PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ
La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.
Los
que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y
verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus
esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta
alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.
La
esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación
de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al
benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que
se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes,
entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del
cristiano al amparo de San José.
Quienes
deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de
Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que
frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y
humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la
laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones,
es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se
ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o
implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Oh,
Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido
contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra
misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del
Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me
concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de
haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar
el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.
DÍA UNDÉCIMO — 11 DE MARZO
CATECISMO DE SAN JOSÉ
12- ¿Cómo fue designado visiblemente José a los sacerdotes, para ser esposo de María?
Hallándose los sacerdotes embarazados para la elección, a consecuencia de los numerosos pretendientes, recurrieron la oración, y el Cielo les respondió con una inspiración: esta decía, que todos los jóvenes debían tener en sus manos varas secas, y aquel cuya vara floreciese sería elegido. La orden fue ejecutada, y puestos todos en oración, la vara de José floreció en sus manos, y una blanca paloma vino a colocarse en su cabeza. Convencidos por este milagro de los designios de Dios sobre San José, los sacerdotes enviaron a buscar a la joven María, que sólo consintió en ese enlace por obediencia: la noticia del milagro debió causar en ella una grande alegría, porque pensó que ya que el Cielo le enviaba tan visiblemente a San José por esposo, el Cielo sabría inspirar respeto a su voto de virginidad, y hacerle solamente un custodio y un apoyo para ella.
Los sacerdotes procedieron en seguida a la ceremonia, que se hizo conforme la Ley exigía y según la costumbre de la nación. José puso un anillo en el dedo de la joven Virgen, como prenda de fidelidad conyugal que le prometía, recibiendo una recíproca promesa en la aceptación que ella hizo.
13- ¿Qué juicio formaremos del anillo que San José dio a María, con motivo de su casamiento?
La Iglesia nada ha decidido respecto de esta preciosa reliquia. Diremos tan solo que ciertos autores, cuya autoridad debemos respetar, dicen que San José puso en el dedo de María un anillo formado de una piedra de amatista, símbolo de la fidelidad virginal; que este anillo existe aún, y se conserva cuidadosamente en Perusa de Italia, en la Basílica de San Lorenzo, siendo tal su antigüedad, que impide discernir de qué materia sea. Benedicto XIV, exponiendo en uno de sus escritos el orígen de la fiesta de los desposorios de San José con María, habla tambien de este anillo, que se conserva en Perusa como el que fue entregado a María por San José en el momento que la tomó por esposa, y sin decidir nada acerca de esta tradicion, levanta con fuerza su voz contra la crítica amarga de un protestante que condena orgullosamente la devoción del pueblo a esta reliquia.
El Papa Urbano VIII compara este anillo a un doble arco iris que rodea a Perusa haciendo de ella un fuerte baluarte para defenderla de los peligros y del furor del infierno.
14- ¿Qué más se dice de este anillo nupcial?
El anillo dado por San José a la augusta María, prenda preciosa de la alianza más afortunada, fue traído en el siglo X a Italia por un judío de Jerusalen, que le dio con otras alhajas a la condesa Judit, esposa de un poderoso señor llamado Hugo de Tuscia. El judío entregó el anillo de María con las otras alhajas a Ainerio de Clusio, intendente de la condesa: mas éste no entregó esta reliquia a Judit, guardándola como un objeto precioso, pero sin honrarla con la reverencia debida. Diez años despues, su hijo único le fue arrebatado por una enfermedad repentina; y cuando le iban a bajar al sepulcro, despertándose como de un profundo letargo, en medio de la multitud admirada, se levanta, descubre la falta cometida por su padre, revelando la existencia del tesoro, y al concluir su relato, se envuelve en el lienzo mortuorio, y se duerme el sueño de la muerte. El desgraciado Ainerio, fuera de sí mismo, confiesa su crímen, entrega el sagrado depósito, que con este suceso se granjeó la veneracion de los fieles.
