Adaptación del artículo publicado por Darrick Taylor para CRISIS MAGAZINE.
Hugo Felicidad Roberto de Lamennais (Jean-Baptiste Paulin Guérin, óleo sobre lienzo, 1826. Versalles, Museo de la Historia de Francia)
«El espíritu cristiano y católico del mundo entero espera que se de un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y exponiéndola a través de las formas de investigación y de las fórmulas literarias del pensamiento moderno. Una cosa es la substancia de la antigua doctrina, del “depósitum fídei”, y otra la manera de formular su expresión, siempre sin embargo en el mismo sentido y en la misma acepción».
Así dijo Juan XXIII bis Roncalli durante la apertura del Vaticano II,
el 11 de Octubre de 1962. Pero estas palabras estuvieron inspiradas en
un hombre que, a pesar de su fama en su tiempo, hoy ha pasado al olvido.
Hugo
Felicidad Roberto de Lamennais (o La Mennais, cuyo apellido era originalmente) nació en Saint-Malo, una
ciudad de la región de Bretaña, el 19 de Junio de 1782, hijo de Pedro
Roberto, un armador de barcos que recibió del rey el título de Señor de
La Mennais, y Graciana Lorin, nieta del representante real en
Saint-Malo. Cuando Graciana murió, Felicidad y su hermano Juan María
fueron confiados por su padre a su tío materno Roberto de Saudrais en “La Chênaie”, una propiedad a las afueras de la ciudad. De temperamento
rebelde, Roberto lo hacía encerrar en la biblioteca de la mansión, donde
leyó con avidez a los autores de la Ilustración, alejándose de la fe (autores cuyos libros, curiosamente, estaban en un estante llamado “Infierno”). Con todo, “La Chênaie” había sido refugio de sacerdotes refractarios
(sacerdotes que no juraban la Constitución Civil del Clero impuesta por
los revolucionarios), y cuando el Terror llegó a Bretaña, el padre de
los Lamennais fue arrestado pero milagrosamente se salvó de la
guillotina. Esta época impresionó a Juan María, llevándolo a ser
sacerdote. Recién ordenado en 1804, Juan María recondujo a su hermano a
la fe a través del estudio de las obras de Luis de
Bonald, José de Maistre, Santiago Bossuet, y la Biblia.
Al
poco tiempo, se dedicó a servir a la Iglesia con el estudio, y animado
por Juan María, se dedicó a escribir obras apologéticas. En medio de
ataques de depresión, Lamennais publicó Réflexions sur l’état de l’Église en France pendant le 18ieme siècle et sur sa situation actuelle (Reflexiones sobre el estado de la Iglesia en Francia durante el siglo XVIII y sobre su situación actual) en
1809 y De la tradition de l’Église sur l’institution des évêques
(De la tradición de la Iglesia sobre la institución de los obispos) en
1814. Ambos libros criticaban duramente la política religiosa de
Napoleón, que todavía seguía el galicanismo político, por lo que la
policía ideológica del Corso buscó destruir todas las copias del primer
libro. Si bien no tenía vocación (su hermano Juan María lo presionó,
según la biografía publicada por el padre Julio Meinvielle), Lamennais
fue ordenado sacerdote diocesano el 9 de Marzo de 1817 (inicialmente
quería ser jesuita, pero desistió al saber que tendría que hacer un año
de noviciado).
Ese año, publicó el primer volumen de su Ensayo sobre la Indiferencia en materia de Religión, granjeándole aclamación pública. Allí, atacó el racionalismo basdo en la idea que era «imposible descubrir la verdad que nos es requerida saber». En cambio, argumentaba que la sola razón individual no podía obtener la certeza o verdad, y que esta debe ser hallada en sociedad, guiada por una autoridad infalible (i.e., el Papa): «porque la razón se ha proclamado soberana, uno debe ir a por ella, derribarla de su trono y forzarla, bajo pena de muerte, a postrarse ante la razón de Dios».
Es
imposible exagerar el impacto de este trabajo. Capturó al público
francés como ningún clérigo francés lo había hecho desde principios del
siglo XVIII. Incluso un crítico eclesiástico admitió que “este libro
podría resucitar a los muertos”. El Ensayo causó sensación y se
convirtió en la obra más vendida del período de la Restauración en
Francia (1814-1830), aprovechando el ambiente romántico de la época.
Para
los católicos que sufrieron un complejo de inferioridad intelectual
después de los traumas de la Revolución Francesa, Lamennais fue una
bendición, especialmente para los sacerdotes, cuya inadecuada formación
en el seminario los dejó vulnerables a la aparentemente incuestionable
lógica del pensamiento moderno. Finalmente, había surgido un campeón
para matar al dragón ateo de Revolution con la espada de su pluma.
