Mons. Marcel Lefebvre yacente durante la velación
Sermón pronunciado por el padre Franz Schmidberger FSSPX el 2 de Abril de 1991, funeral de Mons. Marcel Lefebvre. Tomado de ACTUALITÉS FSSPX.
UNA VIDA DE VERDADERA IMITACIÓN DE JESUCRISTO
Ecce sacérdos magnus, qui in diébus suis plácuit Deo, et invéntus
est justus. Non est invéntus símilis illi qui conserváret legem
Excélsi. He aquí al soberano sacerdote, quien en vida agradó a Dios
y fue encontrado un hombre justo. Nadie como él para observar la Ley
del Altísimo. (Gradual de la Misa Statuit de los confesores pontífices).
Excelencias, queridos miembros de su familia, hermanos y hermanas de Monseñor Lefebvre,
Mis queridísimos hermanos y amigos,
Estamos aquí reunidos alrededor de los restos mortales de nuestro muy
amado Padre, de nuestro fundador y Superior General durante muchos
años, alrededor de este obispo fiel a su misión de doctor y pastor de la
Iglesia, una, santa, católica y apostólica, de este misionero
infatigable, de este padre de una nueva generación de sacerdotes, del
salvador de la misa en su rito romano auténtico y venerable, de este
defensor del reino social de Nuestro Señor Jesucristo. "He aquí al gran
sacerdote que durante su vida agradó a Dios y fue hallado justo. Nadie
como él para observar la Ley del Altísimo."
Estamos aquí, repito, con un profundo dolor, como huérfanos, con
lágrimas y gemidos, pero también con esperanza cristiana y admiración
frente a esta vida cristiana, sacerdotal y episcopal. Mis compañeros y
yo les agradecemos, queridos fieles, por haber venido desde todos los
rincones del mundo para rendir homenaje a este hombre extraordinario de
nuestro siglo. Antes de hablar sobre su vida, proporcionaré algunos
detalles sobre los últimos días de nuestro querido difunto.
Sus últimos días
La noche de la fiesta de Santo Tomás de Aquino, el 7 de marzo,
Monseñor celebró en Ecône una misa por los amigos y benefactores de
Valais, seguida de una conferencia sobre la situación de la Iglesia y
sobre nuestro deber en el combate y la labor de las instituciones
cristianas. Esa noche se quejó de un fuerte dolor de estómago, y no
participó en la cena. Al día siguiente, celebró por última vez el santo
sacrificio de la misa sobre nuestros altares y, a pesar de los dolores
sensibles, partió hacia París para una reunión con los responsables de
los Círculos de la Tradición. En el camino, su estado de salud era
verdaderamente alarmante. Después de pasar la primera parte de la noche
del viernes al sábado en un hotel, regresó al amanecer a Ecône con el
Sr. Borgeat, su chofer. Por su propia solicitud, fue internado en el
hospital de Martigny. Los médicos diagnosticaron inicialmente una
infección intestinal y le restringieron su dieta, prescribiéndole
infusiones.
El lunes 11 de marzo, después del mediodía, lo visité por última vez;
no había perdido su buen humor y los dolores habían disminuido un poco.
"Me parece injusto, decía a la enfermera, que no me den nada de comer y
que, a pesar de todo, me cobren el mismo precio por estar aquí que a
los demás." Y volteándose conmigo, me dijo con una sonrisa: "Le he
pedido al Padre Simoulin que prepare bien mi tumba. Si pudiera morir
como mi hermana Jeanne, será una bella muerte..." Y en este contexto, me
dijo: "Lo llamaré", probablemente refiriéndose a sus últimos momentos.
Le di las noticias más recientes sobre la Fraternidad, que escuchó con
gran interés: tenían que ver, sobre todo, con una nueva casa general,
junto con las razones favorables para este proyecto. "Que Dios bendiga
este proyecto", fue su conclusión, y con esta palabras nos despedimos.
