La Asociación Médica Mundial fue creada el 18 de Septiembre de 1947 como un foro de cooperación y diálogo entre los profesionales de la medicina para asegurar su independencia y servir los más altos niveles posibles en conducta ética y atención médica.
En 1954, la AMM tuvo su VIII asamblea general, primero en la ciudad de Zúrich (Suiza) y luego en Roma (Italia), y en esta oportunidad, el Papa Pío XII dio un discurso en el cual presentó su concepto acerca de la guerra moderna (que es totalmente distinta a la “guerra justa” codificada por San Agustín y explicada por Santo Tomás de Aquino), la experimentación médica (en la II Asamblea General, el Consejo -actual Junta Directiva- de la AMM ordenó crear el Comité permanente de Ética Médica, frente a las denuncias que fueron presentándose por casos cometidos durante la II Guerra Mundial) y la moral y el derecho médico.
A continuación, el discurso (Fuente: Acta Apostólicae Sedis 46 (1954), págs 587-598):
Nos sentimos felices al encontrarnos una vez más entre los médicos,
como tan frecuentemente ha sucedido en estos últimos años, y dirigirles
algunas palabras.
Nos habéis informado de las finalidades de la Asociación Médica
Mundial y de los resultados obtenidos durante los siete años de su
existencia. Con gran interés hemos conocido Nos estos informes y el gran
número de tareas a las que habéis consagrado vuestra atención y
vuestros esfuerzos: ponerse en contacto y agruparse las asociaciones
médicas nacionales; cambio mutuo de las experiencias de cada uno; examen
de los problemas actuales en los distintos países; convenciones
formales con una serie de organizaciones emparentadas; creación de un
Secretariado general en Nueva York, fundación de una revista propia, World Medical Journal.
Junto a estas realizaciones de orden más administrativo, la fijación y
valorización de algunos puntos importantes de la profesión y del estado
médico; defensa de la reputación y del honor de la corporación de los
médicos; elaboración de un Código internacional de ética médica,
admitido ya por cuarenta y dos naciones; aceptación de una nueva
redacción del juramento de Hipócrates (juramento de Ginebra);
condenación oficial de la eutanasia. Entre muchas otras cuestiones, las
relativas a la transformación y al desarrollo de la enseñanza
universitaria para la formación de los jóvenes médicos y más todavía
para la investigación médica. No hemos mencionado aquí sino tan sólo
algunos puntos. En el programa del actual Congreso VIII, habéis añadido
todavía, por ejemplo: los deberes del médico en tiempo de guerra,
singularmente de guerra bacteriológica; posición del médico con relación
a la guerra química y atómica y a la experimentación en el hombre.
El aspecto médico, tanto el técnico como el administrativo, de estas
cuestiones es materia vuestra; mas en lo que se refiere al aspecto moral
y jurídico, querríamos Nos llamar vuestra atención sobre algunos
puntos. Una serie de problemas, que os ocupan, también Nos han ocupado a
Nos y formaron el objeto de especiales alocuciones. Así, el 14 de
septiembre de 1952, a los participantes en el Primer Congreso Internacional de Histopatología del sistema nervioso,
Nos hemos hablado (a petición de ellos mismos) sobre los límites
morales de los métodos modernos de investigación y de tratamiento. Nos
hemos referido Nuestras explicaciones al examen de los tres principios
de donde la Medicina deduce la justificación de estos métodos de
investigación y de tratamiento: el interés científico de la medicina, el
interés del paciente, el interés de la comunidad o, como se dice, el
bien común, «bonum commune» [1].
En una alocución a los miembros del XVI Congreso Internacional de
Medicina Militar, Nos hemos expuesto los principios esenciales de la
moral y del derecho médico, su origen, su contenido y su aplicación [2].
El XXVI Congreso de la Asociación Italiana de Urología Nos había
propuesto la discutida cuestión: ¿está permitido moralmente extirpar un
órgano sano para impedir el progreso de un mal que amenaza a la vida?
Hemos respondido Nos a ella en una alocución del 8 de octubre del año
pasado [3].
Finalmente, Nos hemos tocado las cuestiones que os ocupan durante el
actual Congreso, las de la apreciación moral de la guerra moderna y de
sus procedimientos, en una alocución del 3 de octubre de 1953 a los
participantes en el VI Congreso Internacional de Derecho Penal [4].
