jueves, 19 de septiembre de 2024

SANTA MARÍA EMILIA DE RODAT, FUNDADORA


Si la Revolución Francesa hubiese sido solamente un movimiento político, habría que buscar otro ambiente histórico para encuadrar la vida de esta Santa; pero a nadie se le oculta que si lo político tuvo verdadera importancia, lo social, económico y religioso no la tuvieron menor. Se derrocó, a costa de mucha sangre, una monarquía y un sistema de gobierno absolutista para dar lugar a una democracia que sería fuente e inspiración para muchísimos otros pueblos en todos los continentes; pero se derrumbaron asimismo multitud de murallas que separaban las distintas capas sociales de Francia. Subieron al poder los que antes, eran súbditos. Socialmente se organizaron los estamentos de muy distinta forma, pero en medio de todo hubo una subversión enorme de valores que alcanzaron desde lo más elementalmente humano hasta lo substancialmente sobrenatural. Para concretarlo de una forma que no deje lugar a dudas y discusiones, bastará decir que si la corona de los reyes fue sustituida por un gorro frigio en la cabeza de una mujer, esta misma mujer, en forma de razón, sustituyó al mismo Dios en los altares. En el discurrir histórico de esta revolución, la más completa que ha sufrido indudablemente el mundo civilizado, tuvo que sufrir la Iglesia católica en todos sus organismos, jerarquías y fieles una tremenda sacudida. Habrá podido haber revoluciones más sangrientas, de más largas y complejas consecuencias, en la Edad Moderna, no.  
   
Y si la vida de la Santa no la hemos de circunscribir a los años de su vida física, sino que debemos proyectarla en el desarrollo de su obra apostólica, es forzoso dar Siquiera una idea del alcance que ha tenido la Revolución Francesa, aun después de terminar su primer período de violencias sangrientas y turbulencias callejeras. 
   
Si históricamente, en un sentido más estricto, empezó con la reunión de los Estados generales en 1789 y terminó diez años después, cuando Bonaparte da el golpe de Estado ayudado por el partido de los moderados y se apodera del poder, en su sentido de influencia ideológica y especialmente antirreligiosa no podemos olvidar que fue en 1900 cuando empieza el gran y definitivo ataque contra la religión con los decretos sectarios del Ministerio Waldk-Rousseau, llevados por Combes hasta sus últimas consecuencias. Entre estas dos fechas, sintetizando, se declaran los derechos del hombre, la supresión de los derechos feudales y los diezmos eclesiásticos, se decreta la libertad de cultos, la secularización de los bienes eclesiásticos, se suprimen, poco a poco, todos los conventos religiosos, se prohiben los votos solemnes, se extinguen gran número de parroquias y diócesis, se ponen en manos del gobierno los nombramientos eclesiásticos, se obliga a todos a jurar la Constitución Isica y sectaria, se prohibe el uso del hábito talar, son guillotinados, entre miles y miles de ciudadanos, el rey y la reina, se inventa un calendario civil, se prohibe el culto católico y se proclama la divinidad de la razón. En dos años de terror, la guillotina no deja de funcionar diariamente, a la cual van a parar también algunos de los que la inventaron. Setenta y cinco obispos sufren el destierro. Después de un período de relativa calma, se reanuda la persecución, siendo el mismo Napoleón quien más vejámenes, aunque no sangrientos, impone a la Iglesia, atreviéndose incluso con la misma persona del Romano Pontífice, obligándole a actos humillantes y poniendo sobre su persona su mano. Aunque en su tiempo se llegó a un concordato, prácticamente no fue cumplido nunca.  
   
Dentro de este cuadro tan poco halagador y propicio para la santidad de los individuos y la prosperidad de una obra apostólica, se desarrolló la vida de la Santa y los primeros pasos de su congregación religiosa de la Sagrada Familia, con unas cuantas casas en nuestra Patria, pero muchísimas en Francia, sus colonias y otras en tierra de paganos e infieles, todas ellas con indudable prestigio, por el espíritu que anima a sus asociadas y la formación humana y sobrenatural que dan a sus alumnas, aparte del bien inmenso que realizan por sus fundaciones en bien de los pobres, los ancianos, niñas extraviadas y presos.
   
