Elementos tomados de PERIÓDICO LA ESPERANZA y EL PERÚ NECESITA DE FÁTIMA.
La
historia de la conquista del Reino del Perú nos regala un sinnúmero de
episodios heroicos. En ella están pintados los hombres en toda su
dimensión, con luces y sombras, más allá de su etnia y cultura. Relatos
alejados de peligrosas dicotomías, tan afectas al liberalismo y el
marxismo. Uno de estos hechos es el del último inca de Vilcabamba, Túpac
Amaru I y el religioso agustino Diego Ortiz, relatada por el cronista
Antonio de la Calancha.
En
1566, los sucesores de Manco Inca, Sayri Túpac y Titu Cusi Yupanqui,
firmaron el Tratado de Acobamba con las autoridades castellanas. El
primero viajaría a Lima donde sería recibido como rey aliado por los
vecinos de la ciudad. Luego de la casi intempestiva muerte de Titu Cusi
en 1571 (que tomó el poder y abjuró del cristianismo tiempo antes –había
sido bautizado como Diego de Castro por fray Marcos García–, volviendo a
sus viejas costumbres paganas como el sacrificio de niños a las huacas,
e impulsando la hostilidad hacia los misioneros que se atrevían a
reprender sus vicios, entre ellos que abandonó su esposa Evangelina por
unirse con la coya Angelina Polanqilaco) por un insulto, subió al poder
su medio hermano Túpac Amaru I. Rompiendo el tratado, la tregua y la
hospitalidad debida, reinició el bandidaje y ejecutó a los
representantes virreinales.
Hacía tiempo ya que
los religiosos agustinos se encontraban evangelizando en la región de
Vilcabamba, cerca del Cuzco, cuando llegó allí fray Diego Ruiz Ortiz, a
principios del año 1569, a participar de tal misión.
A modo de
saludo, le descargaron una furiosa andanada de bofetadas, golpes y
patadas en el pecho, en la espalda y en todos sus miembros, llamándole
embustero y endemoniado, exigiéndole que, como predicaba la resurrección
de los muertos, devolviese la vida al Inca, pues de lo contrario le
matarían por mentiroso. Finalmente, le desvistieron y ataron sus manos
con sogas que cortaban la piel como cuchillo, dejándolo toda la noche al
frío de la puna (páramo).
Al amanecer, dijo el
agustino a sus torturadores que, si le dejaban celebrar el Santo
Sacrificio, pediría a Dios la resurrección del Inca. Ellos concordaron,
mas, como la misa demoraba, no tanto porque producto de la tortura de la
noche anterior no podía levantar los brazos, Pando le golpeó diciendo
«¡Yo te curaré, embustero!», sino por la devoción con que oficiaba la
Misa, el apóstata Juan Quispe, enardecido, le dio una bofetada,
diciéndole: «¡acaba ya, embustero!».
El padre
Ortiz bajó los ojos paciente y devotamente hacia el Santísimo
Sacramento, exclamando: «Bendito seáis, Dios» y, al instante, se le secó
la mano al sacrílego, quien, para testimonio de este milagro, la
conservó así durante los 56 restantes años de su vida (murió en 1624).
Sin embargo, los desgraciados, lejos de apaciguarse, se enfurecieron
más.
Terminada la misa, se abalanzaron
sobre él y le maltrataron hasta el cansancio. Arrastrándole, le llevaron
hasta el cementerio, donde le ataron a una cruz y le azotaron hasta
derramar sangre por las heridas causadas también por las sogas, mientras
los indios celebraron una parodia de la misa, bebiendo chicha en los
cálices mientras vestían los ornamentos sagrados, causándole con tales
profanaciones, dolores morales mayores que los horrendos sufrimientos
físicos. Además, raspando el suelo donde ofició la misa, arrojaron el
polvo y los restos de los altares destrozados al río.
