martes, 17 de marzo de 2020

MES DE MARZO EN HONOR A SAN JOSÉ - DÍA DECIMOSÉPTIMO

   
PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ
   
La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.
  
Los que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.
   
La esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes, entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del cristiano al amparo de San José.
   
Quienes deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones, es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.
  
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Oh, Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.
   
DÍA DÉCIMOSÉPTIMO — 17 DE MARZO
  
CATECISMO DE SAN JOSÉ
21- ¿San José puede ser verdaderamente llamado el padre de Jesucristo?
Aunque la concepción milagrosa de Jesucristo fue por obra del Espíritu Santo, no obstante, diremos que José era verdaderamente el padre del Salvador, y esto por muchas razones. La primera, porque el Padre Eterno había cedido en la tierra todos sus derechos a José sobre su Hijo único; siendo por tanto José quien le impuso el nombre de Jesús, quien le circuncidó, quien le presentó en el Templo y le condujo todos los años a Jerusalén. La segunda, porque le preservó del furor de Herodes conduciéndole a Egipto; le llevó a Nazaret para evitar la crueldad de Arquelao, que durante tres días le buscó después de haberle perdido; José es quien le alimenta, quien le cuida, quien le alberga, quien le ama con todo su corazón de verdadero padre. La tercera es que José era verdaderamente esposo de María: María debe pertenecerle en toda propiedad, y por consiguiente, también el niño que dio a luz, en virtud del derecho que lo que está plantado o nace sobre el terreno de otro, pertenece a su dueño. Ved aquí el razonamiento de San Francisco de Sales: «Si una paloma, dice con sublime sencillez este gran Santo, llevando en su pico un dátil, le deja caer en un jardín en el que nace una palma, ¿no se dirá que esta palma pertenece al dueño del jardín? Luego Jesús, divina palma cuyos frutos deliciosos alimentan al mundo entero, pertenece a José, porque sembrado por el Espíritu Santo, ha germinado en el seno de María, jardín cerrado del que José era dueño».

22- ¿Qué dote llevó María a San José con motivo de su matrimonio?
María a pesar de no ser rica, llevó algunos bienes que había heredado de sus padres. Sus primeros cuidados a su llegada a Nazaret, fueron, según María de Ágreda, a tomar las disposiciones que creyó más convenientes. De acuerdo con su esposo, hizo tres partes de todo cuanto poseía, en la forma siguiente: una que fue ofrecida al templo, otra distribuida a los pobres, y la tercera que entregó a San José para que la empleara en las necesidades comunes. El dote temporal de María no fue brillante, según el mundo, pero entregó a San José bienes inapreciables en el orden espiritual. Estos bienes eran, en resumen, primero, un inmenso tesoro de gracias divinas; segundo, la afluencia de bienes celestiales; y tercero, el imperio de todo el universo, porque Dios, por toda la eternidad, erigió a María en soberana del mundo: es lo que la Iglesia nos enseña, atribuyendo a María ciertos pasajes del libro de la Sabiduría, en los cuales Salomón estableció su soberanía.
         
SAN JOSÉ, PATRONO DE LAS COMUNIDADES RELIGIOSAS.
San José tuvo la felicidad de pasar treinta años de su vida en la más íntima unión con Aquel en quien están encerrados todos los tesoros de la sagrada sabiduría. Los rasgos de este divino Niño se imprimían profundamente cada día en su alma ya tan pura y tan bien preparada, y el Corazón de Jesús aquel perfecto ejemplo de todas las virtudes, comunicaba sin cesar al de José sus sentimientos, sus disposiciones y sus divinos ardores. Aunque la Escritura dice muy poco de las acciones de San José, ofrece poca dificultad a una alma contemplativa conocer, a causa de ese mismo silencio, que la vida de aquel gran Patriarca fue santificada por el ejercicio de las más sublimes virtudes. Pero nosotros nos limitaremos a meditar las virtudes fundamentales en que reposa la vida religiosa: la castidad, la pobreza y la obediencia.
   
