A mediados del siglo XIX, la masonería y el liberalismo, no menos que con las armas buscaba no solo vencer a la Iglesia sino destruirla con discursos, libros y folletos difamatorios, como tres siglos antes atentaron los protestantes con los Centuriadores de Magdeburgo (Matías Flacio/Vlačić Ilírico, Juan Wigand, Mateo Juez/Richter y Basilio Faber/Schmidt), a los cuales refutó el cardenal oratoriano César Baronio con sus Anales Eclesiásticos. Para muestra, en la conmemoración de las “Vísperas Sicilianas” (un alzamiento popular apoyado por la Corona de Aragón el Lunes de Pascua 30 de Marzo de 1282 que dio muerte a 2000 franceses y significó el fin del dominio de Carlos de Anjou en Sicilia), Giuseppe Garibaldi atacó duramente al papado calificándolo como enemigo de Italia, y en 1883 se hizo un homenaje al hereje y sedicioso Arnaldo de Brescia, que en 1142 apoyó una rebelión contra el Papa.
Es de ahí que León XIII, sabiendo que habiendo perdido el poder temporal, era necesario ampliar el frente de guerra y responder, resolvió ampliar las facultades para que los historiadores católicos investiguen los Archivos Vaticanos y la Biblioteca Apostólica, mediante la “Sæpenúmero considerántes” (en Acta Leónis XIII, vol. III, Roma 1884, págs. 259-273; Acta Sanctæ Sedis 16 (1883-1884), págs. 49-57), donde hace un reconocimiento a historiadores eclesiásticos antiguos como Sócrates Eclesiástico, Sozomeno y contemporáneos como el mismo Baronio, que siguieron la filosofía y teología de la historia planteada por San Agustín en “La Ciudad de Dios”.
Hoy conviene recordar las palabras de esta carta ya que, en ocasión y consecuencia del Vaticano II, los ultramodernistas renovaron las viejas calumnias contra la Iglesia pre-conciliar, y ahora que Bergoglio llamó a un nuevo enfoque del estudio de la historia de la Iglesia, tomarán nueva ocasión.
CARTA APOSTÓLICA “Sæpenúmero considerántes” DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR LEÓN, POR LA DIVINA PROVIDENCIA PAPA XIII, SOBRE EL ESTUDIO DE LA HISTORIA DE LA IGLESIA, CON OCASIÓN DE LA APERTURA DE LOS ARCHIVOS SECRETOS VATICANOS
A nuestros dilectos hijos Cardenales de la Santa Iglesia Romana Antonino De Luca, Vicecanciller de la Santa Iglesia Romana; Giovanni Battista Pitra, Bibliotecario de la Santa Iglesia Romana; y Joseph Hergenröther, Prefecto de los Archivos Vaticanos.
Dilectos Hijos nuestros, salud y Bendición Apostólica
Hemos analizado a menudo cuáles son las técnicas que utilizan frecuentemente
aquellos que quieren convertir a la Iglesia y al Pontificado romano en un objeto de
sospecha y de envidia, y hemos encontrado que, frecuentemente, los intentos de aquéllos
se han vuelto con gran violencia y astucia contra la historia de la Cristiandad y
especialmente contra aquella parte que se refiere a las acciones de los Pontífices romanos,
más estrictamente ligadas a los sucesos italianos. Diversos obispos que registraron
Nuestras mismas intenciones se encuentran preocupados no solamente por el pensamiento
de los males que de ellos se derivaban, sino también por el temor de lo que vendrá. De
hecho, quienes dan espacio al odio contra el Pontificado romano, más que a la verdad de los hechos, atentan en modo injusto y contemporáneamente peligroso, contra la memoria
de los tiempos pasados al pintarla de falsos colores y hacerla sierva del nuevo poder en
Italia.
Puesto que a nosotros nos compete, no solamente alejar las ofensas contra los
antiguos derechos de la Iglesia sino también defender su misma dignidad y decoro de la
Sede Apostólica, queriendo que finalmente la verdad triunfe y que los italianos sepan
dónde en el pasado han recibido los máximos beneficios y desde dónde deban esperarlos
para el futuro, hemos deliberado el transmitiros, queridos Hijos Nuestros, nuestras
decisiones en esta materia tan relevante, confiándolas a vuestra sabiduría a fin de que sean
cumplidas.