Si
bien los monarquistas y galicanos recibieron los siguientes tres
volúmenes en forma mixta, los jóvenes católicos, especialmente los
sacerdotes, acudieron en masa al estandarte de Lamennais. Contó entre
sus seguidores al P. Henri Lacordaire, el más grande predicador de la
época y el hombre que trajo la orden dominicana de vuelta a Francia, así
como Dom Prosper Guéranger, el renovador del canto gregoriano y padrino
del movimiento litúrgico. Tal fue su éxito que, durante la siguiente
década y media, Lamennais ejerció lo que un historiador llamó una
“dictadura espiritual sobre la Iglesia francesa”. Viajó a Roma a
petición del papa León XII, quien le ofreció el capelo cardenalicio,
pero este lo rechazó.
Lamennais
tuvo éxito porque les dio a los católicos algo por lo que esperar en
lugar de repetidas condenas a la Revolución. Lamennais quería abandonar
los viejos métodos tanto de apologética como de teología, reemplazando
la escolástica con una “filosofía cristiana” más plausible para la
sociedad moderna. Su objetivo era nada menos que la reconquista de
Francia para la Iglesia poniendo en práctica su nueva filosofía. Acuñó
el término “Acción Católica” para describir su anhelada reforma y
recatolicización de la sociedad, y animó a sus seguidores, tanto laicos
como clérigos, a resolver los problemas sociales de la época
aplicándoles la fe y las enseñanzas de la Iglesia..
Su
caída comenzó cuando rompió con la monarquía borbónica restaurada, que
pensó que se comprometía demasiado con los republicanos anticlericales.
Inspirado por los católicos belgas, que se aliaron con los liberales
durante la década de 1820 en los Países Bajos para asegurar la libertad
legal de la Iglesia, comenzó a propugnar la separación total de la
Iglesia y el Estado (su postura que los sacerdotes no debían ser pagados
por el Estado le causó que los sacerdotes jóvenes lo abandonaran
también). Todavía no había abandonado su ultramontana adulación del
papado, pero creía que sólo cuando la Iglesia estuviera libre del
control estatal, su autoridad divina desinhibida, podría entonces
redimir a la sociedad.
Lamennais
predicó así como un principio lo que los belgas intentaron por
necesidad, y así los periódicos de París en 1829 comenzaron a referirse a
él y a sus seguidores como “católicos liberales”. Esto le trajo muchos
enemigos, ya que muchos obispos franceses siguieron siendo galicanos en
su pensamiento. Pero la Revolución de 1830, que llevó al poder en
Francia una monarquía constitucional “liberal”, lo convenció de que
tenía razón. Era necesaria una alianza con el liberalismo porque la
sociedad había cambiado irrevocablemente, y por tanto la Iglesia debía
cambiar. Si la Iglesia abandonara sus privilegios legales y su poder
coercitivo, tanto la Iglesia como la sociedad serían regeneradas. En sus
palabras, la Iglesia debe bautizar al liberalismo: «temblamos ante el liberalismo; ah, pues, católizalo, y la Sociedad renacerá».
En 1830 fundó un periódico, L’Avenir
(El Futuro), dedicado a difundir su liberalismo católico, con el lema
“Dios y la libertad” en su cabecera. Abogó por abrazar la panoplia
completa de las libertades liberales, incluida la libertad religiosa, y
Lamennais proclamó en sus páginas que los católicos y los liberales
deberían respetar «el derecho de todos a hacer cualquier cosa que no esté en contra del derecho».
Pero
su actitud áspera hacia los obispos le ganó su enemistad, y cuando miró
a Roma en busca de apoyo, solo encontró un silencio sepulcral. Con la
esperanza de evitar la condena, dejó de publicar L’Avenir
en 1831 y contrariando el consejo del arzobispo de París, viajó a Roma
para exponer su caso. Pero aunque se demoró diez meses, el Papa le negó
una audiencia. La única comunicación que recibió fue una súplica del
cardenal Bartolomeo Cappa para que dejara el asunto en silencio.
Pero
el Papa Gregorio XVI, a instancias de su curia y grandes potencias como
Austria, a quienes Lamennais había denunciado como tiranos, emitió Mirári Vos el 15 de agosto de 1832. La encíclica nunca menciona a Lamennais, pero condena claramente las ideas que aparecieron en L’Avenir.
Gregorio dejó en claro que lo que la Iglesia belga hizo como una
necesidad era aceptable por las circunstancias, pero no podía aprobar la
libertad religiosa como un principio, ya que era respaldar el
indiferentismo. Para el Papa, la insistencia de Lamennais en la
necesidad de la renovación de la Iglesia y su adaptación a la vida
moderna sonaba como una negación de la indefectibilidad de la Iglesia,
como si el programa de Lamennais fuera «necesario para su seguridad y crecimiento, como si pudiera ser considerada sujeta a defecto u oscurecimiento u otra desgracia».
