PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ
La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.
Los que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.
La esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes, entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del cristiano al amparo de San José.
Quienes deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones, es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Oh, Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.
DÍA PRIMERO — 1 DE MARZO
CATECISMO DE SAN JOSÉ
1. ¿Quién fue San José?
San
José fue un grande y fiel siervo de Dios en la antigua ley, que mereció
por su justicia ser elevado a la dignidad sublime de esposo castísimo
de la Virgen Santísima, y padre nutricio del Santo Niño Jesús. José era
justo, dice el Evangelio, y esta cualidad atribuida a José por el
Espíritu Santo, es el elogio más eminente que hacerse puede de aquel
patriarca tan excelso, porque la palabra justo, dice San Juan
Crisóstomo, manifiesta un hombre perfecto en todas las virtudes; esta es
la misma opinión de Santo Tomás de Aquino y de todos los teólogos.
2. ¿De qué familia fue oriundo San José?
Descendía
por línea recta de la ilustre estirpe de Judá, que dio a Israel el
santo rey David y que contaba entre sus abuelos a los venerables
patriarcas del Antiguo Testamento. La Escritura dice que era de la casa
de David llamándole también hijo de este gran rey; José era, pues, de
estirpe real, y hubiera sido rey, si el Cielo, irritado por los crímenes
de su pueblo, no le hubiese castigado con la más dura esclavitud; pero
si por su origen era noble, lo era más aún por sus espirituales y
relevantes cualidades. “Si José descendía de David según la carne, dice
San Bernardo, es también evidente que se mostraba digno hijo de este
santo rey, por su fe, santidad y devoción ardiente”.
DE LA DEVOCIÓN A SAN JOSÉ
Es seguro que después de la devoción que tenemos al Salvador y a su divina Madre, no hay en la Iglesia otra más excelente y salulable que la que todo cristiano debe tener a San José. Y, en efecto, ved, almas cristianas, cuántas razones apoyan esta verdad.
Primeramente, Dios quiere que honremos a San José, a quien Él ha honrado tanto, y cuyo culto ha hecho inseparable de Él, de la divina infancia y de la Santísima Virgen. La Iglesia nos invita también a unirnos a los habitantes de los Cielos y a los coros de todos los cristianos, para rendirle un homenaje digno de sus prerogativas. En fin, nuestros más queridos intereses nos colocan en la grata obligación de suplicarle con mucho fervor y con gran confianza. Ahora bien, en este honor, este culto, estas oraciones, es en lo que consiste la devoción a tan gran Santo. Esta devoción tiene, pues, por principales motivos, la voluntad de Dios, el ejemplo de la Iglesia y nuestros verdaderos intereses.
Acabamos de decir que Dios quiere que veneremos a San José, porque le ha venerado Él mismo altamente. En efecto, ¡cuánto no le ha distinguido Dios mismo de los demás hombres por las gracias de que le ha provisto, y por el ministerio augusto que le ha confiado! ¿Cuál de los Patriarcas y de los Profetas ha sido tan favorecido por Dios? ¿Cuál es el Ángel, por elevado que sea en la Gloria, que no hubiese estimado la dicha inapreciable de desempeñar las funciones que ha desempeñado, la felicidad inefable de representar en la tierra al mismo Dios respecto de su adorable Hijo y de la Santisima Vírgen? ¿Cuál es el Santo, después de María, que se halla colocado en el Cielo más cerca de Jesucristo, divino Sol que es toda la gloría y esplendor de los Santos. Sí, San José ha sido en la tierra el Santo más querido de Dios y el más elevado en dignidad. Y ved lo que los mayores Santos se complacen en decir de él. San Francisco de Sales le llama: «esposo del amor, el gran patriarca, el hombre escogido por Dios con preferencia sobre todos los demás, para prestar al Hijo de Dios los servicios más tiernos y más amorosos». San Bernardo le nombra: «vicario de Dios Padre y de su Santo Espíritu cerca del Verbo hecho hombre». El piadoso y sabio Ruperto le da los titulos de «conservador del conservador del mundo, de soberano del soberano universal». Otros Santos Doctores le llaman: «el depositario de los secretos divinos, dispensador del pan celestial y tesorero de la casa de Dios».