Los recuerdos no tergiversados de los hechos, si se analizan con ánimo tranquilo
y sin opiniones prejuiciosas, por sí mismos defienden espontánea y magníficamente, tanto
a la Iglesia como al Pontificado. En efecto, en ellos donde pueden verse,
hermanadamente, la grandeza y naturaleza de las instituciones cristianas; entre los arduos
combates y las egregias victorias se observa la fuerza divina y la virtud de la Iglesia; a
través del análisis cierto de los hechos, aparecen con evidencia los grandes beneficios
realizados por los Pontífices máximos a todos los pueblos, especialmente en aquellas
personas, en cuyo seno, la providencia de Dios colocó la Sede Apostólica.
Quienes con toda clase de razonamientos y esfuerzos, intentaron perseguir al
mismo Pontificado, no quisieron evitar los testimonios históricos de los hechos
importantes y, lanzados con perversidad y astucia, las mismas armas que podrían haber
sido óptimamente utilizadas para rechazar las injurias, fueron usadas para provocarlas.
Este género de persecución fue practicado principalmente, hace tres siglos, por las
Centurias de Magdeburgo quienes, no pudiendo como autores y promotores de nuevas
tesis, expugnar las defensas de la doctrina católica, empujaron a la Iglesia hacia las
disputas históricas, como a un nuevo combate. Casi todas las escuelas que se habían
rebelado contra la antigua doctrina siguieron el ejemplo de las Centurias, entre ellos –lo
que es aún más miserable– algunos católicos e italianos.
Con el objetivo de perseguir a la Iglesia, se analizaron hasta los últimos elementos
del pasado, explorando, uno por uno, cuanto recoveco archivístico existiese; fueron
publicadas historias sin fundamento; invenciones cien veces refutadas y cien veces
repetidas. Los principales lineamientos de la historia fueron removidos o astutamente
interpretados en modo reductivos; con reticencia, fácilmente fueron dejados de lado los
acontecimientos gloriosos y justamente memorables de la Iglesia, al mismo tiempo que
con aspereza, se subrayaba y exageraba cualquier acto imprudente o menos correcto,
propios de la naturaleza humana de sus integrantes. Creían ellos con descarada agudeza,
que resultaba incluso lícito analizar, los secretos ocultos de la vida familiar, para arrebatar
y difundir los que parecían más fácilmente motivo de espectáculo y de burla para la
multitud siempre ávida de escándalos.
Entre los Pontífices Máximos, aquellos cuya virtud brilló, fueron estigmatizados
y condenados como intemperantes, soberbios y déspotas; a aquéllos a quienes no se pudo
sustraer la gloria de las gestas, se los criticó en sus decisiones; mil veces fue repetida la estúpida tesis de que la Iglesia perjudicó el desarrollo humano e intelectual de las
personas.
Una crudelísima red de maledicencias y de falsas acusaciones fue tejida
específicamente contra el poder temporal de los romanos Pontífices, instituido por
designio divino con el objeto de defender la libertad y el gobierno, y basado en óptimos
fundamentos jurídicos e innumerables y memorables méritos.
Estas maquinaciones también hoy han sido alentadas al punto que podríamos
asegurar con fundamento que, la ciencia histórica parece ser una conjura de los hombres
contra la verdad. De hecho, renovadas todas aquellas falsas acusaciones precedentes,
vemos que la mentira se desarrolla audazmente en la actualidad, tanto entre ponderados
volúmenes como en pequeños libros, entre las hojas volantes de los periódicos y las
seductoras invenciones del teatro. Demasiados quieren que el recuerdo mismo de los
sucesos pasados sea cómplice de sus ofensas.
Un ejemplo reciente viene desde Sicilia donde –aprovechando la ocasión de un
cruento aniversario– fueron lanzadas contra el nombre de Nuestros predecesores,
numerosas injurias y graves palabras, escritas incluso sobre monumentos memorables.
