Tomado de ABC (España).
El maestro de ensayistas lo ha vuelto a hacer. Casi por sorpresa, el británico Antony Beevor
ha alumbrado una obra que nadie esperaba; ni siquiera sus editores.
Tras una vida dedicada al estudio de la Segunda Guerra Mundial, de
Normandía a Market Garden, el renovador del relato histórico
palpó durante la pandemia la escasez de datos huérfanos de propaganda
sobre nuestros vecinos del este y decidió responder con documentación.
El olfato del viejo cazador no deja presa viva (ni siquiera a Vladimir Putin). El resultado ha sido ‘Rusia. Revolución y guerra civil 1917-1921’
(Crítica), una obra que se escabulle de los tópicos y sitúa en el
epicentro del relato al pueblo ruso, el verdadero damnificado de las mil
y unas revoluciones a sangre y fuego que auparon a los bolcheviques al
poder.
En España anhelábamos estos días la visita de un Beevor que ya retrató a
Vladimir Putin en una Tercera de ABC el pasado marzo. Un
positivo en Covid, sin embargo, le ha obligado a retrasar el viaje. Pero
sus tesis se sostienen por sí solas sobre el Canal de la Mancha. Y una
de las que vertebra su ensayo es que el bolchevismo sustentó su poder
sobre dos férreas columnas: el «terror de masas sin ninguna inhibición» y
el «odio de clase». Cierto es que la mirada inquisitoria del británico
revisa a unos y otros, Blancos y Rojos, pero también lo es que levanta
la falda a Vladimir Lenin, «determinado a hacerse con el poder total
desde el principio», y arremete contra los mitos más enquistados de la
Revolución rusa.
Revisión histórica
‘Rusia.
Revolución y guerra civil 1917-1921’ tiene todas las características de
un buen libro de Beevor: por un lado, está trufado de citas y anécdotas
de esas que se vivieron a pie de calle; hablan los protagonistas y
secundarios, no él. Por otro, analiza el hecho en cuestión desde su
génesis, que en este caso arranca en los albores de la
Primera Guerra Mundial, esa que sembró la semilla del odio
contra la monarquía por las continuas derrotas y las sangrías
demográficas y económicas. Aquello enrareció todavía más el clima
social. «El odio de la gente se ha estado gestando durante demasiado
tiempo», admitió un joven duque primo del zar.
Desconocía
aquel tipo la razón que atesoraban sus palabras. El paso de las semanas
y la llegada del hambre –«¡Pan! ¡Pan! ¡Pan!», gritaban las masas– dio
oxígeno a los revolucionarios a finales de febrero de 1917. Hasta los
cosacos, guardia pretoriana de Nicolás II, torcieron
entonces la cabeza. «¡Abajo los Románov! Larga vida a la república
democrática», se repetía en las calles. El bullir de ese caldo de
cultivo fue el que provocó la caída del zar y la llegada del Gobierno
Provisional al frente de Kérenski, de corte burgués. Pero aquello no fue
suficiente para Lenin. «En su determinación por hacerse con el poder
total para los bolcheviques, no cometió el error de desvelar cómo sería
la sociedad comunista», explica el británico.
Los bolcheviques, entonces minoritarios, hicieron creer al pueblo que el poder estatal y la propiedad privada pasarían a los Sóviets,
y que estos gozarían de independencia. También extendieron que las
tierras serían propiedad de aquellos que las trabajaban y que éstos
podrían labrarla a su gusto. Una retahíla de falacias que todavía
prevalecen en el imaginario. «No se advirtió de que, para alimentar a
las ciudades, habría que proceder a una incautación de cereales, ni de
la colectivización forzosa de las granjas», añade Beevor. El historiador
insiste en que Lenin convirtió ‘de facto’ a los campesinos en «siervos
del proletariado industrial». A cambio, enarboló un discurso de odio
contra «los banqueros, los militaristas o los jefes de las fábricas».
Fueron sus hombres de paja.
Guerra poco civilizada
Cada
una de aquellas falacias fue un peldaño que le permitió escalar, ganar
adeptos y tomar el poder en el que fue el plato fuerte de su vida: el
asalto al Palacio de Invierno por los bolcheviques el 7 de noviembre de
1917. «Ahora la clase trabajadora debería saber que en la vida real no
se producen milagros; que habrá hambre, un desorden total en la
industria, problemas en los transportes y una anarquía sangrienta y
prolongada», publicó poco después el escritor Maksim Gorki. Y acertó. Lo
que había comenzado con violencia terminó con barbarie con la
creación de la Cheka, conocida como «la espada y la llama de la revolución», y la deshumanización de los miembros del Ejército Blanco, a los que se tildaba de «piojos» y «alimañas».