Si ahora Nos no hacemos sino mencionar brevemente algunos de estos
puntos, a pesar de su importancia y de su alcance, Nos esperamos que las
explicaciones dadas anteriormente puedan servir de complemento; y por
no alargar demasiado este discurso, las presentaremos cada vez
íntegramente en nota.
LA GUERRA Y LA PAZ
Que el médico tiene durante la guerra un papel, y un papel
privilegiado, es una evidencia. En ningún otro momento hay tantos que
cuidar y curar, así entre soldados como entre civiles, entre amigos como
entre enemigos. Necesario es conceder al médico, sin restricciones, el
derecho natural de intervenir allí donde se requiera su ayuda, y
garantizárselo también mediante convenciones internacionales. Aberración
de juicio y de corazón sería querer negar al enemigo el socorro médico y
dejarle perecer.
¿Tiene el médico un papel que jugar en la elaboración,
perfeccionamiento, acrecentamiento de los medios de la guerra moderna,
singularmente de los medios de la guerra A.B.C. (Atómica, Bacteriológica, Química)?
Imposible responder a esta cuestión sin haber resuelto antes esta otra: «La guerra total» moderna, singularmente la guerra A.B.C., ¿está
permitida en principio? No puede subsistir duda alguna, sobre todo a
causa de los horrores y de los inmensos sufrimientos provocados por la
guerra moderna, que desatar ésta sin justo motivo (es decir, sin que se
halle impuesta por una injusticia evidente y extremadamente grave,
inevitable de otro modo), constituye un «delito» digno de las sanciones
nacionales e internacionales más severas. Ni siquiera en principio se
puede proponer la cuestión de la licitud de la guerra atómica, química y
bacteriológica, sino en el caso en que se la juzgue indispensable para
defenderse en las condiciones indicadas. Y aun entonces es preciso
empeñarse por todos los medios en evitarla mediante acuerdos
internacionales o señalar a su empleo límites muy claros y precisos para
que sus efectos queden circunscritos a las exigencias estrictas de la
defensa. Cuando, sin embargo, el empleo de este medio lleva consigo una
tal extensión del mal que se escapa totalmente al control del hombre, su
utilización debe rechazarse como inmoral. Aquí ya no se trataría de la «defensa» contra la injusticia y de la necesaria «salvaguardia» de
posesiones legítimas, sino de la aniquilación pura y simple de toda vida
humana en el interior del radio de acción. Esto no se halla permitido
por ninguna razón.
Volvamos al médico. Si alguna vez, en el cuadro de los límites
indicados, una guerra moderna (A.B.C.) puede justificarse y se justifica
de hecho, la cuestión de la colaboración moral lícita del médico puede
entonces plantearse. Pero estaréis de acuerdo con Nos: preferible es no
ver al médico ocupado en una tarea de este género; ella contradice
demasiado a su deber primordial: llevar socorro y curar, pero no hacer
daño ni matar.
Esto os hará comprensibles el sentido y la justificación de Nuestras
anteriores explicaciones; lo que Nos hemos dicho sobre la condenación de
la guerra en general y sobre la situación y el papel del médico en
tiempo de guerra [5] y [6].
LA EXPERIMENTACIÓN EN EL HOMBRE
Según informaciones que Nos han llegado de parte vuestra, al programa
primitivo de vuestro actual Congreso habéis añadido la cuestión de la
experimentación en el hombre vivo.
Qué extensión pueda tener esta experimentación y a qué abusos puede
conducir, lo han demostrado los procesos de los médicos de la posguerra.
Nos no permitimos el remitir, sobre esta materia, a un pasaje de uno de Nuestros discursos precedentes [7].
Fácilmente se comprende que la investigación y la práctica médica no
pueden prescindir de toda experimentación en el hombre vivo. Pero se
trata de saber cuáles son las condiciones necesarias de la
experimentación, sus límites, sus obstáculos, sus decisivos principios
básicos. En los casos desesperados, cuando el enfermo está perdido si no
se interviene y cuando existe un medicamento, un medio, una operación
que, sin excluir todo peligro, guardan todavía cierta posibilidad de
éxito, un espíritu recto y reflexivo admite sin más que el médico puede
con el consentimiento explícito o tácito del paciente, proceder a la
aplicación de este tratamiento. Pero la investigación, la vida y la
práctica, no se limitan a tales casos; los desbordan y van más lejos.