Lo mismo sucedió poco después, cuando se rindieron públicos honores a un hombre de
la ciudad de Brescia, cuya inteligencia sediciosa y su ánimo contra la Sede Apostólica, le
hicieron famoso. Entonces se volvió a excitar la ira popular y a lanzar contra los
Pontífices Máximos ardientes llamaradas de injurias. Si luego se trató de conmemorar
eventos que devolviesen totalmente los honores a la Iglesia y en los cuales la luz de la
verdad se manifestase, surgieron toda clase de espinosas calumnias, reduciéndolos y
disimulándolos, a fin que los Pontífices no recibieran ni la menor alabanza ni el menor
mérito posible.
Todavía más grave es que, este modo de hacer historia ha invadido incluso las
escuelas: a menudo, en efecto, son presentados a los niños libros de texto llenos de
falsedad que, una vez asimilados con la ayuda de la malicia o la superficialidad de los
docentes, llenan de fastidio a las pequeñas almas ante el venerado pasado, engendrando
además, un desprecio por cuanto de más sagrado hay allí: sus cosas y sus personas.
Superados los primeros años de la escuela, estos peligros se hacen más y más grandes. Y
resulta asombroso cómo a acusaciones de este género, alejadas completamente de la
verdad, aunque se les oponga con fuerza numerosos testimonios, puedan haber sido
tenidas en cuenta por muchos.
Es claro que la historia conserva, para eterna memoria, los últimos y grandísimos
méritos que el Pontificado romano tiene respecto de Europa y, en particular, respecto de
Italia, la cual recibió, antes que nadie –como era previsible– las más grandes ventajas y
beneficios de la Sede Apostólica. Entre éstos beneficios se recuerda, antes que nada, que
los italianos hayan podido mantenerse intactos en materia religiosa, a pesar de tantas
divisiones: un bien grandísimo para los pueblos que gozan y se sirven de ella como
solidísima custodia de la prosperidad familiar y pública.
Para dar un ejemplo puntual, ninguno ignora que, luego del debilitamiento de las
tropas romanas, justamente los Pontífices se opusieron con mayor vigor que cualquiera a
las tremendas incursiones de los bárbaros; gracias a su determinación y a su tenacidad, se
logró –y no sólo una vez– que el suelo italiano se viera preservado del furor de los
enemigos, preservando incluso a la misma Roma de innecesarios derramamientos de
sangre, destrucciones e incendios. En el atormentado período en que los Emperadores de
Oriente habían volcado sus preocupaciones hacia otra parte, entre tanta solicitud y
miseria, Italia encontró siempre el cuidado de los Pontífices romanos, cuya demostrada
caridad en aquellas calamidades contribuyó grandemente, junto a otros factores, a
constituir el principado civil del cual –como es de público conocimiento– ha estado
siempre atento a la máxima utilidad general.
En efecto, fue a raíz de que la Sede Apostólica quiso favorecer todo recto estudio
de la sociedad, extender la eficacia de la propia virtud incluso en materia civil y abrazar
estrechamente los temas de mayor relevancia en las comunidades, es que ha sido siempre
agradecida por la potestad civil, obrando con libertad ante tantos sucesos. Cuando el
sentido del poder movió a Nuestros Predecesores, a defenderse de los malos deseos de
sus enemigos que buscaban dominarlos, ¿no es acaso verdad que, justo en este modo,
repetidamente evitaron que gran parte de Italia fuese dominada por potencias extranjeras?
Algo similar sucedió recientemente y se encuentra aún presente en la memoria, cuando la
Sede Apostólica no se rindió ante las armas victoriosas del máximo emperador,
solicitando a los reinos aliados que fuesen restituidos todos los derechos del principado.
Ni fue menos ventajoso para los italianos el hecho que, a menudo, los Pontífices romanos
se opusiesen abiertamente a las inicuas voluntades de los príncipes, y que, mantenida una
alianza con las fuerzas asociadas de Europa, hicieran frente con gran vigor a los
violentísimos y sangrientos ataques de los Turcos.
