PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ
La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.
Los
que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y
verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus
esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta
alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.
La
esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación
de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al
benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que
se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes,
entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del
cristiano al amparo de San José.
Quienes
deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de
Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que
frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y
humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la
laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones,
es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se
ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o
implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Oh,
Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido
contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra
misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del
Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me
concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de
haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar
el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.
DÍA DUODÉCIMO — 12 DE MARZO
CATECISMO DE SAN JOSÉ
15- ¿Se puede decir que fue un verdadero matrimonio el de San José y María?
Aunque San José y la augusta María hicieron votos de perpetua virginidad, no es menos cierto que hubo entre ellos un verdadero matrimonio. En efecto, se dice en las Santas Escrituras, que José era el esposo de María, de quien nació Jesucristo; luego es evidente que por estas palabras ha querido revelarnos el Espíritu Santo, y en efecto nos revela, que hubo un perfecto casamiento entre José y María. Todos los teólogos, dice Francisco Suárez, expresan que esta verdad es de fe y la Iglesia la enseña como tal, lo mismo que todos los doctores [1]. Luego debemos creer y podemos decir con toda certidumbre, que la unión de José y María ha sido un verdadero matrimonio, y por consiguiente que estos dos esposos se pertenecían mutuamente el uno al otro. Sin embargo, digamos que este matrimonio ha sido virginal en la promesa, virginal en el amor, virginal en la paternidad.
[1] La doctrina de la Iglesia respecto la certeza de este matrimonio verdadero es tan terminante y formal, que ha querido instituir una fiesta para perpetuar la conmemoración. Establecida desde luego en la iglesia de Chartres en Francia, al principio del siglo décimo quinto, esta fiesta fue después autorizada por algunas órdenes religiosas y particularmente en la de los franciscanos y dominicos, y poco después en los Estados de la Iglesia y en algunas otras provincias. Los dominicos fueron los que añadieron un oficio nuevo y obtuvieron permiso del Papa Pablo III que se celebrase con mucha solemnidad y fijándola el 23 de Enero, en cuyo día celebra aún casi toda la Iglesia [salvo en España, donde se celebra el 26 de Noviembre].
Aunque San José y la augusta María hicieron votos de perpetua virginidad, no es menos cierto que hubo entre ellos un verdadero matrimonio. En efecto, se dice en las Santas Escrituras, que José era el esposo de María, de quien nació Jesucristo; luego es evidente que por estas palabras ha querido revelarnos el Espíritu Santo, y en efecto nos revela, que hubo un perfecto casamiento entre José y María. Todos los teólogos, dice Francisco Suárez, expresan que esta verdad es de fe y la Iglesia la enseña como tal, lo mismo que todos los doctores [1]. Luego debemos creer y podemos decir con toda certidumbre, que la unión de José y María ha sido un verdadero matrimonio, y por consiguiente que estos dos esposos se pertenecían mutuamente el uno al otro. Sin embargo, digamos que este matrimonio ha sido virginal en la promesa, virginal en el amor, virginal en la paternidad.
[1] La doctrina de la Iglesia respecto la certeza de este matrimonio verdadero es tan terminante y formal, que ha querido instituir una fiesta para perpetuar la conmemoración. Establecida desde luego en la iglesia de Chartres en Francia, al principio del siglo décimo quinto, esta fiesta fue después autorizada por algunas órdenes religiosas y particularmente en la de los franciscanos y dominicos, y poco después en los Estados de la Iglesia y en algunas otras provincias. Los dominicos fueron los que añadieron un oficio nuevo y obtuvieron permiso del Papa Pablo III que se celebrase con mucha solemnidad y fijándola el 23 de Enero, en cuyo día celebra aún casi toda la Iglesia [salvo en España, donde se celebra el 26 de Noviembre].
GRANDEZA DE SAN JOSÉ COMO JEFE DE LA SANTA FAMILIA.