En la noche de ese mismo día, el Padre Simoulin, por petición de
Monseñor Lefebvre, le dio la extremaunción. Gracias a una tomografía,
los médicos diagnosticaron, el 15 de marzo, un tumor importante. Era
necesaria una operación. El domingo de Pasión, se pudo unir
sacramentalmente por última vez a la Víctima eucarística de nuestros
altares. La cirugía se llevó a cabo la mañana del 18 de marzo y todo se
desarrolló sin novedades: se le extirparon tres grandes quistes. Los
análisis subsecuentes revelaron su naturaleza cancerosa. Pocos días más
tarde, se manifestaron algunos problemas cardíacos, por lo que nuestro
paciente tuvo que permanecer en la unidad de terapia intensiva. El
sábado anterior al Domingo de Ramos, Monseñor Lefebvre dijo al Padre
Simoulin que estaba ofreciendo todos sus sufrimientos por la Fraternidad
y por la Iglesia. Estas fueron prácticamente sus últimas palabras.
La mañana del Domingo de Ramos, la fiebre subió hasta 40 grados; esta
última sólo se podía controlar con los antibióticos más potentes.
Monseñor permanecía consciente pero durante el transcurso del domingo
perdió la capacidad del habla. Esa noche, el Padre Simoulin lo visitó
una vez más alrededor de las 19:00 hrs., y su estado de salud era muy
preocupante; a las 23:00 hrs., el hospital avisó a Écône que Monseñor
acababa de sufrir un ataque, probablemente una embolia pulmonar. Toda la
comunidad del seminario se reunió en la capilla. El Padre Simoulin se
dirigió al hospital y rezó al lado de la cama de Monseñor las oraciones
de los agonizantes; Monseñor entró en estado de coma. Hacia la 1:15 a.m.
del lunes, el teléfono sonó en la casa general: el Padre Laroche nos
anunció que Monseñor vivía sus últimos momentos. Mientras la comunidad
de la casa general se reunió en la capilla, yo partí inmediatamente a
Martigny, a donde llegué alrededor de las 3:15 a.m. Monseñor fue
revivido artificialmente, pero sus funciones corporales se extinguían
poco a poco; a las 3:30 a.m., el doctor confirmó su muerte. Como un
último acto de amor, cerré los ojos a nuestro amado Padre.
Imitación de Jesucristo
Si echamos un vistazo a esta vida tan rica, no podemos más que verla
como una profunda y auténtica imitación de Nuestro Señor Jesucristo en
las distintas etapas de su vida, especialmente en su sacerdocio soberano
y en su sacrificio en el Calvario. Los tres ministerios del Hombre-Dios
se pueden resumir en tres divisas que brillan como faros sobre el
camino de su vida: "Credídimus caritáti. Hemos creído en el amor" (1Jn 4, 16); "Instauráre ómnia in Christo. Instaurar todo en Cristo" (Ep 1, 10); "Accépi quod et trádidi vobis. Les he transmitido lo que yo he recibido" (1 Cor 11,23).
Primero: Accépi quod et trádidi vobis o el ministerio de la enseñanza
Monseñor vivió completamente inmerso en la luz de la fe, de donde
extrajo la doctrina de sus incontables conferencias; sus entrevistas
espirituales fueron verdaderos sermones. Estaba completamente penetrado
por el misterio de la Santísima Trinidad y de la acción del Espíritu
Santo en la Iglesia y en las almas. Toda su vida estaba orientada hacia
el misterio de Jesucristo: los misterios del Verbo Encarnado, del Señor y
Salvador crucificado y resucitado, del Sumo Sacerdote del Nuevo
Testamento y de la Víctima de nuestros altares. La Santísima Virgen
María - con el dogma de su maternidad divina, de su Inmaculada
Concepción, de su preservación de todo pecado y de su virginidad
perpetua, de su Asunción al Cielo en cuerpo y alma - era para él, el
único camino hacia el misterio del Señor. La Esposa Mística de Cristo,
la Santa Iglesia con el Pontífice Romano, valían para él más que
cualquier otra cosa en este mundo.
A la luz de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino,
oraba por las verdades de la fe; las cuales expuso durante todo su
ministerio sacerdotal y episcopal. Bajo la dirección del gran doctor de
la Iglesia, estaba escribiendo su última obra, su Itinerario Espiritual.
La fidelidad era para él un deber supremo, teniendo siempre en cuenta
las palabras del Evangelio: "quien descuidase uno de estos mandamientos,
(aun) los mínimos, y enseñare así a los hombres, será el menor en el
reino de los cielos" (Mt 5, 19).
Se veía a sí mismo únicamente como el eco, el reflejo, el portavoz de
la Iglesia y de los concilios, así como de la doctrina de los Papas.