Dos batallas decisivas, una en el territorio milanés (Legnano) y otra cerca de las
islas Curzolari (Lepanto), gracias a las cuales fueron vencidos los enemigos de Italia y de
la Cristiandad, fueron combatidas con empeño bajo los auspicios de la Sede Apostólica.
La fuerza y la gloria naval de los italianos derivaron de las expediciones palestinas (las
Cruzadas), movilizadas por voluntad de los Pontífices; las repúblicas populares (las
Comunas) trajeron leyes, vida y estabilidad gracias a la sabiduría de los Pontífices. La
extraordinaria fama de Italia en los estudios liberales y en las artes debe agradecérsele
también al mérito de la Sede Apostólica.
La literatura de los romanos y de los griegos, se hubiese perdido si los Pontífices
y los hombres de Iglesia no hubiesen recogido, como luego de un naufragio, las reliquias
de tan grandes obras. Lo que ha sido realizado en Roma habla con más fuerza que
cualquier otra cosa: los antiguos monumentos conservados a costa de grandes gastos; los
nuevos construidos y adornados con las obras de los mayores artistas; los museos y las
bibliotecas creadas; las escuelas abiertas para la formación de los jóvenes; las ilustres
universidades instituidas. Por estos motivos, Roma ha logrado tal fama, al punto de ser
considerada por la opinión común, como la madre de las más grandes artes.
Mientras tanta luz se irradia de éstas y de muchas otras realizaciones, a ninguno
se le escapa que definir como nocivo para Italia al Pontificado en sí, o el poder temporal
de los Pontífices, significa inequívocamente querer mentir sobre una materia más que
evidente. Pésimo propósito es engañar conscientemente y hacer de la historia un veneno
homicida: tanto más reprobable en hombres católicos y más aún si son nacidos en Italia; la gratitud de sus ánimos, el respeto por la propia religión y el amor para con la Patria,
deberían llevarlos más que a otros, no sólo a estudiar la verdad sino también a ser sus
defensores. Mientras muchos entre los mismos protestantes, con agudeza de ingenio y
equidad de juicio, han abandonado numerosas convicciones y, empujados por la fuerza
de la verdad, no han dudado en alabar al Pontificado romano como portador de la
civilización y de grandísimas ventajas para los Estados, es indigno que muchos entre los
connacionales continúen afirmando lo contrario. Aquellos que en las disciplinas
históricas aman sobre todo lo que viene del exterior, siguiendo y elogiando siempre a los
más feroces escritores extranjeros contra las instituciones católicas, juzgan despreciable
a quienes, entre los nuestros, han narrado la historia sin separar el amor a la Patria y el
amor a la Sede Apostólica.
En tanto, apenas se percibe lo dañino que resulta para la historia la visión mundana
de aquellos que, volcándose a los estudios pretéritos de un modo parcial (como quien
estudia sólo las bajezas humanas) concluirán que la historia no será ya maestra de la vida
ni luz de la verdad, como los antiguos –con buen tino– dijeron que debía ser, sino, todo
lo contrario: una aduladora de los vicios y promotora de las corrupciones. Esto, sobre
todo, ocasiona un daño entre los más jóvenes, cuyas mentes se verán llenas de locuras y
de prejuicios desviando sus almas de la honestidad y de la modestia. La historia, en efecto,
golpea con grandes seducciones sus apasionadas y vivaces mentes.
Son sobre todos los adolescentes quienes abrazan con ardor y mantienen impresa
por muchísimo tiempo en el alma, las imágenes recibidas del pasado y los retratos de
aquellos personajes que la narración les pone delante como si estuviesen vivos. Así,
contaminados desde los primeros años por el veneno, será prácticamente inútil buscar
luego un antídoto. No es, en efecto, una esperanza creíble que en el futuro, gracias a la
edad, se volverán más sabios desechando aquello que, inicialmente, habían aprendido. La
razón es sencilla: en primer lugar, porque pocos son los que se dedican a estudiar
analíticamente la historia con profunda motivación; en segundo lugar, porque llegados a
la adultez se darán quizás más ocasiones, en la vida cotidiana, para confirmar los errores,
más que para corregirlos.