Aun entre médicos serios y concienzudos, se oye formular la idea de que
si no se corre el peligro con nuevas vías, si no se ensayan nuevos
métodos, se detiene el progreso, si es que no se le paraliza por
completo. Sobre todo, en el terreno de las intervenciones quirúrgicas,
se hace resaltar cómo muchas operaciones, que hoy no llevan consigo
ningún peligro especial, tienen tras de sí un largo pasado y una larga
experiencia —el tiempo necesario al médico para aprender y ejercitarse— y
que un número más o menos grande de casos mortales señalan los
comienzos de estos procedimientos.
A vuestra competencia profesional pertenece responder a las
cuestiones que se refieren a las condiciones médicas y a las
indicaciones de la experimentación en el hombre vivo. Sin embargo, la
dificultad de una precisión moral y jurídica hace aparecer como
necesarias algunas indicaciones.
En Nuestra alocución a los médicos militares, brevemente hemos formulado Nos las directrices esenciales sobre esta materia [8].
Para tratar y resolver estos problemas, se recurre, como se puede ver
en el texto citado, a una serie de principios morales de la más
fundamental importancia; la cuestión de las relaciones entre el
individuo y la comunidad, la del contenido y límites del derecho a
utilizar la propiedad de otro, la cuestión de las condiciones y de la
extensión del principio de totalidad, la de las relaciones entre la
finalidad individual y social del hombre, y otras semejantes. Aunque
estas cuestiones no pertenecen al dominio específico de la medicina,
ésta, en todo caso, las debe tener en cuenta, como cualquier otra de las
actividades humanas.
Lo que vale para el médico con relación al paciente, vale también
para el médico con relación a sí mismo. Está sometido a los mismos
grandes principios morales y jurídicos. Tampoco él puede tomarse a sí
mismo como objeto de experiencias científicas o prácticas, que lleven
consigo un daño serio o que amenacen a su salud; mucho menos aún está
autorizado para intentar una intervención experimental que, según una
opinión autorizada, pueda producir la mutilación o el suicidio. Además,
preciso es decir otro tanto sobre los enfermeros y enfermeras y sobre
todo el que esté dispuesto a prestarse para investigaciones
terapéuticas. No pueden entregarse a tales experiencias. Esta negación,
en principio, no se refiere al motivo personal de quien se obliga, se
sacrifica y se entrega en beneficio de un enfermo, ni al deseo de
colaborar al progreso de una ciencia seria, que quiere ayudar y servir.
Si de esto se tratara, sería obligada la respuesta afirmativa. En
ninguna profesión, y en particular en la de médico y enfermero, faltan
personas dispuestas a consagrarse totalmente a los demás y al bien
común. Pero no se trata de aquel motivo ni de esta decisión personal; en
tal actuación se trata, en fin de cuentas, de disponer de un bien no
personal, sin tener derecho a ello. El hombre no es sino el
usufructuario, no el poseedor independiente y el propietario de su
cuerpo, de su vida y de todo cuanto el Creador le ha dado para que lo
use, y esto en conformidad con los fines de la naturaleza. El principio
fundamental: «Sólo el que tiene derecho a disponer está habilitado para
usarlo, pero aun ello, tan sólo en los límites que le han sido fijados»,
es una de las últimas y más universales normas de acción, a las cuales
se atiene inquebrantablemente el juicio espontáneo y sano, y sin las
cuales el orden jurídico y el de la vida común de los hombres en el
conjunto de la sociedad es imposible.
En lo que se refiere a extraer partes del cuerpo de un difunto para
fines terapéuticos, no se puede permitir al médico que trate el cadáver
como le plazca. Establecer las reglas convenientes pertenece a la
autoridad pública. Pero tampoco ésta puede proceder arbitrariamente. Hay
textos de ley, contra los cuales pueden suscitarse serias objeciones.
