domingo, 19 de junio de 2022

LAMENNAIS, EL FUNDADOR OLVIDADO DEL MODERNISMO

Adaptación del artículo publicado por Darrick Taylor para CRISIS MAGAZINE. 
   
Hugo Felicidad Roberto de Lamennais (Jean-Baptiste Paulin Guérin, óleo sobre lienzo, 1826. Versalles, Museo de la Historia de Francia)
«El espíritu cristiano y católico del mundo entero espera que se de un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y exponiéndola a través de las formas de investigación y de las fórmulas literarias del pensamiento moderno. Una cosa es la substancia de la antigua doctrina, del “depósitum fídei”, y otra la manera de formular su expresión, siempre sin embargo en el mismo sentido y en la misma acepción». 
Así dijo Juan XXIII bis Roncalli durante la apertura del Vaticano II, el 11 de Octubre de 1962. Pero estas palabras estuvieron inspiradas en un hombre que, a pesar de su fama en su tiempo, hoy ha pasado al olvido.
    
Hugo Felicidad Roberto de Lamennais (o La Mennais, cuyo apellido era originalmente) nació en Saint-Malo, una ciudad de la región de Bretaña, el 19 de Junio de 1782, hijo de Pedro Roberto, un armador de barcos que recibió del rey el título de Señor de La Mennais, y Graciana Lorin, nieta del representante real en Saint-Malo. Cuando Graciana murió, Felicidad y su hermano Juan María fueron confiados por su padre a su tío materno Roberto de Saudrais en “La Chênaie”, una propiedad a las afueras de la ciudad. De temperamento rebelde, Roberto lo hacía encerrar en la biblioteca de la mansión, donde leyó con avidez a los autores de la Ilustración, alejándose de la fe (autores cuyos libros, curiosamente, estaban en un estante llamado “Infierno”). Con todo, “La Chênaie” había sido refugio de sacerdotes refractarios (sacerdotes que no juraban la Constitución Civil del Clero impuesta por los revolucionarios), y cuando el Terror llegó a Bretaña, el padre de los Lamennais fue arrestado pero milagrosamente se salvó de la guillotina. Esta época impresionó a Juan María, llevándolo a ser sacerdote. Recién ordenado en 1804, Juan María recondujo a su hermano a la fe a través del estudio de las obras de Luis de Bonald, José de Maistre, Santiago Bossuet, y la Biblia.
    
Al poco tiempo, se dedicó a servir a la Iglesia con el estudio, y animado por Juan María, se dedicó a escribir obras apologéticas. En medio de ataques de depresión, Lamennais publicó Réflexions sur létat de lÉglise en France pendant le 18ieme siècle et sur sa situation actuelle (Reflexiones sobre el estado de la Iglesia en Francia durante el siglo XVIII y sobre su situación actual) en 1809 y De la tradition de lÉglise sur linstitution des évêques (De la tradición de la Iglesia sobre la institución de los obispos) en 1814. Ambos libros criticaban duramente la política religiosa de Napoleón, que todavía seguía el galicanismo político, por lo que la policía ideológica del Corso buscó destruir todas las copias del primer libro. Si bien no tenía vocación (su hermano Juan María lo presionó, según la biografía publicada por el padre Julio Meinvielle), Lamennais fue ordenado sacerdote diocesano el 9 de Marzo de 1817 (inicialmente quería ser jesuita, pero desistió al saber que tendría que hacer un año de noviciado).
    
Ese año, publicó el primer volumen de su Ensayo sobre la Indiferencia en materia de Religión, granjeándole aclamación pública. Allí, atacó el racionalismo basdo en la idea que era «imposible descubrir la verdad que nos es requerida saber». En cambio, argumentaba que la sola razón individual no podía obtener la certeza o verdad, y que esta debe ser hallada en sociedad, guiada por una autoridad infalible (i.e., el Papa): «porque la razón se ha proclamado soberana, uno debe ir a por ella, derribarla de su trono y forzarla, bajo pena de muerte, a postrarse ante la razón de Dios».
      
Es imposible exagerar el impacto de este trabajo. Capturó al público francés como ningún clérigo francés lo había hecho desde principios del siglo XVIII. Incluso un crítico eclesiástico admitió que “este libro podría resucitar a los muertos”. El Ensayo causó sensación y se convirtió en la obra más vendida del período de la Restauración en Francia (1814-1830), aprovechando el ambiente romántico de la época.
    
Para los católicos que sufrieron un complejo de inferioridad intelectual después de los traumas de la Revolución Francesa, Lamennais fue una bendición, especialmente para los sacerdotes, cuya inadecuada formación en el seminario los dejó vulnerables a la aparentemente incuestionable lógica del pensamiento moderno. Finalmente, había surgido un campeón para matar al dragón ateo de Revolution con la espada de su pluma.
    
