Traducción del artículo publicado en RADIO SPADA.
El 3 de Mayo de 1481 dejaba de vivir Mehmet II, y al día siguiente se abría la lucha por la sucesión entre Bayaceto y Cem. En ella destacó el primero, pero sin librarse del hermano rival. Este, en realidad, en 1482, derrotado mas no precisamente intencionado a rendirse a Bayaceto ni a abandonar su pretensión al trono, había llegado a reparar en Rodas, donde fue acogido por Pedro de Aubusson, Gran Maestro de la Orden de San Juan. Tal hospitalidad no fue para la orden realmente sin fruto: a fin de tener a su hermano rival lejos y por ende quedar bien firme en el trono, el sultán acordó con los caballeros el pago de un canon anual de 45.000 ducados. Cem pasó a Francia donde permaneció hasta 1489 cuando, el 6 de Marzo, desembarcó en Civitavecchia. Inocencio VIII de hecho desde 1485 puso en acción su diplomacia para acaparar el rico botín turco –ciertamente habían los ducados que el sultán soltaba, pero aún más estaba la posibilidad de usar al príncipe contra su hermano en el contexto de la defensa de la Cristiandad y de la Cruzada que el Pontífice andaba organizando (si bien el proyecto falló miserablemente por el no apoyo dado por los príncipes)– y al final, concediendo algún capelo cardenalicio y algunas franquicias a los Caballeros de Rodas y al Rey de Francia Carlos VIII, lo logró. Con gran desprecio de Ferrante de Nápoles….
El regio prisionero hizo su ingreso en una Roma emocionadísima por la llegada del Turco (del cual en cambio resaltó la impasibilidad) la tarde del 13 de Marzo, acogido por voluntad pontificia, con todos los honores de un soberano. Inocencio VIII lo recibió el 14 en consistorio público. Según el relato que ofrecen algunos testigos presenciales, Burcardo el primero de todos (Diarium I, 341), Cem saludó al Papa con una ligera inclinación teniendo la mano derecha bajo el mentón a la manera oriental, luego acercándose le besó el hombro derecho y por medio de un intérprete le expresó todo el placer que hallaba en “ver a Su Beatitud“. Finalmente saludó a los cardenales uno a uno, según su orden.
El príncipe vivió en el Vaticano por seis años, hasta cuando Alejandro VI, en el 1495, lo cedió (solo él sin embargo, ¡no la pensión a él ligada!) a Carlos VIII durante la invasión de estos en Italia.
Por su residencia elegantísima, representó por años un peligro para el hermano que reinaba en Constantinopla y no por casualidad Inocencio VIII agitó tal espantapájaros ante el sultán para detener el hambre de tierras cristianas. Nada menos, esperaba el pontífice Cybo, sacar provecho de su huésped/rehén también en el contexto de la anhelada Cruzada para vencer al Turco, del cual se acechaba la unidad del imperio, más allá de Constantinopla.
Así en el 1490 estuvo a punto de atacar a Bayaceto con tres ejércitos y con Cem, el cual que había prometido la cesión de Constantinopla y el retiro de las armadas del suelo europeo, si la muerte no hubiese cortado a Matías Corvino el 6 de Abril de aquel año, encendiendo la lucha dinástica por el trono de Hungría. Maximiliano de Habsburgo entró en Hungría reivindicando sus tierras hereditarias y mientras Inocencio VIII buscaba acomodar las disputas, Carlos VIII entró en fricción con Maximiliano. Si agregamos a estos contrastes nórdicos el agente doble de la Serenísima República Veneciana y la disputa entre las cortes romana y la de Nápoles, bien podemos decir que la situación de la Cristiandad no estaba bien puesta.
Además del miedo del trono acechado por el hermano por el sultán, tanto que no habiendo llegado a poner remedio con el veneno (el sicario, arrestado en Venecia en el 1489, fue ajusticiado en Roma al año siguiente), mandó, en Noviembre de 1490, una legación al Papa para que, a cambio de 45.000 ducados, mantuviese a su hermano en Roma. El Pontífice aceptó.
La liberación de Granada de los moros, obtenida por las armas de Fernando V de Aragón y por la firme resolución de la piadosa reina Isabel el 2 de Enero del 1492, cambió la política eclesiástica frente al Turco: de la tregua a la guerra. Mientras en Roma se festejaba con ceremonias religiosas, con espectáculos teatrales (los albores del teatro moderno propiciados por el cardenal Rafael Riario) y corridas de toros organizadas por el cardenal Rodrigo Borja (que en pocos meses devendría Alejandro VI), Ferrante de Nápoles mandaba a sus embajadores a Roma para negociar la paz y una eventual acción antiturca.
Consciente del peligro, Bayaceto envió a Roma otra embajada, con un preciosísimo obsequio: la Lanza con la cual San Longino traspasó el Costado de Cristo. La sacratísima Reliquia fue recibida en Ancona por Nicolás Cibo, arzobispo de Arlés y por Lucas Borsiano, obispo de Foliño. Custodiada dentro de un vaso de cristal adornado de oro fue llevada a Narni, y desde allí los cardenales Julián de la Rovere (futuro Julio II) y Jorge Costa la llevaron a Roma. Inocencio VIII, aunque enfermo, quiso recibirla personalmente a su llegada, en la Puerta del Pueblo, el 31 de Mayo luego la llevó solemnemente él mismo a San Pedro.
La Ciudad Santa se halló así posteriormente enriquecida por una de las reliquias más importantes de la Cristiandad, después que bajo Pío II, treinta años exactos antes, había recibido la cabeza de San Andrés.
La Lanza –más propiamente la parte metálica, que a diferencia de las otras “sagradas lanzas”, es ciertamente una punta de lanza del siglo I– fue inicialmente conservada en la capilla del apartamento papal; con la dedicación después de la nueva Basílica Vaticana fue trasladada a una de las capillas que se hallan en las cuatro columnas de la cúpula, precisamente la señalada por la estatua berniniana de San Longino.
Aún hoy la Reliquia, junto al Velo de Veronica y al Lignum Crucis, es periódicamente presentada. Sin embargo, no se puede decir lo mismo de la cabeza de San Andrés, la cual fue restituida al “Metropólita” cismático Constantino III Platis de Patrás el 26 de Septiembre de 1964, como consagración del iniciado camino ecuménico.
Referencias bibliográficas: Ludwig von Pastor, Historia de los Papas, Roma, 1932, Vol. III, págs. 249-271.
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