lunes, 11 de marzo de 2024

SAN EULOGIO DE CÓRDOBA, MÁRTIR DE LA FE

«No resistas al que te maltrate; antes, si alguno te hiriere en la mejilla derecha, vuelve también la otra» (San Mateo V, 39).   
   

San Eulogio nació el año 800 de una familia que se conservaba fervientemente católica en medio de la apostasía general cuando la mayoría de los católicos había abandonado la fe por miedo al gobierno musulmán, que impuso altos tributos por cada vez que se iba a la iglesia y condenaba a muerte a quienes predicaban a Jesucristo en público. Su abuelo, que se llamaba también Eulogio, lo enseñó desde pequeño a que cada vez que el reloj de la torre daba las horas, dijera una pequeña oración, por ejemplo: «Dios mío, ven en mi auxilio, Señor, ven a prisa a socorrerme".

Tuvo por maestro en la escuela catedralicia de San Zoilo a uno de los más grandes sabios de su tiempo, al famoso Esperaindeo, el cual lo formó muy bien en filosofía y otras ciencias. Como compañeros de estudios tuvo a Pablo Álvarez, el cual fue siempre su gran amigo y escribió más tarde la vida de San Eulogio con todos los detalles que logró ir coleccionando.

Su biógrafo lo describe así en su juventud:
«Era muy piadoso y muy mortificado. Sobresalía en todas las ciencias, pero especialmente en el conocimiento de la Sagrada Escritura. Su rostro se conservaba siempre amable y alegre. Era tan humilde que casi nunca discutía y siempre se mostraba muy respetuoso con las opiniones de los otros, y lo que no fuera contra la Ley de Dios o la moral, no lo contradecía jamás. Su trato era tan agradable que se ganaba la simpatía de todos los que charlaban con él. Su descanso preferido era ir a visitar templos, casas de religiosos y hospitales. Los monjes le tenían tan grande estima que lo llamaban como consultor cuando tenían que redactar los Reglamentos de sus conventos. Esto le dio ocasión de visitar y conocer muy bien un gran número de casas religiosas en España».
Ordenado de sacerdote se fue a trabajar con un grupo de sacerdotes y pronto empezó a sobresalir por su gran elocuencia al predicar, y por el buen ejemplo de su santa conducta. Dice su biógrafo: «Su mayor afán era tratar de agradar cada día más y más a Dios y dominar las pasiones de su cuerpo». Decía confidencialmente: «Tengo miedo a mis malas obras. Mis pecados me atormentan. Veo su monstruosidad. Medito frecuentemente en el juicio que me espera, y me siento merecedor de fuertes castigos. Apenas me atrevo a mirar el cielo, abrumado por el peso de mi conciencia».
  
Eulogio era un gran lector y, al viajar por los reinos cristianos, partes iba buscando y consiguiendo nuevos libros para leer él y prestar a sus amigos. Logró obtener una vida de Mahoma (que usará después para la apologética contra su secta), las obras de San Agustín y de varios otros grandes sabios de la antigüedad que en la Córdoba califal no se habían conservado (La Eneida, Horacio, Juvenal, las fábulas de Flavio Aviano), y nunca se guardaba para él solo los conocimientos que adquiría. Trataba de hacerlos llegar al mayor número posible de amigos y discípulos. Todos los creyentes de Córdoba, especialmente sacerdotes y religiosos se fueron reuniendo alrededor de Eulogio.
   
En el año 850 estalló la persecución contra los católicos de Córdoba. El gobierno musulmán de Abderramán II mandó asesinar al sacerdote San Perfecto y luego al comerciante católico Aurelio y su esposa Sabigoto. Los creyentes más fervorosos se presentaron ante el alcalde de la ciudad para protestar por estas injusticias, y declarar que reconocían como jefe de su religión a Jesucristo y no a Mahoma. Enseguida los mandaron torturar y los hicieron degollar. Murieron jóvenes y viejos, en gran número. Algunos católicos que en otro tiempo habían renegado de la fe por temor, ahora repararon su falta de valor y se presentaron ante los perseguidores y murieron mártires.

Algunos más flojos, como el arzobispo de Sevilla Recafredo, decían que no había que proclamar en público las creencias y tachaban de fanáticos a los mártires (incluso, convocó un concilio a instancias del emir para intentar detenerlos), pero San Eulogio se puso al frente de los más fervorosos y escribió un libro titulado “Memorial de los mártires”, en el cual narra y elogia con entusiasmo el martirio de los que murieron por proclamar su fe en Jesucristo.