Fue por su boca que Pío VI condenó nuevamente la Revolución francesa y
los llamados "derechos del hombre". Fue a través de él que Pío IX, en
nuestros días, elevó nuevamente la voz para rechazar la libertad
religiosa calificándola de iniquidad, como lo hizo en la encíclica Quanta Cura. Fue por él que el Syllabus cobró nueva vida para controlar el aggiornamento de
la Iglesia, su adaptación a los errores contemporáneos y al espíritu
del siglo. Las grandes encíclicas de León XIII se encontraban en sus
libros, como si el mismo Papa nos hablara. Pero fue especialmente San
Pío X quien, a través de él, en los años 70-80, advirtió contra el
modernismo y un nuevo "Le Sillon", que hoy provoca estragos
mucho más grandes que los acaecidos en el tiempo del pontificado de San
Pío X. Desde 1960, no se ha encontrado otro obispo que insista como
Monseñor Lefebvre lo hizo en la doctrina de la encíclica Quas Primas del
Papa Pío XI, sobre el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo. Nadie
combatió a los comunistas con esa energía incomparable a la suya, según
las directrices de la encíclica Divinis Redemptoris, donde Pío
XI los nombró los enemigos por excelencia del cristianismo, y donde
señala como imposible toda colaboración con ellos. Lo mismo aplica para
la masonería. Escuchó con atención las advertencias del Papa Pío XII en Humani Generis contra la nueva filosofía y la nueva teología, y las retransmitió.
Si la Iglesia, en sus documentos papales y concilios, es el oráculo
del Dios viviente - y lo es - debemos nombrar a Monseñor Lefebvre como
un testigo fiel a la revelación del Dios Trino en el siglo XX. Por este
testimonio vivió, sufrió y murió. La palabra testimonio en griego se
dice "mártir". Para dar testimonio fiel, tenía que entrar necesariamente
en contradicción con el espíritu del Concilio, así como con los textos
conciliares que contradicen la doctrina constante de la Iglesia. Por
tanto, debía hacer una elección: ser fiel a la doctrina bimilenaria de
la Iglesia; o romper esta fidelidad y alinearse con el Concilio y los
errores postconciliares. Sin duda, fue la gracia de Dios la que lo
condujo a elegir la primera solución, junto con Monseñor de Castro
Mayer, el otro testigo fiel. Deo gratias!
Si hoy, en todo el mundo, en todos los continentes, una nueva
generación de apóstoles y testigos de la fe trabajan en los verdaderos
seminarios, prioratos, casas de retiro, escuelas, conventos y
monasterios; si vemos grupos de jóvenes católicos y de familias
numerosas reunidos alrededor de los altares del sacrificio del Cordero
inmolado, es, en gran parte, gracias a los frutos de la fe de este
hombre, una fe que movía montañas. El granito de mostaza se convirtió en
un gran árbol, y sobre sus ramas se posan las aves del cielo.
Segundo: Credídimus caritáti, hemos creído en la caridad o el ministerio de la santificación
¿En qué amor hemos creído? En el amor inmolado, crucificado, de
Nuestro Señor Jesucristo, Sacerdote y Víctima del sacrificio. Dejemos
que el mismo Monseñor Lefebvre nos lo diga. El 4 de junio de 1981,
escribió a los miembros de la Fraternidad las siguientes palabras:
"Toda la Escritura se orienta hacia la Cruz, hacia la Víctima redentora, llena de gloria y radiante, y toda la vida de la Iglesia se orienta hacia el altar del sacrificio, y, en consecuencia, su principal preocupación es la santidad del sacerdocio. El espíritu de la Iglesia está orientado hacia las cosas divinas y sagradas. La Iglesia forma a quien da las cosas sagradas; a quien realiza las acciones sagradas y santas. Ella pone en sus manos consagradas los dones divinos y sagrados: los sacramentos. La Iglesia da un carácter sagrado a los bautizados y confirmados, a los reyes, las vírgenes, los caballeros, las iglesias, los cálices y a las piedras del altar, y todas estas consagraciones son hechas en el resplandor del sacrificio de Nuestro Señor y en la Persona de Jesús".
