MES DE SAN MIGUEL
DÉCIMO DÍA
San Miguel, Ángel de la Agonía y la Redención.
Cuando Nuestro Señor Jesucristo consumó la obra de la Redención del género humano, se vistió, según la expresión de un Santo Doctor, con el vellón del chivo emisario, cargado por el pueblo judío con todas las iniquidades de la nación. Sucumbiendo al peso de estas ignominias seculares y de los innumerables pecados que, en el curso del tiempo, cada siglo acumulará hasta el fin del mundo, el Divino Redentor cae en el huerto de Getsemaní, cubierto de un sudor de sangre y sometido a una verdadera agonía. En ese momento solemne, ¿dónde está el hombre o más bien los hombres que Jesús iba a reconciliar con su Padre? Ay, todos han huido; sus privilegiados apóstoles, sus amados discípulos le han abandonado, no han podido velar con él ni una hora, duermen un profundo sueño, y Jesús está solo. Sin embargo, un Ángel lleno de majestuosidad desciende del Cielo para consolar al Divino, para fortalecer a la humanidad, que ha sido golpeada en su Cabeza. ¿Y quién es ese Ángel que ocupa nuestro lugar aquí, el que expresa nuestra compasión y gratitud a la Víctima Adorable que se ofreció espontáneamente cuando vino al mundo y que todavía se ofrece libremente en esta hora para pagar la deuda del pecado? Este Ángel, responden los Santos Padres, es San Miguel, que continúa y completa la admirable obra de la Encarnación. San Gregorio Magno, Corneille Lapierre, Francisco de Lucas, San Beda el Venerable y otros nos muestran la conveniencia de esto: San Miguel es el Campeón de la Encarnación, el Ángel de la Guarda del Verbo hecho carne, el apoderado de Dios siempre que se trata de realizar una obra divina. ¿No debía, pues, proteger hasta el final la Santa Humanidad de Nuestro Señor? ¿No debía ocupar el lugar del Padre Eterno en esta lucha suprema de la Agonía del Salvador del mundo? Además, su ardiente amor a Jesús y a su Santísima Madre, su deseo de hacer comprender al hombre la Maravilla de Dios, su esperanza de unir al Redentor del género humano los corazones más endurecidos y las voluntades más obstinadas, le otorgaron una capacidad irresistible de reconfortar a Jesús en esta lucha terrible de la Agonía. Finalmente, la dignidad soberana del Hijo de Dios, ¿no merecía en esta circunstancia la ayuda del llamado Gran Príncipe, el jefe de los Ángeles, el Ángel por excelencia? Pero, ¿cómo va a consolar San Miguel a Jesucristo, cómo va a fortalecer su divina Humanidad? Escuchemos a María de Ágreda: "Nuestro Señor suspendió en aquella hora suprema todos los consuelos divinos que podían brotar de su amor omnímodo a su santísima humanidad, abandonándola en lo posible a todo lo que era más riguroso en el sufrimiento, como lo ha atestiguado después en la Cruz." San Miguel se dirige a la razón humana del Verbo Encarnado, representándole con el acento del más penetrante amor que no depende de la Víctima Divina que todos los hombres se beneficien de su Encarnación, ya que Dios creó al hombre libre, y que, por consiguiente, no es posible que se salven los que desprecian los beneficios de la Redención; de modo que, pese a los deseos de Dios, aunque el número de los predestinados es inestimable, será menor que el de los réprobos. Cómo no relatar aquí el diálogo que San Buenaventura, en sus Meditaciones, establece entre Jesús y San Miguel en el Huerto de Getsemaní, o los Comentarios a esta palabra de Cristo: ¡Aparta de mí este Cáliz! Es entonces cuando entenderíamos la cooperación que tomó San Miguel en el misterio de la Redención, y podríamos repetir con el padre Faber que es efectivamente este Arcángel quien recibió del Padre Eterno la extraña y excepcional misión de consolar al Hijo de Dios en su inconsolable angustia. Además, si hemos de creer a los Doctores e Intérpretes de los Santos Evangelios, San Miguel, ya sea en este lugar de postración por Cristo, o en el doloroso camino del Calvario, o en el Monte Santo donde expiró Jesús, recogió cada gota de sudor derramada por el Regenerador del mundo Y la preciosa sangre que rezumó en la Agonía, que brotó en el Calvario, la recibió con amor y la ofreció a Dios junto con Jesús y María para la salvación del género humano. Concluyamos, pues, con el discípulo Timoteo, que debemos la Redención a Jesús y a María, y en cierta medida a San Miguel: a Jesús, como Redentor real y voluntario, o sea, el Autor y Consumador de la Redención; a María, como cogeneradora y coadjutora; a San Miguel, como defensor y vengador.
MEDITACIÓN- Cuando pensamos en la agonía de Jesucristo, cuando lo vemos cubierto de sudor de sangre; cuando lo contemplamos subiendo al Monte Santo, atado a la Cruz, derramando su sangre adorada, ¿podemos olvidar el valor de nuestra alma regenerada? Vale la sangre de un Dios: ¡Tanti vales, o anima mea! Es esta sangre infinitamente preciosa la que ha dado a los Sacramentos su virtud y eficacia. Es esta sangre la que nos regenera en el Bautismo, la que nos purifica en el Sacramento de la Penitencia, la que nos alimenta y fortalece en la Sagrada Eucaristía. En una palabra, es él quien nos da y mantiene en nosotros la vida espiritual, quien nos hace hijos de Dios y coherederos de Jesucristo. Somos de su raza, de su sangre, de su carne, de sus huesos. Reconoce, oh cristiano, tu dignidad, y, ya que te has hecho partícipe de la naturaleza divina, no vuelvas a caer en tu antigua bajeza.
Recuerda siempre de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro; y lo que eres de profesión, demuéstralo con tus obras más que con tu nombre, para que el nombre concuerde con las obras y el cuerpo con los hechos. De lo contrario, el nombre sería una palabra vacía y un gran crimen. No debes combinar una vida sensual con el honor que se te ha dado, y una vida criminal con una profesión divina. Sé irreprochable, busca y desea sólo lo que conduce al Cielo.
ORACIÓN- Oh Mensajero celestial, que viniste a ocupar nuestro lugar en aquel momento supremo en que Jesús agonizaba, y que con tanto cuidado recogiste su adorable sangre para presentarla a la divina Majestad, te saludamos con amor y gratitud; nuestra confianza en ti aumenta al considerar tu devoción por Jesucristo y tu compasión por nuestra pobre naturaleza. Ah, por la gloria de Dios, derrama sobre nosotros los tesoros de gracias que el Todopoderoso ha puesto a tu disposición, para que los sufrimientos de nuestro divino Salvador nos sean provechosos y nos abran las puertas de la Dicha Eterna. Amén.
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