Hemos considerado las grandezas de San José como padre de Jesús y como esposo de María. Estas reflexiones han debido convencernos, sin duda, de la gran santidad de José y de la gran confianza que debemos tener en él. Pero no nos detengamos aquí, al contrario, vayamos más lejos y, consideremos hoy a San José bajo el punto de vista de otra de sus excelsas dignidades, es decir, como jefe de la Santa Familia que no fue enteramente divina ni enteramente humana, pero que participaba de ambas, por cuya razón se la llamó, con justo título, Trinidad de la tierra.
Escogida particularmente por Dios una de las naciones que habitaba la tierra para que fuera su pueblo predilecto, quiso tener entre este pueblo una familia, donde se cumpliera la grande obra que su sabiduría había resuelto en la eternidad, que el poder de su brazo debía ejecutar en la plenitud de los tiempos, y en la que debía manifestarse igualmente. ¿Pero quién formará esta familia privilegiada del Altísimo?… ¡Pues bien! Será José, serán Jesús y María las dos obras admirables de la omnipotencia divina: y será José el escogido para ser el jefe.
Sí, almas cristianas, José es, en efecto, a quien se dirigen los embajadores del Cielo; a él es a quien comunican los Ángeles las órdenes de Dios; a él es a quien el Señor se comunica en sueños, para advertirle salve a su hijo de la crueldad de Herodes; a él es a quien se declara el nombre que se debe dar a este divino Niño; en una palabra, Dios le trata siempre como el jefe de la Santa Familia. Ya veis, almas cristianas, cómo José es verdaderamente jefe de la Santa Familia, y cómo estuvo predestinado de toda la eternidad, y cómo, por consecuencia, manda en Jesús y María. Ahora bien, examinad atentamente, y ved si hay alguna cosa en la tierra que pueda compararse con esta sublime dignidad de José. Es verdad que el mundo mide el poder por los súbditos; pero no debemos imitarle, por el contrario, nosotros debemos medirle por la dignidad de los súbditos; ahora bien, bajo este título, para nosotros los cristianos y a los ojos de la fe, no hay diadema en el mundo, cualquiera que sea el título, número y calidad de los súbditos, cuyo brillo no quede oscurecido ante la sublime soberanía de José. Esta familia es pequeña, en cuanto al número; pero es sublime es, incomparablemente grande, por las personas que la componen, puesto que son las dos maravillas de la omnipotencia de Dios. Los reyes mandan a muchos millones de hombres, y José no manda más que a una madre y su hijo; pero esta Madre es María, y este hijo es Jesús.
Jesús y María, he aquí las dos personas a quienes manda José. Manda a Jesús, porque Jesús es verdaderamente el hijo de María su esposa, y también porque Jesús es su propio hijo, no por naturaleza, sino por ternura, adopción y por amor. José manda también a María, porque María es su esposa y que como tal, es su jefe según las Escrituras, y también porque Dios ha querido desde el principio del mundo que la mujer estuviera sometida al hombre. Pero si, como llevamos dicho, Jesús es el Rey de los reyes y María la Reina del cielo y de la tierra; si Jesús y María son, en una palabra, las dos maravillas de la omnipotencia divina, ¡comprended si podéis, almas cristianas, a qué gloria, a qué dignidad fue elevado San José como jefe de la Santa Familia!
Hemos dicho que la Santa Familia de la que José fue constituido jefe sobre la tierra, era una Trinidad que no era ni enteramente divina, ni enteramente humana, pero que participaba de ambas; y ved en efecto cómo estas tres augustas personas Jesús, María y José, nos representan admirablemente las perfecciones divinas y el amor indisoluble de las tres personas adorables de la Trinidad celestial y eterna.
Contemplemos en la Trinidad increada, unidad de esencia en tres personas Padre, Hijo y Espíritu Santo y en esta unión, una admirable identidad de pensamientos, existen entre ellas; y esto es lo que nos ha puesto en la grata obligación de trazar algunos rasgos de Jesús y María, al hablar de José que no podemos separar de ellos sin quitarle las más bellas flores de su corona.