Desangrado y agotado, desde la
cruz, Ortiz pidió de comer, y le dieron un pan durísimo. Pidió agua tal
como lo hizo Nuestro Señor, mas los apóstatas, siguiendo el camino de
los deicidas, echando en un recipiente sal, orines, salitre, excrementos
y una hierba muy amarga llamada colpa, le obligaron a beber esa inmunda
mezcla. Él bendecía y rogaba por la conversión de sus agresores.
Al
tiempo de llevarlo a la casa de Angelina, que colmó al fraile de
maldiciones, decidieron llevarlo la presencia del Inca en Marcanay. Como
no podía mantenerse en pie, se le horadó un hueco entre las dos
mejillas, por el que se le pasó una soga para arrastrarlo como bestia de
carga. La distancia era de unos 60 kilómetros, pero el sendero de lo
más abrupto. Todo el camino fue un espantoso martirio. En el trayecto
pasaron por Guarancalla, lugar donde se encontraba la misión de fray
Diego, donde, sin embargo, ninguno de los suyos le prestó socorro, por
temor al Inca: incluso en las misiones había timoratos…
Al
tercer día, el Inca no se dignó a recibirlo y ordenó que hicieran con
él lo que quisieran. Lo llevaron a una ladera cercana a Marcanay
conocida en aquel tiempo como la “Horca del Inca”. Allí le volvieron a
azotar, le ultrajaron indeciblemente y, viendo que no moría, decidieron
matarle a palos. Sin embargo, para hacerles caer en sí del pecado que
estaban cometiendo y de la virtud de la víctima, Dios no permitía que
fray Diego muriera. «Manan huañunca», que en su lengua significa «En
ninguna manera morirá», repetían los indios y enfurecidos por ese hecho,
además de clavarle espinas debajo de las uñas, acribillaron su cuerpo
de tal modo que parecía un erizo. Sin embargo, cuanto más feroces los
tormentos, tanto mayor el milagro de la sobrevivencia:
A
pesar de ello, Diego Ortiz no moría. Decidieron matarlo asfixiado
haciéndolo inhalar sahumerios repugnantes y rellenándole la boca y la
nariz con algodones calientes, pero el prodigio continuaba. Enloquecidos
de odio, porque querían matarlo a toda costa y no podían, Juan Túpac le
dio un hachazo en la cabeza, haciendo caer al mártir sin sentido, y
luego otro indio, con golpes de macana, le rompió el cráneo causándole
la muerte. No satisfechos con ello y temiendo su resurrección, puesto
cabeza abajo, le atravesaron a lo largo de todo el cuerpo un palo, hasta
sacarlo más de dos palmos por el destrozado cráneo. Y así, le clavaron
en el suelo y le arrojaron piedras hasta dejarle semienterrado.
Mas
como las palabras «Manan huañunca» continuaban resonando y atormentando
las conciencias de los torturadores, estos descubrieron el cuerpo del
misionero, para ver si realmente estaba muerto. Le tiraron en el suelo y
obligaron a todos a pisotearlo. Creyendo que estaba aún con vida, pues
sus cadavéricos ojos seguían mirando al cielo, por consejo del
corregidor Diego Aucalli, uno de los sayones le cortó la cabeza y la
enterraron en un hoyo, poniendo el cuerpo encima y cubriéndolo con
piedras, chicha y salitre, como usaban con los blasfemos.
