIDOS.
A los Venerables Arzobispos y Obispos de los Estados Unidos.
Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica
1. Introducción.
Atravesamos con el espíritu y con el
pensamiento los dilatados espacios del Océano, y, aunque ya en otras
oportunidades Nos hemos dirigido a vosotros por escrito, sobre todo
cuanto hemos enviado cartas circulares, en virtud de nuestra autoridad, a
los obispos del orbe católico, hemos determinado dirigiros ahora la
palabra por separado, con el propósito, si Dios lo quiere, de ser útiles
a la familia católica de entre vosotros. Y emprendemos esta tarea con
sumo interés y cuidado, ya que tenemos en suma consideración y estimamos
mucho al pueblo americano, fuerte por su juventud, en el cual
percibimos gérmenes de grandeza no sólo en lo político, sino también en
lo cristiano.
Cuando, no hace todavía mucho, toda
vuestra nación celebraba, con el más grato recuerdo y en todos los
sentidos, como era digno, el cuarto centenario del feliz
descubrimiento de América, Nos celebramos igualmente con vosotros la
memoria de un hecho tan glorioso en comunión de alegría y semejanza de
buena voluntad. Y en aquella ocasión no nos conformamos con
hacer votos por vuestra conservación y grandeza permaneciendo ausente;
figuraba entre nuestros deseos hallarnos presente de alguna manera entre
vosotros, y por ello enviamos gustosos a quien nos representara.
Lo que hicimos en aquella solemnidad no
los hicimos sin derecho; al pueblo americano, apenas nacido a la luz
desde sus primeros vagidos, la madre Iglesia lo recibió en su seno.
Puesto que, como en otras naciones hemos demostrado, Colón buscó, como primer fruto de sus navegaciones y trabajos, dar a conocer el nombre cristiano en las nuevas tierras y mares;
en cuyo pensamiento fijo, nada era para él más urgente, dondequiera que
arribara, como enarbolar sobre la costa el sacrosanto signo de la cruz.
Igual, pues, que el Arca de Noé, flotando sobre las aguas desbordadas,
llevaba la semilla de los israelitas con las reliquias del género
humano, las naves colombinas, confiadas al Océano, llevaron los principios de grandes naciones y los fundamentos de la religión cristiana.
No es de este lugar referir minuciosamente lo que vino después. Lo cierto es que el Evangelio iluminó desde los primeros instantes a los pueblos, antes salvajes, descubiertos por el genovés.
Pues se sabe cuántos, y no sólo de la Orden franciscana, sino también
de la de Santo Domingo y de la de San Ignacio de Loyola, pasaron en el
espacio de dos siglos a las nuevas tierras con el exclusivo fin de
atender las colonias llevadas desde Europa, y, sobre todo, de convertir a
los indígenas, sacándolos de la superstición a la religión de Cristo, y sellando no pocas veces sus desvelos con testimonio de sangre. Los
mismos nuevos nombres impuestos a muchísimas de vuestras ciudades,
ríos, montes y lagos muestran y testifican con toda claridad vuestros
orígenes, totalmente calcados en los vestigios de la Iglesia católica. Y no ocurrió al azar, sin designio de la divina Providencia, lo que vamos a recordar: cuando
las colonias americanas, ayudadas por los católicos, lograron su
independencia y soberanía y se constituyeron conforme a derecho en
nación, quedó también jerárquica y legalmente constituida entre vosotros
la Iglesia, y, al mismo tiempo que el sufragio popular exaltaba a la
suprema magistratura al gran Washington, la autoridad apostólica ponía
al frente de la Iglesia americana el primer obispo. La amistad y trato familiar que, según consta, existió entre uno y otro parece indicar la conveniencia de que esa federación de estados y la Iglesia católica estén unidas por la concordia y la amistad.