Que esta consideración que acabamos de hacer, despierte fuertemente en nosotros, almas cristianas, la confianza que debemos tener en San José y los sentimientos de fe y de amor que debemos tener hacia la augusta Trinidad de la tierra. Rendid humildemente vuestros frecuentes homenajes a la adorable Trinidad en el cielo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; pero honrad también a la Trinidad santa que ha habitado entre nosotros en la tierra, a Jesús, María y José. Erigid en vuestro corazón una cuna a Jesús, a cuyo alrededor invitéis a María y a José; o mejor aún hacedle un templo con tres altares, o bien un monte de pureza, sobre el cual levantéis tres tabernáculos; el primero dedicado a Jesús; el segundo, a María, y el tercero, a José; y si queréis que establezcan en ellos su morada, adornad estos tabernáculos según el consejo del devoto San Bernardo, adornadlos de mortificación, de justicia y de piedad, de mortificación respecto de vosotros mismos, usando sobriamente de los bienes y placeres de la vida presente, de justicia para con el prójimo, dando a cada uno lo que se le debe, según su condición, y de piedad para con Dios, haciendo fervorosamente cuanto interesa a su gloria.
COLOQUIO
SAN JOSÉ: Acabas de meditar, hija mía, sobre el grande honor que Dios ha querido hacerme al designarme como jefe de la Santa Familia. Has visto que en el interior de nuestra habitación reinaba todo el orden, el trabajo, el recogimiento y la oración. ¡Oh! sí puedo decirte, porque fue cierto, que mi casa de Nazaret fue y será siempre el modelo de todas las familias cristianas. Pero, ¿sabes por qué éramos tan felices Jesús, María y yo, en medio de nuestra pobreza, nuestro destierro y nuestros trabajos? Pues bien; porque en todo y por todo nos resignábamos los tres a la santa voluntad de Dios; Jesús se resignaba con la voluntad de su Padre, y lo probó más adelante cuando dijo: «Padre mío, apartad de mí este cáliz; pero sobre todo, hágase vuestra voluntad y no la mía».
Jesús obedecía también a María y a mí; y se resignaba, él que era la verdad y la sabiduría increada, a someterse a nosotros dos, que éramos sus criaturas. María me obedecía; aunque muy superior a mí en méritos y en gracias, se resignaba a considerarme como a su jefe y señor. En cuanto a mí, hija mía, aunque jefe de la familia, sólo hacia la voluntad de Jesús y de María; y cuando llegó la hora de mi muerte, me resigné a dejar a Jesús y a María. ¡Oh, hija mía! La voluntad de Dios, en esto consiste la perfección del hombre. Cuanto más unido se está a la voluntad de Dios, mayor es el amor que se le tiene. Las mortificaciones, las meditaciones, las comuniones, las obras de caridad para con el prójimo agradan a Dios, pero es cuando se hacen en vista de su voluntad: si estas obras, por santas que sean, son obras del amor propio, las aborrece y castiga. Dios exige, hija mía, la sumisión de la voluntad humana a la suya; prefiere la obediencia al sacrificio, y su voluntad es la regla de las acciones del hombre y de todas las virtudes; ella lo santifica todo, hasta las acciones más indiferentes, con tal que se hagan por agradarle «La voluntad de Dios, dice el Apóstol, he aquí vuestra santificación».
EL ALMA: ¡Oh! bienaventurado padre mío, qué gran medio de salvación acabáis de indicarme; haciéndome conocer que la voluntad es el lazo de perfección.
SAN JOSÉ: Todos los santos, hija mía, no han tenido otro anhelo que el de hacer la voluntad de Dios, porque comprendían que en esto consiste la perfección. La dicha de los Ángeles en el Cielo consiste en ejecutar prontamente las órdenes de su Creador. Jesucristo enseña a los hombres a imitarle cuando les dice que pidan «se haga la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo». El Señor llama a David hombre según su corazón, porque estaba siempre pronto a cumplir la voluntad divina, como lo decía frecuentemente: «Mi corazón está pronto, ¡oh Dios mío! Enseñadme a hacer vuestra voluntad, porque sois mi Dios».
EL ALMA: Padre mío, se toma sincera y fácilmente la resolución de someterse a la voluntad divina; pero hay ocasiones en la vida en las que esta virtud es difícil de practicar.
