jueves, 5 de marzo de 2020

MES DE MARZO EN HONOR A SAN JOSÉ - DÍA QUINTO

PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ
   
La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.
  
Los que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.
   
La esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes, entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del cristiano al amparo de San José.
   
Quienes deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones, es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.
  
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Oh, Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.
   
DÍA QUINTO — 5 DE MARZO
  
CATECISMO DE SAN JOSÉ
6. ¿Donde y en qué año vino San José al mundo?
En la parte montañosa de la Galilea, que en otro tiempo habitaba la tribu de Zabulón, existe una aldea pequeña y humilde, situada sobre una colina bastante alta, conocida con el nombre de Nazaret; aquí fue donde nació San José, en el primer año del reinado de César Augusto, según varios autores, cuya opinión es bien fundada; convienen en efecto, que este Santo tenía cerca de cuarenta años cuando se casó con la divina María; además el Martirologio romano expresa que Jesús nació a los cuarenta y dos años del reinado de Augusto. Si San José, siendo de Nazaret, patria también de la Santísima Virgen, y no de Belén, como dicen algunos escritores modernos, fue, en virtud del edicto de César Augusto, a Belén, con María su esposa, para hacerse inscribir en los registros públicos, era porque los dos esposos descendían de la raza de David, y esta ilustre familia era oriunda de Belén.
  
7. ¿Qué juicio formaremos del fenómeno maravilloso que apareció en el cielo el año del nacimiento de José?
Se ha dicho antes que San José nació el año del advenimiento al trono de César Augusto. Además, si hemos de creer a Plinio, Séneca y Suetonio, fue señalado este año por un fenómeno maravilloso que apareció en el cielo que estos historiadores atribuyeron a su emperador, pero que, no obstante, conviene mucho más a San José. El sol una mañana apareció coronado de estrellas, dispuestas en forma de espigas de trigo y rodeadas de un arco iris. ¿Era efecto natural o sobrenatural? No podemos decidir respecto de tal suceso; pero lo que se puede afirmar es, en uno y otro caso, que tal fenómeno debe más bien aplicarse a San José. En efecto, si fue un suceso natural, no impide ver en él un pronóstico, porque la Providencia nada hace de extraordinario sin tener superiores designios además; además, es de presumir; que este signo anunciase más bien el nacimiento de José que la elevación de Augusto, pues era mayor la importancia de este nacimiento que la venida de aquel emperador. ¿Era al contrario un suceso sobrenatural? Su aplicación, entonces, lleva más certidumbre, porque San José fue efectivamente para el mundo moral como el arco iris, que anunciaba a los hombres que pronto iba a aplacarse la cólera del Cielo. Su alma estaba adornada de una corona de virtudes, cuyas estrellas figuraban su fulgor, la misión llevaba por fin, la conservación del que la Iglesia llama «el grano de los escogidos, la delicia de los reyes, el pan que nutre las almas para la vida eterna».
  
SAN JOSÉ, HONRADO POR JESÚS.
Hemos considerado a San José en las dos meditaciones precedentes como honrado por los mayores santos, y por la augusta María; hoy, elevándonos más, consideraremos a este gran Patriarca honrado por el mismo Jesús; sí, almas cristianas, por Jesús, nuestro Salvador y Redentor; por Jesús, Rey de la gloria y señor de los señores; por Jesús, en fin, Dios como el Padre Eterno y eterno como él. Y como este Jesús es nuestro modelo y quiere que le imitemos, excitémonos en esta meditación a la mayor veneración hacia el glorioso San José, nuestro protector nuestro padre.

Si Jesús honra a San José, es, primero y especialmente, con el nombre de Padre que le da; en seguida con la dependencia en que se coloca respecto de él; y últimamente, con actos que son la expresión de su respeto. Decimos que Jesús dio a José el título de padre; ahora ben, ¡ved qué homenaje le rinde! Por este sólo título, le coloca por encima de los Ángeles, puesto que ninguno de ellos ha recibido un título tan excelente, y le reconoce corno representante de su Padre celestial. Le honra, pues, de un modo sublime por éste nombre, que no ha dado a criatura alguna y todavía parece glorificarle más con el estado de sujeción a que se somete respecto de él.