Una norma, como la que permite al médico, en un sanatorio, sacar partes
del cuerpo para fines terapéuticos, aunque esté excluido todo afán de
lucro, no es admisible, siquiera por la posibilidad de que se la
interprete demasiado libremente. Preciso es también tomar en
consideración los derechos y los deberes de aquellos a quienes incumbe
el encargarse del cuerpo del difunto. Finalmente, es necesario respetar
las exigencias de la moral natural que prohíbe considerar y tratar el
cadáver de un hombre simplemente como una cosa o como el de un animal.
MORAL Y DERECHO DE LOS MÉDICOS
Comprenderéis que, ante la lista de los resultados ya obtenidos en el
curso de los siete años de existencia, la elaboración de un código
internacional de moral médica, ya aceptado por cuarenta y dos países,
haya suscitado muy particularmente Nuestro interés.
Podría creerse que fuera fácil crear una moral médica y un derecho
médico mundial uniformes. Sin duda que la naturaleza humana es la misma
sobre toda la tierra, en sus leyes y en sus rasgos fundamentales; la
finalidad de la ciencia médica y, por consiguiente, la del médico serio,
son también doquier las mismas: ayudar, curar y prevenir, no hacer daño
ni matar. Afirmado esto, hay ciertas cosas que ningún médico hace, que
ningún médico sostiene ni justifica, antes las condena. Asimismo hay
cosas que ningún médico omite, sino que, por lo contrario, las exige y
las ejecuta. Es, si así lo queréis, el código de honor del médico y el
de sus deberes.
Sin embargo, en realidad, la moral médica actual todavía se halla muy
lejos de constituir una moral mundial uniforme y completa.
Relativamente son pocos los principios aceptados en todas partes. Pero
este número relativamente pequeño es a su vez digno de consideración y
merece ser apreciado alta y positivamente como el punto de partida de un
desarrollo ulterior.
A propósito de la moral médica, querríamos Nos proponer a vuestra consideración las tres ideas básicas siguientes:
1.- La moral médica debe basarse en el ser y en la naturaleza
Y esto porque ella debe responder a la esencia de la naturaleza
humana y a sus leyes y relaciones inmanentes. Todas las normas morales,
también las de la medicina, proceden necesariamente de los
correspondientes principios ontológicos. De ahí viene la máxima: «Serás
lo que tú eres». He ahí por qué una moral médica puramente positivista
se niega a sí misma.
2.- La moral médica debe ser conforme a la razón, a la finalidad, y orientarse según los valores
La moral médica no vive en las cosas, sino en los hombres, en las
personas, entre los médicos, en su juicio, su personalidad, su
concepción y su realización de los valores. La moral médica en el médico
son las cuestiones de conciencia personales: «¿Qué es su
justificación?» (es decir, ¿qué finalidad persigue y se propone ella?). «¿Qué valor expresa ella por sí misma, en sus relaciones personales, en
su estructura social?». Dicho de otro modo: «¿De qué se trata?», «¿Por
qué? ¿Con qué fin? ¿Qué es lo que esto vale?». Los hombres morales no
pueden ser superficiales; y si lo son, no pueden permanecer tales.
3.- La moral médica debe estar arraigada en lo trascendente
Lo que, en última instancia, se halla establecido por un hombre,
puede un hombre, en última instancia, suprimirlo y en consecuencia (si
ello es necesario o así le place) puede no cumplirlo. Esto contradice a
la constancia de la naturaleza humana, constancia de su destino y de su
finalidad, y contradice también al carácter absoluto e imprescriptible
de sus exigencias esenciales. Porque éstas no dicen: «Si, como médico,
tú quieres juzgar bien y obrar bien, obra así», sino que se manifiestan
ellas en lo más profundo de la conciencia personal, bajo una forma
completamente distinta: «Tú debes obrar bien, cueste lo que cueste. Por
lo tanto, tú debes obrar así y no de otro modo». Este carácter absoluto
de las exigencias morales se mantiene, tanto si el hombre las escucha
como si no. El deber moral no depende del capricho del hombre: la acción
moral es su único deber. Este fenómeno, admitido en todos tiempos, del
carácter absoluto del orden moral, obliga a reconocer que la moral
médica posee, en último análisis, un fundamento y una regla
trascendente. En Nuestra alocución al Congreso de medicina militar, Nos
hemos desarrollado estas consideraciones y hemos hablado sobre el
control de la moral médica [9].