Lamennais
hizo sumisión debidamente. Pero la condena lo aplastó. Puso todas sus
esperanzas en el sublime absolutismo del papado, esperando que a través
de él la Iglesia conquistara el mundo cambiando con él, solo para
descubrir que el papa defendía poderes no católicos como Rusia que
perseguía el nacionalismo polaco, insistiendo en que «la sujeción inmutable a los príncipes procedía necesariamente de los santísimos preceptos de la religión cristiana».
Sus
enemigos en la Iglesia francesa, ahora triunfantes, lo obligaron a
someterse públicamente tres veces más, y la tensión finalmente lo
quebró. Eventualmente dejó de escribir sobre asuntos religiosos por
completo. En 1834 renunció a su sacerdocio e, inspirado en los Księgi narodu polskiego i pielgrzymstwa polskiego (Libros de la nación polaca y el peregrinaje polaco) de Adam Mickewicz, publicó una obra llamada Palabras de un creyente,
una denuncia apocalíptica de la Iglesia y el Estado en Europa,
prediciendo un futuro en el que Cristo liberaría a los pueblos oprimidos
de la tierra. Algunos lo han descrito como “una versión lírica del
Manifiesto Comunista”.
En 1834, Roma publicó Singulári Nos,
que condenaba su libro por su nombre, aunque no al mismo Lamennais.
Después de esto, sus amigos y seguidores lo abandonaron, y el 7 de julio
de 1834 abandonó la Iglesia para no volver jamás, Desde entonces se
entregó al socialismo y
fue elegido diputado en 1848 tras la revolución, donde al serle rechazado un proyecto de
Constitución por ser demasiado radical, pasó en silencio toda la
legislatura. El año anterior, había sido apresado en la cárcel de Santa
Pelagia por publicar un panfleto contra el gobierno de Luis Felipe.
Lamennais pasó los últimos años de su vida, además de una candidatura
fallida a un cargo político, exponiendo su credo humanitario y
escribiendo un comentario sobre Dante. Murió en la oscuridad, rechazando
los servicios de un sacerdote, el 27 de Febrero de 1854, mientras el
cólera morbo azotaba la Francia. Por su propia decisión, fue sepultado
en la fosa común del cementerio del padre Lachasse dos días después,
acompañado por algunos políticos y admiradores.
Aunque
su final fue trágico, su vida sigue siendo instructiva. Casi no hay
tendencia moderna después de su muerte que Lamennais no anticipó. Abrió
el camino para el triunfo del ultramontanismo y, finalmente, del
Vaticano I que sepultó el galicanismo político; su proyecto de
sustitución de la escolástica por “una filosofía cristiana” fue retomado
por Maurice Blondel, y más tarde por la “Nouvelle Théologie” condenada
por Pío XII en Humáni géneris in rebus, pero adoptada posteriormente por el Vaticano II.
El ralliement
de León XIII aceptó tácitamente su idea de que la Iglesia debe hacer
las paces con el estado moderno; en la década de 1920, Pío XI resucitó
su idea de “Acción Católica” (de una manera muy diferente) y alentó a
los laicos a llevar la Fe a la vida pública moderna. El “humanismo
integral” de Jacques Maritain exigía que el cristianismo remodelara la
sociedad separándose completamente del estado y “evolucionara dentro del
movimiento de la historia y creara algo nuevo”, una idea que recuerda a
Lamennais. Incluso la fracasada idea de la “Nueva Evangelización”, con
su énfasis en la renovación, encuentra algunos ecos en su obra.
Y luego está el Vaticano II. Dignitátis Humanæ abrazó la libertad religiosa, y Gáudium et Spes
fue su canto de amor al mundo moderno, pero el discurso de Roncalli al
inaugurar el concilio, donde articuló el principio que si la Iglesia
pudiera encontrar la adaptación correcta a la sociedad moderna —la
filosofía correcta, la relación correcta entre la Iglesia y el Estado,
la presentación correcta de su Fe— su fe perdida los hijos volverían
finalmente a ella como el hijo pródigo, fue sin duda la evidencia que el
fantasma de Lamennais rondaba en las aulas conciliares.
Incluso
hoy, algunos pretenden buscar una manera de “actualizar” las enseñanzas
de la Iglesia para el consumo moderno, sin mucho éxito. Tal vez se
podría argumentar que si la Iglesia hubiera abrazado la visión de
Lamennais en la década de 1830, la historia podría haber sido diferente.
Nada más lejos de la realidad. El error de Lamennais fue pensar que
había encontrado la llave maestra de la evangelización —la adaptación—
que garantizaba su éxito en la sociedad moderna, y el Apocalipsis deja
en claro que no se lograría ese objetivo, ni en 1830, ni en 1960 ni
nunca. Porque el Evangelio no es para adaptarse al mundo, sino al
contrario.
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