SAN José: Sé, hija mía, que la mayor parte de los hombres se conforman de buen grado con la voluntad de Dios en la prosperidad; mas en cuanto el viento de la adversidad sopla sobre ellos, se rebelan y murmuran. Es una locura, porque sufren doblemente y sin ningún mérito, puesto que, ya se sometan o no, la voluntad de Dios se cumplirá siempre. «Que ese enfermo dé alaridos atormentado por sus dolores; que ese pobre, sumido en la miseria, se queje de Dios, que rabie, que blasfeme, ¿puede conseguir otra cosa que redoblar sus sufrimientos? ¡Oh! ¡Cuán grande es la locura de los que no quieren someterse a la voluntad de Dios! ¡De cuántos consuelos se privan y cuántos méritos pierden por su culpa!… Nadie ama a los hombres más que Dios; debes persuadirte que sólo obra por su bien, y que con frecuencia los acontecimientos que les parecen grandes desgracias, son favores especiales que Dio misericordioso les hace.
EL ALMA: ¡Ay glorioso Padre mío!, yo me digo con frecuencia estas verdades, pero me falta la paciencia; sólo he tenido pesares desde que estoy en el mundo, y por más medios que pongo, nada me sale bien.
SAN JOSÉ: Lo crees así, hija mía, porque quizás piensas demasiado, en tus intereses temporales y haces poco caso de los eternos; ahora bien, tu buen padre que te ama más que tú te amas a ti misma, te da lo que necesitas para llegará la bienaventuranza final. ¿Y dónde hallarás un amigo que cuide más de tus intereses que él? Ya se le compare al buen pastor que va a buscar la oveja extraviada; y a una madre que no puede olvidará su hijo; o a una gallina que ampara sus polluelos bajo las alas. ¿Y por qué no te entregas, hija mía, con entera confianza a la voluntad de este Padre misericordioso, de este poderoso protector? Gozarías entonces de una paz perpetua. El Apóstol San Pablo dice que todo contribuye al bienestar de los que aman a Dios, y tiene razón, porque los males más crueles de la vida, se vuelven en beneficio de los que los aceptan con sumisión, y el hombre se ve muchas veces obligado a confesar que lo mismo que le parecía el colmo de la desgracia, ha sido para él una fuente de prosperidad aún en este mundo.
RESOLUCIÓN: Resignarse en todas las cosas a la santa voluntad de Dios y no querer más que lo que Dios quiere. Elevar frecuentemente el corazón A Dios y decirle como el Profeta: «Mi corazón está pronto, Dios mío: Enseñadme a cumplir vuestra voluntad, porque sois mi Dios».
Hemos considerado las grandezas de San José como padre de Jesús y como esposo de María. Estas reflexiones han debido convencernos, sin duda, de la gran santidad de José y de la gran confianza que debemos tener en él. Pero no nos detengamos aquí, al contrario, vayamos más lejos y, consideremos hoy a San José bajo el punto de vista de otra de sus excelsas dignidades, es decir, como jefe de la Santa Familia que no fue enteramente divina ni enteramente humana, pero que participaba de ambas, por cuya razón se la llamó, con justo título, Trinidad de la tierra.
Escogida particularmente por Dios una de las naciones que habitaba la tierra para que fuera su pueblo predilecto, quiso tener entre este pueblo una familia, donde se cumpliera la grande obra que su sabiduría había resuelto en la eternidad, que el poder de su brazo debía ejecutar en la plenitud de los tiempos, y en la que debía manifestarse igualmente. ¿Pero quién formará esta familia privilegiada del Altísimo?… ¡Pues bien! Será José, serán Jesús y María las dos obras admirables de la omnipotencia divina: y será José el escogido para ser el jefe.