Hallándose los sacerdotes embarazados para la elección, a consecuencia de los numerosos pretendientes, recurrieron la oración, y el Cielo les respondió con una inspiración: esta decía, que todos los jóvenes debían tener en sus manos varas secas, y aquel cuya vara floreciese sería elegido. La orden fue ejecutada, y puestos todos en oración, la vara de José floreció en sus manos, y una blanca paloma vino a colocarse en su cabeza. Convencidos por este milagro de los designios de Dios sobre San José, los sacerdotes enviaron a buscar a la joven María, que sólo consintió en ese enlace por obediencia: la noticia del milagro debió causar en ella una grande alegría, porque pensó que ya que el Cielo le enviaba tan visiblemente a San José por esposo, el Cielo sabría inspirar respeto a su voto de virginidad, y hacerle solamente un custodio y un apoyo para ella.
Los sacerdotes procedieron en seguida a la ceremonia, que se hizo conforme la Ley exigía y según la costumbre de la nación. José puso un anillo en el dedo de la joven Virgen, como prenda de fidelidad conyugal que le prometía, recibiendo una recíproca promesa en la aceptación que ella hizo.
13- ¿Qué juicio formaremos del anillo que San José dio a María, con motivo de su casamiento?
La Iglesia nada ha decidido respecto de esta preciosa reliquia. Diremos tan solo que ciertos autores, cuya autoridad debemos respetar, dicen que San José puso en el dedo de María un anillo formado de una piedra de amatista, símbolo de la fidelidad virginal; que este anillo existe aún, y se conserva cuidadosamente en Perusa de Italia, en la Basílica de San Lorenzo, siendo tal su antigüedad, que impide discernir de qué materia sea. Benedicto XIV, exponiendo en uno de sus escritos el orígen de la fiesta de los desposorios de San José con María, habla tambien de este anillo, que se conserva en Perusa como el que fue entregado a María por San José en el momento que la tomó por esposa, y sin decidir nada acerca de esta tradicion, levanta con fuerza su voz contra la crítica amarga de un protestante que condena orgullosamente la devoción del pueblo a esta reliquia.
El Papa Urbano VIII compara este anillo a un doble arco iris que rodea a Perusa haciendo de ella un fuerte baluarte para defenderla de los peligros y del furor del infierno.
14- ¿Qué más se dice de este anillo nupcial?
El anillo dado por San José a la augusta María, prenda preciosa de la alianza más afortunada, fue traído en el siglo X a Italia por un judío de Jerusalen, que le dio con otras alhajas a la condesa Judit, esposa de un poderoso señor llamado Hugo de Tuscia. El judío entregó el anillo de María con las otras alhajas a Ainerio de Clusio, intendente de la condesa: mas éste no entregó esta reliquia a Judit, guardándola como un objeto precioso, pero sin honrarla con la reverencia debida. Diez años despues, su hijo único le fue arrebatado por una enfermedad repentina; y cuando le iban a bajar al sepulcro, despertándose como de un profundo letargo, en medio de la multitud admirada, se levanta, descubre la falta cometida por su padre, revelando la existencia del tesoro, y al concluir su relato, se envuelve en el lienzo mortuorio, y se duerme el sueño de la muerte. El desgraciado Ainerio, fuera de sí mismo, confiesa su crímen, entrega el sagrado depósito, que con este suceso se granjeó la veneracion de los fieles.
Algunos años despues, se dice que una princesa de sangre real llamada Gualdrada, tuvo la temeridad de probarse el anillo bendito de la santísima Virgen, y al retirarle de su dedo se le secó éste, siendo inútiles todos los remedios para curarle; algun tiempo despues, el anillo nupcial de San José pasó a poder de los habitantes de Perusa, a cuya ciudad fue, en fin, otorgado solemnemente por el Papa Urbano VIII, en el año de 1486, despues de largos y terribles debates que para ello mediaron.
GRANDEZA DE SAN JOSÉ COMO PADRE DE JESÚS.
