lunes, 23 de mayo de 2022

FRAY DIEGO RUIZ ORTIZ, PROTOMÁRTIR DEL PERÚ

   
La historia de la conquista del Reino del Perú nos regala un sinnúmero de episodios heroicos. En ella están pintados los hombres en toda su dimensión, con luces y sombras, más allá de su etnia y cultura. Relatos alejados de peligrosas dicotomías, tan afectas al liberalismo y el marxismo. Uno de estos hechos es el del último inca de Vilcabamba, Túpac Amaru I y el religioso agustino Diego Ortiz, relatada por el cronista Antonio de la Calancha.
   
Fray Diego Ortiz OSA

En 1566, los sucesores de Manco Inca, Sayri Túpac y Titu Cusi Yupanqui, firmaron el Tratado de Acobamba con las autoridades castellanas. El primero viajaría a Lima donde sería recibido como rey aliado por los vecinos de la ciudad. Luego de la casi intempestiva muerte de Titu Cusi en 1571 (que tomó el poder y abjuró del cristianismo tiempo antes –había sido bautizado como Diego de Castro por fray Marcos García–, volviendo a sus viejas costumbres paganas como el sacrificio de niños a las huacas, e impulsando la hostilidad hacia los misioneros que se atrevían a reprender sus vicios, entre ellos que abandonó su esposa Evangelina por unirse con la coya Angelina Polanqilaco) por un insulto, subió al poder su medio hermano Túpac Amaru I. Rompiendo el tratado, la tregua y la hospitalidad debida, reinició el bandidaje y ejecutó a los representantes virreinales.
   
Hacía tiempo ya que los religiosos agustinos se encontraban evangelizando en la región de Vilcabamba, cerca del Cuzco, cuando llegó allí fray Diego Ruiz Ortiz, a principios del año 1569, a participar de tal misión. 

Dando oídos al rumor de los renegados, Tupac Amaru I culpó a los agustinos de la muerte del antiguo inca (a quien su secretario mestizo Martín Pando y el general Gaspar Sulcayana le suministraron clara de huevo con azufre, remedio típico de ellos). El inca odiaba en particular a un agustino, Diego Ortiz, por las reprensiones públicas de sus borracheras, de su idolatría y de su poligamia. Una noche, dejándose tomar por la furia contra él, la coya Angelina Polanquilaco llamó a los capitanes y al secretario Martín Pando (que era mestizo) para que matasen al religioso decidieron cobrar venganza, dirigiéndose en tropel a la iglesia donde el religioso se encontraba orando.

A modo de saludo, le descargaron una furiosa andanada de bofetadas, golpes y patadas en el pecho, en la espalda y en todos sus miembros, llamándole embustero y endemoniado, exigiéndole que, como predicaba la resurrección de los muertos, devolviese la vida al Inca, pues de lo contrario le matarían por mentiroso. Finalmente, le desvistieron y ataron sus manos con sogas que cortaban la piel como cuchillo, dejándolo toda la noche al frío de la puna (páramo).

Al amanecer, dijo el agustino a sus torturadores que, si le dejaban celebrar el Santo Sacrificio, pediría a Dios la resurrección del Inca. Ellos concordaron, mas, como la misa demoraba, no tanto porque producto de la tortura de la noche anterior no podía levantar los brazos, Pando le golpeó diciendo «¡Yo te curaré, embustero!», sino por la devoción con que oficiaba la Misa, el apóstata Juan Quispe, enardecido, le dio una bofetada, diciéndole: «¡acaba ya, embustero!».

El padre Ortiz bajó los ojos paciente y devotamente hacia el Santísimo Sacramento, exclamando: «Bendito seáis, Dios» y, al instante, se le secó la mano al sacrílego, quien, para testimonio de este milagro, la conservó así durante los 56 restantes años de su vida (murió en 1624). Sin embargo, los desgraciados, lejos de apaciguarse, se enfurecieron más.