Dios ha honrado grandemente a San José, y quiere que a imitación suya, le honremos con un culto verdadero y digno de sus grandes prerogativas. Obró Dios con él lo mismo que Faraón con el patriarca José; y un gran número de Doctores han considerado a este como un modelo del Santo que debía llevar el mismo nombre. «¿Dónde se encontraria, dice Faraón al antiguo José, alguno más sabio que vos, ni siquiera parecido a vos? Sólo vos tendréis autoridad sobre mi casa, y yo no me distinguiré de vos más que por el trono y la calidad de rey». Aquel gran rey tomó en seguida su anillo y le puso en la mano de José, le hizo revestir una túnica de lino y le puso al cuello un collar de oro; y haciéndole subir sobre uno de sus carros, hizo pregonar por un heraldo que todos se prosternaran ante el que nombraba para mandar en todo el Egipto. ¡Esta es una imagen de la manera con que Dios obró con José, le ha glorificado, y le ha establecido sobre toda su casa, es decir, sobre la humanidad entera, porque Jesús, nuevo Adán, y María, la nueva Eva, personificaban a todos los hombres, le ha dado igualmente poder para comunicarnos las gracias que necesitamos, por manera que nos dice, como Faraón a sus súbditos «acudid a José: pedid a José; y de su mano bienhechora recibiréis los socorros que necesitéis».
Debemos, pues, almas cristianas, honra a San José, porque Dios mismo le ha honrado; pero también lo debemos, porque nuestra devoción hacia él, se liga de la manera más estrecha con la devoción al niño Jesús y a la Santísima Vírgen, por manera que no se puede sobresalir en ésta sin tener aquella en alto grado. Acordémonos de lo que enseña sobre este particular Santa Teresa: «Por mi parte, ignoro cómo se puede contemplar a la Reina de los Ángeles prodigando día y noche sus cuidados al niño Jesús, sin dar gracias al mismo tiempo a su casto esposo por los socorros que él prodigaba con tanta solicitud a la Madre y al Hijo. Y, además, ¿cómo podremos contemplar al Vervo divino en el misterio de su adorable infancia, sin rendir culto al que es su protector, su custodio y su padre por adopcion?».
Sí, es imposible concebir que pueda tenerse una verdadera devoción al niño Jesús y a la Santísima Vírgen, sin tener una gran devoción a San José. Si amamos verdaderamente al niño Dios, si veneramos a su Madre la Virgen santísima, amaremos infaliblemente a San José, que ha sido el Jefe de la Santa Familia, que ha sido honrado por María y por el mismo Jesús.
Debemos, pues, almas cristianas, honra a San José, porque Dios mismo le ha honrado; pero también lo debemos, porque nuestra devoción hacia él, se liga de la manera más estrecha con la devoción al niño Jesús y a la Santísima Vírgen, por manera que no se puede sobresalir en ésta sin tener aquella en alto grado. Acordémonos de lo que enseña sobre este particular Santa Teresa: «Por mi parte, ignoro cómo se puede contemplar a la Reina de los Ángeles prodigando día y noche sus cuidados al niño Jesús, sin dar gracias al mismo tiempo a su casto esposo por los socorros que él prodigaba con tanta solicitud a la Madre y al Hijo. Y, además, ¿cómo podremos contemplar al Vervo divino en el misterio de su adorable infancia, sin rendir culto al que es su protector, su custodio y su padre por adopcion?».
Sí, es imposible concebir que pueda tenerse una verdadera devoción al niño Jesús y a la Santísima Vírgen, sin tener una gran devoción a San José. Si amamos verdaderamente al niño Dios, si veneramos a su Madre la Virgen santísima, amaremos infaliblemente a San José, que ha sido el Jefe de la Santa Familia, que ha sido honrado por María y por el mismo Jesús.