Si bien los monarquistas y galicanos recibieron los siguientes tres volúmenes en forma mixta, los jóvenes católicos, especialmente los sacerdotes, acudieron en masa al estandarte de Lamennais. Contó entre sus seguidores al P. Henri Lacordaire, el más grande predicador de la época y el hombre que trajo la orden dominicana de vuelta a Francia, así como Dom Prosper Guéranger, el renovador del canto gregoriano y padrino del movimiento litúrgico. Tal fue su éxito que, durante la siguiente década y media, Lamennais ejerció lo que un historiador llamó una “dictadura espiritual sobre la Iglesia francesa”. Viajó a Roma a petición del papa León XII, quien le ofreció el capelo cardenalicio, pero este lo rechazó.
     
Lamennais tuvo éxito porque les dio a los católicos algo por lo que esperar en lugar de repetidas condenas a la Revolución. Lamennais quería abandonar los viejos métodos tanto de apologética como de teología, reemplazando la escolástica con una “filosofía cristiana” más plausible para la sociedad moderna. Su objetivo era nada menos que la reconquista de Francia para la Iglesia poniendo en práctica su nueva filosofía. Acuñó el término “Acción Católica” para describir su anhelada reforma y recatolicización de la sociedad, y animó a sus seguidores, tanto laicos como clérigos, a resolver los problemas sociales de la época aplicándoles la fe y las enseñanzas de la Iglesia.. 
   
Su caída comenzó cuando rompió con la monarquía borbónica restaurada, que pensó que se comprometía demasiado con los republicanos anticlericales. Inspirado por los católicos belgas, que se aliaron con los liberales durante la década de 1820 en los Países Bajos para asegurar la libertad legal de la Iglesia, comenzó a propugnar la separación total de la Iglesia y el Estado (su postura que los sacerdotes no debían ser pagados por el Estado le causó que los sacerdotes jóvenes lo abandonaran también). Todavía no había abandonado su ultramontana adulación del papado, pero creía que sólo cuando la Iglesia estuviera libre del control estatal, su autoridad divina desinhibida, podría entonces redimir a la sociedad.
     
Lamennais predicó así como un principio lo que los belgas intentaron por necesidad, y así los periódicos de París en 1829 comenzaron a referirse a él y a sus seguidores como “católicos liberales”. Esto le trajo muchos enemigos, ya que muchos obispos franceses siguieron siendo galicanos en su pensamiento. Pero la Revolución de 1830, que llevó al poder en Francia una monarquía constitucional “liberal”, lo convenció de que tenía razón. Era necesaria una alianza con el liberalismo porque la sociedad había cambiado irrevocablemente, y por tanto la Iglesia debía cambiar. Si la Iglesia abandonara sus privilegios legales y su poder coercitivo, tanto la Iglesia como la sociedad serían regeneradas. En sus palabras, la Iglesia debe bautizar al liberalismo: «temblamos ante el liberalismo; ah, pues, católizalo, y la Sociedad renacerá».
      
En 1830 fundó un periódico, LAvenir (El Futuro), dedicado a difundir su  liberalismo católico, con el lema “Dios y la libertad” en su cabecera. Abogó por abrazar la panoplia completa de las libertades liberales, incluida la libertad religiosa, y Lamennais proclamó en sus páginas que los católicos y los liberales deberían respetar «el derecho de todos a hacer cualquier cosa que no esté en contra del derecho».
    
Pero su actitud áspera hacia los obispos le ganó su enemistad, y cuando miró a Roma en busca de apoyo, solo encontró un silencio sepulcral. Con la esperanza de evitar la condena, dejó de publicar LAvenir en 1831 y contrariando el consejo del arzobispo de París, viajó a Roma para exponer su caso. Pero aunque se demoró diez meses, el Papa le negó una audiencia. La única comunicación que recibió fue una súplica del cardenal Bartolomeo Cappa para que dejara el asunto en silencio.
    
Pero el Papa Gregorio XVI, a instancias de su curia y grandes potencias como Austria, a quienes Lamennais había denunciado como tiranos, emitió Mirári Vos el 15 de agosto de 1832. La encíclica nunca menciona a Lamennais, pero condena claramente las ideas que aparecieron en LAvenir. Gregorio dejó en claro que lo que la Iglesia belga hizo como una necesidad era aceptable por las circunstancias, pero no podía aprobar la libertad religiosa como un principio, ya que era respaldar el indiferentismo. Para el Papa, la insistencia de Lamennais en la necesidad de la renovación de la Iglesia y su adaptación a la vida moderna sonaba como una negación de la indefectibilidad de la Iglesia, como si el programa de Lamennais fuera «necesario para su seguridad y crecimiento, como si pudiera ser considerada sujeta a defecto u oscurecimiento u otra desgracia».
     
Lamennais hizo sumisión debidamente. Pero la condena lo aplastó. Puso todas sus esperanzas en el sublime absolutismo del papado, esperando que a través de él la Iglesia conquistara el mundo cambiando con él, solo para descubrir que el papa defendía poderes no católicos como Rusia que perseguía el nacionalismo polaco, insistiendo en que «la sujeción inmutable a los príncipes procedía necesariamente de los santísimos preceptos de la religión cristiana».
    