Terminada la misa, se abalanzaron sobre él y le maltrataron hasta el cansancio. Arrastrándole, le llevaron hasta el cementerio, donde le ataron a una cruz y le azotaron hasta derramar sangre por las heridas causadas también por las sogas, mientras los indios celebraron una parodia de la misa, bebiendo chicha en los cálices mientras vestían los ornamentos sagrados, causándole con tales profanaciones, dolores morales mayores que los horrendos sufrimientos físicos. Además, raspando el suelo donde ofició la misa, arrojaron el polvo y los restos de los altares destrozados al río.
  
Desangrado y agotado, desde la cruz, Ortiz pidió de comer, y le dieron un pan durísimo. Pidió agua tal como lo hizo Nuestro Señor, mas los apóstatas, siguiendo el camino de los deicidas, echando en un recipiente sal, orines, salitre, excrementos y una hierba muy amarga llamada colpa, le obligaron a beber esa inmunda mezcla. Él bendecía y rogaba por la conversión de sus agresores.

Al tiempo de llevarlo a la casa de Angelina, que colmó al fraile de maldiciones, decidieron llevarlo la presencia del Inca en Marcanay. Como no podía mantenerse en pie, se le horadó un hueco entre las dos mejillas, por el que se le pasó una soga para arrastrarlo como bestia de carga. La distancia era de unos 60 kilómetros, pero el sendero de lo más abrupto. Todo el camino fue un espantoso martirio. En el trayecto pasaron por Guarancalla, lugar donde se encontraba la misión de fray Diego, donde, sin embargo, ninguno de los suyos le prestó socorro, por temor al Inca: incluso en las misiones había timoratos…
   
Al tercer día, el Inca no se dignó a recibirlo y ordenó que hicieran con él lo que quisieran. Lo llevaron a una ladera cercana a Marcanay conocida en aquel tiempo como la “Horca del Inca”. Allí le volvieron a azotar, le ultrajaron indeciblemente y, viendo que no moría, decidieron matarle a palos. Sin embargo, para hacerles caer en sí del pecado que estaban cometiendo y de la virtud de la víctima, Dios no permitía que fray Diego muriera. «Manan huañunca», que en su lengua significa «En ninguna manera morirá», repetían los indios y enfurecidos por ese hecho, además de clavarle espinas debajo de las uñas, acribillaron su cuerpo de tal modo que parecía un erizo. Sin embargo, cuanto más feroces los tormentos, tanto mayor el milagro de la sobrevivencia:

A pesar de ello, Diego Ortiz no moría. Decidieron matarlo asfixiado haciéndolo inhalar sahumerios repugnantes y rellenándole la boca y la nariz con algodones calientes, pero el prodigio continuaba. Enloquecidos de odio, porque querían matarlo a toda costa y no podían, Juan Túpac le dio un hachazo en la cabeza, haciendo caer al mártir sin sentido, y luego otro indio, con golpes de macana, le rompió el cráneo causándole la muerte. No satisfechos con ello y temiendo su resurrección, puesto cabeza abajo, le atravesaron a lo largo de todo el cuerpo un palo, hasta sacarlo más de dos palmos por el destrozado cráneo. Y así, le clavaron en el suelo y le arrojaron piedras hasta dejarle semienterrado.
   
Martirio de Fray Diego Ortiz
   
Mas como las palabras «Manan huañunca» continuaban resonando y atormentando las conciencias de los torturadores, estos descubrieron el cuerpo del misionero, para ver si realmente estaba muerto. Le tiraron en el suelo y obligaron a todos a pisotearlo. Creyendo que estaba aún con vida, pues sus cadavéricos ojos seguían mirando al cielo, por consejo del corregidor Diego Aucalli, uno de los sayones le cortó la cabeza y la enterraron en un hoyo, poniendo el cuerpo encima y cubriéndolo con piedras, chicha y salitre, como usaban con los blasfemos.