Su
muerte ocurrió entre mayo y julio de 1571. El castigo a los criminales
no se hizo esperar, ni de parte del cielo ni de la autoridad temporal:
Hubo un incendio en un galpón donde los indios hacían sus fiestas, y
vieron en medio de las llamas una serpiente. Se desató el tifo, y por la
sequía en todo Vilcabamba vinieron langostas, mosquitos y gorgojos, y
al grito de «Maldito seas tú, que te hallaste en la muerte del Santo»,
el pueblo se volcó contra los líderes de la masacre, que murieron con
diversos géneros de mala muerte. Aucalli le dijo a Túpac Amaru I que las
calamidades acaecidas eran prueba que el Evangelio era verdadero; y el
virrey del Perú, Francisco Álvarez de Toledo, al enterarse en su visita a
Cuzco de lo ocurrido, declaró la guerra a Túpac Amaru I el 30 de Julio,
so pretexto de la guerra en Chile. El Inca fue vencido y apresado, y
luego de ser juzgado por traicionar los tratados (por medio de su
general Curi Paucar, Túpac Amaru I dio muerte al embajador Atilano de
Anaya –que sin noticia de la muerte de Titu Cusi, venía para continuar
las negociaciones– y a fray Marcos García –que iba a visitar las
misiones– nada más cruzar el puente de Chuquisaca), fue decapitado por
un verdugo cañari (tribu enemiga de los incas) en la Plaza Mayor de
Cuzco entre el 22 y 23 de Septiembre de 1572, a pesar del pedido de
clemencia hecho por los religiosos agustinos, compañeros de Ortiz y
García, para ser juzgado en España, que solo obtuvieron que Túpac Amaru I
fuese bautizado con el nombre de Felipe. El reclamo de Felipe II
“Podéis iros a vuestra casa, porque yo os envié a servir reyes, no a
matarlos” (puesto en su boca por Inca Garcilaso de la Vega en su Historia General del Perú,
libro VIII, capítulo XX, Lisboa 1614), aunque fundado en la escrupulosa
observancia de los fueros por parte de la Monarquía Hispánica, no tiene
asidero en la realidad histórica porque Túpac Amaru I había ejercido
poder efectivo y no solo nominal en sus dominios, y porque Felipe II
elogió la administración del virrey (que fue llamado “el Solón del Perú”
por el historiador Antonio Rodríguez de León Pinelo) en la cédula de
remplazo del 26 de Mayo de 1580.
Más allá
de todo lo dicho, el martirio de Ortiz dio frutos y se logró la tan
ansiada paz y evangelización. El Evangelio se extendió con su ejemplo,
en Vilcabamba y en todo el Perú. Conquistada Vilcabamba, los restos de
fray Diego fueron sepultados dignamente en la nueva iglesia, y el 22 de
Enero de 1595 presentó ante Fray Pedro de Aguilar, procurador agustino
de Cuzco, presentó una carta en la que se certificaba el martirio, y el
obispo Mons. Antonio de Raya informó sobre la vida y martirio de fray
Diego Ortiz, con ánimo de promover su elevación a los altares, e hizo
trasladar los restos al convento de San Agustín el 28 de Agosto de 1598,
donde permanecieron hasta 1826, cuando los agustinos tuvieron que
abandonarlo por la guerra civil. El templo, que ya amenazaba ruina por
los terremotos, fue desmantelado y los restos se perdieron: todo un
signo del avance del neopaganismo, con sus secuelas de nostalgia por la
barbarie, de indiferencia y aun de fastidio, de los católicos tibios y
de los enemigos de la fe, por aquel que llevó esa virtud tan lejos, que
aceptó, como el Divino Salvador, que su propia sangre fuese derramada
precisamente por aquellos a quienes ansiaba convertir.
* * *
Olvidado
por los peruanos ese insigne mártir, ¿qué extrañeza puede producir que
el indigenismo y el miserabilismo, como efectos de la preferencia por la
barbarie, se vaya apoderando de las mentalidades modernas? ¿Cómo
defender a la patria si se va echando al olvido a sus más altos
protectores y se va difundiendo la admiración por sus demoledores? Es
como si Francia olvidara a San Remigio y al rey Clodoveo, a San Luis y
Santa Juana de Arco, y entronizara a Vercingétorix, Ganelón, Felipe
Igualdad o a Charles de Gaulle; o en España renegaran de San
Hermenegildo, Don Pelayo, el Cid, San Fernando y a Isabel la Católica,
para admirar a Don Oppas, Recafredo, La Pasionaria o Boabdil II de
Granada.
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