Modelo de religiosos y religiosas, su casa fue el monasterio más santo que haya existido jamás, y él mismo siendo una especie de superior de las vírgenes de que su familia se hallaba compuesta, vivió en la práctica de la castidad, de la pobreza y de la obediencia más exacta, y en un retiro, una súplica y un silencio continuos. Y desde luego, ¡qué hermosa y admirable fue su castidad! ¡Perdonadme, Señor, si me atrevo a decir que los espíritus vírgenes que componen vuestra corte celestial no poseyeron jamás una pureza tan noble, tan gloriosa, tan útil, tan admirable como la de aquel hombre virgen sobre el cual os reposabais con delicia! En las inteligencias celestes la castidad es solamente una cualidad natural, pero en José es el efecto de una gracia privilegiada; es necesaria y sin mérito en los ángeles, pero voluntaria, sin ejemplo y digna de una recompensa entera en el santo Esposo de María; los espíritus la conservan en una subsistencia impasible y José la hace triunfar en una carne frágil y sujeta a la corrupción; ella no posee más que el espíritu de los ángeles mientras que es la bella y blanca virtud del alma y del cuerpo purísimo de José. La virginidad de este santo Patriarca era, pues necesaria para el cumplimiento del misterio de la Encarnación tal cual había sido concebido en el Cielo.
   
El Hijo de Dios puede decir: «Sólo hay dos vírgenes en el mundo a quienes soy deudor de mi vida: a mi madre en la que tomé un nacimiento purísimo y enteramente divino, y a José que permaneció virgen para no impedir este milagro de gracia».

María puede decir a su vez: «No hay más que un Dios y un hombre a quienes debo el honor de mi maternidad divina: a mi Hijo que me escogió por madre y a mi casto esposo que es el guardián de mi virginidad, sin la cual nunca hubiera sido madre de Dios».

Unos labios mortales no sabrían expresar cuáles debieron ser la santidad y la inocencia del que fue escogido entre todos los hombres para ser el esposo y guarda de la más pura y santa de las criaturas, y cuánto más se embelleció su corazón por su unión con esta Virgen inmaculada.

José es quien, de concierto con su augusta esposa, han levantado el estandarte de la virginidad perpetua, bajo el cual ha venido a filiarse tropas innumerables de almas privilegiadas que, teniendo su corazón más grande que el mundo, han llevado sobre la tierra una vida angélica. Así que tiene una gracia particular para socorrernos contra las tentaciones de la carne, y su nombre invocado con confianza lleva consigo, como el de María, la idea, la impresión, el amor de la pureza y de la inocencia enteramente divina del Salvador Niño y de la integridad de la Reina de las vírgenes. María encontró en José un celoso defensor del glorioso privilegio de su virginidad contra el hálito emponzoñado de las herejías que se esforzaban por mancharla: «Promptíssimus defénsor. contra derogántes virginitáti meae», dice María misma a Santa Brígida.

Almas piadosas, bajo la protección de José tendréis la dicha de conservar una virtud que constituye el más bello ornamento de la vida religiosa. A las vírgenes es a quienes Dios promete el céntuplo en esta vida y la gloria eterna en la otra. ¡Feliz el alma a quien da Dios esta santa vocación! Que las personas a las que no se ha concedido esta dicha, se acerquen en cuanto sea posible a la virginidad guardando fielmente la castidad conveniente a su estado.

Si recordamos que uno de los principales efectos de la santa humanidad de Jesucristo es purificar, santificar, divinizar en cierto modo, no solamente nuestras almas sino también nuestros cuerpos; que es en particular el principal efecto propio de la adorable Eucaristía; pensamos que el que tantas veces ha tocado con sus manos el Verbo hecho carne, mientras que le besaba más estrechamente por su fe y por su amor, como no haya sido santificado, espiritualizado, trasformado por decirlo así, por su divina palabra.