Sí, almas cristianas, José es, en efecto, a quien se dirigen los embajadores del Cielo; a él es a quien comunican los Ángeles las órdenes de Dios; a él es a quien el Señor se comunica en sueños, para advertirle salve a su hijo de la crueldad de Herodes; a él es a quien se declara el nombre que se debe dar a este divino Niño; en una palabra, Dios le trata siempre como el jefe de la Santa Familia. Ya veis, almas cristianas, cómo José es verdaderamente jefe de la Santa Familia, y cómo estuvo predestinado de toda la eternidad, y cómo, por consecuencia, manda en Jesús y María. Ahora bien, examinad atentamente, y ved si hay alguna cosa en la tierra que pueda compararse con esta sublime dignidad de José. Es verdad que el mundo mide el poder por los súbditos; pero no debemos imitarle, por el contrario, nosotros debemos medirle por la dignidad de los súbditos; ahora bien, bajo este título, para nosotros los cristianos y a los ojos de la fe, no hay diadema en el mundo, cualquiera que sea el título, número y calidad de los súbditos, cuyo brillo no quede oscurecido ante la sublime soberanía de José. Esta familia es pequeña, en cuanto al número; pero es sublime es, incomparablemente grande, por las personas que la componen, puesto que son las dos maravillas de la omnipotencia de Dios. Los reyes mandan a muchos millones de hombres, y José no manda más que a una madre y su hijo; pero esta Madre es María, y este hijo es Jesús.
Jesús y María, he aquí las dos personas a quienes manda José. Manda a Jesús, porque Jesús es verdaderamente el hijo de María su esposa, y también porque Jesús es su propio hijo, no por naturaleza, sino por ternura, adopción y por amor. José manda también a María, porque María es su esposa y que como tal, es su jefe según las Escrituras, y también porque Dios ha querido desde el principio del mundo que la mujer estuviera sometida al hombre. Pero si, como llevamos dicho, Jesús es el Rey de los reyes y María la Reina del cielo y de la tierra; si Jesús y María son, en una palabra, las dos maravillas de la omnipotencia divina, ¡comprended si podéis, almas cristianas, a qué gloria, a qué dignidad fue elevado San José como jefe de la Santa Familia!
Hemos dicho que la Santa Familia de la que José fue constituido jefe sobre la tierra, era una Trinidad que no era ni enteramente divina, ni enteramente humana, pero que participaba de ambas; y ved en efecto cómo estas tres augustas personas Jesús, María y José, nos representan admirablemente las perfecciones divinas y el amor indisoluble de las tres personas adorables de la Trinidad celestial y eterna.
Contemplemos en la Trinidad increada, unidad de esencia en tres personas Padre, Hijo y Espíritu Santo y en esta unión, una admirable identidad de pensamientos, existen entre ellas; y esto es lo que nos ha puesto en la grata obligación de trazar algunos rasgos de Jesús y María, al hablar de José que no podemos separar de ellos sin quitarle las más bellas flores de su corona.
Que esta consideración que acabamos de hacer, despierte fuertemente en nosotros, almas cristianas, la confianza que debemos tener en San José y los sentimientos de fe y de amor que debemos tener hacia la augusta Trinidad de la tierra. Rendid humildemente vuestros frecuentes homenajes a la adorable Trinidad en el cielo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; pero honrad también a la Trinidad santa que ha habitado entre nosotros en la tierra, a Jesús, María y José. Erigid en vuestro corazón una cuna a Jesús, a cuyo alrededor invitéis a María y a José; o mejor aún hacedle un templo con tres altares, o bien un monte de pureza, sobre el cual levantéis tres tabernáculos; el primero dedicado a Jesús; el segundo, a María, y el tercero, a José; y si queréis que establezcan en ellos su morada, adornad estos tabernáculos según el consejo del devoto San Bernardo, adornadlos de mortificación, de justicia y de piedad, de mortificación respecto de vosotros mismos, usando sobriamente de los bienes y placeres de la vida presente, de justicia para con el prójimo, dando a cada uno lo que se le debe, según su condición, y de piedad para con Dios, haciendo fervorosamente cuanto interesa a su gloria.