Añadamos una palabra sobre el derecho médico, del que Nos hemos tratado otras veces con más detalle.
La vida de los hombres en comunidad exige normas determinadas y
firmemente delimitadas, pero no más numerosas de lo que el bien común
exige. Por lo contrario, las normas morales se extienden mucho más
lejos, son mucho más numerosas y, en muchos aspectos, menos netamente
delimitadas, a fin de permitir la adaptación necesaria a las exigencias
justificadas de los casos particulares. El médico penetra profundamente
en la vida del individuo y de la comunidad, a causa de la profesión que
él ejerce. En la sociedad tiene él necesidad de un apoyo jurídico
amplio; y también de una singular seguridad para su persona y su acción
médica. Por otra parte, la sociedad quiere una garantía de la capacidad y
de la competencia de los que se presentan y actúan como médicos. Todo
esto demuestra la necesidad de un derecho médico, nacional y, hasta
donde posible sea, internacional. No en el sentido de un detallado
reglamento, fijado por leyes; al contrario, que el Estado abandone, en
lo que sea posible, la elaboración de este reglamento a los colegios de
médicos (nacionales e internacionales), otorgándoles los necesarios
poderes y sanciones. Resérvese él la alta vigilancia, las últimas
sanciones, la integración del orden y de los colegios de médicos en el
conjunto de la vida nacional.
El derecho médico en su contenido debe ser expresión de la moral
médica, por lo menos en cuanto que no contenga nada opuesto a la moral.
Llegue él a proponer todo lo que debería, para satisfacer las exigencias
de la ética natural; según las experiencias hechas hasta el presente,
se trata de un deseo cuya realización todavía se halla muy alejada.
En resumen: la moral médica está, en su último fundamento, basada en
el ser, en la razón y en Dios: el derecho médico depende, además, de los
hombres.
Nos hemos puesto de relieve tres puntos en el amplio programa de
vuestro Congreso y Nos hemos dicho una palabra sobre la guerra y sobre
la paz, sobre la experimentación en el hombre, sobre los esfuerzos para
constituir una moral médica mundial y un derecho médico mundial.
Así queríamos Nos estimular y orientar vuestro juicio personal y
contribuir, por Nuestra parte, a los progresos fructuosos y a la
profundización de vuestro trabajo.
NOTAS
[1] Discorsi e Radiomessagi di Pio XII, vol. 14, págs. 319-330.
[2] 19 de Octubre de 1953, ibid., vol. 15, págs. 417-428.
[3] Ibid. 15, 373-375.
[4] Ibid. 15, 337-353.
[5]
«Figura en primer lugar el crimen de una guerra moderna, no exigida por
la necesidad incondicionada de defenderse, y que lleva consigo —podemos
decirlo Nos sin titubear— ruinas, sufrimientos y horrores inimaginables.
La comunidad de los pueblos debe contar con los criminales sin
conciencia que, para realizar sus ambiciosos planes, no temen desatar la
guerra total. Por ello, si los otros pueblos desean proteger su
existencia y sus bienes más preciosos, y, si no quieren dejar franco el
paso a los malhechores internacionales, no les queda sino prepararse
para el día en que deberán defenderse. Este derecho de mantenerse a la
defensiva, no se puede negarlo, aun hoy, a Estado alguno. Por lo demás,
esto no cambia absolutamente nada el hecho de que la guerra injusta debe
colocarse en el primer rango de los delitos más graves, que el derecho
penal internacional condena, que sanciona con las penas máximas, y cuyos
autores quedan en todo caso como culpables y obligados al castigo
previsto» (Alocución a los participantes del VI Congreso Internacional de derecho penal, 3 de Octubre de 1953; Disc. e Rad., vol. 6, págs. 340-341).