Puesto que San José fue verdaderamente esposo de María, de la que nació Jesucristo, se deduce que este gran Santo debió ser mirado como padre del Salvador. Y en efecto, María misma se complace en darle este bello título cuando halló al Salvador en el templo. «Hijo mío, dijo a Jesús, ¿por qué habéis hecho esto con nosotros? Vuestro padre y yo os buscábamos traspasados de dolor». Pero si José es padre de Jesús, ¿quién podrá explicarnos lo grande y sublime de la dignidad de este santo Patriarca, considerado así? Examinemos con los ojos de la fe esta dignidad, y veremos que nada hay en el mundo que pueda comparársela, y que por consecuencia la grandeza de José como padre de Jesús es superior a todas las grandezas [1].
Cuando los judíos se apercibieron de qué Jesús comenzaba a hacer milagros, decían entre sí con desprecio: «¿No es este el hijo de José el menestral? Non ne est hic fabri fílius?». Sí, sin duda, exclama San Pedro Crisólogo, «es el hijo de un artesano: ¿pero queréis saber de qué artesano? Voy a enseñároslo, continúa este gran santo; este que veis, es hijo de ese gran artesano que ha fabricado el mundo, no con el martillo, sino con una orden de su voluntad, non férreo sed præcépto. Es el hijo de ese artesano que ha combinado los elementos, no por un efecto de ingenio, sino por un simple mandato, non ingénio sed jusióne. Este es el hijo de ese artesano que encendió la antorcha del día en la bóveda celeste, no con un fuego terrestre, sino por un calor superior, non terréno igne sed supérno. Es, en fin, el hijo de ese artesano que con una sola palabra hizo salir el universo de la nada, cuncta fecit est níhilo. Sí, cierto, tenéis razón, responde un ilustre doctor a San Pedro Crisólogo, el ilustre San Leonardo de Puerto Mauricio; los judíos debieron conocer que Jesús era hijo del gran arquitecto del universo; pero tolerad también para honra y gloria de San José que se diga que Jesús es también hijo de ese pobre carpintero que trabaja en su taller manejando la sierra y el cepillo, y que como tal Jesús es su oficial, y el compañero de sus trabajos. Así que, si Jesús es hijo del gran arquitecto del universo, es también hijo de José el carpintero, de José, uno de los más pobres de Nazaret. Si Jesús estaba presente cuando su Padre celestial se disponía a crear el mundo, también estaba presente en el taller cuando aquel trabajaba. Si Jesús estaba presente cuando su Padre extendía la bóveda de los cielos, cuando su padre José cortaba la madera y la trabajaba, también estaba presente. Si Jesús estaba presente cuando Dios Padre ponía límites al mar, costaba también presente cuando José, su padre, serraba la madera y la cepillaba. Si Jesús estaba presente cuando su Padre celestial suspendía las nubes en el aire, si estaba, en fin, con Él arreglado y ordenándolo todo, también estaba presente cuando José, su padre adoptivo, unía las piezas de madera, las arreglaba con él y confundía sus fatigas con las suyas. Ahora bien, almas piadosas, ¡qué sublime dignidad y qué grandeza la que nos hace aparecer a José como émulo del mismo Dios! ¡Un pobre obrero en madera, émulo de Dios, émulo del arquitecto del mundo!... ¿Pues qué más queréis para proclamar a José soberanamente grande como padre de Jesús?
Hay tres cosas, dice Santo Tomás, que Dios no puede hacer más grandes, que son: primero, la humanidad de Nuestro Señor Jesucristo a causa de su unión hipostática con el Verbo; segundo, la gloria de los elegidos a causa de su objeto principal, que es la esencia infinita de Dios; y tercero, la Madre incomparable de Dios. Pues bien, podemos, nos dice el bienaventurado San Leonardo de Puerto Mauricio, añadir una cuarta, y es que Días no puede hacer un padre más grande que el padre de un Hijo que es Dios: majórum quam patrem Dei non potest facére Deus. Confesamos, pues, con alegría, que la grandeza de José es superior a todas las grandezas de este mundo.