Y no sin razón ciertamente. Pues la sociedad no puede asentarse sino
sobre buenas costumbres; esto lo vio con gran perspicacia y lo publicó
aquel vuestro primer ciudadano a que hace poco hemos aludido, y que se
distinguió tanto por su talento y prudencia política. Ahora bien, es la religión la que sobre todo y de manera inmejorable contiene las costumbres,
ya que por su propia naturaleza custodia y defiende los principios de
donde emanan los deberes, y en los momentos más indicados para la acción
manda vivir virtuosamente y no pecar. ¿Qué es la Iglesia sino
una sociedad legítima fundada por voluntad mandato de Cristo para
conservar la santidad de las costumbres y defender la religión?
Por esto hemos insistido reiteradamente, desde la cima de este
pontificado, en llevar a los ánimos la convicción de que indudablemente la Iglesia, aunque por su esencia y naturaleza tiene por objeto la salvación de las almas y el logro de la felicidad eterna, produce
además, incluso en el orden de las cosas mortales, tantos y tan grandes
beneficios como no podrían ser ni más ni mayores si su finalidad
primera y principal fuera propugnar la prosperidad de esta vida terrena.
Nadie podrá menos de ver que vuestra
nación progresa y que parece volar hacia una situación cada vez mejor;
incluso en lo que atañe a la religión. Pues de igual manera que los
estados han crecido, en el curso de un siglo escasamente, en gran
cantidad de recursos y poderío, también la Iglesia, de pequeña y débil
que era, se engrandece con extraordinaria rapidez y florece
egregiamente. Ahora bien, si, por un lado, el aumento y abundancia de
bienes que se parecía en vuestros estados justamente se atribuyen al
talento y laboriosidad del pueblo americano, por el otro, la
situación floreciente del catolicismo ha de atribuirse, sin duda alguna,
en primer lugar, a la virtud, habilidad y prudencia de los obispos y
del clero, y luego a la fe y a la generosidad de los católicos.
Así, apoyándoos con todas vuestras fuerzas en cada uno de estos
órdenes, habéis podido fundar innumerables instituciones piadosas y de
utilidad: templos, escuelas para educar a los niños, centros de estudios
superiores, asilos para recoger a los pobres, sanatorios, monasterios.
Y, en lo que toca más directamente a la formación de las almas,
consistente en el ejercicio de las virtudes cristianas, nos constan
muchas otras cosas que nos llenan de esperanzas y non inundan de gozo:
el desarrollo de ambos cleros, la estimación en que se tienen las
congregaciones piadosas, la existencia de escuelas curiales católicas,
de escuelas dominicales para la enseñanza de la doctrina cristiana, de
escuelas de verano; sociedades de socorros mutuos para aliviar la
indigencia, para proteger la moderación en la comida; y a esto se añaden
otras muchas demostraciones de piedad popular.
No cabe la menor duda de que han
conducido a estas felices realidades principalmente los mandatos y
decreto de vuestros sínodos, sobre todo los de aquellos que, andando el
tiempo, fueron convocados y sancionados por la autoridad de la Sede
Apostólica. Pero han contribuido, además, eficazmente, hay que confesarlo como es, la equidad de las leyes en que América vive y las costumbres de una sociedad bien constituida.
Pues, sin oposición por parte de la Constitución del Estado, sin
impedimento alguno por parte de la ley, defendida contra la violencia
por le derecho común y por la justicia de los tribunales, le ha sido dada a vuestra Iglesia una facultad de vivir segura y desenvolverse sin obstáculos. Pero, aun siendo todo esto verdad, se evitará creer erróneamente, como alguno podría hacerlo partiendo de ello, que
el modelo ideal de la situación de la Iglesia hubiera de buscarse en Norteamérica o que universalmente es lícito o conveniente que lo
político y lo religioso estén disociados y separados, al estilo estadounidense. Pues que el catolicismo se halle incólume entre
vosotros, que incluso se desarrolle prósperamente, todo esto debe
atribuirse exclusivamente a la fecundidad de que la Iglesia fue dotada
por Dios y a que, si nada se le opone, si no encuentra impedimentos,
ella sola, espontáneamente, brota y se desarrolla; aunque indudablemente
dará más y mejores frutos si, además de la libertad, goza del favor de
las leyes y de la protección del poder público.