Su muerte ocurrió entre mayo y julio de 1571. El castigo a los criminales no se hizo esperar, ni de parte del cielo ni de la autoridad temporal: Hubo un incendio en un galpón donde los indios hacían sus fiestas, y vieron en medio de las llamas una serpiente. Se desató el tifo, y por la sequía en todo Vilcabamba vinieron langostas, mosquitos y gorgojos, y al grito de «Maldito seas tú, que te hallaste en la muerte del Santo», el pueblo se volcó contra los líderes de la masacre, que murieron con diversos géneros de mala muerte. Aucalli le dijo a Túpac Amaru I que las calamidades acaecidas eran prueba que el Evangelio era verdadero; y el virrey del Perú, Francisco Álvarez de Toledo, al enterarse en su visita a Cuzco de lo ocurrido, declaró la guerra a Túpac Amaru I el 30 de Julio, so pretexto de la guerra en Chile. El Inca fue vencido y apresado, y luego de ser juzgado por traicionar los tratados (por medio de su general Curi Paucar, Túpac Amaru I dio muerte al embajador Atilano de Anaya –que sin noticia de la muerte de Titu Cusi, venía para continuar las negociaciones– y a fray Marcos García –que iba a visitar las misiones– nada más cruzar el puente de Chuquisaca), fue decapitado por un verdugo cañari (tribu enemiga de los incas) en la Plaza Mayor de Cuzco entre el 22 y 23 de Septiembre de 1572, a pesar del pedido de clemencia hecho por los religiosos agustinos, compañeros de Ortiz y García, para ser juzgado en España, que solo obtuvieron que Túpac Amaru I fuese bautizado con el nombre de Felipe. El reclamo de Felipe II “Podéis iros a vuestra casa, porque yo os envié a servir reyes, no a matarlos” (puesto en su boca por Inca Garcilaso de la Vega en su Historia General del Perú, libro VIII, capítulo XX, Lisboa 1614), aunque fundado en la escrupulosa observancia de los fueros por parte de la Monarquía Hispánica, no tiene asidero en la realidad histórica porque Túpac Amaru I había ejercido poder efectivo y no solo nominal en sus dominios, y porque Felipe II elogió la administración del virrey (que fue llamado “el Solón del Perú” por el historiador Antonio Rodríguez de León Pinelo) en la cédula de remplazo del 26 de Mayo de 1580.

Más allá de todo lo dicho, el martirio de Ortiz dio frutos y se logró la tan ansiada paz y evangelización. El Evangelio se extendió con su ejemplo, en Vilcabamba y en todo el Perú. Conquistada Vilcabamba, los restos de fray Diego fueron sepultados dignamente en la nueva iglesia, y el 22 de Enero de 1595 presentó ante Fray Pedro de Aguilar, procurador agustino de Cuzco, presentó una carta en la que se certificaba el martirio, y el obispo Mons. Antonio de Raya informó sobre la vida y martirio de fray Diego Ortiz, con ánimo de promover su elevación a los altares, e hizo trasladar los restos al convento de San Agustín el 28 de Agosto de 1598, donde permanecieron hasta 1826, cuando los agustinos tuvieron que abandonarlo por la guerra civil. El templo, que ya amenazaba ruina por los terremotos, fue desmantelado y los restos se perdieron: todo un signo del avance del neopaganismo, con sus secuelas de nostalgia por la barbarie, de indiferencia y aun de fastidio, de los católicos tibios y de los enemigos de la fe, por aquel que llevó esa virtud tan lejos, que aceptó, como el Divino Salvador, que su propia sangre fuese derramada precisamente por aquellos a quienes ansiaba convertir.
   
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Olvidado por los peruanos ese insigne mártir, ¿qué extrañeza puede producir que el indigenismo y el miserabilismo, como efectos de la preferencia por la barbarie, se vaya apoderando de las mentalidades modernas? ¿Cómo defender a la patria si se va echando al olvido a sus más altos protectores y se va difundiendo la admiración por sus demoledores? Es como si Francia olvidara a San Remigio y al rey Clodoveo, a San Luis y Santa Juana de Arco, y entronizara a Vercingétorix, Ganelón, Felipe Igualdad o a Charles de Gaulle; o en España renegaran de San Hermenegildo, Don Pelayo, el Cid, San Fernando y a Isabel la Católica, para admirar a Don Oppas, Recafredo, La Pasionaria o Boabdil II de Granada.

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