El segundo motivo de nuestra devoción a San José es la intención, la voluntad de la santa Iglesia nuestra Madre. La Iglesia, en efecto, quiere que en todas partes donde resuenen las alabanzas de Jesús y de María, resuenen tambien las de José, y que el culto de este gran santo se extienda más y más, Siempre ha exhortado a los fieles a recurrir a él en todas sus necesidades, persuadida que serán siempre socorridos con eficacia cuando le invoquen con piedad y confianza. Siempre ha alentado todo lo que puede acrecentar esta devoción, y abierto al efecto los tesoros de sus indulgencias. Pero principalmente en los tiempos presentes es cuando nos exhorta, por boca de Pío IX, a la devoción hácia este gran Patriarca. Y en efecto, apenas este gran Pontífice se sienta en la silla de San Pedro, cuando quiere que el Patrocinio de San José se celebre, no como hasta entonces en algunas iglesias o determinadas comarcas, sino en el mundo entero, y declara altamente «que San José, el glorioso Patriarca San José, fue colmado de gracias extraordinarias... que en todas las cosas fue obediente durante su vida a los designios y a la voluntad de Dios con una prontitud y una alegría que casi no podría explicarse... y que, en fin, coronado de gloria y honores en el Cielo, ha recibido un nuevo cargo: el de aliviar por sus abundantes méritos y el apoyo de sus oraciones, la miserable naturaleza humana, y obtener en el mundo, por su poderosa intercesión, lo que el hombre por sus solos recursos no puede obtener». Más adelante, cuando se trata de definir el dogma de la Inmaculada Concepción, y dirigiéndose a la augusta asamblea de los obispos reunidos a su alrededor, se cree en el deber de recomendarles vivamente que propagasen cada vez más la devoción a San José; y en su Bula de Proclamación, en el pasaje en que exhorta a los obispos y al universo entero a recurrir a los sufragios de los Santos, nombra a San José después de la augusta María y antes que los gloriosos Apóstoles San Pedro y San Pablo. Y últimamente, respondiendo a los que se lamentaban a su lado de los temores serios que inspira el porvenir, nuestro santo padre Pío IX les dijo: «el mal es grande, pero el mundo se salvará. No en vano propaga Dios en la lglesia con más abundancia que nunca el espíritu de oración. Se ora mucho más, y se ora mejor; los apoyos de la Iglesia naciente, María y José, vuelven a ocupar en los corazones el puesto que nunca debieron perder. Aun se volverá a salvar el mundo». ¡He aquí, almas cristianas, cuál es la intención de la Iglesia respecto a la devoción a san José; así, ved cómo bajo la inspiración de esta Esposa de Jesucristo, se propaga en nuestros días el culto de San José! ¡Cuántas capillas, cuántos oratorios se erigen con su advocación! ¡Qué de altares erigidos a su glorial ¡Qué de hermandades, misiones, empresas colocadas bajo su Patrocinio!
Pero entre los motivos que tenemos para ser devotos de San José, hay uno muy poderoso: el de nuestro propio interés.
La Sagrada Escritura nos dice que el demonio anda sin cesar a nuestro alrededor para devorarnos. Pero aun cuando la Escritura no nos lo afirmara, la triste experiencia de todos los días está patente para convencernos. Tenemos además dentro de nosotros mismos un enemigo muy terrible, que nos sigue por todas partes sin cesar: nuestras pasiones. La vida de este mundo es un combate continuo en el que damos, ¡ay!, frecuentemente grandes caídas; luego, ¿qué necesitamos nosotros tan débiles y tan miserables, sino un proctector poderoso y que esté siempre lleno de bondad por nosotros? ¡Ahora mirad si no tiene para esto un grado muy eminente el glorioso San José! ¿Y a qué abogado podríamos recurrir, cuyas oraciones fuesen más eficaces que las de José, que por la santidad de su vida tanto ha contribuido al inefable misterio de la Encarnación del Verbo? ¿Qué santo, despues de María, tiene más poder con el divino Salvador que aquel que le alimentó con el trabajo de sus manos y se sacrificó por él sin reserva?
Tenemos, pues, en José un poderosísimo protector, que ademas está lleno de bondad hacia nosotros, y siempre dispuesto a socorrernos. ¿Y cómo podría ser de otra manera, cuando su corazón arde en el mismo fuego de la caridad que los de Jesús y María? ¿Cómo no ha de ser nuestro amigo más tierno, él, que ha visto de una manera tan sensible cuánto costaron nuestras almas al divino Salvador? ¿Cómo dejará de interesarse en nuestra salvación, él, que se sacrificó por procurárnosla trabajando por Jesús y con Jesús, mézclando sus sudores con la Sangre que debía producir la redención del mundo?