2. Preocupaciones del Pontífice sobre la Iglesia norteamericana.
2.1. La Enseñanza:
Nos, sin embargo,
conforme las circunstancias lo han ido permitiendo, jamás hemos olvidado
conservar y robustecer con mayor firmeza el catolicismo entre vosotros.
Por ello, como bien sabéis, hemos emprendido principalmente dos cosas: la una, organizar los estudios; la otra, dar una más plena administración a los asuntos católicos.
En efecto, aunque ya existían muchos centros de estudios
universitarios, e insignes por cierto, hemos procurado alguno instituido
por la autoridad de la Sede Apostólica, dotado por Nos de pleno
derecho, en el cual doctores católicos instruyeran a los deseosos de
saber, al principio en las disciplinas filosóficas y teológicas, y
después, según las circunstancias y los tiempos lo fueron permitiendo,
también en las demás, especialmente las que nuestra edad ha descubierto y
perfeccionado. Pues que toda erudición es incompleta si le falta el
conocimiento de las disciplinas más recientes. Es decir, que en
esta tan rápida carrera de los inventos, en medio de tan enorme ambición
de saber tan ampliamente extendida, los católicos deben ir delante y no
a la zaga; por tanto, es preciso que se instruyan en todo tipo
de conocimientos y que se ejerciten intensamente en la exploración de
la verdad y, en la medida de lo posible, en investigaciones de toda
índole. Esto es lo que ha querido en todo tiempo la Iglesia, y por esta
razón, para ensanchar los dominios de las ciencias, no ha regateado
esfuerzo ni lucha que estuviera a su alcance. Así, pues, por carta
dirigida a vosotros con fecha 7 de marzo de 1889, venerables hermanos,
constituimos legalmente Washington, la capital, un gran gimnasio para la
juventud deseosa de cursar estudios superiores, para cuyos estudios
vosotros mismos casi unánimemente manifestasteis que este centro habría
de ser la sede más adecuada. Informando de lo cual a nuestros hermanos
los cardenales de la santa Iglesia romana en el consistorio (el 30 de diciembre de 1889), Nos
declaramos ser nuestro deseo que fuera preceptivo en este gimnasio que
la erudición y la doctrina se unieran con la incolumidad de la fe y que
los jóvenes recibieran una formación no menor en religión que en las más
interesantes disciplinas. Por ello, mandamos que fueran los obispos de
los Estados Unidos los que confeccionaran el plan de estudios y cuidaran
de la instrucción de los alumnos, confiriendo la potestad y el cargo de
canciller, según lo llaman, al arzobispo de Baltimore. Y los comienzos
han sido felices, gracias a Dios. Pues sin dilación alguna, cuando
celebrabais el centenario de la institución de la jerarquía
eclesiástica, se iniciaban con todo fausto las disciplinas sagradas.
Hemos sabido que desde entonces se dedican a la enseñanza de la teología
varones ilustres, que unen a su talento y su ciencia una insigne
adhesión y obediencia a la Sede Apostólica. No hace mucho, además, hemos
vuelto a tener noticias de que, por generosidad de un piadoso
sacerdote, se han construido desde sus cimientos nuevos edificios para
dedicarlos a la enseñanza de las ciencias y las letras a los jóvenes,
tanto clérigos como seglares. Y confiamos que otros ciudadanos
encontrarán el modo de imitar el ejemplo de este piadoso varón; Nos, en
efecto, no desconocemos la idiosincrasia de los norteamericanos, a los
cuales no puede pasarles inadvertido que cuanta generosidad se ponga en
obras de esta índole, queda ampliamente compensada por el mayor
beneficio común de todos.
Nadie ignora qué esplendor de las
ciencias y las letras se ha seguido por toda Europa de esta clase de
liceos, que en épocas diversas la Iglesia o instituyó por sí misma o
protegió con sus leyes, si ya estaban fundados. Y hoy mismo,
para no citar otros, basta con recordar el de Lovaina, del cual se
deriva para los belgas un aumento casi cotidiano de prosperidad y de
gloria. Y es fácil conseguir de ese gran liceo de Washington igual o
similar abundancia de beneficios si, como no dudamos, tanto el
profesorado como los alumnos obedecen nuestros preceptos y, dejadas a un
lado las ambiciones y luchas de partido, saben ganarse la opinión
pública y del clero.