Cierto es que José ninguna parte tuvo en la producción de Jesús, pero no importa; no es menos cierto que fue su padre por la autoridad que el Cielo le había dado y por la solicitud y la ternura que tuvo para con él. Y en efecto, ved almas cristianas, si hay alguna de las funciones del mejor de los padres que no haya sido ejercida gloriosamente por José. ¿Quién fue el que recogió al santo Niño en cuanto nació, y le acostó en el pesebre? José. ¿Por quién fue circuncidado y llamado Jesús? Por José. ¿Quién le llevó en sus brazos al templo para ser rescatado? José. José fue también quien le sustrajo al furor de Herodes, y quien al volver de Egipto le evitó probablemente la persecución de Arquelao, refugiándose en Nazaret. Finalmente, José fue quien le proporcionó durante treinta años, con el trabajo de sus manos y el sudor de su frente, el alimento, vestidos y albergue. ¡Cuántas veces servirían los brazos de José de cuna a aquel divino Niño! ¡Cuántas caricias le prodigaría! ¡Cuántas veces le dio de comer con su propia mano, le vistió, le enseñó a hablar y le ejercitó en el trabajo, y cuando llegó a hacerse hombre le reposó sobre su corazón!…
Luego, si José se condujo como padre tan cariñoso, tan solícito para Jesús, ¿cómo debemos pensar que Jesús debió portarse con José? ¡Oh! Seguramente que debió ser para él el mejor de los hijos, manifestándole un respeto, una sumisión, una obediencia perfecta en todas las cosas! Así que, oíd almas cristianas, lo que este pensamiento hace decir a San Bernardo: «¡Oh techos! ¡Oh paredes! exclama este gran Santo, ¡oh bienaventurado recinto que habéis abrigado esta augusta familia y habéis sido testigo de sus trabajos, de sus diversiones y de sus conversaciones! ¡Ah! decidnos cuántas veces losé para reanimarse en sus fatigas, repetía el dulce nombre de su Jesús, y con qué solicitud acudía éste a él como si le hubiera llamado. ¡Ah! decidnos también con qué modestia y gracia Jesús ayudaba a José, Jesús trabajaba con José, puesto que esta modestia y esta gracia eran tan grandes, que según la tradición, los habitantes de Nazaret, acudían frecuentemente en tropel para ver trabajar a aquel interesante Niño. Así que, almas cristianas, si José fue para Jesús el mejor de los padres, Jesús fue para José el mejor de los hijos; ahora bien, como este hijo era Dios, juzgad si podéis, cuál sería la grandeza y sublimidad de San José cómo padre de Jesús. ¡Comprended, pues, almas cristianas, si podéis, el honor que Dios Padre hace a este santo Patriarca, dividiendo con él un título que le distingue de las otras dos personas de la santísima Trinidad! ¡Privilegio tan sorprendente que llena de admiración las inteligencias celestiales, y tan sublime, que solo le supera la maternidad divina!
Puesto que San José fue verdaderamente esposo de María, de la que nació Jesucristo, se deduce que este gran Santo debió ser mirado como padre del Salvador. Y en efecto, María misma se complace en darle este bello título cuando halló al Salvador en el templo. «Hijo mío, dijo a Jesús, ¿por qué habéis hecho esto con nosotros? Vuestro padre y yo os buscábamos traspasados de dolor». Pero si José es padre de Jesús, ¿quién podrá explicarnos lo grande y sublime de la dignidad de este santo Patriarca, considerado así? Examinemos con los ojos de la fe esta dignidad, y veremos que nada hay en el mundo que pueda comparársela, y que por consecuencia la grandeza de José como padre de Jesús es superior a todas las grandezas [1].