Nació nuestra Santa el día 8 de septiembre de 1787 en la casa con aires de castillo que su padre Juan Luis de Rodat poseía en el Aveyron, Francia, cerca del pueblo de Drouelles. En la fachada del edificio campea el escudo de los Rodat: de oro, encina plantada de sínople, aljefe de azul cargado de tres ruedas de plata. No menos nobles eran sus familiares maternos, los Pomairols, oriundos del Delfinado, con residencias en Villafranca de Rouergue, señores del castillo de Ginals, situado en un montecillo rodeado de bosques y muy cerca de aquella población, con parientes a pocos kilómetros de distancia en distintos castillos repartidos por el mismo valle de Aveyron. No eran menos virtuosos. «Soy de familia de santos», pudo decir en verdad la Santa, en la autobiografía que escribió por mandato de su confesor, ya que, con ella, algunos otros miembros de esta familia murieron en olor de santidad. Si en algunas de estas nobles residencias que la Santa tuvo necesidad de conocer y frecuentar encontró ocasiones que pusieron en peligro su vocación religiosa, de nada de cuanto vio e hizo en ellas tuvo que arrepentirse como de menos honesto. Si de algo se lamenta es porque el tiempo allí pasado retrasó su total consagración a Dios y al apostolado. Pero fueron precisamente su abuela materna y dos tías, aparte de los ejemplos que en su propia casa pudo admirar, las que más le ayudaron en su primera infancia y luego en su juventud a conocer las delicias de la vida de piedad y los consuelos que reporta el cuidado de los pobres. Cuando se anunció en su casa, siendo ella muy pequeña, el nacimiento de un nuevo hermano, la abuela materna se la trajo a su castillo de Rouergue y a su casa de Villafranca, constituyéndose por espacio de largo tiempo en su madre y maestra, misión que realizó a la perfección desde todos los puntos de vista y que sólo interrumpió cuando, crecida ya la niña y despierta a las influencias del mundo, comprendió que era la propia madre quien debía asumir la responsabilidad en la decisión final que para encauzar definitivamente su vida debiera tomar Emilia.
   
Los trastornos de la Revolución Francesa, con la complejidad de sus consecuencias de que hemos hablado al principio, llegaron con más o menos violencia a todas partes, y especialmente a los hogares de los nobles. Aunque con menos violencia que otros muchos, las dos familias ascendientes de la Santa sufrieron sus zarpazos en forma de registros, deportaciones de varones, expoliación de bienes, etcétera. Asimismo, las alternativas de orden político y social, consecuencias lógicas de toda revolución, con sus intermitencias de paz, turbulencias, intranquilidades y remansos, repercutían en el tono de vida que se desarrollaba en aquellas mansiones señoriales. De una vida austera, de recogimiento y de miedo, se pasaba de pronto a una excesiva confianza, despreocupación y alegría. Todo ello, como es natural, debía influir en la infancia y juventud de la Santa pasando de días de soledad y aislamiento a fiestas, saraos y diversiones; de no ver casi a nadie, a contemplarse rodeada y asediada de familiares y amigos de su abuela y tías. Así tuvo la fortuna de tener para sí sola a un padre dominico refugiado en aquellos alrededores que la pudo preparar a conciencia para recibir por primera vez la sagrada comunión; pero, por la misma razón, también tuvo que asistir a presenciar escenas que la abrieron los ojos a la vida mundana. Recibió las obsequiosas deferencias de jóvenes de su clase y edad, que se sintieron atraídos por su porte señorial, por la serenidad, velada, por una pincelada de tristeza de su rostro, la hermosura de sus ojos, el color de sus cabellos y la predisposición de su corazón a todo lo que era bueno y hermoso; pero Dios hizo que esos jóvenes, de la misma forma que aparecieron, se esfumaran luego sin volver a aparecer jamás.  
   