Queremos aquí, venerables hermanos,
encomendar a vuestra caridad y la beneficencia popular el Colegio de
Roma para jóvenes norteamericanos aspirantes al sacerdocio, fundado por
nuestro predecesor Pío IX, y que Nos hemos confirmado legalmente por
carta de 25 de octubre de 1884, tanto más cuanto que sus resultados no
han defraudado en modo alguno la común esperanza en él depositada.
Vosotros mismos sois testigos de que en un lapso corto de tiempo han
salido de él muchísimos buenos sacerdotes, de entre los cuales no han
faltado quienes por su virtud y su ciencia hayan alcanzado los grados
más altos de la dignidad eclesiástica. Por lo cual, Nos estimaremos que
tenéis en justo aprecio este centro sis seguís enviando a él jóvenes
elegidos para formarlos como la esperanza de la Iglesia, pues los
tesoros de la inteligencia y las virtudes del alma que adquieran en la
ciudad de Roma se manifestarán un día en su patria y rendirán frutos de
común utilidad.
2.2. La administración eclesiástica:
De igual manera, movidos por el amor hacia los católicos de vuestra nación, ya desde los comienzos de nuestro pontificado estuvimos pensando en el tercer concilio de Baltimore.
Y cuando más tarde, por razón del mismo y a petición nuestra, vinieron a
Roma los arzobispos norteamericanos, nos informamos diligentemente de
ellos sobre los asuntos que juzgaban necesario someter a común
deliberación; finalmente, luego de considerar maduramente las
cosas, mandamos que se ratificara con la autoridad apostólica lo que,
reunidos todos en Baltimore, juzgaron conveniente acordar. Y no tardó en dejarse ver su fruto,
ya que la realidad misma ha reconocido y reconoce las deliberaciones de
Baltimore como beneficiosas y muy apropiadas a los tiempos. Bien se ha
visto ya su fuerza para establecer la disciplina, para estimular
el celo y la vigilancia del clero, para proteger y propagar la
formación católica de la juventud. Aunque si en estas cosas
reconocemos, venerables hermanos, vuestra diligencia, si alabamos
vuestra constancia juntamente con vuestra prudencia, lo hacemos en
reconocimiento de vuestros méritos; claramente advertimos que la
abundancia de tales bienes no hubiera en modo alguno llegado tan pronto y
tan expeditamente a su madurez si vosotros no os hubierais interesado,
en la medida que a cada uno le fuera posible, en llevar a la práctica,
con diligencia y fidelidad, lo que tan sabiamente se había establecido
en Baltimore.
Una vez celebrado el concilio de Baltimore, faltaba, sin embargo, dar a la obra el congruente y oportuno remate; vimos que apenas podía pedirse nada mejor que el que la Santa Sede estableciera, con las formalidades de rigor, su legación americana; y la establecimos legalmente en efecto, como bien lo sabéis.
Hecho esto, según hemos manifestado otras veces, fue nuestro primer
deseo testificar que Norteamérica está, en nuestro concepto y
benevolencia, en el mismo lugar y rango que los demás Estados,
principalmente las grandes potencias; y cuidar después que se
estrecharan más los lazos de los deberes y obligaciones que os unen a
vosotros, que unen a tantos millares de católicos con la Sede
Apostólica. Fueron muchos los católicos que se dieron perfecta cuenta de
nuestro proceder, e igual que comprendieron que había de serles
provechoso, conocieron que se hacía conforme a las costumbres y los usos
de la Sede Apostólica. En efecto, los Romanos Pontífices, por haber recibido de Dios la supremacía en la administración de la sociedad cristiana, han acostumbrado, desde la más remota antigüedad, a enviar legados suyos a las naciones y pueblos cristianos alejados. Y esto no por razones extrínsecas, sino por derecho nativo suyo, ya que el «Romano Pontífice,
a quien Cristo confirió la potestad ordinaria e inmediata tanto sobre
todas y cada una de las iglesias cuanto sobre todos y cada uno de los
pastores y de los fieles (CONCILIO VATICANO, ses.4 c.3), no pudiendo recorrer personalmente uno a
uno todos los países ni ejercer sobre el rebaño que le fue confiado el
cuidado de su pastoral solicitud, tiene por deber de impuesta
servidumbre necesariamente que enviar legados suyos a las diversas
partes del mundo según fuere presentándose la necesidad, para que,
supliendo sus veces, corrijan errores, allanen dificultades y
administren a los pueblos a él confiados incrementos de salvación» (Cap. único Extravagante, Comentario De Consuetúdine, 1. I).