Nunca podremos admirar bastante la eminente pureza del corazón de José, esa incorruptibilidad de su alma, esa virginidad interior, ese perfecto desprendimiento de un espíritu enteramente purificado, esa sublime virtud que une al hombre íntimamente con Dios, que le familiariza con él, que le asemeja a él en cuanto puede asemejarse la humana naturaleza, que no deja en el alma más que inclinaciones virtuosas, impresiones divinas, pensamientos celestiales; esta delicadeza del corazón que no sufre el menor átomo que pueda ofender lo más mínimo los ojos de Dios.

San José amó y practicó la pobreza evangélica que debía servir de modelo a los religiosos. Fue pobre de espíritu y de corazón, sufrió las incomodidades de su pobreza sin quejarse; reducido a ganar su vida y la de su santa familia, se consideraba muy feliz con dividir con María la pobreza de Jesús que, poseyendo todas las riquezas, se hizo pobre por amor a nosotros; a su ejemplo, quiso vivir y morir pobre.

La obediencia de San José no es menos digna de nuestra admiración. Toda la santidad de este gran servidor de Dios tuvo por base la obediencia, y su vida fue, por decirlo así, una práctica continua de esta virtud. Obedece, sin murmurar al decreto de un emperador idólatra, que le obliga a dirigirse a Belén; acompaña a María al templo, cuando por cumplir con la ley, va a purificarse como una mujer ordinaria y a consagrar su Hijo al Señor. Obedece sin demora una orden del Cielo más rigorosa y más severa.

Después de su vuelta de Jerusalén, moraba tranquilamente en Nazaret con María. En el Paraíso no hay más delicias que en aquella santa casa; Jesús era el lazo que unía aquellos corazones y su amor común; vivían felices en su presencia como si estuvieran ya en el Cielo; pero he aquí una prueba que les manifiesta bien que están aún en la tierra. En medio de la noche, mientras las tres augustas personas que componían la santa familia dormían, un ángel del Señor aparece en sueños a José y le dice que salve por una fuga precipitada la vida del santo Niño. Obedece al instante sin murmurar y sin demora.

Así José es, después de María, el más admirable modelo que pueden proponerse imitar las personas consagradas a Dios en la religión. En efecto, es seguro que ningún fundador de orden ha dejado en lo que concierne a los votos religiosos de imitar ejemplos tan perfectos como nuestro Santo, puesto que ha sido un maestro excelente de castidad, de pobreza y de obediencia. En la pobre casa de Nazaret se veía el modelo más perfecto de la vida activa y contemplativa.

Muchas casas regulares, como lo demuestran hechos auténticos, han experimentado la eficacia de la protección de San José, sea para reclutarse cuando faltaban individuos, ya para sostenerse en épocas de escasez. Las comunidades religiosas serán siempre queridas de un santo, feliz con ver retratar fielmente la vida que Jesús llevo durante treinta años en Nazaret, en la oscuridad y bajo el yugo de la obediencia. ¡Glorioso San José, modelo de desprendimiento y de obediencia religiosa! ¡Oh! Vos que estáis coronado de lirios de la más pura virginidad; incomparable José, hemos aprendido ya de la divina Sabiduría, que nadie por sus propias fuerzas puede seguiros en esa gloriosa carrera; pero sabemos al mismo tiempo que este don precioso no puede negarse a aquellos por quien os dignáis pedir. Obtenednos, pues, una tan perfecta pureza de corazón, de espíritu y de cuerpo, para que participemos de la beatitud de aquellos de quienes se ha dicho: «Bienaventurados los que tienen puro el corazón, porque ellos verán a Dios».
   
COLOQUIO
SAN JOSÉ: Todas las almas que aman a Dios, deben amar la soledad, hija mía, a fin de comunicarse más fácilmente con él, Dios no habla en medio del ruido de los negocios mundanos, porque no sería oído. Por consecuencia, los que no aman la soledad no pueden oír la voz de Dios.
  