Sus titubeos entre la piedad y el mundo, entre la vida religiosa y un posible matrimonio, con alternativas en que los dos espíritus se apuntaban avances y retrocesos, duraron hasta los dieciocho años, cuando, como hemos dicho antes, su abuela decidió que la joven regresara a su hogar paterno. Fue allí, en una especie de misión que tuvo lugar en su pueblo, y a la que nuestra Santa asistía, más que por ganas de aprovechar, para no desentonar y dar un mal ejemplo, cuando precisamente pasaba por un estado de pesimismo espiritual muy peligroso que el Señor la llamó definitivamente para sí. Hizo una sincera y general confesión; se comprometió con propósitos firmes; reanudó su vida piadosa y vio la luz que debía iluminar para siempre toda su vida. Su vocación en favor del prójimo necesitado se le presenta ya como un imperativo al que no puede renunciar. Su vida debe transcurrir fuera de su propio hogar, pero ¿a dónde irá? ¿Al claustro?, ¿se dedicará a la enseñanza?, ¿cuidará de los pobres?, ¿ayudará a las jóvenes descarriadas?, ¿ingresará en alguna de las congregaciones religiosas existentes o creará una nueva?  
   
Enterada su abuela del cambio operado en su nieta, la quiere otra vez consigo, y así como fue allí donde recibió por primera vez al Señor, también allí encontró al que, dirigiendo su alma, la llevaría, por un camino recto, al conocimiento de su santa voluntad. Frecuentaba el castillo el abate Marthy, hombre de santidad e inteligencia superior; bajo su dirección, ordenó su vida, disipó sus incertidumbres y fundó la congregación de la Sagrada Familia, que hermanaría la clausura con el apostolado vario y hermoso de la enseñanza, de la caridad, protección de jóvenes, cuidado de presos, etc.  
   
Empezó su apostolado entre las jóvenes de su edad, compañeras que la Providencia le deparó, y entre las cuales echó las primeras simientes de su congregación; practicó la enseñanza de las niñas pobres alrededor de alguna enferma a la que iba a visitar; se compadeció de los sufrimientos y abandonos de los presos e influyó para que mejoraran de vida algunas jóvenes que se habían extraviado.  
   
Mientras ejercía todas estas obras de apostolado no sabía qué congregación escoger, o si en definitiva debería ingresar en alguna Orden de clausura. Llamó a diversas puertas, se relacionó con distintas superioras, hasta que, finalmente, su director espiritual, viendo claro su camino, redactó los estatutos por los cuales debería regirse en el futuro la congregación de la Sagrada Familia.  
   
Fueron treinta y tres años llenos de continuo caminar para fundar, abrir escuelas, levantar casas, inyectar esperanzas, formar hijas y dejar el arbusto de los primeros días convertido en frondoso árbol de raíces profundas y de exuberante vida con ramaje majestuoso y tan amplio para dar sombra a todas las necesidades y con fuerzas sobradas para resistir todos los ataques del infierno.
   
No era nuestra Santa ni robusta ni sobrada de salud. Varias, incómodas y dolorosas enfermedades la aquejaron durante esos treinta y tres años sin interrupción. Acudió a los médicos cuando se lo mandaron, descansó sólo cuando se vio necesariamente obligada a ello, pero nunca soñó con alargar un día más su vida, aunque alguien le insinuara la contrariedad que supondría para la congregación su ausencia. Sus dolencias de garganta y nariz le impedían a veces respirar. Poco antes de morir quedó completa e incurablemente sorda; el estómago, durante mucho tiempo, apenas le toleraba los más ligeros alimentos, y la pérdida misteriosa de recetas que la aliviaban le imposibilitaba no raras veces el consuelo.  
   
Tampoco se libró de las sequedades del espíritu tan frecuentes en los grandes santos, pues cuando menos lo esperaba renacían en su alma los titubeos y las dudas, acrecentadas especialmente por la división entre sus hijas de las dedicadas al apostolado y a las de clausura. Un año largo le duró la noche obscura del alma.  
   