[6]
«Este punto es decisivo para la posición del médico frente a la guerra
en general, y a la guerra moderna en particular. El médico es adversario
de la guerra y promotor de la paz. Tanto como está dispuesto a curar
las heridas de la guerra, cuando éstas existen ya, otro tanto debe
emplearse él, en la medida de lo posible, en evitarlas. La buena
voluntad recíproca permite siempre evitar la guerra como último medio de
regular las diferencias entre los Estados. Hace pocos días, Nos hemos
todavía expresado el deseo de que se castigue en el plano internacional
toda guerra que no se halle exigida por la necesidad absoluta de
defenderse contra una injusticia muy grave referente a la comunidad,
cuando no se la puede impedir por otros medios y, sin embargo, es
preciso hacerla, so pena de dejar libre el campo en las relaciones
internacionales a la violencia brutal y a la falta de conciencia. No
basta, pues, tener que defenderse contra no importa qué injusticia para
utilizar el método violento de la guerra. Cuando los daños producidos
por ésta no son comparables a los de la “injusticia tolerada”, se puede
tener la obligación de “soportar la injusticia”. Lo que acabamos de
desarrollar vale, en principio, para la guerra A.B.C., atómica,
biológica y química. La cuestión de saber si ella puede llegar a ser
simplemente necesaria para defenderse contra una guerra A.B.C., que Nos
baste el haberla planteado aquí. La respuesta se deducirá de los mismos
principios, que son decisivos hoy para permitir la guerra en general. En
todo caso, otra cuestión se plantea desde el primer momento: ¿no es
posible por acuerdos internacionales el proscribir y apartar eficazmente
la guerra A.B.C.? Después de los horrores de los dos conflictos
mundiales, no tenemos Nos necesidad de recordar que toda apoteosis de la
guerra se debe condenar como una aberración del espíritu y del corazón.
Ciertamente, la fuerza del alma y el heroísmo hasta la entrega de la
vida, cuando el deber lo exige, son grandes virtudes; pero querer
provocar la guerra porque ella sea la escuela de las grandes virtudes y
una ocasión para practicarlas, debería calificarse como crimen y como
locura. Lo que Nos hemos dicho muestra la dirección, en la cual se
encontrará la respuesta a esta otra cuestión: ¿puede el médico poner su
ciencia y su actividad al servicio de la guerra A.B.C.? La “injusticia”,
jamás puede él sostenerla, ni siquiera en servicio de su propio país; y
cuando este tipo de guerra constituye una injusticia, el médico no
puede colaborar a ella» (Alocución a los miembros del XVI Congreso Internacional de medicina militar, 19 de Octubre de 1953; Disc. e Rad., vol. 15, págs. 321-322).
[7]
«No obstante, por tercera vez vuelve la cuestión: ¿el “interés médico de la comunidad” no está, en su contenido y en su extensión, limitado por
ninguna barrera moral? ¿Da él “plenos poderes” para cualquier
experiencia médica seria en el hombre viviente? ¿Suprime él las barreras
que todavía valen para el interés de la ciencia o del individuo? O bajo
otra fórmula: ¿la autoridad pública —a la que precisamente incumbe el
cuidado del bien común— puede dar al médico el poder de intentar ensayos
en el individuo por el interés mismo de la ciencia y de la comunidad a
fin de inventar y experimentar métodos y procedimientos nuevos, cuando
estos ensayos sobrepasan el derecho del individuo a disponer de sí
mismo; puede realmente la autoridad pública, por interés de la
comunidad, limitar o suprimir hasta el derecho del individuo sobre su
cuerpo y su vida, su integridad corporal y psicológica? Para prevenir
una objeción: siempre se supone que se trata de investigaciones serias,
de esfuerzos honestos para promover la medicina teórica y práctica; pero
no de cualquier maniobra que sirva de pretexto científico para encubrir
otros fines y realizarlos impunemente. En lo que se refiere a las
cuestiones planteadas, muchos han estimado, y aun lo estiman hoy, que es
preciso responderlas afirmativamente. Para defender su tesis invocan
ellos el hecho de que el individuo está subordinado a la comunidad, y
que el bien del individuo debe dejar paso al bien común y serle
sacrificado. Añaden que el sacrificio de un individuo a los fines de la
investigación y de la exploración científica aprovecha finalmente al
individuo mismo. Los grandes procesos de la posguerra han descubierto
una cantidad tremenda de documentos que comprueban el sacrificio del
individuo “al interés médico de la comunidad”. En los documentos se
encuentran testimonios e informes que muestran cómo, con el asentimiento
y a veces hasta por una orden formal de la autoridad pública, ciertos