Sus enemigos en la Iglesia francesa, ahora triunfantes, lo obligaron a someterse públicamente tres veces más, y la tensión finalmente lo quebró. Eventualmente dejó de escribir sobre asuntos religiosos por completo. En 1834 renunció a su sacerdocio e, inspirado en los Księgi narodu polskiego i pielgrzymstwa polskiego (Libros de la nación polaca y el peregrinaje polaco) de Adam Mickewicz, publicó una obra llamada Palabras de un creyente, una denuncia apocalíptica de la Iglesia y el Estado en Europa, prediciendo un futuro en el que Cristo liberaría a los pueblos oprimidos de la tierra. Algunos lo han descrito como “una versión lírica del Manifiesto Comunista”.
     
En 1834, Roma publicó Singulári Nos, que condenaba su libro por su nombre, aunque no al mismo Lamennais. Después de esto, sus amigos y seguidores lo abandonaron, y el 7 de julio de 1834 abandonó la Iglesia para no volver jamás, Desde entonces se entregó al socialismo y fue elegido diputado en 1848 tras la revolución, donde al serle rechazado un proyecto de Constitución por ser demasiado radical, pasó en silencio toda la legislatura. El año anterior, había sido apresado en la cárcel de Santa Pelagia por publicar un panfleto contra el gobierno de Luis Felipe. Lamennais pasó los últimos años de su vida, además de una candidatura fallida a un cargo político, exponiendo su credo humanitario y escribiendo un comentario sobre Dante. Murió en la oscuridad, rechazando los servicios de un sacerdote, el 27 de Febrero de 1854, mientras el cólera morbo azotaba la Francia. Por su propia decisión, fue sepultado en la fosa común del cementerio del padre Lachasse dos días después, acompañado por algunos políticos y admiradores.
     
Aunque su final fue trágico, su vida sigue siendo instructiva. Casi no hay tendencia moderna después de su muerte que Lamennais no anticipó. Abrió el camino para el triunfo del ultramontanismo y, finalmente, del Vaticano I que sepultó el galicanismo político; su proyecto de sustitución de la escolástica por “una filosofía cristiana” fue retomado por Maurice Blondel, y más tarde por la “Nouvelle Théologie” condenada por Pío XII en Humáni géneris in rebus, pero adoptada posteriormente por el Vaticano II.
      
El ralliement de León XIII aceptó tácitamente su idea de que la Iglesia debe hacer las paces con el estado moderno; en la década de 1920, Pío XI resucitó su idea de “Acción Católica” (de una manera muy diferente) y alentó a los laicos a llevar la Fe a la vida pública moderna. El “humanismo integral” de Jacques Maritain exigía que el cristianismo remodelara la sociedad separándose completamente del estado y “evolucionara dentro del movimiento de la historia y creara algo nuevo”, una idea que recuerda a Lamennais. Incluso la fracasada idea de la “Nueva Evangelización”, con su énfasis en la renovación, encuentra algunos ecos en su obra.
      
Y luego está el Vaticano II. Dignitátis Humanæ abrazó la libertad religiosa, y Gáudium et Spes fue su canto de amor al mundo moderno, pero el discurso de Roncalli al inaugurar el concilio, donde articuló el principio que si la Iglesia pudiera encontrar la adaptación correcta a la sociedad moderna —la filosofía correcta, la relación correcta entre la Iglesia y el Estado, la presentación correcta de su Fe— su fe perdida los hijos volverían finalmente a ella como el hijo pródigo, fue sin duda la evidencia que el fantasma de Lamennais rondaba en las aulas conciliares.
     
Incluso hoy, algunos pretenden buscar una manera de “actualizar” las enseñanzas de la Iglesia para el consumo moderno, sin mucho éxito. Tal vez se podría argumentar que si la Iglesia hubiera abrazado la visión de Lamennais en la década de 1830, la historia podría haber sido diferente. Nada más lejos de la realidad. El error de Lamennais fue pensar que había encontrado la llave maestra de la evangelización —la adaptación— que garantizaba su éxito en la sociedad moderna, y el Apocalipsis deja en claro que no se lograría ese objetivo, ni en 1830, ni en 1960 ni nunca. Porque el Evangelio no es para adaptarse al mundo, sino al contrario.
    
Finalmente, a Lamennais le faltó la humildad de los santos, que se entregan a su misión sin imaginarse garantes de su cumplimiento, que aceptan la autoridad de la Iglesia aun cuando el juicio de esta sea adverso a sus ideas propias, y finalmente, que aunque el hombre pueda colaborar en ello, solo el Señor es quien puede llevar a buen término la obra de la salvación: «Si el Señor no es el que edifica la casa, en vano se fatigan los que la fabrican. Si el Señor no guarda la ciudad, inútilmente se desvela el que la guarda» (Salmo CXXVI, 1).

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