Por eso es importantísimo contrarrestar tan grande y actual peligro, dedicándose
con empeño a fin de que las disciplinas históricas, tan nobles como son, no se transformen
en una fuente de grandes males, públicos y privados. Los hombres de bien, documentados
y competentes en estas materias, deben dedicarse con esmero a escribir textos de historia
con el fin preciso de hacer aparecer aquello que es auténticamente verdadero y de refutar,
con doctrina, las injurias criminales que ya hace demasiado tiempo vienen acumulándose.
A la endeble narración se opongan la fatiga de la investigación y la reflexión; a la
temeridad de las afirmaciones, la prudencia del juicio; a la ligereza de los prejuicios, la
profunda clasificación de los hechos. Con todo esfuerzo deben ser repudiadas las
mentiras e invenciones, ateniéndose a las fuentes; en la mente de quien escriba esté bien
presente en cada momento, que «la primera ley de la historia es que no se ose decir nada
falso, ni esconder nada de la verdad [1]; para que, al escribir, no existan sospechas de
partidismo o aversiones».
Además, es necesaria la compilación de comentarios para el uso de las escuelas,
que puedan describir y valorar la historia respetando la verdad y sin algún peligro para
los adolescentes. Por este motivo, una vez realizadas las obras de mayor peso
consideradas más confiables por la seguridad de la documentación, quedará por resumir
los argumentos principales y transcribirlos con claridad y brevedad; un objetivo por cierto difícil, pero que dará grandes frutos, y por ende, será para mérito de los mejores
ingenios.
Esto, por cierto, no es un campo de batalla inexplorado y nuevo; la senda ya ha
sido marcada por diversos hombres excelentes a instancias de la Iglesia, quien cultivó con
dedición los estudios históricos desde el inicio, recordando que, según los antiguos, eran
más próximos a las materias sagradas que a las profanas.
A pesar de las sangrientas tormentas que se lanzaron desde el principio contra la
Cristiandad, muchísimos documentos y testimonios fueron conservados intactos. Así,
cuando despuntaron los tiempos más serenos, comenzó a desarrollarse en la Iglesia el
estudio de la Historia. Oriente y Occidente vieron en esta materia los doctos trabajos de
Eusebio Panfilio, Teodoreto, Sócrates, Sozomeno y otros.
Luego de la caída del Imperio Romano, con la Historia sucedió como con otras
nobles disciplinas: no encontraron otro refugio que los monasterios y no tuvieron
prácticamente otros cultores que los religiosos, tanto que, si los monjes de los conventos
no se hubiesen preocupado por escribir regularmente los anales, por un gran lapso de
tiempo no hubiésemos tenido casi ninguna noticia de aquello que sucedía en las ciudades.
Entre lo más cercanos a nosotros, es suficiente recordar a dos estudiosos que ninguno ha
superado: César Baronio y Luis Antonio Muratori. El primero sumó rectitud de ingenio y sutileza de juicio
a una increíble erudición; el segundo, si bien en sus escritos «se encuentran también
pasajes censurables» [2], sin embargo ilustró los sucesos de la historia italiana con tanta
riqueza de documentos como ningún otro lo haya hecho antes. Además de éstos, se
podrían recordar fácilmente a muchos otros estudiosos, notables y famosos, entre los
cuales querría citar a Ángelo Mai, lustre y decoro de vuestro ilustrísimo Colegio.
San Agustín, gran doctor de la Iglesia y primero entre todos, delineó y elaboró la
filosofía de la historia. Quienes han venido después de él, no sólo lo han tomado como
maestro y guía sino que, formándose cuidadosamente en sus escritos y sus meditaciones,
han obtenido resultados dignos de mención en este sector. El error en cambio, ha desviado
una y otra vez de la verdad a aquellos que se han alejado de las huellas de tan gran hombre,
porque al analizar los caminos y los acontecimientos de los Estados no comprendieron
las auténticas causas que regulan los eventos humanos.