Y en la homilía de su Jubileo de Oro, el 23 de septiembre de 1979, en
París, expuso lo siguiente:
"La noción del sacrificio es profundamente cristiana y profundamente católica. Nuestra vida no puede funcionar sin sacrificio, desde que Nuestro Señor Jesucristo, Dios mismo, quiso tomar un cuerpo como el nuestro y nos dijo: 'Tomen su cruz y síganme, si quieren salvarse'; y desde que nos dio el ejemplo de la muerte en la Cruz, en donde derramó toda su Sangre. He aquí todo el misterio de la civilización cristiana. La comprensión del sacrificio de la propia vida en la vida cotidiana, el entendimiento del sufrimiento cristiano, es decir, ya no considerar el sufrimiento como un mal, como un dolor insoportable, sino unir los sufrimientos y enfermedades a los sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo, mirando la Cruz, asistiendo a la Santa Misa que es la continuación de la Pasión de Nuestro Señor sobre el Calvario. Al comprender el sufrimiento, este se convierte en una alegría, y uniéndolo al de todos los mártires, santos, católicos y todos los fieles que sufren en el mundo, se convierte en un tesoro inexplicable para la conversión de las almas, para la salvación de nuestra propia alma. Muchas almas santas, cristianas, desean sufrir, desean el sufrimiento para poder unirse más profundamente a la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.Estos son los hombres que ha producido la gracia de la Misa, los hombres que asistieron a la Santa Misa todos los días, que comulgaron con fervor y se convirtieron en nuestros modelos y en luces a nuestro alrededor, sin contar a los muchos cristianos transformados por la gracia. Yo he podido ver en África, ciudades de paganos convertidas al cristianismo, y que se transformaron no solamente espiritual y sobrenaturalmente, sino física, social, económica y políticamente; se transformaron porque estas personas entendieron la necesidad de cumplir con su deber a pesar de las pruebas y los sacrificios, de mantener sus compromisos, especialmente los compromisos del matrimonio. Estas ciudades se transformaron poco a poco bajo la influencia de la gracia del santo sacrificio de la Misa. Muchas almas también se consagraron a Dios, como religiosas, religiosos y sacerdotes. Estos son los frutos de la Santa Misa".
Y en su libro Itinerario espiritual de 1989, Monseñor relata
un sueño en el que Dios le permitió vislumbrar un día en la catedral de
Dakar, la siguiente imagen: "frente a la degradación progresiva del
ideal sacerdotal, transmitir en toda su pureza doctrinal, en toda su
caridad misionera, el sacerdocio católico de Nuestro Señor Jesucristo,
tal como lo transmitió hasta mediados del siglo XX".
Dios mismo, con la elección del día de la muerte de Monseñor,
impuso el sello de autenticidad a tal acción de sacrificio para
salvaguardar el santo sacrificio de la Misa y la renovación del
sacerdocio católico. Monseñor Lefebvre murió en las primeras horas de la
mañana del 25 de marzo, fiesta de la Anunciación, en el día en que
Nuestro Señor Jesucristo se encarnó en el seno de la Santísima y
Purísima Virgen María, y donde su naturaleza humana fue ungida para ser
el Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento. A partir de esta entrada en el
mundo, toda su mirada se vuelve hacia el altar del sacrificio de la Cruz
y la reparación de nuestras almas por los frutos de este sacrificio.
Monseñor muere el primer día de la Semana Santa, momento en que
Nuestro Señor se prepara para su sacrificio, y cuando el Templo sigue
siendo testigo de los grandes discursos que lo ponen en contra de los
fariseos. Al igual que Nuestro Señor, nuestro amado Padre fue llevado
ante los tribunales eclesiásticos y civiles, ante Anás y Caifás, ante
Pilatos y Herodes; y todavía en su lecho de muerte lo condenaron por su
supuesto racismo, a él que durante casi treinta años trabajó como
misionero en el África negra. 'Por su muerte, el justo es arrancado de
la iniquidad' dicen las Sagradas Escrituras."
La noche todavía navegaba por la tierra, cuando a las 3:30 a.m.,
expiró en el hospital. Pero, poco después, la luz del nuevo día comenzó a
brillar a través de las brumas matinales: el sacrificio se había
consumado y su muerte se había convertido en un triunfo y una victoria.
El resplandor de la Resurrección baña de luz el luto y los funerales de
hoy. ¿Acaso la Iglesia no celebra todos los lunes, cuando no hay otra
fiesta, la misa votiva de la Santísima Trinidad que comienza con estas
palabras: "Alabada sea la Santísima Trinidad y su indivisible unidad,
agradezcámosle porque ha tenido misericordia de nosotros?".