EL ALMA: Padre mío, ¿qué entendéis por la voz de Dios?

SAN JOSÉ: La voz de Dios son las inspiraciones santas, los pensamientos e invitaciones con que nos consuela, guía, alegra y abrasa el corazón en el amor divino.

EL ALMA: ¿Pues qué no habla Dios a todos los que le buscan?

SAN JOSÉ: Sí, hija mía; Dios habla a todos los que le buscan; ¿pero puede decirse que buscan a Dios aquellos cuyo espíritu y corazón están siempre ocupados con los placeres o con los negocios, y que viven continuamente en medio de la agitación del mundo? Dios no estaba en la agitación cuando pasó delante de Elías en el monte Horeb (III Reyes, XIX, 11), sino en un céfiro tan suave que casi no se le percibía. Por tanto, lejos del ruido y del mundo es donde se le encuentra. En otro tiempo dijo a Oseas: «Conduciré el hombre a la soledad y hablaré al corazón». Cuando quiere atraer un alma así, la conduce lejos de las intrigas del mundo y del trato de los hombres; allí le dice palabras de fuego que la dilatan y trasforman, y entonces el alma se encuentran dispuesta a hacer todo lo que el Señor le exige.

EL ALMA: Según eso, ¿es una gran ventaja hacer los ejercicios en la soledad, pues que hacen adelantar al alma en la perfección del amor divino?

SAN JOSÉ: Sí, hija mía: esas ventajas son grandes, inmensas; y para comprenderlas acuérdate que la meditación de las verdades eternas, es indispensable a quien quiere trabajar con eficacia en su salvación. En efecto, si consideras el tiempo que Dios te concede para ganar el cielo, la obligación que tienes de amar a Dios sobre todas las cosas, la muerte, el juicio, la eternidad de las penas del infierno y las delicias eternas del Paraíso, no podrás permanecer indiferente a tan gran negocio, el único importante para ti. Todas las verdades no se ven con los ojos de la carne, sino con los ojos del alma. Sólo Dios puede hacerlas gustar por la unción de su gracia y por su palabra interior; pero, ¿cómo podrás oírle en medio de tus parientes, de tus negocios, de los negocios domésticos, que absorben todas tus facultades? Por esto es por lo que los santos han dejado su patria y familia, y han ido a encerrarse en alguna gruta del desierto, o en la celda de algún convento. San Bernardo decía que había conocido mejor a Dios entre las hayas y las encinas de los bosques, que en todos los libros científicos que había estudiado. El venerable padre Vicente Carafa decía que si hubiese podido desear alguna cosa en la tierra, hubiera sido una cueva, un poco de pan y un libro espiritual, para vivir lejos de los hombres y tratar sólo con Dios. Y con efecto, se conservan tan fácilmente la virtud en la soledad, como se pierde en las conversaciones del mundo, porque el objeto de ellas ordinariamente son los bienes temporales y cosas extrañas completamente a la eternidad.
 
EL ALMA: Entonces, padre mío, para encontrar la santidad, ¿será necesario retirarse a un desierto? Sin embargo, la mayor parte de los hombres se hallan en el mundo sin poder retirarse; ¿deberán renunciar a su salvación?

SAN JOSÉ: Hija mía, para encontrar la soledad no es necesario retirarse a un desierto: puedes hallarla en tu casa, en todas partes donde te llame tu deber. Recógete en tú misma; ponte de cuando en cuando en presencia de Dios ofreciéndole tus acciones, tus alegrías, tus penas, y encomiéndate a Él. Evita las conversaciones y las visitas inútiles, y practica con fidelidad y amor los deberes del estado en que la Providencia te ha colocado. El que valiéndose del pretexto de unirse a Dios descuidase sus deberes y pasase los días en una muelle ociosidad, se hará culpable a sus ojos. Separa tu corazón y tu espíritu de las cosas terrenas y te hallarás en la soledad aunque estés en medio del mundo.