Pongamos, almas cristianas, nuestra confianza en San José, y que este sentimiento sea cada vez más vivo en nuestro corazón. ¿Cómo podremos dudar del poder y de la bondad del que ha sido tan honrado por Dios y declarado jefe de la gran familia cristiana, del que se llama con tan justo título protector de la Iglesia, terror del infierno, abogado de la buena muerte, y de quien hemos recibido tantas señales de protección?
Tengamos, pues, una verdadera devoción a San José, y manifestémosla durante este mes que le está consagrado, honrándole por todos los medios que estén a nuestro alcance, como también haciendo le veneren las personas que dependen de nosotros. Sí, vayamos todos los días a los pies de José a darle un testimonio especial de nuestro amor hacia él. Además, todos los cristianos encuentran en la vida de nuestro Patriarca motivos de devoción; los nobles y ricos deben considerar al reverenciarle que San José es niete de los patriarcas y reyes; los pobres, que ha vivido como ellos en la indigencia, que ha trabajado continuamente cono un simple artesano; las vírgenes, que conservó toda su vida la más perfecta virginidad, y que fue escogido por Dios para guarda y protector de la Reina de las vírgenes; las personas casadas, que fue jefe de la más augusta familia que puede existir; los niños, que fue el padre adoptivo de Jesús, conservador y director de su infancia; los sacerdotes, que tuvo la dicha de tener frecuentemente a Jesús en sus brazos; las personas religiosas, que santificó su retiro de Nazaret eon la práctica de las virtudes más perfectas y en las conversaciones íntimas con Jesús y María; últimamente, las almas piadosas y fervientes, que ningún corazón después del Corazón de María, ha amado a Jesús con más ardor y ternura.
La Sagrada Escritura nos dice que el demonio anda sin cesar a nuestro alrededor para devorarnos. Pero aun cuando la Escritura no nos lo afirmara, la triste experiencia de todos los días está patente para convencernos. Tenemos además dentro de nosotros mismos un enemigo muy terrible, que nos sigue por todas partes sin cesar: nuestras pasiones. La vida de este mundo es un combate continuo en el que damos, ¡ay!, frecuentemente grandes caídas; luego, ¿qué necesitamos nosotros tan débiles y tan miserables, sino un proctector poderoso y que esté siempre lleno de bondad por nosotros? ¡Ahora mirad si no tiene para esto un grado muy eminente el glorioso San José! ¿Y a qué abogado podríamos recurrir, cuyas oraciones fuesen más eficaces que las de José, que por la santidad de su vida tanto ha contribuido al inefable misterio de la Encarnación del Verbo? ¿Qué santo, despues de María, tiene más poder con el divino Salvador que aquel que le alimentó con el trabajo de sus manos y se sacrificó por él sin reserva?
Tenemos, pues, en José un poderosísimo protector, que ademas está lleno de bondad hacia nosotros, y siempre dispuesto a socorrernos. ¿Y cómo podría ser de otra manera, cuando su corazón arde en el mismo fuego de la caridad que los de Jesús y María? ¿Cómo no ha de ser nuestro amigo más tierno, él, que ha visto de una manera tan sensible cuánto costaron nuestras almas al divino Salvador? ¿Cómo dejará de interesarse en nuestra salvación, él, que se sacrificó por procurárnosla trabajando por Jesús y con Jesús, mézclando sus sudores con la Sangre que debía producir la redención del mundo?
Pongamos, almas cristianas, nuestra confianza en San José, y que este sentimiento sea cada vez más vivo en nuestro corazón. ¿Cómo podremos dudar del poder y de la bondad del que ha sido tan honrado por Dios y declarado jefe de la gran familia cristiana, del que se llama con tan justo título protector de la Iglesia, terror del infierno, abogado de la buena muerte, y de quien hemos recibido tantas señales de protección?