Tercero: Instauráre ómnia in Christo, restaurarlo todo, instaurarlo todo en Cristo, o el poder de gobernar
Junto con toda la Iglesia, Monseñor Lefebvre confesó a Dios como
Creador, Redentor, Señor y fin último de todas las cosas. La segunda
Persona de Dios, uno y trino, se hizo hombre. Y así todo debe orientarse
hacia Nuestro Señor Jesucristo, todo debe resumirse en Él, todo
consiste en Él y todo debe ser restaurado en Él. Que la luz de la fe
ilumine el intelecto. Que la luz y la gracia de Cristo fortalezcan la
voluntad. Que los matrimonios, las familias, las escuelas y los países
se sometan a su Ley. Cristo ha establecido esta Ley de caridad de un
modo muy particular en su Iglesia, con su sacerdocio y su vida
religiosa. La vida y enseñanzas de Monseñor Lefebvre son, en
consecuencia, cristocéntricas, y como sus advertencias, que no son más
que el eco de las advertencias de los Papas, han sido despreciadas, todo
se desmorona y todo se disuelve: "el humo de Satanás ha entrado en la
Iglesia por alguna grieta" (Pablo VI, 29 de junio de 1972) y los poderes
anticristianos destruyen las instituciones cristianas. Demos nuevamente
la palabra a Monseñor:
"El resultado de este Concilio es mucho peor que el de la Revolución: las ejecuciones de los mártires son silenciosas, miles de sacerdotes, religiosos y religiosas abandonan sus compromisos, y los demás se secularizan. El vandalismo invade las iglesias, los altares son destruidos, las cruces desaparecen, los seminarios y noviciados se vacían. Las sociedades civiles que aún permanecen católicas se secularizan bajo la presión de las autoridades romanas: ¡Nuestro Señor ya no reina aquí abajo! La enseñanza católica se ha vuelto ecuménica y liberal, los catecismos se han modificado y han dejado de ser católicos. Santo Tomás ya no es la base de la educación" (Itinerario Espiritual).
Sólo hay una solución al problema del género humano, especialmente en
nuestros tiempos: restablecer todo en Cristo, el único donde puede haber
tranquilidad en el orden, en el orden de la creación y de la
Redención. Pax Christi in regno Christi. La paz de Cristo en el Reino de Cristo.
Monseñor sufrió injusticias que le fueron infligidas personalmente,
humillaciones en su honor, que fue pisoteado. Sufrió a algunos de sus
hijos sacerdotes al oírles decir: "Esta doctrina es dura, ¿quién puede
escucharla?" (Jn 6, 61), luego de lo cual se retiraron dejándolo solo.
Sufrió mil veces más a causa de la Iglesia, y sufría por la Iglesia.
Para hablar claramente, Cristo sufrió en él para llevar a cabo en su
Cuerpo Místico la obra de la Redención (cf. Col 1, 24).
Continuar su obra
Existen dos consecuencias que parecen derivarse de esta vida y esta
muerte: la primera es para nosotros, queridos compañeros, queridos
seminaristas, queridos hermanos, queridas hermanas, queridos fieles. El
mejor homenaje que podemos rendir a nuestro querido difunto es continuar
su obra con valentía y confianza, sin desviarnos ni a la derecha ni a
la izquierda en el camino. Que Nuestra Señora - a quien Monseñor
invocaba en todas sus predicaciones y conferencias - nos obtenga de su
Divino Hijo en esta hora, el espíritu de fidelidad, para que podamos
transmitir lo que Monseñor nos transmitió a nosotros, ¡pues en esto
consiste nuestro honor! Los invito a leer su Declaración del 21 de
noviembre de 1974, que define exactamente el espíritu de la Fraternidad
en la crisis de la fe actual. Lean la carta de Monseñor dirigida a los
cuatro obispos que consagró, en donde indica exactamente su lugar en
relación con la jerarquía de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X. En lo
concerniente a la jurisdicción frente a los laicos, se trata de una
jurisdicción excepcional y de sustitución por la salvación de las almas,
a causa de la debilidad o fallas de la autoridad.