COLOQUIO
SAN JOSÉ: Acabas de meditar, hija mía, sobre el grande honor que Dios ha querido hacerme al designarme como jefe de la Santa Familia. Has visto que en el interior de nuestra habitación reinaba todo el orden, el trabajo, el recogimiento y la oración. ¡Oh! sí puedo decirte, porque fue cierto, que mi casa de Nazaret fue y será siempre el modelo de todas las familias cristianas. Pero, ¿sabes por qué éramos tan felices Jesús, María y yo, en medio de nuestra pobreza, nuestro destierro y nuestros trabajos? Pues bien; porque en todo y por todo nos resignábamos los tres a la santa voluntad de Dios; Jesús se resignaba con la voluntad de su Padre, y lo probó más adelante cuando dijo: «Padre mío, apartad de mí este cáliz; pero sobre todo, hágase vuestra voluntad y no la mía».
Jesús obedecía también a María y a mí; y se resignaba, él que era la verdad y la sabiduría increada, a someterse a nosotros dos, que éramos sus criaturas. María me obedecía; aunque muy superior a mí en méritos y en gracias, se resignaba a considerarme como a su jefe y señor. En cuanto a mí, hija mía, aunque jefe de la familia, sólo hacia la voluntad de Jesús y de María; y cuando llegó la hora de mi muerte, me resigné a dejar a Jesús y a María. ¡Oh, hija mía! La voluntad de Dios, en esto consiste la perfección del hombre. Cuanto más unido se está a la voluntad de Dios, mayor es el amor que se le tiene. Las mortificaciones, las meditaciones, las comuniones, las obras de caridad para con el prójimo agradan a Dios, pero es cuando se hacen en vista de su voluntad: si estas obras, por santas que sean, son obras del amor propio, las aborrece y castiga. Dios exige, hija mía, la sumisión de la voluntad humana a la suya; prefiere la obediencia al sacrificio, y su voluntad es la regla de las acciones del hombre y de todas las virtudes; ella lo santifica todo, hasta las acciones más indiferentes, con tal que se hagan por agradarle «La voluntad de Dios, dice el Apóstol, he aquí vuestra santificación».
EL ALMA: ¡Oh! bienaventurado padre mío, qué gran medio de salvación acabáis de indicarme; haciéndome conocer que la voluntad es el lazo de perfección.
SAN JOSÉ: Todos los santos, hija mía, no han tenido otro anhelo que el de hacer la voluntad de Dios, porque comprendían que en esto consiste la perfección. La dicha de los Ángeles en el Cielo consiste en ejecutar prontamente las órdenes de su Creador. Jesucristo enseña a los hombres a imitarle cuando les dice que pidan «se haga la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo». El Señor llama a David hombre según su corazón, porque estaba siempre pronto a cumplir la voluntad divina, como lo decía frecuentemente: «Mi corazón está pronto, ¡oh Dios mío! Enseñadme a hacer vuestra voluntad, porque sois mi Dios».
EL ALMA: Padre mío, se toma sincera y fácilmente la resolución de someterse a la voluntad divina; pero hay ocasiones en la vida en las que esta virtud es difícil de practicar.
SAN José: Sé, hija mía, que la mayor parte de los hombres se conforman de buen grado con la voluntad de Dios en la prosperidad; mas en cuanto el viento de la adversidad sopla sobre ellos, se rebelan y murmuran. Es una locura, porque sufren doblemente y sin ningún mérito, puesto que, ya se sometan o no, la voluntad de Dios se cumplirá siempre. «Que ese enfermo dé alaridos atormentado por sus dolores; que ese pobre, sumido en la miseria, se queje de Dios, que rabie, que blasfeme, ¿puede conseguir otra cosa que redoblar sus sufrimientos? ¡Oh! ¡Cuán grande es la locura de los que no quieren someterse a la voluntad de Dios! ¡De cuántos consuelos se privan y cuántos méritos pierden por su culpa!… Nadie ama a los hombres más que Dios; debes persuadirte que sólo obra por su bien, y que con frecuencia los acontecimientos que les parecen grandes desgracias, son favores especiales que Dio misericordioso les hace.
EL ALMA: ¡Ay glorioso Padre mío!, yo me digo con frecuencia estas verdades, pero me falta la paciencia; sólo he tenido pesares desde que estoy en el mundo, y por más medios que pongo, nada me sale bien.