A Flora y María, dos jóvenes católicas, las llevaron a la cárcel y las amenazaron con terribles deshonras si no renegaban de su fe. Las dos estaban muy desanimadas. Lo supo San Eulogio y compuso para ellas un precioso librito: “Documento martirial”, y les aseguró que el Espíritu Santo les concedería un valor que ellas nunca habían imaginado tener y que no les permitiría perder su honor:
«Sé que estáis amenazadas de ser vendidas como esclavas y de perder la virginidad; pero podéis estar seguras de que no es posible manchar la virginidad de vuestras almas, por mucho que atormenten vuestros cuerpos. Algunos cristianos cobardes os dirán, para desanimaros, que las iglesias están silenciosas, vacías y sin culto, a causa de vuestra obstinación, y que si cedéis durante algún tiempo, os dejarán practicar libremente vuestra religión. Os ruego que no olvidéis que el sacrificio que agrada verdaderamente a Dios es la contrición del corazón y que no tenéis derecho a volver atrás y renunciar a la fe que habéis confesado».
Las dos jóvenes proclamaron valientemente su fe en Jesucristo y le escribieron al santo que en el cielo rogarían por él y por los católicos de Córdoba para que no desmayaran de su fe:
«Señor, Dios omnipotente, verdadero consuelo de los que en ti esperan, remedio seguro de los que te temen y alegría perpetua de los que te aman: inflama, con el fuego de tu amor, nuestro corazón y, con la llama de tu caridad, abrasa hasta el fondo de nuestro pecho, para que podamos consumar el comenzado martirio; y así, vivo en nosotras el incendio de tu amor, desaparezca la atracción del pecado y se destruyan los falaces halagos de los vicios; para que, iluminadas por tu gracia, tengamos el valor de despreciar los deleites del mundo; y amarte, temerte, desearte y buscarte en todo momento, con pureza de intención y con deseo sincero.
    
Danos, Señor, tu ayuda en la tribulación, porque el auxilio humano es ineficaz. Danos fortaleza para luchar en los combates, y míranos propicio desde Sión, de modo que, siguiendo las huellas de tu pasión, podamos beber alegres el cáliz del martirio. Porque tú, Señor, libraste con mano poderosa a tu pueblo, cuando gemía bajo el pesado yugo de Egipto, y deshiciste al Faraón y a su ejército en el mar Rojo, para gloria de tu nombre.
   
Ayuda, pues, eficazmente a nuestra fragilidad en esta hora de la prueba. Sé nuestro auxilio poderoso contra las huestes del demonio y de nuestros enemigos. Para nuestra defensa, embraza el escudo de tu divinidad y manténnos en la resolución de seguir luchando valientemente por ti hasta la muerte.
    
Así, con nuestra sangre, podremos pagarte la deuda que contrajimos con tu pasión, para que, como tú te dignaste morir por nosotras, también a nosotras nos hagas dignas del martirio. Y, a través de la espada terrena, consigamos evitar los tormentos eternos; y, aligeradas del fardo de la carne, merezcamos llegar felices hasta ti.
   
No le falte tampoco, Señor, al pueblo católico, tu piadoso vigor en las dificultades. Defiende a tu Iglesia de la hostigación del perseguidor. Y haz que esa corona, tejida de santidad y castidad, que forman todos tus sacerdotes, tras haber ejercitado limpiamente su ministerio, llegue a la patria celestial. Y, entre ellos, te pedimos especialmente por tu siervo Eulogio, a quien, después de ti, debemos nuestra instrucción. Es nuestro maestro; nos conforta y nos anima.
    
Concédele que, borrado todo pecado y limpio de toda iniquidad, llegue a ser tu siervo fiel, siempre a tu servicio; y que, mostrándose siempre en esta vida tu voluntario servidor, se haga merecedor de los premios de tu gracia en la otra, de modo que consiga un lugar de descanso, aunque sea el último, en la región de los vivos. Por Cristo Señor nuestro, que vive y reina contigo por los siglos de los siglos. Amén».
Fueron martirizadas el 24 de Noviembre del 851, y pasaron gloriosamente de esta vida a la eternidad feliz.

El gobierno musulmán mandó a Eulogio a la cárcel y él aprovechó esos meses para dedicarse a meditar, rezar y estudiar. Al fin logra salir de la cárcel el 29 de Noviembre, pero encuentra que el gobierno ha destruido los templos, ha acabado con la escuela donde él enseñaba y que sigue persiguiendo a los que creen en Jesús.