EL ALMA: Lo concibo bien, Padre mío. Pero la soledad en el mundo es mucho más difícil de conseguir que la de los religiosos; estos no son distraídos en sus santos pensamientos, y un alma obligada a vivir retirada en el mundo, no puede conseguirlo sin hacerse violencias continuas.

SAN JOSÉ: También la palma eterna de la victoria está prometida a los que más se violentan. Pero no te desanimes por eso; la gracia endulzará esos combates, y cada día te serán menos penosos. Además, si tus obligaciones te lo permiten, retírate todos los años para pasar algunos días en la soledad a fin de limpiar tu alma y purificarla de las manchas que puedas haberla echado en tu trato con el mundo; para renovar tu resolución y adquirir la fuerza necesaria para resistir las tentaciones que rodean al hombre por todas partes. Con estas precauciones participarás de las ventajas de las personas que por su estado disfrutan las dulzuras de la soledad, y trabajarás con suma eficacia en su salvación.
     
RESOLUCIÓN: Apartarse a menudo del ruido del mundo y escuchar la voz de Dios. Hacer cada mes un día de ejercicios.
   
LETANÍAS DE SAN JOSÉ.
  
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesucristo, tened piedad de nosotros.
Señor, tened piedad de nosotros.
  
Jesús, óyenos.
Jesús, acoge nuestras súplicas.
  
Padre celestial, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Hijo redentor del mundo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Espíritu Santo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Santísima Trinidad, un solo Dios, tened piedad de nosotros.
   
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, ruega por nosotros.
San José, nutricio del Verbo encarnado, ruega por nosotros.
San José, coadjutor del gran consejo, ruega por nosotros.
San José, hombre según el corazón de Dios, ruega por nosotros.
San José, fiel y prudente servidor, ruega por nosotros.
San José, custodio de la virginidad de María, ruega por nosotros.
San José, dotado de gracias superiores, ruega por nosotros.
San José, purísimo en virginidad, ruega por nosotros.
San José, profundísimo en humildad, ruega por nosotros.
San José, altísimo en contemplación, ruega por nosotros.
San José, ardientísimo en caridad, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis instruido divinamente en el misterio de la Encarnación, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis bajo vuestra protección y vuestra obediencia al Señor de los señores, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis durante tantos años la vida del mismo Dios por regla de la vuestra, ruega por nosotros.
San José, que vísteis con María, en las acciones de Jesús, tantos secretos ignorados de los duros hombres, ruega por nosotros.
San José, fidelísimo imitador del gran silencio de Jesús y María, ruega por nosotros.
San José, que fuísteis ignorado de los hombres y conocido sólo de Dios, ruega por nosotros.
San José, que ocupáis el primer puesto entre los Patriarcas, ruega por nosotros.
San José, que habeis muerto santamente en los brazos de Jesús y de María, ruega por nosotros.
San José, que anunciásteis la venida de Cristo a los limbos, ruega por nosotros.
San José, a quien se cree resucitado con Jesucristo, ruega por nosotros.
San José, que habeis sido recompensado en el Cielo con una gloria especialísima, ruega por nosotros.
San José, padre y consolador de los afligidos, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
  
Por vuestra infancia, escúchanos Jesús.
  
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, acoge nuestros ruegos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.

℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.

ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le dísteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumision y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos tambíen con piedad filial, a fin de obtener por su intercesion, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.

¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
   
MEMORÁRE
Acordaos, ¡oh castísimo esposo de la Virgen María, San José, mi amable protector!, que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado  sin consuelo. Lleno de confianza en vuestro poder, llego a vuestra presencia, y me recomiendo con fervor. ¡Ah! No desdeñéis mis oraciones, oh vos, que ha­béis sido llamado padre del Redentor, sino escu­chadlas con benevolencia, y dignaos recibirlas favo­rablemente. Así sea. (Trescientos días de indulgencias, una vez por día, apli­cables a los difuntos. Breve de Nuestro Santo Padre el Papa León XIII).

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