SAN JOSÉ: Lo crees así, hija mía, porque quizás piensas demasiado, en tus intereses temporales y haces poco caso de los eternos; ahora bien, tu buen padre que te ama más que tú te amas a ti misma, te da lo que necesitas para llegará la bienaventuranza final. ¿Y dónde hallarás un amigo que cuide más de tus intereses que él? Ya se le compare al buen pastor que va a buscar la oveja extraviada; y a una madre que no puede olvidará su hijo; o a una gallina que ampara sus polluelos bajo las alas. ¿Y por qué no te entregas, hija mía, con entera confianza a la voluntad de este Padre misericordioso, de este poderoso protector? Gozarías entonces de una paz perpetua. El Apóstol San Pablo dice que todo contribuye al bienestar de los que aman a Dios, y tiene razón, porque los males más crueles de la vida, se vuelven en beneficio de los que los aceptan con sumisión, y el hombre se ve muchas veces obligado a confesar que lo mismo que le parecía el colmo de la desgracia, ha sido para él una fuente de prosperidad aún en este mundo.
RESOLUCIÓN: Resignarse en todas las cosas a la santa voluntad de Dios y no querer más que lo que Dios quiere. Elevar frecuentemente el corazón A Dios y decirle como el Profeta: «Mi corazón está pronto, Dios mío: Enseñadme a cumplir vuestra voluntad, porque sois mi Dios».
LETANÍAS DE SAN JOSÉ.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesucristo, tened piedad de nosotros.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesús, óyenos.
Jesús, acoge nuestras súplicas.
Padre celestial, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Hijo redentor del mundo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Espíritu Santo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Santísima Trinidad, un solo Dios, tened piedad de nosotros.
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, ruega por nosotros.
San José, nutricio del Verbo encarnado, ruega por nosotros.
San José, coadjutor del gran consejo, ruega por nosotros.
San José, hombre según el corazón de Dios, ruega por nosotros.
San José, fiel y prudente servidor, ruega por nosotros.
San José, custodio de la virginidad de María, ruega por nosotros.
San José, dotado de gracias superiores, ruega por nosotros.
San José, purísimo en virginidad, ruega por nosotros.
San José, profundísimo en humildad, ruega por nosotros.
San José, altísimo en contemplación, ruega por nosotros.
San José, ardientísimo en caridad, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis instruido divinamente en el misterio de la Encarnación, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis bajo vuestra protección y vuestra obediencia al Señor de los señores, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis durante tantos años la vida del mismo Dios por regla de la vuestra, ruega por nosotros.
San José, que vísteis con María, en las acciones de Jesús, tantos secretos ignorados de los duros hombres, ruega por nosotros.
San José, fidelísimo imitador del gran silencio de Jesús y María, ruega por nosotros.
San José, que fuísteis ignorado de los hombres y conocido sólo de Dios, ruega por nosotros.
San José, que ocupáis el primer puesto entre los Patriarcas, ruega por nosotros.
San José, que habeis muerto santamente en los brazos de Jesús y de María, ruega por nosotros.
San José, que anunciásteis la venida de Cristo a los limbos, ruega por nosotros.
San José, a quien se cree resucitado con Jesucristo, ruega por nosotros.
San José, que habeis sido recompensado en el Cielo con una gloria especialísima, ruega por nosotros.
San José, padre y consolador de los afligidos, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
Por vuestra infancia, escúchanos Jesús.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, acoge nuestros ruegos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le dísteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumision y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos tambíen con piedad filial, a fin de obtener por su intercesion, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le dísteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumision y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos tambíen con piedad filial, a fin de obtener por su intercesion, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
MEMORÁRE
Acordaos,
¡oh castísimo esposo de la Virgen María, San José, mi amable
protector!, que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha
invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan
quedado sin consuelo. Lleno de confianza en vuestro poder, llego a
vuestra presencia, y me recomiendo con fervor. ¡Ah! No desdeñéis mis
oraciones, oh vos, que habéis sido llamado padre del Redentor, sino
escuchadlas con benevolencia, y dignaos recibirlas favorablemente. Así
sea. (Trescientos días de indulgencias, una vez por día, aplicables a los difuntos. Breve de Nuestro Santo Padre el Papa León XIII).
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