Cuando los judíos se apercibieron de qué Jesús comenzaba a hacer milagros, decían entre sí con desprecio: «¿No es este el hijo de José el menestral? Non ne est hic fabri fílius?». Sí, sin duda, exclama San Pedro Crisólogo, «es el hijo de un artesano: ¿pero queréis saber de qué artesano? Voy a enseñároslo, continúa este gran santo; este que veis, es hijo de ese gran artesano que ha fabricado el mundo, no con el martillo, sino con una orden de su voluntad, non férreo sed præcépto. Es el hijo de ese artesano que ha combinado los elementos, no por un efecto de ingenio, sino por un simple mandato, non ingénio sed jusióne. Este es el hijo de ese artesano que encendió la antorcha del día en la bóveda celeste, no con un fuego terrestre, sino por un calor superior, non terréno igne sed supérno. Es, en fin, el hijo de ese artesano que con una sola palabra hizo salir el universo de la nada, cuncta fecit est níhilo. Sí, cierto, tenéis razón, responde un ilustre doctor a San Pedro Crisólogo, el ilustre San Leonardo de Puerto Mauricio; los judíos debieron conocer que Jesús era hijo del gran arquitecto del universo; pero tolerad también para honra y gloria de San José que se diga que Jesús es también hijo de ese pobre carpintero que trabaja en su taller manejando la sierra y el cepillo, y que como tal Jesús es su oficial, y el compañero de sus trabajos. Así que, si Jesús es hijo del gran arquitecto del universo, es también hijo de José el carpintero, de José, uno de los más pobres de Nazaret. Si Jesús estaba presente cuando su Padre celestial se disponía a crear el mundo, también estaba presente en el taller cuando aquel trabajaba. Si Jesús estaba presente cuando su Padre extendía la bóveda de los cielos, cuando su padre José cortaba la madera y la trabajaba, también estaba presente. Si Jesús estaba presente cuando Dios Padre ponía límites al mar, costaba también presente cuando José, su padre, serraba la madera y la cepillaba. Si Jesús estaba presente cuando su Padre celestial suspendía las nubes en el aire, si estaba, en fin, con Él arreglado y ordenándolo todo, también estaba presente cuando José, su padre adoptivo, unía las piezas de madera, las arreglaba con él y confundía sus fatigas con las suyas. Ahora bien, almas piadosas, ¡qué sublime dignidad y qué grandeza la que nos hace aparecer a José como émulo del mismo Dios! ¡Un pobre obrero en madera, émulo de Dios, émulo del arquitecto del mundo!... ¿Pues qué más queréis para proclamar a José soberanamente grande como padre de Jesús?
Hay tres cosas, dice Santo Tomás, que Dios no puede hacer más grandes, que son: primero, la humanidad de Nuestro Señor Jesucristo a causa de su unión hipostática con el Verbo; segundo, la gloria de los elegidos a causa de su objeto principal, que es la esencia infinita de Dios; y tercero, la Madre incomparable de Dios. Pues bien, podemos, nos dice el bienaventurado San Leonardo de Puerto Mauricio, añadir una cuarta, y es que Días no puede hacer un padre más grande que el padre de un Hijo que es Dios: majórum quam patrem Dei non potest facére Deus. Confesamos, pues, con alegría, que la grandeza de José es superior a todas las grandezas de este mundo.
Cierto es que José ninguna parte tuvo en la producción de Jesús, pero no importa; no es menos cierto que fue su padre por la autoridad que el Cielo le había dado y por la solicitud y la ternura que tuvo para con él. Y en efecto, ved almas cristianas, si hay alguna de las funciones del mejor de los padres que no haya sido ejercida gloriosamente por José. ¿Quién fue el que recogió al santo Niño en cuanto nació, y le acostó en el pesebre? José. ¿Por quién fue circuncidado y llamado Jesús? Por José. ¿Quién le llevó en sus brazos al templo para ser rescatado? José. José fue también quien le sustrajo al furor de Herodes, y quien al volver de Egipto le evitó probablemente la persecución de Arquelao, refugiándose en Nazaret. Finalmente, José fue quien le proporcionó durante treinta años, con el trabajo de sus manos y el sudor de su frente, el alimento, vestidos y albergue. ¡Cuántas veces servirían los brazos de José de cuna a aquel divino Niño! ¡Cuántas caricias le prodigaría! ¡Cuántas veces le dio de comer con su propia mano, le vistió, le enseñó a hablar y le ejercitó en el trabajo, y cuando llegó a hacerse hombre le reposó sobre su corazón!…