El hijo de Dios al hacerse hombre, hubiera podido bastarse y no necesitar auxilio de nadie en este mundo; pero no ha sido tal su designio; quiso participar de todas nuestras miserias, pasar por todas fases de nuestra existencia, reducirse al estado de cualquier otro niño débil, impotente, incapaz de defenderse, y pidiendo por consecuencia asistencia y protección. Considerémosle a su entrada en la vida colocándose en los brazos de San José, tomándole por apoyo, dueño y guía; confiándose a su prudencia y bondad y diciéndole: «Heme aquí, oh ni tierno Padre, confiado a vuestras manos. Si tengo frío, me calentareis; si tengo hambre, me alimentareis; si soy perseguido, me protegeréis. En todas las circunstancias me prodigareis vuestros cuidados, y yo, por mi parte, obrando como vuestro hijo, os tendré el respeto más afectuoso, y os tributaré la más perfecta obediencia». Pensemos que aquel en cuyos labios ponemos este lenguaje es el Verbo de Dios, que eleva cuanto toca, que convierte en sobrenatural, todo lo que se halla en relación con él, y preguntémonos qué, honor rinde a José, al someterle así su santa humanidad.

¡Oh santo Patriarca, cuánto os glorifica Jesús! El que no tiene igual os da autoridad sobre él; el Omnipotente se coloca bajo vuestra protección. ¡Ah! este es el caso de preguntarse qué es más admirable, si el abatimiento a que se reduce, a la elevación que a consecuencia de ese mismo abatimiento es, patrimonio vuestro… Sí, Jesús ha honrado a José por la dependencia en que se ha colocado respecto de él, por los actos de su respeto filial, y por su obediencia.

Este divino Salvador ha honrado igualmente a San José por su obediencia. ¡Con qué docilidad y prontitud ejecutaba sus mandatos, o mejor dicho, con cuánto celo prevenía hasta sus deseos! El Evangelio lo expresa de una manera formal con esta palabra, que es para San José el más bello título de nobleza: «Le estaba sometido».

¡Qué sublime espectáculo el de Jesús cumpliendo con la mayor exactitud la voluntad de su padre adoptivo! ¡Ah! sin duda que, penetrado de confusión a la vista del apresuramiento de su Señor y su Dios en hacer lo que le prescribía, no osaba mandarle, y por el contrario, le manifestaba que se consideraría más feliz con obedecerle; pero sin duda Jesús le haría entender que era necesario, a fin de cumplir toda justicia, que quería por este medio dar él mismo al mundo el ejemplo de la sumisión y de la obediencia y glorificar a Dios Padre, sujetándose al que le representaba para con él.

Así ya lo veis, almas cristianas, Jesús ha honrado grandemente a San José por la dependencia en que se colocó respecto de él. Pero, y ¿por qué razón ha querido obrar así? ¡Ah! aquí debemos confundirnos nuevamente y admirar la conducta del divino Salvador. Y en efecto, si Jesús honra a José, es porque le considera como el representante de su Padre celestial, y porque este santo Patriarca tiene sobre él por delegación, todos, los derechos de un padre sobre su hijo.

Si Jesús honra a José, es porque reconoce en él verdaderos rasgos de semejanza con Dios su Padre, y ve en su alma una imagen de aquel que adora y ama con una sumisión un amor infinitos.

Si Jesús ama a José, es por reconocimiento a los innumerables servicios que de él recibía, y por su abnegación por sus intereses y los de su santísima Madre.