Eulogio tiene que pasar diez años huyendo de sitio en sitio, por la ciudad y por los campos. Pero va recogiendo los datos de los cristianos que van siendo martirizados y los va publicando, en su “Memorial de los Santos”, que envió al obispo de Pamplona, y una “Apologética de los Santos Mártires” para contestarle a Recafredo.

En el año 858 murió el Arzobispo de Toledo Wistremiro, y los sacerdotes y los fieles eligieron a Eulogio para ser el nuevo Arzobispo. Pero el gobierno se opuso. Algo más glorioso le esperaba en seguida: el martirio.

Había en Córdoba una joven llamada Leocrecia, hija de mahometanos, que deseaba vivir como católica, pero la ley se lo prohibía y quería hacerla vivir como musulmana. Entonces ella huyó de su casa y ayudada por Eulogio se refugió en casa de católicos. Pero la policía descubrió dónde estaba y el juez decretó pena de muerte para ella y para Eulogio.

Llevado nuestro santo al más alto tribunal de la ciudad, uno de los fiscales le dijo: «Que el pueblo ignorante se deje matar por proclamar su fe, lo comprendemos. Pero tú, el más sabio y apreciado de todos los cristianos de la ciudad, no debes ir así a la muerte. Te aconsejo que te retractes de tu religión, y así salvarás tu vida». A lo cual Eulogio respondió: «Ah, si supieses los inmensos premios que nos esperan a los que proclamamos nuestra fe en Cristo, no sólo no me dirías que debo dejar mi religión, sino que tú dejarías a Mahoma y empezarías a creer en Jesús. Yo proclamo aquí solemnemente que hasta el último momento quiero ser amador y adorador de Nuestro Señor Jesucristo».

El emir le pidió entonces simular la retractación: «Pronuncia una sola palabra y después sigue la religión que te plazca», le dijo uno de los que rodeaban al emir, pero él siguió disertando acerca de las promesas del Evangelio: «Príncipes, despreciad los placeres de una vida impía, creed en Cristo, verdadero rey del cielo y de la tierra. Rechazad al profeta…»
   
Mientras se conducía a San Eulogio para martirizarlo, recibió una bofetada; ofreció el santo la otra mejilla para cumplir el consejo del Evangelio. Se le amenazó con los azotes, pero él pidió que, más bien, se le hiciese morir, pues los látigos eran tan impotentes para arrancarle la fe del corazón como para separar su alma de su cuerpo. Después de signarse trazando la cruz sobre el pecho, ofrece su cabeza al verdugo, que le hizo decapitar el sábado 11 de Marzo el año 859, siguiéndole Santa Leocrecia cuatro días después. En el 884, sus reliquias fueron trasladadas a Oviedo.

MEDITACIÓN SOBRE LOS TRES GRADOS DE LA PACIENCIA
I. El primer grado de la paciencia consiste en sufrir con resignación todo lo que nos acaece, sea de parte de Dios, sea por la malicia de los hombres o por nuestra propia culpa. ¿Es así como sufres? El santo varón Job soportó las mayores desgracias, repitiendo: «El Señor me había dado todo, Él me quitó todo: bendito sea su santo nombre». Medita estas hermosas palabras, repítelas en las aflicciones que te embarguen; no te inquietes, no murmures contra tu prójimo. «Has de cansar la malicia de tus enemigos con tu paciencia» (Tertuliano).
   
II. El segundo grado es desear ardientemente sufrir, y buscar las ocasiones para ello. Así, San Eulogio presentó la otra mejilla para recibir una segunda bofetada, y pidió que se le hiciese morir. Así es como tantos mártires anhelaron la muerte, como tantos penitentes buscaron el padecer. ¿No es verdad, acaso, que el fin de todos tus esfuerzos es evitar el sufrimiento? No te engañes, no hay otro medio para llegar al cielo que el de la cruz; si existiese otro más corto y agradable, Jesucristo nos lo hubiera enseñado.
   
III. El tercer grado de la paciencia es sufrir con alegría. Los apóstoles se regocijaban en los trabajos y tribulaciones; andaban llenos de gozo cuando habían sido reputados dignos de sufrir por Jesucristo. «Regocijaos –decía Nuestro Señor– si el mundo os aborrece, porque me ha aborrecido a Mí antes que a vosotros». «Qué bello espectáculo es para Dios ver a un cristiano en lucha con el dolor» (Minucio Félix).

La paciencia. Orad por la conversión de los infieles.

ORACIÓN
Dios omnipotente, haced, os suplicamos, que la intercesión del bienaventurado Eulogio, vuestro mártir, cuyo nacimiento al cielo hoy celebramos, nos fortifique en el amor de vuestro Santo Nombre. Por J. C. N. S. Amén.

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