Luego, si José se condujo como padre tan cariñoso, tan solícito para Jesús, ¿cómo debemos pensar que Jesús debió portarse con José? ¡Oh! Seguramente que debió ser para él el mejor de los hijos, manifestándole un respeto, una sumisión, una obediencia perfecta en todas las cosas! Así que, oíd almas cristianas, lo que este pensamiento hace decir a San Bernardo: «¡Oh techos! ¡Oh paredes! exclama este gran Santo, ¡oh bienaventurado recinto que habéis abrigado esta augusta familia y habéis sido testigo de sus trabajos, de sus diversiones y de sus conversaciones! ¡Ah! decidnos cuántas veces losé para reanimarse en sus fatigas, repetía el dulce nombre de su Jesús, y con qué solicitud acudía éste a él como si le hubiera llamado. ¡Ah! decidnos también con qué modestia y gracia Jesús ayudaba a José, Jesús trabajaba con José, puesto que esta modestia y esta gracia eran tan grandes, que según la tradición, los habitantes de Nazaret, acudían frecuentemente en tropel para ver trabajar a aquel interesante Niño. Así que, almas cristianas, si José fue para Jesús el mejor de los padres, Jesús fue para José el mejor de los hijos; ahora bien, como este hijo era Dios, juzgad si podéis, cuál sería la grandeza y sublimidad de San José cómo padre de Jesús. ¡Comprended, pues, almas cristianas, si podéis, el honor que Dios Padre hace a este santo Patriarca, dividiendo con él un título que le distingue de las otras dos personas de la santísima Trinidad! ¡Privilegio tan sorprendente que llena de admiración las inteligencias celestiales, y tan sublime, que solo le supera la maternidad divina!
[1] Haremos notar aquí que cuando en el curso de esta obra ponemos la dignidad de San José por encima de todas las dignidades divinas y humanas, exceptuamos siempre la dignidad de la Madre de Dios. En el cielo como en la tierra, la más santa, la más augusta de todas las criaturas, es María. Pero después de María, colocamos inmediatamente al glorioso San José
COLOQUIO:
EL ALMA: Consta en los santos Evangelios, ¡oh glorioso San José!, que Jesucristo ha recomendado la oración; y la oración frecuente, y que Él mismo ha dado el ejemplo, puesto que estaba siempre en oración. Puesto que habéis sido el padre de Jesús, le habéis visto orar con frecuencia, habéis orado todos los días con Él, y Jesús debió hablaros con frecuencia de la oración, nadie mejor que vos y María debe saber lo que es la oración y cómo se debe orar. Instruidme, oh glorioso Padre mío, sobre este asunto, a fin de que en adelante ore mejor y mis súplicas sean más agradables a Dios.
SAN JOSÉ: La oración, hija mía, es la elevación del alma a Dios para rendirle sus homenajes y exponerle todas tus necesidades. Ahora bien, como las necesidades del hombre se renuevan a cada momento es necesario que el hombre recurra a cada instante a Aquel que quiere y puede socorrerle. La oración es una llave de oro que abre el cielo, un áncora de salvación para los que están en peligro de naufragar, un tesoro de riquezas para el pobre, un remedio eficaz para el enfermo, un arma poderosa contra los enemigos del hombre que le atacan incesantemente por todas partes para arrastrarle al abismo.
EL ALMA; ¿Entonces la oración es de absoluta necesidad?
SAN JOSÉ: La oración, hija mía, es de absoluta necesidad y de necesidad de precepto. Jesucristo ha dicho: Hay que orar siempre y nunca cansarse (Lucas, XVIII, 5). Y nota bien, hija mía, las palabras de Jesucristo; no dice: es conveniente, está en el orden; sino que dice: conviene, es necesario, oportet, Y esta necesidad de la oración no se ha contentado con inculcarla Jesucristo, sino que la ha recomendado con sus ejemplos. Porque, como puedes, convencerte por los santos Evangelios, se apartaba con frecuencia de los que le seguían, buscaba los parajes más desiertos para orar, hasta pasaba frecuentemente las noches en oración; no porque necesitara implorar los auxilios del cielo, sino porque el hombre tiene siempre una necesidad urgente de recurrir a la oración, y quería hacerle comprender mejor con su ejemplo la indispensable necesidad. Sí, querida, hija, es menos necesario el pan para la vida del cuerpo, que la oración para la vida eterna. Sin la oración es imposible resistir a las tentaciones, imposible no recaer en el pecado, imposible volver a levantarse si se ha tenido la desgracia de caer en él, imposible por consecuencia alcanzar el Cielo. Y, en efecto, ¿qué es el hombre que no ore? Es un soldado desarmado en medio de innumerables enemigos encarnizados contra él; es un piloto embarcado en una mar borrascosa con un barco sin remos, velas ni timón; es una ciudad cercada por todas partes y cuyas murallas están indefensas. ¡Desgraciada de ti, hija mía, si no oras! Tu pérdida es segura. Pero no sólo la oración es de precepto divino, sino que se la exige al hombre su propia miseria: es verdad que el bautismo ha borrado el pecado original, pero este pecado ha dejado tristes consecuencias, y sin la oración no puede superar ni sus malos pensamientos ni a sus enemigos interiores que le atacan incesantemente. Los Santos Padres se reunieron un día para examinar cuál era el ejercicio más necesario a un cristiano para salvarse, y decidieron que era la oración perseverante; aconsejaron repetir frecuentemente esta súplica: «Señor, ayudadme; apresuraos a socorrerme». Efectivamente; el alma que está bien penetrada de su miseria y que desea ardientemente los auxilios de Dios, está muy cerca de salvarse.