centros de investigación exigían sistemáticamente que se les
suministraran hombres de los campos de concentración para sus
experiencias médicas, y cómo los entregaban a tales centros: tantos
hombres, tantas mujeres, tantos para tal experiencia, tantos para tal
otra. Hay informes sobre el desarrollo y el resultado de las
experiencias, sobre los síntomas objetivos y subjetivos observados en
los interesados durante las diferentes fases de la experimentación. No
pueden leerse esas notas sin sentirse embargado por una profunda
compasión hacia aquellas víctimas, muchas de las cuales fueron a la
muerte, y sin asustarse ante semejante aberración del espíritu y del
corazón humano. Pero Nos podemos también añadir: los responsables de
estos hechos atroces no han hecho sino responder afirmativamente a las
cuestiones que Nos hemos planteado, y sacar las consecuencias prácticas
de esta afirmación. ¿El interés del individuo hállase, en este punto,
subordinado al interés médico común, o se violan aquí, tal vez de buena
fe, las exigencias más elementales del derecho natural, violación que
ninguna investigación médica puede permitirse? Necesario sería cerrar
los ojos a la realidad para creer que, en la hora actual, ya no se
encuentra nadie en el mundo de la medicina para mantener y defender las
ideas que están en el origen de los hechos que Nos hemos citado. Basta
seguir durante algún tiempo los informes sobre los ensayos y las
experiencias médicas, para convencerse de lo contrario.
Involuntariamente se pregunta qué es lo que ha autorizado a tal médico
para atreverse a tal intervención, y lo que podría alguna vez
autorizarla. Con una objetividad tranquila, la experiencia está descrita
en su desarrollo y en sus efectos; se anota lo que se verifica y lo que
no se verifica. Sobre la cuestión de la licitud moral, ni una palabra.
Y, sin embargo, existe esta cuestión; y no se la puede suprimir
pasándola en silencio. En el caso de que, en los hechos mencionados, la
justificación moral de la intervención se deduzca del mandato de la
autoridad pública, y consiguientemente de la subordinación del individuo
a la comunidad, del bien individual al bien social, descansa ella en
una explicación errónea de este principio. Preciso es observar que el
hombre en su ser personal no está ordenado, en fin de cuentas, para la
utilidad de la sociedad; antes al contrario, la comunidad lo está para
el hombre. La comunidad es el gran medio querido por la naturaleza y por
Dios para regular los cambios en que se completan las necesidades
recíprocas, para ayudar a cada uno a desarrollar por completo su
personalidad según sus aptitudes individuales y sociales. La comunidad,
considerada como un todo, no es una unidad física que subsiste en sí, y
sus miembros individuales no son partes integrantes suyas. El organismo
físico de los seres vivos, de las plantas, de los animales o del hombre
posee, como tal todo, una unidad que subsiste en sí; cada uno de los
miembros, por ejemplo, la mano, el pie, el corazón, el ojo es una parte
integrante, destinada por todo su ser a insertarse en el conjunto del
organismo. Fuera del organismo no tiene, por su propia naturaleza,
ningún sentido, ninguna finalidad; está enteramente absorbido por el
conjunto del organismo, al cual se halla unido. De otro modo sucede en
la comunidad moral y en cada organismo de carácter puramente moral. Aquí
el todo no tiene unidad que subsista en sí, sino una simple unidad de
finalidad y de acción. En la comunidad, los individuos no son sino
colaboradores e instrumentos para la realización de la finalidad
comunitaria. ¿Qué se deduce para el organismo físico? El dueño y el
usufructuario de este organismo, que posee una unidad subsistente, puede
disponer directa e inmediatamente de las partes integrantes, de los
miembros y órganos, en el cuadro de su finalidad natural; puede
igualmente intervenir, con tanta frecuencia y en la medida en que lo
exija el bien del conjunto, para paralizar, destruir, mutilar, separar
sus miembros. Pero, por lo contrario, cuando el todo no posee sino una
unidad de finalidad y de acción, su cabeza, es decir, en el caso
presente, la autoridad pública, posee sin duda una autoridad directa y
el derecho de plantear exigencias a la actividad de las partes, pero en
ningún caso puede disponer directamente de su ser físico. Y así todo
ataque directo a su esencia constituye un abuso de competencia por parte
de la autoridad» (Alocución al I Congreso Internacional de Histopatología del Sistema Nervioso, 14 de Septiembre de 1952; Disc. e Rad., vol. 14, págs. 325-328).