Aunque es sabido que siempre la Iglesia ha adquirido méritos en las disputas
históricas, corresponde también ahora seguir conquistándolos, más aún, porque a estas
lides nos impulsa la exigencia de los tiempos. En efecto, cuando los ataques de los
enemigos continúan lanzándose sobre todo contra la historia, como hemos dicho,
conviene que Ella los afronte con las armas adecuadas, preparándose con mayor empeño
a reducirlos justamente allí donde son más violentos.
Con este espíritu, en otro momento hemos pensado que Nuestro Archivo ayudase lo más posible a la religión y al progreso de la ciencia. Hoy, de la misma manera,
disponemos que de Nuestra Biblioteca Vaticana se traigan los instrumentos para
enriquecer los escritos históricos de los cuales hemos hablado. No hay duda, queridos
Hijos Nuestros, que la autoridad de vuestro rol y la estima de vuestros méritos, inducirán
fácilmente a personajes doctos y expertos en el campo de la historiografía a unirse a
vosotros; a cada uno de ellos, según sus competencias, podréis confiar correctamente un
encargo, en base a criterios precisos deliberados por Nuestra Autoridad.
Ordenamos que todos aquellos que, junto con vosotros se empeñen en este trabajo,
lo hagan con buenas y nobles intenciones, y confíen en Nuestra particular benevolencia.
Esta resolución, por la cual esperamos óptimos frutos, es digna de Nuestro empeño y
patrocinio. En efecto, es necesario que la tesis arbitraria ceda frente a la documentación
sólidamente argumentada: los intentos largamente reiterados contra la verdad, serán
superados y vueltos a la nada por la misma verdad, que por momentos podrá ser
oscurecida, pero nunca suprimida.
Esperamos, por lo tanto, que la mayor cantidad de gente posible se vea estimulada
por el deseo de la investigación de la verdad y, en consecuencia, recurran a válidos
documentos. En efecto, puede decirse que toda la historia proclama que Dios es quien
rige providencialmente los múltiples y perpetuos movimientos de los mortales, y que Él,
incluso contra el querer de los hombres, la guía para el bien de Su Iglesia. El Pontificado
Romano ha vencido siempre ante las luchas y persecuciones mientras que, sus oponentes,
con la esperanza perdida, han logrado por sí solos, su propia ruina.
Con la misma claridad la historia testifica cuál ha sido desde el inicio, el designio
divino respecto de la ciudad de Roma: proporcionar una sede perpetua y un domicilio a
los sucesores del bienaventurado Pedro, para que, desde este centro, gobernase a toda la
Cristiandad sin ser sometida a poder alguno. Ninguno ha osado oponerse a este designio
de la divina providencia sin darse cuenta, antes o después, de haber emprendido un trabajo
inútil.
Tales hechos son tan evidentes que brillan como si estuviesen colocados sobre un
brillante monumento y confirmados por el testimonio de diecinueve siglos. Tampoco
hay que creer que los acontecimientos futuros serán diferentes. Ahora, en efecto,
prevalecen las sectas de los hombres enemigos de Dios y de su Iglesia, que mandan con
hostilidad contra el Pontífice romano, trayendo la guerra incluso dentro de la misma casa,
buscando debilitar sus fuerzas e intentando reducir el sagrado poder papal al punto tal
que, si fuese posible, querrían destruir el mismo Pontificado. Lo que se ha cumplido luego
de la expugnación de la Urbe y todo lo que todavía hoy se comete no dejan dudas sobre
lo que se tenían entre manos aquellos que se presentaban como arquitectos y conductores
de la nueva ciudad.
A éstos se unieron, quizás no con el mismo ánimo, quienes fueron atrapados por
el increíble deseo de fundar y hacer grande la nación. Así creció el número de quienes
estaban en lucha contra la Sede Apostólica y el Pontífice romano, reducido
miserablemente a aquella condición que los católicos concordemente deploran19. Pero, en verdad, a quienes así obran, no les sucederá nada mejor que lo que ha sucedido antes
a quienes tuvieron análogos objetivos y semejante audacia.