RESOLUCIÓN: Orar con mucha frecuencia, y sobre todo, en todas las necesidades espirituales y corporales. Orar siempre por la intercesión de la Santísima Virgen y de San José.
LETANÍAS DE SAN JOSÉ.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesucristo, tened piedad de nosotros.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesús, óyenos.
Jesús, acoge nuestras súplicas.
Padre celestial, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Hijo redentor del mundo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Espíritu Santo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Santísima Trinidad, un solo Dios, tened piedad de nosotros.
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, ruega por nosotros.
San José, nutricio del Verbo encarnado, ruega por nosotros.
San José, coadjutor del gran consejo, ruega por nosotros.
San José, hombre según el corazón de Dios, ruega por nosotros.
San José, fiel y prudente servidor, ruega por nosotros.
San José, custodio de la virginidad de María, ruega por nosotros.
San José, dotado de gracias superiores, ruega por nosotros.
San José, purísimo en virginidad, ruega por nosotros.
San José, profundísimo en humildad, ruega por nosotros.
San José, altísimo en contemplación, ruega por nosotros.
San José, ardientísimo en caridad, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis instruido divinamente en el misterio de la Encarnación, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis bajo vuestra protección y vuestra obediencia al Señor de los señores, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis durante tantos años la vida del mismo Dios por regla de la vuestra, ruega por nosotros.
San José, que vísteis con María, en las acciones de Jesús, tantos secretos ignorados de los duros hombres, ruega por nosotros.
San José, fidelísimo imitador del gran silencio de Jesús y María, ruega por nosotros.
San José, que fuísteis ignorado de los hombres y conocido sólo de Dios, ruega por nosotros.
San José, que ocupáis el primer puesto entre los Patriarcas, ruega por nosotros.
San José, que habeis muerto santamente en los brazos de Jesús y de María, ruega por nosotros.
San José, que anunciásteis la venida de Cristo a los limbos, ruega por nosotros.
San José, a quien se cree resucitado con Jesucristo, ruega por nosotros.
San José, que habeis sido recompensado en el Cielo con una gloria especialísima, ruega por nosotros.
San José, padre y consolador de los afligidos, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
Por vuestra infancia, escúchanos Jesús.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, acoge nuestros ruegos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le dísteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumision y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos tambíen con piedad filial, a fin de obtener por su intercesion, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le dísteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumision y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos tambíen con piedad filial, a fin de obtener por su intercesion, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
MEMORÁRE
Acordaos,
¡oh castísimo esposo de la Virgen María, San José, mi amable
protector!, que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha
invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan
quedado sin consuelo. Lleno de confianza en vuestro poder, llego a
vuestra presencia, y me recomiendo con fervor. ¡Ah! No desdeñéis mis
oraciones, oh vos, que habéis sido llamado padre del Redentor, sino
escuchadlas con benevolencia, y dignaos recibirlas favorablemente. Así
sea. (Trescientos días de indulgencias, una vez por día, aplicables a los difuntos. Breve de Nuestro Santo Padre el Papa León XIII).
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