Tengamos, pues, una verdadera devoción a San José, y manifestémosla durante este mes que le está consagrado, honrándole por todos los medios que estén a nuestro alcance, como también haciendo le veneren las personas que dependen de nosotros. Sí, vayamos todos los días a los pies de José a darle un testimonio especial de nuestro amor hacia él. Además, todos los cristianos encuentran en la vida de nuestro Patriarca motivos de devoción; los nobles y ricos deben considerar al reverenciarle que San José es niete de los patriarcas y reyes; los pobres, que ha vivido como ellos en la indigencia, que ha trabajado continuamente cono un simple artesano; las vírgenes, que conservó toda su vida la más perfecta virginidad, y que fue escogido por Dios para guarda y protector de la Reina de las vírgenes; las personas casadas, que fue jefe de la más augusta familia que puede existir; los niños, que fue el padre adoptivo de Jesús, conservador y director de su infancia; los sacerdotes, que tuvo la dicha de tener frecuentemente a Jesús en sus brazos; las personas religiosas, que santificó su retiro de Nazaret eon la práctica de las virtudes más perfectas y en las conversaciones íntimas con Jesús y María; últimamente, las almas piadosas y fervientes, que ningún corazón después del Corazón de María, ha amado a Jesús con más ardor y ternura.
Desde el cetro hasta el cayado, desde los cedros hasta el hisopo, nada hay que deje de sentir la saludable influencia de su protección. Todas las condiciones, todos los estados tienen algo que esperar de su favor, en sus grandezas poderosos motivos para honrarle, y en sus virtudes mucho que imitar.
COLOQUIO
EL ALMA: ¿Queréis permitirme, ¡oh glorioso San José!, expresaros toda la dicha que experimento hoy al comenzar estos piadosos ejercicios que la piedad de los fieles os consagra durante el mes de Marzo? ¡Oh!, qué placer voy a experimentar al leer todo lo que los Santos han dicho al considerar vuestras grandezas y vuestros privilegios. Todos los días, ¡oh padre mío!, os lo prometo, quiero seguir fielmente estos piadosos ejercicios, porque habéis sido bueno para mí, y quiero en lo sucesivo amaros mucho más que antes. Recibidme siempre con la bondad y la benevolencia que os caracterizaban en la tierra, y sobre todo, os conjuro para que nunca dejéis me separe del pie de vuestro altar sin dirigirme algunas palabras consoladoras, algunos buenos consejos sobre mis deberes; cualquier cosa, en fin, que anime mi pobre corazón y me aliente a hacer los mayores esfuerzos para agradar a Dios.
SAN JOSÉ: Recibo con placer, hija mía, la promesa que me haces de venir a encontrarme diariamente al pie de mi altar. Espero que serás fiel a esta promesa, y puedes estar segura de que serás generosamente recompensada. Me dices te reciba con benevolencia, y ¿por qué no, hija mía?, puesto que estás en estado de gracia, y sobre todo, puesto que leo en tu corazón el deseo que tienes de adelantar en el camino de la virtud. Y además, hija mía, no olvides que aun cuando no estuvieras en paz con Dios, serías recibida con bondad. Nunca rechazo a los pecadores cuando veo en ellos deseos de empezar a arrepentirse. Y debo obrar así con ellos, primeramente, porque he sido sobre la tierra el padre adoptivo de Jesús, y Jesús ha amado mucho a los pecadores. Lo debo también porque los pecadores necesitan ayuda y socorro para salir de sus pecados, y obtener la gracia de que se les perdonen. Siempre que los pecadores vienen a buscarme, ¡oh hija mía!, los recibo con la mayor bondad, los tiendo afectuosamente los brazos, y cuanto mayores pecadores son, más me intereso por ellos. Y hasta es un deber para mí socorrerlos pronta y liberalmente, porque si no hubiera habido pecadores, Dios no hubiera descendido a la tierra, y yo, José, no hubiera sido padre de Jesús y esposo de Maria.
EL ALMA: ¡Cuánto halaga a mi corazón el lenguaje tan bueno y cariñoso que acabáis de dirigirme, ¡oh gran San José!; y cuán tiernamente le conmueve ¡Ah!, ya no me admiro de que los Santos y los doctores de la Iglesia nos digan que cuando vivíais en la tierra, teníais una bondad y una afabilidad sin igual. Jamás, jamás podrá comprender nadie el gran corazón que Dios os ha dado, y la caridad que ha puesto en él.