Si Jesús honra a José, es también porque quiso dar a los hombres el ejemplo del respeto que deben a los que tienen autoridad sobre ellos, y además porque quería presentarle a nuestra veneración y establecer la devoción de que es objeto. Escuchemos, pues, almas cristianas, escuchemos a Jesús nuestro divino Maestro diciéndonos y señalándonos a José su padre adoptivo: «yo le he honrado, honradle también vosotros que sois mis discípulos; os he dado el ejemplo a fin de que pensando en lo que yo he hecho, hagáis también lo mismo».

Pero no tan sólo ha honrado Jesús a San José, sino que también le ha amado con amor, soberanamente grande. ¡Oh! sí amaba mucho a José; le amaba como un hijo el más cariñoso debe amar al más amable de los padres; le amaba como su padrino, puesto que José fue quien le dio en el acto de la circuncisión el nombre de Jesús; le amaba como su salvador, puesto que le había salvado la vida con riesgo de la suya, y había provisto con mil fatigas y mil privaciones a todas sus necesidades; le amaba como a un Ángel custodio, que siempre había velado por él con afectuosa solicitud; le amaba como a su maestro y director puesto que José le dirigía en todo; le amaba por sus admirables virtudes, su angélica pureza, su humildad, profunda y por su caridad ardiente y desinteresada, que le había llevado a exponer su propia vida por conservar la suya. Últimamente le amaba a causa de los grandes servicios que había prestado a María, asistiéndola en todos sus viajes, atendiendo a todas sus necesidades, y protegiendo su virginidad a la sombra de su casta unión con ella. Así es, que el divino Salvador encontraba en su Corazón todos los motivos de amar a José más que a los demás santos.

Pero el amor de Jesús no era estéril. Todos los testimonios de benevolencia y de ternura que ha concedido a sus mejores amigos, favorecieron a José en alto grado. Vemos que la Magdalena estaba muy contenta por haberle besado una vez los pies en casa de Simón; pero ¡cuántas veces nuestro santo Patriarca gozó del mismo favor cuando ayudaba a María a envolver el divino Niño! Llaman a San Juan el discípulo muy amado, por haber descansado la cabeza durante la cena sobre el Corazón de Jesús; ¡pero cuántas veces el divino Salvador gustó en sus primeros años un sueño delicioso sobre el seno tan puro de José! ¡Cuántas otras este bienaventurado padre en su ancianidad reposó sobre el corazón de este divino Niño! San Esteban mira a José de Arimatea como un hombre sumamente dichoso por haber tenido entre sus manos el cuerpo de Jesucristo cuando le bajaron de la cruz. San Paulino deseaba tener los labios bastante puros, para poder besar los pies del adorable Jesús. Pero en cuanto a vos, ¡oh glorioso San José!, vuestra dicha ha sido más pura; tuvisteis en vuestras manos este amable Salvador, no desfigurado por mil llagas crueles y cubierto con las sombras de la muerte, sino al contrario, lleno de encantos como el más bello de los hijos de los hombres. El Hijo de Dios, queriendo dar a sus discípulos un gran ejemplo de humildad, se humilló hasta lavarlos los pies… y José durante treinta años, recibió los servicios más afectuosos de Jesús, que se anticipaba a satisfacer sus deseos, le consolaba en sus trabajos y le seguía en todas sus empresas. Envidiamos la dicha de los Apóstoles que vivieron durante tres años íntimamente unidos al Salvador, y Jesús moró casi toda su vida con José y María, concentrando en ellos todo su amor y todos sus cuidados. Marta, María y Lázaro se llamaban amigos del divino Maestro, porque se dignó comer un día con ellos, y José vio durante treinta años sentado junto a él en su mesa al Hijo único de Dios, alimentándose con el fruto de su trabajo. Reconocemos que el Salvador no puede dar a los suyos mayores pruebas de amor, que cuando va Él mismo a consolarlos y asistirlos en su última hora, y José tuvo la dicha de expirar en los brazos de su amadísimo Hijo, que le cerró los ojos y que le prestó los últimos servicios con divina ternura.