[8]
«… el médico justificaba sus decisiones por el interés de la ciencia,
el del paciente y el del bien común. Del interés de la ciencia ya se ha
hablado. En cuanto al del paciente, el médico no tiene otro derecho para
intervenir sino el concedido por el enfermo. El paciente, por su parte,
el individuo mismo, no tiene derecho a disponer de su existencia, de la
integridad de su organismo, de los órganos particulares y de su
capacidad de funcionamiento sino en la medida exigida por el bien de
todo el organismo. Esto da la clave de la respuesta a la cuestión de que
os habéis ocupado: ¿Puede el médico aplicar un remedio peligroso,
emprender intervenciones probable o ciertamente mortales, tan sólo
porque el paciente lo quiera o consienta en ello? Asimismo, a la
cuestión en sí comprensible para el médico que trabaje precisamente
detrás del frente o en el hospital militar: ¿en el caso de sufrimientos
insoportables o incurables y de heridas horribles, puede administrar,
por petición expresa del enfermo, inyecciones que equivalen a una
eutanasia? En relación con el interés de la comunidad, la autoridad
pública no tiene, en general, derecho alguno directo a disponer de la
existencia y de la integridad de los órganos de sus súbditos inocentes.
—La cuestión de las penas corporales y de la pena de muerte, Nos no la
examinamos aquí, porque Nos hablamos del médico, no del verdugo—. Y como
el Estado no posee este derecho directo de disposición, tampoco puede
comunicarlo al médico por ninguna razón ni finalidad. La comunidad
política no es un ser físico como el organismo corporal, sino un todo
que no posee sino una unidad de finalidad y de acción; no existe el
hombre para el Estado, sino el Estado para el hombre. Cuando se trata de
seres sin razón, plantas o animales, el hombre es libre para disponer
de su existencia y de su vida (lo cual no suprime la obligación que
tiene, ante Dios y su propia dignidad, de evitar las brutalidades y las
crueldades injustificadas), pero no de la de otros hombres o
subordinados. El médico de guerra saca de ahí una orientación segura
que, sin quitarle la responsabilidad de su decisión, es susceptible de
defenderle contra errores de juicio, ofreciéndole una clara norma
objetiva» (Alocución a los miembros del XVI Congreso Internacional de Medicina militar; Disc. e Rad., vol. 15, págs. 420-421).
[9]
«El control último y el más elevado es el Creador mismo: Dios. Nos no
haríamos justicia a los principios fundamentales de vuestro programa y a
las consecuencias de ahí derivadas, si Nos quisiéramos caracterizarlos
tan sólo como exigencias de la humanidad, como finalidades humanitarias.
También lo son; pero son esencialmente mucho más aún. La última fuente,
de donde derivan su fuerza y su dignidad, es el Creador de la
naturaleza humana. Si se tratase de principios elaborados tan sólo por
la voluntad del hombre, entonces su obligación no tendría sino la fuerza
de los hombres; podrían aplicarse hoy, y ser sobrepasados mañana un
país podría aceptarlos, otro rechazarlos. Pero sucede muy de otro modo,
si interviene la autoridad del Creador. Y los principios fundamentales
de la moral médica son parte de la ley divina. He aquí el motivo que
autoriza al médico a poner una confianza incondicionada en estos
fundamentos de la moral médica» (Ibid., Disc. e Rad., vol. 15, págs. 422-423).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Preferiblemente, los comentarios (y sus respuestas) deben guardar relación al contenido del artículo. De otro modo, su publicación dependerá de la pertinencia del contenido. La blasfemia está estrictamente prohibida. La administración del blog se reserva el derecho de publicación (sin que necesariamente signifique adhesión a su contenido), y renuncia expresa e irrevocablemente a TODA responsabilidad (civil, penal, administrativa, canónica, etc.) por comentarios que no sean de su autoría.