Aquello
derivó en un triste genocidio de clases; una suerte de caza de brujas
contra el burgués, que era cualquiera que hubiera atesorado una moneda
de más. Beevor confirma, a su vez, que Lenin cargó contra todo organismo
que se interpusiera en su camino hacia el poder. El mayor ejemplo fue
la Asamblea Constituyente, el primer parlamento elegido
de forma democrática tras la revolución de Octubre. En enero de 1918
fue dinamitada por los bolcheviques.
Antony Beevor - Fotografía cedida por el autor
Con
todo, Beevor no santifica a los zaristas. Para empezar, documenta los
pogromos que sus oficiales orquestaron contra los judíos en todo el
territorio. No obvia la verdad, la pone en contexto y va más allá. «Las
guerras fratricidas siempre son crueles porque los frentes no se pueden
definir bien».
Admite, de hecho, la crueldad de los cosacos en zonas como Siberia y confirma que el
Ejército Blanco fue derrotado por sus divisiones internas,
«razones muy similares a las que llevaron a la izquierda a perder la
guerra civil española». En lo que pone el foco es en la mayor diferencia
que hubo entre ambos bandos: «En lo que atañe a la inhumanidad
implacable, nadie superó a los bolcheviques». Porque, por mucho que
supieran labrarse una imagen pública de héroes altruistas que fomentaron
una «revolución incruenta», portan a la espalda miles de ataúdes. Por ello, un siglo después, como ha pasado en Kiev, caen las estatuas de Lenin.
2.º CIEN AÑOS DE MENTIRAS EXTENDIDAS POR EL TERROR BOLCHEVIQUE: LAS CINCO FALACIAS MIL VECES CONTADAS.
Solemos
replicar los mitos una y mil veces. Es normal, pues luchar contra la
corriente nos condena al enfrentamiento. Pero el historiador Antony Beevor lleva
demasiados años en el mundo del ensayo histórico como para preocuparse
de pisar callos o enturbiar las aguas. Por eso, tras casi cuatro años,
ha vuelto a las librerías con un ensayo que rompe moldes y desvela
verdades. ‘Rusia. Revolución y guerra civil 1917-1921’ (que desgranamos
en este reportaje) alberga una extensa lista de falacias que rompe en
mil pedazos. Algunas, repetidas hasta la extenuación como que el Palacio
de Invierno fue capturado de forma heroica por la Guardia Roja. Y como
esa, mil más. Hoy, analizamos las más dolorosas...
La caída del zar
Las cifras desmienten que la revolución contra los
Románov fuera pacífica.
Tan
solo en la capital hubo cerca de 1.500 muertos y 6.000 heridos entre
los dos bandos. Los combates concluyeron con el asalto a un hotel en el
que se habían refugiado muchos oficiales y generales zaristas. Fue una
auténtica masacre.
Un líder justo
A través
de una infinidad de testimonios, Beevor retrata el carácter de Lenin y
le muestra como un ariete dispuesto a derribar a cualquiera a cambio del
poder. Aceptó la ayuda de los mismos imperialistas a los que odiaba
para llegar a Rusia en un tren presuntamente sellado, estaba convencido
de que había que pasar por una guerra civil para hacerse con el poder
absoluto, ejerció un liderazgo férreo y poco democrático sobre su
partido y desató la violencia contra amigos y enemigos.
Un ejemplo fue Crimea, hoy de triste actualidad; tras su victoria frente al Ejército Blanco,
ordenó concentrar a los prisioneros «en algún lugar del norte». Un
amargo eufemismo, según el autor: «Esto aludía, en concreto, a los
campos de concentración de los alrededores del mar Blanco, de los que
muy pocos escaparon vivos».
Unidad bolchevique
El nuevo régimen no tuvo piedad con los suyos. Cuando los marinos de la Flota del Báltico, a los que
Trotski definió como «el orgullo y la gloria de la
Revolución rusa», crearon su propio Comité Revolucionario para defender
sus derechos, el régimen comunista recurrió a la mentira para sofocar la
revuelta. Afirmaron que el amotinamiento estaba dirigido por un oficial
del Ejército Blanco y acabaron con ellos.
El asalto al Palacio de Invierno
El mito bolchevique sobre la toma del Palacio de Invierno no podría ser más falso. Ni el tímido ataque de la Guardia Roja ni
el de los 5.000 marinos de Flota del Báltico resquebrajó la defensa
planteada por los cadetes y el batallón femenino. A su vez, el crucero
‘Aurora’ arribó sin proyectiles explosivos. El lugar solo pudo ser
tomado cuando los soldados leales a Kérenski se retiraron por culpa del
desánimo.
¿Qué provocó la derrota del Ejército Blanco?
Al
bando zarista le ocurrió lo mismo que a la izquierda española en la
década de los treinta: estaba tan dividido que era imposible instaurar
un régimen con visión de futuro. «La alianza del todo incompatible entre
los social-revolucionarios y los monárquicos reaccionarios tenía todas
las de perder contra una dictadura comunista de ideas férreas», explica
el autor en su obra.
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