Y ¡qué injusta y falsa sospecha
aquella, si existió jamás en parte alguna, de que la potestad confiada
al legado estorba a la potestad de los obispos! Para Nos, más que para nadie, son sagrados los derechos de aquellos a quienes el Espíritu Santo instituyó obispos para regir la Iglesia de Dios:
derechos que no sólo queremos, sino que es nuestro deber quererlo, que
permanezcan íntegros en todas las naciones y partes de la tierra, sobre
todo porque la dignidad de cada uno de los obispos se entreteje con la
dignidad del Romano Pontífice de tal manera, que necesariamente ampara a
la una quien defiende a la otra. Mi honor es el honor de la
Iglesia universal. Mi honor es el vigor inquebrantable de mis hermanos.
Me considero verdaderamente honrado cuando no se niega el honor debido a
ninguno de los demás (SAN GREGORIO MAGNO, Epístola a Eulogio Alejandrino 1.8, ep. 30). Por
lo cual, consistiendo la dignidad y el cometido del legado apostólico,
cualquiera que sea la potestad de que se halle investido, cumplir
los mandatos e interpretar la voluntad del Pontífice por quien es
enviado, está tan lejos de crear dificultades a la potestad ordinaria de
los obispos, que más bien habrá de llevarle refuerzo y vigor.
Su autoridad, por consiguiente, habrá de ser considerada de no pequeño
peso para conservar la obediencia en la multitud; en el clero, la
disciplina y la debida reverencia a los obispos, y en los obispos, la
caridad mutua con íntima unión espiritual.
Unión esta tan provechosa y saludable,
que, consistiendo especialmente en sentir y proceder de común acuerdo,
hará, en efecto, que cada uno de vosotros siga consagrándose
diligentemente a la administración de su diócesis; que ninguno impida a otro en su gestión de gobierno; que nadie ande espiando los planes y actos de los demás,
y que todos, eliminadas las discordias y con el mutuo respeto que deben
guardarse, os esforcéis en reportar a la Iglesia norteamericana gloria y
general bienestar en una suprema unificación de fuerzas. Apenas
cabe imaginar qué enorme cantidad de bienes habrá de seguirse para los
nuestros de esta concordia entre los obispos y, al mismo tiempo, cuán
poderoso ejemplo para los demás, pues de ello podrán colegir
fácilmente que de verdad el apostolado divino ha pasado en herencia la
orden de los obispos católicos. Hay, además, otro punto digno de la
mayor consideración. Están de acuerdo en ello los prudentes, y Nos mismo
lo hemos indicado, y no sin complacencia, hace poco: que América parece llamada a grandes cosas. Y Nos queremos, desde luego, que la Iglesia católica contribuya y ayude a esta grandeza que se deja sentir.
Estimamos, en efecto, que es justo y conveniente que ella, aprovechando
la coyuntura de los tiempos, camine con paso firme de la mano del
Estado hacia el progreso y que se esfuerce, al mismo tiempo, en
aprovechar cuanto le sea posible, con sus virtudes y con sus
instituciones, al desarrollo de la nación. Ahora bien, logrará
plenamente ambos objetivos con tanta mayor facilidad y abundancia cuanto
mejor constituida la encuentren los tiempos futuros. ¿Y qué
significa la legación de que hablamos o cuál es su finalidad sino lograr
que las constitución de la Iglesia sea más firme, y más fuerte su
disciplina?
2.3. El Matrimonio:
Siendo esto así, mucho deseamos que
penetre más hondo en el ánimo de los católicos, que jamás podrán ellos
atender más rectamente a su bien privado ni servir mejor al bien común
como prosiguiendo sumisos y obedientes de todo corazón a la Iglesia.