Para los italianos, este
combate vehemente contra la Sede Apostólica, llevado delante de manera ofensiva y
desconsiderada, es fuente de graves daños públicos y privados.
Para perturbar los ánimos de la multitud, se ha dicho incluso que el Pontificado es
hostil a los intereses italianos; pero es justamente lo que hemos dicho antes lo que refuta
suficientemente esta inicua y estúpida acusación. Es públicamente conocido que el
Papado, tanto en el pasado como en el futuro, ha sido y será una fuente de prosperidad y
provecho para el pueblo italiano; porque esta es, justamente, su constante e inmutable
naturaleza: hacer el bien y propagarlo en todas partes.
Por esto no es una buena decisión, de parte de aquellos que gobiernan, separar a
Italia de esta grandísima fuente de beneficios; ni es digno de los italianos hacer causa
común con aquellos que tienen como único objetivo la ruina de la Iglesia. Y no es ni útil
ni prudente entrar en guerra contra un poder de cuya eternidad Dios es garante y la historia
testigo; que es venerado por todo el mundo católico, el cual se preocupa por defenderlo
con todos los medios; que inevitablemente los mismos gobernantes de los Estados
reconocen y sostienen, sobre todo en estos tiempos difíciles, en los cuales parecen vacilar
los fundamentos mismos sobre los cuales se basa la sociedad humana.
Si todos aquellos que estuviesen animados por el verdadero amor a la Patria se
dieran cuenta de la verdad, deberían empeñarse al máximo por remover las causas de esta
funesta trama y dar la debida razón a la Iglesia Católica, a quien le sobran fundadas
respuestas y reivindica sus propios derechos.
Por lo demás, nada deseamos más que imprimir profundamente en el alma de los
hombres todo lo que ya hemos recordado y que ha sido confiado a la memoria de los
documentos. Será vuestra tarea, queridos Hijos Nuestros, dedicaros a este fin, con la
mayor solercia y empeño que podáis, a fin que, vuestra fatiga y la de aquellos que os
ayuden, produzca los mayores frutos.
Con sumo afecto en el Señor, impartimos a vosotros y a todos ellos, la bendición
Apostólica, como prenda de protección celestial.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 18 de agosto de 1883, año sexto de Nuestro
Pontificado.
LEÓN PP. XIII
NOTAS
[1] “Primam esse históriæ legem, ne quid falsi dícere áudeat, deínde ne quid veri abscóndere áudeat” (Marco Tulio Cicerón, De oratóre, lib. 2, cap. 15).
[2] Benedicto XIV, Epístola “Dum prætérito” al Supremo Inquisidor de España, 31 de Julio de 1748.
No va a servir para nada, nada van a hacer ustedes. La historia ya la escribieron los ganadores. Se acabó.
ResponderEliminarPara los zurdos (lefties, mamertos, progres o como sea que se hagan llamar), no «se acabó». ¿Ellos se rindieron en el conformismo ante la derrota que por su propia culpa sufrieron en guerras? Nada más lejos de la realidad: ellos bregaron en reescribir la historia a punta de “memoria democrática”. Ahí están los del PSOE, PODEMOS y los separatismos de España, los Montoneros de Argentina, los allendistas y el Movimiento Patriótico (antiguo Frente Patriótico) “Manuel Rodríguez” en Chile, las FARC y Petro en Colombia o los modernistas en el Vaticano de muestra si no. Entonces, ¿Por qué carajos (con perdón) los católicos tradicionalistas hemos de negarnos a un re-revisionismo frente a nuestros enemigos y su propaganda (porque, lejos de ser historia como «narración de hechos pasados», «la historia que escribieron los ganadores» es de hecho propaganda) como si fuéramos hijos de menos madre? ¿Acaso vamos a dejarlos que se salgan con la suya con su propaganda? Aquí en esta tribuna decimos NO, QUE NO, Y QUE NO. AQUÍ NO SE RINDE NADIE, ESTA GUERRA NO HA TERMINADO.
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