SAN JOSÉ: Es cierto, hija mía, puedo afirmarlo; Dios me ha dado un gran corazón; pero así convenía, y lo necesitaba desde luego, para amar convenientemente a Jesús, puesto que Jesús era el objeto de las complacencias del Padre Eterno, puesto que además debía, por su pasión y por su muerte, abrir el Cielo a los hombres, y por consecuencia a mí también; era, pues, preciso que yo amase a este divino Niño más que ninguna otra criatura. Era preciso que después del amor de María a Jesús, el mío fuera el más ardiente. Por otra parte, puesto que Jesús debía ser la víctima ofrecida en holocausto por la salvación del mundo, y que yo era quien debía criar, sostener y preparar esta víctima, necesariamente debía tener un gran corazón. Así que jamás, hija mía, jamás alcanzarán a comprender los hombres el amor que les profeso y lo que me intereso por su salvación. María, mi augusta Esposa, reveló un día que los pecadores, despues del juicio, se arrepentirán de no haber conocido cuán poderosa y eficaz era mi protección para ayudarlos a volver a entrar en gracia con Dios y hacer su salvación; y María tenía razón, porque Dios me ha dado tanto poder en el Cielo, que solo el de María es superior al mío. ¡Oh! sí, yo amo a los hombres, hija mía; los amo porque Jesús los ha amado mucho; los amo, porque el alma de cada uno de ellos ha costado la vida de Jesús, del querido Niño que tanto amé; los amo, en fin, porque son hijos de María, y por consecuencia míos, puesto que María es mi esposa. Ven, pues, hija mía, ven a encontrarme; ven a exponerme tus necesidades, a comunicarme tus penas y a pedirme mercedes; soy todo tuyo. Sí, ven sin temor, porque yo soy José, el José de la nueva alianza, el José padre de Jesús y esposo de María.
COLOQUIO
EL ALMA: ¿Queréis permitirme, ¡oh glorioso San José!, expresaros toda la dicha que experimento hoy al comenzar estos piadosos ejercicios que la piedad de los fieles os consagra durante el mes de Marzo? ¡Oh!, qué placer voy a experimentar al leer todo lo que los Santos han dicho al considerar vuestras grandezas y vuestros privilegios. Todos los días, ¡oh padre mío!, os lo prometo, quiero seguir fielmente estos piadosos ejercicios, porque habéis sido bueno para mí, y quiero en lo sucesivo amaros mucho más que antes. Recibidme siempre con la bondad y la benevolencia que os caracterizaban en la tierra, y sobre todo, os conjuro para que nunca dejéis me separe del pie de vuestro altar sin dirigirme algunas palabras consoladoras, algunos buenos consejos sobre mis deberes; cualquier cosa, en fin, que anime mi pobre corazón y me aliente a hacer los mayores esfuerzos para agradar a Dios.
SAN JOSÉ: Recibo con placer, hija mía, la promesa que me haces de venir a encontrarme diariamente al pie de mi altar. Espero que serás fiel a esta promesa, y puedes estar segura de que serás generosamente recompensada. Me dices te reciba con benevolencia, y ¿por qué no, hija mía?, puesto que estás en estado de gracia, y sobre todo, puesto que leo en tu corazón el deseo que tienes de adelantar en el camino de la virtud. Y además, hija mía, no olvides que aun cuando no estuvieras en paz con Dios, serías recibida con bondad. Nunca rechazo a los pecadores cuando veo en ellos deseos de empezar a arrepentirse. Y debo obrar así con ellos, primeramente, porque he sido sobre la tierra el padre adoptivo de Jesús, y Jesús ha amado mucho a los pecadores. Lo debo también porque los pecadores necesitan ayuda y socorro para salir de sus pecados, y obtener la gracia de que se les perdonen. Siempre que los pecadores vienen a buscarme, ¡oh hija mía!, los recibo con la mayor bondad, los tiendo afectuosamente los brazos, y cuanto mayores pecadores son, más me intereso por ellos. Y hasta es un deber para mí socorrerlos pronta y liberalmente, porque si no hubiera habido pecadores, Dios no hubiera descendido a la tierra, y yo, José, no hubiera sido padre de Jesús y esposo de Maria.