Aunque acerca de esto apenas necesitan
ellos de estímulo, pues suelen adherirse espontáneamente y con laudable
constancia a las instituciones católicas. Una sola cosa, de la mayor
importancia y saludable en sumo grado para todos, queremos recordar
aquí, y que entre vosotros, por lo general, se conserva santamente en la
fe y en las costumbres; nos referimos a la unidad y perpetuidad
del matrimonio, en el cual se ofrece el vínculo de unión más estable no
sólo para la sociedad doméstica, sino también para la civil.
No pocos de vuestros conciudadanos, incluso entre aquellos mismos que
están en desacuerdo con nosotros en todo lo demás, alarmados por el
desenfreno de los divorcios, admiran y aprueban en esta materia la
doctrina y la práctica de los católicos. Y, al pensar así, se dejan
llevar no menos por el amor a la patria que por el consejo de la
sabiduría. Porque apenas es posible pensar una más radical ruina para la
sociedad como querer que pueda ser roto un vínculo por ley divina
perpetuo e indivisible. «A causa de los divorcios, las alianzas
matrimoniales se hacen inestables, se debilita el cariño mutuo, se
proporcionan a la infidelidad incentivos perniciosos, se perjudican la
tutela y la educación de los hijos, se da ocasión de disolver las
sociedades domésticas, se siembra la semilla de la discordia entre las
familias, se disminuye y rebaja la dignidad de la mujer, que corre el
peligro de verse abandonada una vez satisfecho el apetito del hombre. Y,
puesto que nada puede tanto como la corrupción de las costumbres para
perder a las familias y quebrantar las fuerzas de las naciones,
fácilmente se adivina que el divorcio es el mayor enemigo de la
prosperidad de la familia y del Estado» (Encíclica Arcánum Divínæ sapiéntiæ, 10 de Febrero de 1880).
Es sabido y conocido cuánto importa en la
vida civil que los ciudadanos sean honrados y de buenas costumbres,
sobre todo en una república democrática, como la vuestra. En un
Estado libre, si el pueblo no rinde honor a la justicia, si la multitud
no es llamada con frecuencia y diligentemente a los preceptos de las
leyes evangélicas, la misma libertad puede ser perniciosa. Por
consiguiente, cuantos del orden clerical se consagran a la construcción
del pueblo, deben tratar con claridad esta materia de las obligaciones
ciudadanas, para que todos vivan en la persuasión e inteligencia plenas
de que en todo puesto en la vida ciudadana conviene que sobresalgan la
fe, la moderación y la integridad, pues lo que no es lícito en el orden
privado, tampoco lo es en el público. Acerca de todas estas cuestiones,
como sabéis, en las mismas encíclicas que hemos escrito a lo largo de
nuestro supremo pontificado se dan a conocer muchas cosas que los
católicos deben observar y obedecer. Escribiendo y enseñando, sacándolos
tanto de la doctrina evangélica cuanto de los principios de la razón,
hemos hablado de la libertad humana, de los principales deberes de los
cristianos, de la potestad civil y de la cristiana constitución de los
Estados. Por lo tanto, quienes quieran ser ciudadanos honrados y
cumplir fielmente con sus obligaciones, pueden encontrar la norma de
honestidad en esos escritos nuestros. Igualmente insistan los
sacerdotes recordar al pueblo las disposiciones del tercer concilio de
Baltimore, especialmente las que tratan sobre la virtud de la templanza,
sobre la educación católica de la juventud, sobre la frecuencia de los
sacramentos y sobre la sumisión a las leyes justas y a las instituciones
estatales.