Así que, ya lo veis, almas cristianas, Jesús ha honrado y amado a San José de un modo inexplicable para el lenguaje humano. ¿Podremos después de semejante ejemplo permanecer indiferentes, o no ver en José más que un Santo ordinario? ¡Oh!, no ciertamente. Debemos estar convencidos por el contrario, de que este santo Patriarca es, después de la divina María, el mayor de todos los Santos, y puesto que Jesús y María han querido honrarle en grado eminente, debemos también rendirle todos los homenajes de que somos capaces. Honremos, pues, almas cristianas, honremos a San José con un culto particular, y no solo debemos honrarle, sino también hagámosle honrar por el mayor número de cristianos que podamos; hablemos frecuentemente de este gran Santo; repitamos con frecuencia su nombre; propaguemos cuanto podamos los piadosos ejercicios del mes de Mazo, de este mes que le está especialmente consagrado ¡Oh! ¡Con cuánto placer verán Jesús y María el celo con que nos interesamos por la gloria de José, y qué de preciosas gracias nos concederán en recompensa! ¡Oh! ¡Cuántas gracias también nos obtendrá el bienaventurado José para adelantar en la virtud y llegar felizmente a la patria celestial!

COLOQUIO
SAN JOSÉ: Veo, hija mía, los sentimientos que acaba de producir en ti la consideración que acabas de hacer sobre el honor que Jesús me tributó en la tierra. Veo tu asombro, tu admiración, y me congratulo por ello. Digo que me congratulo, porque cuando las grandes verdades de la fe conmueven fuertemente un corazón, es una prueba de que no está aún estragado ni adormecido, y que cederá fácilmente a las inspiraciones de la gracia.

EL ALMA Y cómo, ¡oh mi glorioso Padre!, no había de admirarme a la vista de semejantes prodigios Jesús que es Hijo de Dios y Dios él mismo, quiere someterse a vos que fuisteis creado por sus manos. ¡Jesús, a quien es debido todo honor y toda gloria, quiere respetaros y honraros él mismo Dios que es tan celoso de su gloria, y que ha declarado que a nadie la cedería, quiere daros una parte, y una parte muy principal!; ¿no es esto más que suficiente para confundir las ideas humanas? ¡Oh sí, mi buen padre!, estoy admirada, y no sé qué admirar más, si la gran bondad de Jesús para con vos, o su grande humildad.

SAN José: Es cierto, hija mía, Jesús por el gran honor que quiso rendirme sobre la tierra, ha dado desde luego una prueba de su gran bondad para conmigo, y además un ejemplo de la más profunda humildad, porque en fin, yo no era en la tierra más que un simple mortal como tú, y una criatura salida de las manos de Dios, y él era el Dios fuerte, el admirable, el omnipotente, el creador del cielo y de la tierra. Pero no creas, hija mía, que yo soy el único a quien Jesús ha hecho tantos honores; tú también has sido honrada por Jesús en alto grado. Yo cuando estaba aún en la tierra, y recibía tantas distinciones de Jesús, hacía los mayores esfuerzos para corresponderle dignamente. Si correspondí cual debía, no puedo decirlo; pero de todos modos estoy ahora en el cielo, estoy de nuevo con Jesús y María, gozo en fin de una dicha sin igual, y que nunca tendrá fin. Pero tú, hija mía, estás aún en la tierra, en el lugar de destierro, no has llegado aún al fin para que has sido creada, que es el Cielo; preciso es que combatas, preciso que correspondas a todo lo que Jesús ha hecho por ti. Déjame, pues, hija mía, como lo hice ayer con respecto a María, manifestarte hoy el honor sublime que has recibido de Jesús, a fin de que, convencida del honor de que has sido objeto, te esfuerces cuanto puedas para ser agradecida y devolverá Jesús lo que le debes.

EL ALMA: ¡Oh sí, glorioso padre mío, habladme de lo que Jesús ha hecho por nosotros y hacédmelo comprender bien; pero sobre todo grabadlo fuertemente en mí… a fin de que nunca lo olvide!