Hemos aludido a un velo de tristeza que caracterizaba sus rasgos fisionómicos y que era, desde luego, manifestación de la inclinación de su espíritu. Ya tuvo que luchar contra ello su propia abuela, la cual, a veces, le cogía la barbilla y la obligaba a mirarla de frente hasta que se sonriera. La experiencia debió enseñarle cuán peligrosa es la tristeza para la vida religiosa y por ello, insistía frecuentemente en sus casas de formación para que se educara a novicias y a las niñas en la alegría espiritual. De haber sido abandonada, hubiera sido un tantillo perezosa, vicio que expone al hombre a todos los demás. Para combatirlo llenó todos los momentos del día en alguna ocupación. Era de natural fogoso y muy susceptible, pero los principios que vio en torno suyo y la experiencia de los desgraciados días de la revolución fueron suficientes para desterrar por completo todo lo que pudo parecer empaque y sentido de superioridad.  
   
La oración y, en concreto, el ejercicio de la meditación, según ella misma confiesa, se apoderaron desde niña de las facultades de su alma, y para ello, sin la menor dificultad, se dio a tal ejercicio diariamente por espacio de media o de una hora. Tuvo también una especie de instinto en buscarse pronto amigas dotadas de espíritu parecido, de tal forma que dirá de aquellos días: «Tiempo bendito, tú fuiste para mi alma uno de los grandes beneficios de mi vida".  
   
Entre sus devociones preferidas, junto con la oración de que hemos hablado, sobresalen en su juventud la práctica de la misa diaria y del Viacrucis. «Tan penetrada estaba de Dios, decía, que siempre me hubiera quedado con Él, máxime en la iglesia; allí su presencia me absorbía hasta el punto que nada veía y oía en torno mío". De esa práctica de pasar casi todo el día del domingo en la iglesia, junto con una de sus piadosas amigas, deriva el consejo y casi obligación que da a sus religiosas, para que dediquen el domingo por completo a la oración y a los intereses del alma. Combate el espíritu jansenista que prohibía frecuentar los sacramentos bajo capa de una estúpida humildad. «El demonio, decía, comienza por hacernos descuidar una cosa, luego otra, y poco a poco haría que lo dejáramos todo si le escucháramos. Sólo Dios basta." Aunque prefería seguir los impulsos de la gracia, no ignoró nunca la utilidad de un director y rezó ininterrumpidamente hasta encontrar al abate Marthy. Llamaba a la Virgen la Divina Pastora, y, bajo esta advocación, dirigió especialmente toda una sencilla y completa teoría pedagógica para conquistarse la confianza de sus hijas.  
   
Se sintió madre, y como tal, ni la desanimaban los defectos de las postulantes y novicias ni toleraba que se tomaran como indicios de falta de vocación. Enseñaba el catecismo por medio de ejemplos y grabados y hacía prácticas las visitas a los pobres, uniendo a la limosna y entrega de trapillos y enseres los consejos de orden espiritual. «Pertenecer a Dios, no tener más preocupación que agradarle, es la cosa mejor que se puede hacer; Dios es celoso; pero con celo amable, y así consuela a quienes mira, y con Él no se teme la inconstancia." Las contradicciones y las enfermedades no la abatieron nunca, y solía decir: «Atravesaré hasta por lo imposible, ya que la contradicción es el sello más autentico de las obras de Dios".  
   
A las que criticaban la falta de la imagen del Crucificado en la cruz que distingue su hábito, contestaba que «ahora eran ellas las que debían estar crucificadas".  
   
Cuando se creyó que la enfermedad de la nariz y de la garganta podían degenerar en cáncer, dijo: «Aun cuando tuviera diez cánceres, no sería tanto como tener un solo pecado mortal". «Cuando se padece una enfermedad, hay que estar dispuesto uno a sufrir sus humillaciones." Era humana y no carecía del sentido del humor. La primera noche pasada en la primera fundación, dice ella: «La pasamos alegres, aun cuando con penuria de cosas terrenas, lo que no impidió que cenáramos con excelente apetito". Su noche obscura fue tan terrible que llegó a comprender, decía, «el suplicio del alma réproba, separada de Dios". Sin embargo, nunca le asediaron pensamientos impuros ni animosidad contra nadie.  
   
«Para alcanzar la gracia de conocer a Jesús pobre y humillado, practicaremos la pobreza y la humildad y nunca seremos verdaderas hijas de este Divino Corazón si no nos ponemos en estado de víctimas."  
   