Sigue aquí una segunda consecuencia, para los responsables de la
Iglesia. Durante toda su vida, Monseñor Lefebvre dio testimonio de su
amor por la Santa Sede. Sólo deseaba servir al Papa y a los obispos, y
lo hizo de tres maneras. En primer lugar, ¿dónde estaría hoy la Iglesia
si el Pablo de nuestros tiempos no se hubiera resistido a Pedro,
resistencia que evitó definitivamente un gran número de desgracias?
Además, Monseñor Lefebvre, mediante su acción ejemplar, salvó el honor
de la Iglesia, la cual, por su misma esencia, es la imagen de Dios
inmutable. Luego, en medio de tantas contradicciones y hostilidades,
logró mantener y despertar nuevamente, en un pequeño círculo de
sacerdotes y fieles, el verdadero espíritu de Jesucristo. Fue así como
trazó el único camino que puede conducir a la curación y a la renovación
de la Iglesia: el espíritu de santidad que fluye de la Cruz de Cristo.
Finalmente, formó una pequeña élite que está a disposición de la Santa
Sede y de los obispos. Pero permítanme aclarar este punto: esta élite
está a su disposición excluyendo cualquier compromiso y concesión frente
a los errores del Concilio Vaticano II y las reformas que se derivan de
él. Mientras el espíritu de destrucción sople en los obispados y
dicasterios romanos, no habrá armonización ni acuerdos posibles.
Nosotros queremos trabajar por la construcción de la Iglesia, y no
contribuir a su demolición.
Leemos en los periódicos que Roma supuestamente esperó hasta el final
el "arrepentimiento" de Monseñor... ¿De qué podría arrepentirse un
hombre que cumplió con su deber hasta el final, preservando o
devolviendo a la Iglesia los medios que son absolutamente necesarios
para la santidad? ¿No fue una buena obra haber dotado a la Iglesia de
pastores católicos, cuando se encuentra ocupada por mercenarios,
robadores y ladrones? "¿Es por esta buena obra que apedreas a tu
hermano?" (Cf. Jn 10, 32).
En esta hora, suplicamos a Roma y a los obispos: abandonen el
ecumenismo, la secularización de la sociedad y la protestantización del
culto divino. Regresen a la Santa Tradición de la Iglesia. Aunque sellen
la tumba donde ustedes mismos sepultaron la verdadera Misa, el
Catecismo del Concilio de Trento y el título de Rey Universal de
Jesucristo a través de miles de decretos y excomuniones, la vida
resucitará de la tumba cerrada. "¡Jerusalén, conviértete al Señor, tu
Dios!".
Una señal esencial de esta conversión y retorno podría ser - una vez
cerrada la tumba de Monseñor Lefebvre - la apertura oficial del proceso
de información para constatar el grado heroico de sus virtudes.
Nosotros, sus hijos, somos testigos privilegiados de sus méritos, de la
fuerza de su fe, de su amor ardiente por Dios y por el prójimo, de su
resignación a la voluntad de Dios, de su humildad y dulzura, de su vida
sacerdotal y de adoración, de su odio hacia el pecado y de su horror
hacia el error. Nadie que se le acercara quedaba desconsolado; irradiaba
santidad y la creaba instrumentalmente en su entorno. Un día, un
anciano sacerdote, observador crítico de la situación actual, me dijo:
"Monseñor Lefebvre es la caridad en persona".
Acudamos en esta hora a la Santísima Virgen María, Madre de
Misericordia, Madre del Sumo Sacerdote, Mediatriz de todas las gracias,
para que ella encomiende el alma de su siervo fiel a su Hijo divino y se
la presente. La obra de Monseñor Lefebvre sobre esta tierra ha
finalizado. Ahora comienza su ministerio de intercesión en la eternidad.
Dio todo lo que podía dar: su doctrina de obispo, su acción misionera
infatigable, el milagro de una nueva generación de sacerdotes, un
ejemplo de sufrimiento y los cuatro obispos auxiliares dispensadores del
Espíritu Santo sobre la Iglesia y las almas. Dios le pidió una última
cosa: su vida. "Como amaba a los suyos, los amó hasta el fin, usque in finem" (Jn 13, 1).
Ecce sacérdos magnus, qui in diébus suis plácuit Deo, et invéntus
est justus. Non est invéntus símilis illi qui conserváret legem Excélsi (Eccl. 44, 16-20).
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