EL ALMA: ¡Cuánto halaga a mi corazón el lenguaje tan bueno y cariñoso que acabáis de dirigirme, ¡oh gran San José!; y cuán tiernamente le conmueve ¡Ah!, ya no me admiro de que los Santos y los doctores de la Iglesia nos digan que cuando vivíais en la tierra, teníais una bondad y una afabilidad sin igual. Jamás, jamás podrá comprender nadie el gran corazón que Dios os ha dado, y la caridad que ha puesto en él.
SAN JOSÉ: Es cierto, hija mía, puedo afirmarlo; Dios me ha dado un gran corazón; pero así convenía, y lo necesitaba desde luego, para amar convenientemente a Jesús, puesto que Jesús era el objeto de las complacencias del Padre Eterno, puesto que además debía, por su pasión y por su muerte, abrir el Cielo a los hombres, y por consecuencia a mí también; era, pues, preciso que yo amase a este divino Niño más que ninguna otra criatura. Era preciso que después del amor de María a Jesús, el mío fuera el más ardiente. Por otra parte, puesto que Jesús debía ser la víctima ofrecida en holocausto por la salvación del mundo, y que yo era quien debía criar, sostener y preparar esta víctima, necesariamente debía tener un gran corazón. Así que jamás, hija mía, jamás alcanzarán a comprender los hombres el amor que les profeso y lo que me intereso por su salvación. María, mi augusta Esposa, reveló un día que los pecadores, despues del juicio, se arrepentirán de no haber conocido cuán poderosa y eficaz era mi protección para ayudarlos a volver a entrar en gracia con Dios y hacer su salvación; y María tenía razón, porque Dios me ha dado tanto poder en el Cielo, que solo el de María es superior al mío. ¡Oh! sí, yo amo a los hombres, hija mía; los amo porque Jesús los ha amado mucho; los amo, porque el alma de cada uno de ellos ha costado la vida de Jesús, del querido Niño que tanto amé; los amo, en fin, porque son hijos de María, y por consecuencia míos, puesto que María es mi esposa. Ven, pues, hija mía, ven a encontrarme; ven a exponerme tus necesidades, a comunicarme tus penas y a pedirme mercedes; soy todo tuyo. Sí, ven sin temor, porque yo soy José, el José de la nueva alianza, el José padre de Jesús y esposo de María.
Para conseguir tu salvación necesitas, desde luego, hija mía, la gracia, puesto que sin ella nada puedes hacer meritorio para el Cielo. ¡Pues bien!, ven a encontrarme, y te ayudaré a obtener esta gracia, la pediré contigo a Jesús, autor de la gracia y a María por donde se reparte. Dios quiere, hija mía, que le implores sin cesar y no te canses de suplicarle; si lo quiere así es porque reconozcas su soberanía infinita sobre ti; es porque no olvides que sin él nada eres, nada puedes, y tambien porque, al pedirle su gracia, conozcas el valor de ella; mas lo importante es orar bien. Ven a mí y yo te enseñaré cómo se debe erar, porque yo lo sé, puesto que durante treinta años oré con Jesús y María. También es necesario que practiques las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad. Ven a mí y yo te hablaré de la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios; de la esperanza, que constituye la fuerza y el consuelo del hombre sobre la tierra, y de la caridad, que es la más bella de las virtudes.
Conviene, hija mía, que seas muy devota de María: conviene te asegures su poderosa protección, porque, no lo olvides, si Jesús es el autor y la fuente de la gracia, María es el canal por donde pasan todas las gracias. Ven a encontrarme y te enseñaré a amar a María, yo José, lo sé, puesto que era mi Esposa y la he amado tiernamente.