2.4. El Problema Obrero:
Se ha de velar también con la máxima
diligencia, no sea que alguno caiga en error, sobre el ingreso en
sociedades. Y esto queremos que se entienda referido concretamente a los
obreros, los cuales tienen efectivamente un derecho, que la Iglesia
aprueba y no niega la naturaleza, de afiliarse a sociedades para
beneficiarse en ello: pero interesa mucho con quiénes se
asocian, no sea que allí donde buscan una ayuda para mejorar, vayan a
poner en peligro bienes mucho mayores. La precaución más eficaz contra
este peligro está en que se prometan a sí mismos no consentir jamás que
ni en tiempo ni asunto alguno se prescinda de la justicia. Luego, si existe alguna asociación dirigida por personas no rectas ni amigas de la religión, a las cuales se obedece sumisamente, puede perjudicar muchísimo tanto al bien público como al privado y jamás podrá ser provechosa. Quede, por tanto, bien sentado que conviene
huir no sólo de las asociaciones expresamente condenadas por el juicio
de la Iglesia, sino también las consideradas como sospechosas y dañinas a
juicio de hombres prudentes, y sobre todo de los obispos.
Lo más conducente a la integridad de la fe es que los católicos prefieran asociarse con los católicos,
a no ser que la necesidad forzara a obrar de otro modo. Se deberá
disponer que presidan las reuniones de los asociados sacerdotes o
seglares probos y prestigiosos y, previo el consejo de éstos, que se
esfuercen en proponerse y conseguir lo más conforme con sus intereses ,
de acuerdo especialmente con las normas por Nos consignadas en la carta
encíclica Rerum Novarum. Que no olviden jamás, sin
embargo, que, si es justo y hasta deseable defender y a poyar los
derechos de las masas, no se ha de dejar a un lado que también existen
deberes. Y que entre los deberes más graves se hallan el de no
poner las manos en lo ajeno, el de dejar en libertad a cada cual para
sus asuntos, el de que no se puede impedir a nadie que preste su trabajo
donde quiera y cuando quiera. Los hechos de violencia y alborotos de
las turbas, que que fuisteis testigos el pasado año, son prueba más que
suficiente de que la audacia y la crueldad de los enemigos públicos
amenaza también los intereses americanos. Los tiempos mandan, por tanto, a los católicos que luchen en pro de la tranquilidad común y, consiguientemente, que
obedezcan a las leyes, que se aparten con horror de la violencia y que
no exijan más de lo que permiten la equidad y la justicia.
2.5. La Prensa:
Mucho pueden contribuir a esto los escritores, sobre todo los que consagran su actividad a la prensa diaria.
No se nos oculta que son muchos los bien preparados que riegan con sus
sudores este campo de lucha, y cuya labor más se merece alabanzas que
necesita de estímulos. De todos modos, puesto que la pasión de leer
prende con tanta vehemencia y se extiende con tan enorme amplitud, lo
que puede constituir un poderoso principio tanto de bienes como de
males, se ha de trabajar por todos los medios para aumentar las
plumas doctas y animadas del mejor espíritu, que tengan por guía a la
religión y por compañera a la honradez. Y esto es sumamente necesario en Norteamérica, por el trato y la amistad de los católicos con los no católicos; es ésta, indudablemente, la razón por la cual los nuestros necesitan una suma prudencia y una constancia singular de ánimo. Hay
que instruirlos, hay que aconsejarlos y fortalecer su espíritu e
incitarlos al amor de las virtudes y al cumplimiento fiel de los deberes
para con la Iglesia en medio de tantas ocasiones de caer.