SAN JOSÉ: Tú sabes, hija mía, que Jesús bajó del Cielo a la tierra para rescatar a los hombres del pecado y del Infierno, y abrirles las puertas del Cielo que habían perdido para siempre; pero ¿por qué Jesús quiso obrar así con los hombres? ¿Acaso la tierra deseaba su venida? ¡Oh! no, puesto que todos los hombres se entregaban a la idolatría, y que sólo existía el pueblo judío que, por el conocimiento de sus libros, sabía que el Mesías debía llegar; y aun este pueblo cuántas veces se entregó a la idolatría ¿Sabía Jesús que sería bien recibido? ¡Oh! no, puesto que los suyos no quisieron reconocerle, y apenas estuvo en la tierra cuando trataron de matarlo y sólo debió su salvación a la fuga. ¿Acaso porque debía llevar una vida agradable, y alegre como hombre? ¡Oh! mucho menos, puesto que su Padre le propuso la alegría para salvar el mundo, y Él mismo escogió el sufrimiento; quiso nacer de padres pobres, como lo éramos María y yo, y trabajó conmigo para ganar su pan con el sudor de su frente. ¿Acaso porque los hombres le agradecieran su amor por ellos? ¡Oh! mucho menos, porque mira cuántas ingratitudes experimenta, puesto que si hay aún en la tierra muchos Santos y muchas almas piadosas, ¡cuántos pecadores, cuántos hay también que le desconocen! ¡Cuántos que blasfeman sus santo nombre, y que desdeñan o desprecian sus beneficios! Así, pues, hija mía, si Jesús dejó el seno de su Padre donde se contemplaba y se amaba, si bajó del Cielo a la tierra para padecer y morir, si ha abierto a los hombres el Cielo que les estaba cerrado para siempre, fue por efecto de su gran bondad para con los hombres.

Hija mía, Jesús ha hecho cuatro cosas grandes por ti. Ha dejado el seno de su padre para bajar a la tierra, subió por ti el Calvario, instituyó el sacramento de la Eucaristía, y resucitó. Examina ahora cuán grande es el amor de Jesús para contigo, y cuán grande el honor que te ha hecho. Por su Encarnación Jesús se convierte en hermano tuyo, y hermano mayor; Él mismo te da este nombre, id, dice a Magdalena cuando se la apareció después de su resurrección, id a buscar a mis hermanos, y decidles que yo subo hacia mi Padre que es también su Padre, hacia mi Dios, que es también su Dios, y para que no creas que esta palabra de hermanos se dirigía solamente a sus Apóstoles, lee al Apóstol San Pablo y verás que con esta palabra de hermanos no sólo habla de sus discípulos y de todos los justos que son hermanos por la gracia y el espíritu de adopción, sino también de todos los hombres por haber tomado su naturaleza y ser hijo de Adán como ellos.

Por su muerte Jesús es tu libertador. Condenada en efecto por el pecado de Adán, necesitabas un rescate y este rescate le ofreció a su Padre sacrificándose por ti. Necesitabas un intercesor para con Dios Padre, y Él ejerce este oficio, por ti.

Por el Sacramento de la Eucaristía puedes confundirte con Jesús, convertirte en él. Yo, hija mía, tuve la dicha de llevar a Jesús en mis brazos, de estrecharle contra mi corazón, pero tú eres más feliz, puedes recibirle dentro de ti y confundirte con él. Finalmente, por su resurrección, Jesús te ha dado el derecho de resucitar también un día, y con las mismas condiciones, es decir, con un cuerpo glorioso, y ¿sabes lo que te valdrá esa resurrección? Lee las Santas Escrituras y verás que Jesús te recompensa con una dicha infinita si le eres fiel, que Jesús proclamará tu nombre en el Cielo en presencia de su Padre y de sus Ángeles, si tú le proclamas sobre la tierra; que Jesús, en fin, si sigues sus huellas, te sentará a su mesa y te dará participación en su trono, como él ha dividido el trono de su Padre (Apoc. 3 y 4).