Tienes, hija mía, terribles enemigos sobre la tierra; tienes el demonio, envidioso de tu alma, que anda incesantemente a tu alrededor para devorarte; tienes tus pasiones, que tratan de subyugarte; tienes, ademas, el mundo, los escándalos, los malos ejemplos. Ven a mí y te ayudaré a vencer a tus enemigos; te instruiré en las astucias del demonio; soy más fuerte que él, puesto que he sustraido a su furor al Niño Jesús conduciéndole a Egipto: por esta victoria, Dios me ha dado un poder terrible contra el demonio. Y en cuanto al mundo, ¡oh ven!, yo le desenmarañaré a tus ojos, y te diré cuán engañador es y cuán enemigo de Dios.
En fin, hija mía, tienes que morir un día y quizá antes de lo que crees; la sentencia es irrevocable; nadie puede sustraerse a ella; ahora bien, ya sabes que el árbol permanece tendido del lado que cae, la muerte lo decide todo; si es buena y santa, todo se ha salvado; pero si la muerte no es la del justo, todo se ha perdido, y perdido por toda la eternidad. Acude a mí, hija mía; yo te haré comprender toda la importancia de una buena muerte; ya sabes que soy el patron de la buena muerte, porque tuve la dicha de morir en los brazos de Jesús y María; ven, pues, hija mía, y te protegeré a la hora de tu muerte. Hija mía, querida hija, ven diariamente todo este mes a buscarme al pie de mi altar, y te prometo que en recompensa de tu fidelidad, te enseñaré el camino de la virtud, que te llevará a la patria celestial.
RESOLUCIÓN: Seguid fielmente y con devoción los ejercicios del mes de San José.
LETANÍAS DE SAN JOSÉ.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesucristo, tened piedad de nosotros.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesús, óyenos.
Jesús, acoge nuestras súplicas.
Padre celestial, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Hijo redentor del mundo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Espíritu Santo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Santísima Trinidad, un solo Dios, tened piedad de nosotros.
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, ruega por nosotros.
San José, nutricio del Verbo encarnado, ruega por nosotros.
San José, coadjutor del gran consejo, ruega por nosotros.
San José, hombre según el corazón de Dios, ruega por nosotros.
San José, fiel y prudente servidor, ruega por nosotros.
San José, custodio de la virginidad de María, ruega por nosotros.
San José, dotado de gracias superiores, ruega por nosotros.
San José, purísimo en virginidad, ruega por nosotros.
San José, profundísimo en humildad, ruega por nosotros.
San José, altísimo en contemplación, ruega por nosotros.
San José, ardientísimo en caridad, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis instruido divinamente en el misterio de la Encarnación, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis bajo vuestra protección y vuestra obediencia al Señor de los señores, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis durante tantos añoslavida del mismo Dios por regla de la vuestra, ruega por nosotros.
San José, que vísteis con María, en las acciones de Jesús, tantos secretos ignorados de los duros hombres, ruega por nosotros.
San José, fidelísimo imitador del gran silencio de Jesús y María, ruega por nosotros.
San José, que fuísteis ignorado de los hombres y conocido sólo de Dios, ruega por nosotros.
San José, que ocupáis el primer puesto entre los Patriarcas, ruega por nosotros.
San José, que habeis muerto santamente en los brazos de Jesús y de María, ruega por nosotros.
San José, que anunciásteis la venida de Cristo a los limbos, ruega por nosotros.
San José, a quien se cree resucitado con Jesucristo, ruega por nosotros.
San José, que habeis sido recompensado en el Cielo con una gloria especialísima, ruega por nosotros.
San José, padre y consolador de los afligidos, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
Por vuestra infancia, escúchanos Jesús.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, acoge nuestros ruegos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le dísteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumision y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos tambíen con piedad filial, a fin de obtener por su intercesion, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le dísteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumision y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos tambíen con piedad filial, a fin de obtener por su intercesion, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
MEMORÁRE
Acordaos, ¡oh castísimo esposo de la Virgen María, San José, mi amable protector!, que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo. Lleno de confianza en vuestro poder, llego a vuestra presencia, y me recomiendo con fervor. ¡Ah! No desdeñéis mis oraciones, oh vos, que habéis sido llamado padre del Redentor, sino escuchadlas con benevolencia, y dignaos recibirlas favorablemente. Así sea. (Trescientos días de indulgencias, una vez por día, aplicables a los difuntos. Breve de Nuestro Santo Padre el Papa León XIII).
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