La Sagrada Familia, bajo cuya advocación puso su Congregación, es una trinidad en la tierra, imagen viva de la Trinidad del cielo. El alimento de sus hijas tiene que ser abundante y substancioso, pero no exquisito, sin embargo, quería en la práctica de la pobreza gran amplitud de espíritu, para no caer en otros vicios tan peligrosos como el afán de poseer. Muy aficionada a la mortificación interna, no impuso penitencia alguna corporal, pero las religiosas están facultadas para darse a ellas con los permisos de su confesor y superiora. No hay en el horario que prescribe a sus religiosas nada extraordinario, más bien un sentido de santa libertad, facilidad de ejercicios, seguridad de devociones y petición del patrocinio a muchísimos santos. «Hay que estudiar, decía, las ciencias profanas, como lo piden las necesidades de los fieles, pero después de haberse asimilado la religión. Es indispensable el conocimiento del Antiguo y Nuevo Testamento." No era celosa, ni de que se abrieran casas de otras congregaciones religiosas ni de nuevas devociones que iban surgiendo en Francia. Amaba a su Patria, por la cual lloraba y rezaba. Respetaba la libertad individual, por lo que ordenaba que no se hablara sino raras veces a las jóvenes de la vocación religiosa. Más que reprender, observaba. Era indulgente, hacía caso omiso de las diabluras sin consecuencias y prohibía a las religiosas que colaboraran con los trabajos de las alumnas, para que sus padres no las creyeran más instruidas de lo que en realidad fueran. Era, en suma, una perfecta pedagoga. Antes de despedir a una alumna, decía a la religiosa: "Bien, yo la autorizo, con tal, empero, de que me asegure que no se va a perder en el mundo". Su finalidad suprema era evitar las ofensas a Dios, llevarle almas o preservarlas de las emboscadas. Cuidó a los presos y alivió a los ancianos. Se enamoró de la obra de la Santa Infancia, de la cual. decía: "Quisiera que no hubiera nadie en el mundo que amara a la Santa Infancia más de lo que yo la amo".  
   
A las novicias las formaba examinando primero con gran cuidado tales vocaciones, sin consideración alguna al talento, nacimiento o fortuna. Comprendía de tal forma a los corazones, que a una novicia desanimada y triste la obligó, hasta que todo pasara, a traerle diariamente flores a su celda, animándola cada día con su sonrisa.  

   Entre las virtudes humanas y divinas de sus religiosas destacan la sencillez, franqueza de corazón, obediencia, paz, puntualidad, devoción a los santos, frecuencia de sacramentos, oración por los sacerdotes, especialmente en tiempo de ordenaciones, prohibición de juzgarlos, poco locutorio, amor al trabajo, renuncia de los deseos de la naturaleza, no mirar nunca atrás, afición a los cantos sagrados, benignidad con las enfermas, desprecio por ciertas tentaciones, una flor diaria a la Virgen Santísima, amor a la vida oculta de San José, peregrinaciones espirituales a los santuarios principales de Francia y del mundo, conocimiento y amor de la liturgia, etc.  Entre enseñanzas y prácticas, santificarse y trabajar, de forma tan ejemplar, es natural que entre ella y su Divino Esposo se estableciera una corriente mutua de atracción, que culminó en sus últimos instantes. Agotada por sus enfermedades, pero gigante de espíritu, el tránsito la encontró completamente despejada y en perfectas condiciones para pensar y amar. Cantaban sus religiosas la Salve Regina en la capilla de su casa matriz y ella besaba el crucifijo de su rosario. La sombra de tristeza de su rostro se convirtió en sonrisa de paz celestial. Cuando, en vida, la obligaron a posar para que un artista le hiciera su retrato, al intentar sonreír como se le aconsejaba, salieron de sus ojos abundantes lágrimas. Ahora, a la vista de su Esposo, sonrió sin esfuerzo. Era la primera hora de la tarde del 18 de septiembre de 1852.  

   Fue beatificada por Pío XII el 9 de junio de 1940 y canonizada por el mismo Papa el 23 de abril de 1950.

* Año Cristiano, Tomo III, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966.

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