¡Ah! hace muy poco, hija mía, te admirabas del honor que Jesús me había hecho en la tierra; considera ahora el que te ha hecho Jesús llamándote hermana suya, muriendo por ti y llamándote a participar de su trono. ¡Oh! sí, admira lo que Jesús ha hecho por mí, pero bendice también a Jesús por lo que ha hecho por ti, y dile con el apóstol San Pablo: Pero ¿qué es el hombre, Señor, para que os acordéis de él, o el hijo del hombre para que os dignéis visitarle? Le habéis hecho en cierto modo superior a los Ángeles, le habéis coronado de gloria y honor, y le habéis establecido sobre todas las obras de vuestra mano (Heb. 11, 16, 17).

RESOLUCIÓN: Meditar frecuentemente sobre el amor de Jesús a los hombres, y pedirle, por la intercesión de San José, que nos conceda la gracia de corresponder lo más dignamente posible a todos sus beneficios.
   
LETANÍAS DE SAN JOSÉ.
  
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesucristo, tened piedad de nosotros.
Señor, tened piedad de nosotros.
  
Jesús, óyenos.
Jesús, acoge nuestras súplicas.
  
Padre celestial, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Hijo redentor del mundo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Espíritu Santo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Santísima Trinidad, un solo Dios, tened piedad de nosotros.
   
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, ruega por nosotros.
San José, nutricio del Verbo encarnado, ruega por nosotros.
San José, coadjutor del gran consejo, ruega por nosotros.
San José, hombre según el corazón de Dios, ruega por nosotros.
San José, fiel y prudente servidor, ruega por nosotros.
San José, custodio de la virginidad de María, ruega por nosotros.
San José, dotado de gracias superiores, ruega por nosotros.
San José, purísimo en virginidad, ruega por nosotros.
San José, profundísimo en humildad, ruega por nosotros.
San José, altísimo en contemplación, ruega por nosotros.
San José, ardientísimo en caridad, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis instruido divinamente en el misterio de la Encarnación, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis bajo vuestra protección y vuestra obediencia al Señor de los señores, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis durante tantos años la vida del mismo Dios por regla de la vuestra, ruega por nosotros.
San José, que vísteis con María, en las acciones de Jesús, tantos secretos ignorados de los duros hombres, ruega por nosotros.
San José, fidelísimo imitador del gran silencio de Jesús y María, ruega por nosotros.
San José, que fuísteis ignorado de los hombres y conocido sólo de Dios, ruega por nosotros.
San José, que ocupáis el primer puesto entre los Patriarcas, ruega por nosotros.
San José, que habeis muerto santamente en los brazos de Jesús y de María, ruega por nosotros.
San José, que anunciásteis la venida de Cristo a los limbos, ruega por nosotros.
San José, a quien se cree resucitado con Jesucristo, ruega por nosotros.
San José, que habeis sido recompensado en el Cielo con una gloria especialísima, ruega por nosotros.
San José, padre y consolador de los afligidos, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
  
Por vuestra infancia, escúchanos Jesús.
  
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, acoge nuestros ruegos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.

℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.

ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le dísteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumision y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos tambíen con piedad filial, a fin de obtener por su intercesion, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.

¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
   
MEMORÁRE
Acordaos, ¡oh castísimo esposo de la Virgen María, San José, mi amable protector!, que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado  sin consuelo. Lleno de confianza en vuestro poder, llego a vuestra presencia, y me recomiendo con fervor. ¡Ah! No desdeñéis mis oraciones, oh vos, que ha­béis sido llamado padre del Redentor, sino escu­chadlas con benevolencia, y dignaos recibirlas favo­rablemente. Así sea. (Trescientos días de indulgencias, una vez por día, apli­cables a los difuntos. Breve de Nuestro Santo Padre el Papa León XIII).

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