Velar por esto y trabajar en ello es misión del clero, y ciertamente
grandiosa; el lugar y los tiempos piden, sin embargo, que los
periodistas también ellos, en la medida que sea posible, luchen
igualmente por esta causa. Pero habrán de reflexionar seriamente en que,
cuando falta la armonía de voluntades en los que tienden a una misma
cosa, la función del periodista, dado que no perjudique positivamente a
la religión, será muy poco el provecho que pueda aportarle. Los que quieran servir provechosamente con la pluma a la Iglesia, defender la causa católica, deben combatir de común acuerdo
y, como si dijéramos, con fuerzas concentradas; que no parecen
defenderse, sino más bien hacerse ellos mismos la guerra, quienes
debilitan sus fuerzas con la discordia. Por no distinta razón, los
escritores convierten su labor, de útil y fructífera, en perniciosa y
funesta siempre que tienen la osadía de someter a su juicio persona y,
olvidándose del debido respeto, criticar y censurar los actos de los
obispos; de lo cual no ven ellos qué enorme perturbación del orden, cuán
grandes males nacen. Aténganse, pues, a su profesión y no traspasen los
justos límites de la modestia. Hay que obedecer a los obispos,
colocados en excelso grado de autoridad, y rendir el honor conveniente y
adecuado a la grandeza y santidad de su cargo. Y esta reverencia, «que a
nadie le está permitido olvidar, debe ser en sumo grado clara y
manifestada en los periodistas y como expuesta para ejemplo. Ya
que los periódicos, hechos para divulgarse por todas partes. llegan
diariamente a manos de quien los encuentra a su paso e influyen no poco
en las opiniones y en las costumbres de la multitud» (Carta Cógnita Nobis, al arzobispo y obispos de las provincias de Turín, Milán y Vercelli. 15 de Enero de 1882). Mucho hemos
indicado Nos mismo en numerosos lugares sobre el oficio del buen
escritor, así como también se han reiterado muchas cosas, según el
sentir común, tanto por el concilio tercero de Baltimore como por los
arzobispos y obispos reunidos en Chicago el año 1893. Graben, pues, en
su ánimo los católicos tales documentos, así nuestros como vuestros, y
tengan bien sentado que, si quieren cumplir honestamente con su
obligación, como deben querer, conviene que todos sus escritos vayan
regulados por tales principios.
2.6. Los no creyentes:
Y el pensamiento se vuelve ya a los demás, a los que no están de acuerdo con nosotros en la fe cristiana. ¿Quién podrá negar que la mayor parte de ellos disienten más por atavismo que por propia voluntad? En ocasión muy reciente ha declarado nuestra carta apostólica Praeclara
con cuánto ardor deseamos su salvación y que vuelvan, por fin, al
regazo de la Iglesia, madre común de todos. Y no hemos perdido
ciertamente toda esperanza, pues vela presente Aquel a quien obedecen
todas las cosas y que dio su vida para congregar en unidad a los hijos de Dios, que estaban dispersos (San Juan XII, 52). Indudablemente que no
debemos abandonarlos ni dejarlos a su arbitrio, sino atraerlos a
nosotros con las máximas suavidad y caridad, persuadiéndolos por todos
los medios a que se decidan a penetrar en el seno de la verdad cristiana
y a dejarse de prejuicios. En lo cual, si es verdad que las primeras obligaciones corresponden a los obispos y al clero, las segundas son de los seglares; estos pueden, sin duda, ayudar
al esfuerzo apostólico del clero mediante la probidad de costumbres,
con la integridad de vida. Grande es el poder del ejemplo, sobre todo en
los que buscan sinceramente la verdad y van tras la honestidad por
cierta índole de virtud, de los que hay muchos en vuestro país.
Si el espectáculo de las virtudes cristianas influyó tanto, como
atestiguan los monumentos literarios, en los paganos, obcecados por
inveterada superstición, ¿vamos a pensar, acaso, nosotros que no tenga
ningún poder para desarraigar el error en los que están ya iniciados en
los misterios cristianos?
2.7. Las Minorías Raciales:
Finalmente, tampoco podemos pasar en
silencio a aquellos cuya prolongada desgracia implora y suplica el
auxilio de los varones apostólicos; nos referimos a los indios y
a los negros comprendidos dentro de las fronteras norteamericanas, que
en su mayor parte no han desechado aún las tinieblas de la superstición.
¡Qué maravilloso campo para cultivar! ¡Qué enorme multitud de hombres a
quienes hacer partícipes de los beneficios recibidos por mediación de
Jesucristo!
3. Conclusión.
Entre tanto, como anuncio de los dones
celestiales y como testimonio de nuestra benevolencia, os impartimos
amantísimamente en el Señor a vosotros, venerables hermanos; a vuestro
clero y al pueblo la bendición apostólica.
Dada en Roma, junto a San Pedro, el día 6
de Enero, fiesta de la Epifanía del Señor, de 1895, año decimoséptimo
de nuestro pontificado. LEÓN PP. XIII.
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