PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ
La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.
Los
que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y
verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus
esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta
alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.
La
esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación
de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al
benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que
se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes,
entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del
cristiano al amparo de San José.
Quienes
deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de
Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que
frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y
humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la
laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones,
es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se
ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o
implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Oh,
Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido
contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra
misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del
Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me
concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de
haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar
el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.
DÍA VIGÉSIMOTERCERO — 23 DE MARZO
CATECISMO DE SAN JOSÉ
28- ¿Porque se refugió José en Egipto?
Herodes engañado por los magos y temiendo que el Niño que iban a adorar fuese un día el que le echara de su trono, dio orden de asesinar a todos los niños de menos de dos años que se hallaran en Belén y sus alrededores, creyendo que por estas medidas, el niño que había nacido y que le habían dicho que era el Mesías, seria incluido en el asesinato, y no escaparía a su venganza.
Pero el Cielo velaba por su conservación y mientras que Herodes meditaba su cruel designio, un Ángel se apareció a José en sueños, y le dijo: “Levantaos, tomad el niño y a su madre, huid a Egipto y permaneced allí hasta que se os ordene volver: porque Herodes se dispone a buscar al niño, para hacerle morir”. Y José, añade la escritura santa, se levantó al punto, huyó con el niño y su madre, y se retiró a Egipto. Luego si José huye de su querida patria, y conduce a Jesús y a María a Egipto, es por obedecer las órdenes del Cielo: es para evitar que el niño que le ha sido confiado caiga bajo los golpes del furor de Herodes.
El lugar del destierro está muy distante; hay cerca de ciento cuarenta leguas del país natal; el viaje será, por consecuencia, pesado, durará cerca de quince días; no importa, el Cielo habla, el niño está en peligro y José obedece. ¡Que fe! ¡Que obediencia!
29- ¿Qué partida de ladrones era la que José, María y Jesús encontraron en su huida a Egipto?
Los santos viajeros estaban próximos a entrar en la vasta llanura de la Siria, donde esperaban estar libres de los lazos de su cruel perseguidor, cuando contra sus costumbres, continuaron su camino entrada ya la noche, para estar más pronto en seguridad y apresurar su llegada; pero de repente se presentaron unos hombres armados para estorbarlos el paso: era una banda de malvados que desolaban el país, cuya temible fama se había esparcido por todas partes. José y María se pararon y rogaron al Señor en silencio, porque la resistencia era imposible: lo más podían confiar que los bandidos les dejasen la vida. El jefe se separó de sus compañeros y se adelantó hacia José, para ver qué debía hacer; pero a la vista de aquel hombre desarmado, de aquel niño que dormía tranquilamente sobre el seno de su Madre, se ablandó el corazón sanguinario del bandido. Lejos de querer hacerles mal, bajó la punta de su lanza y alargó la mano a José, ofreciéndole hospitalidad para él y su familia: este jefe se llamaba Dimas. La tradición cuenta que pasado el tiempo fue cogido por los soldados y condenado a ser crucificado, colocándole en el Calvario al lado de Jesús, y le conocemos con el nombre del Buen Ladrón.
30- ¿Qué milagro obró el Cielo en esta huida en favor de la Santa Familia?
Según la Ciudad Mística de María de Ágreda, al término de la segunda jornada, José y María se hallaron con que las provisiones que habían preparado para su manutención se les habían agotado, de tal manera que continuaron su camino todo el día siguiente, sin tomar ningún alimento. Por la tarde, cuando se pararon para descansar, estaban extenuados de hambre y cansancio. María, viendo que les faltaba todo humano recurso, y que su conservación parecía imposible, se decidió a pedir al Cielo un milagro; pero el Cielo no se hizo esperar, porque para María el suplicar es obtener. Y en efecto, apenas la augusta Señora había concluido su súplica, cuando ya estada preparada una comida servida por mano de los Ángeles. Esta comida consistía en pan y frutas, alimentos convenientes a su frugalidad. Esta milagrosa comida, debió recordarles sin duda, un beneficio semejante concedido en el mismo sitio a uno de los antiguos profetas; pues ocurrió en el desierto de Bersabé, lo mismo cuando un Ángel sirvió al profeta Elías un pan cocido en la ceniza, que le dio la fuerza suficiente para llegar hasta la montaña de Horeb. Desde este día los Ángeles tuvieron el cuidado de alimentar a los santos esposos, y el milagro no cesó hasta su entrada en Egipto.
28- ¿Porque se refugió José en Egipto?
Herodes engañado por los magos y temiendo que el Niño que iban a adorar fuese un día el que le echara de su trono, dio orden de asesinar a todos los niños de menos de dos años que se hallaran en Belén y sus alrededores, creyendo que por estas medidas, el niño que había nacido y que le habían dicho que era el Mesías, seria incluido en el asesinato, y no escaparía a su venganza.
Pero el Cielo velaba por su conservación y mientras que Herodes meditaba su cruel designio, un Ángel se apareció a José en sueños, y le dijo: “Levantaos, tomad el niño y a su madre, huid a Egipto y permaneced allí hasta que se os ordene volver: porque Herodes se dispone a buscar al niño, para hacerle morir”. Y José, añade la escritura santa, se levantó al punto, huyó con el niño y su madre, y se retiró a Egipto. Luego si José huye de su querida patria, y conduce a Jesús y a María a Egipto, es por obedecer las órdenes del Cielo: es para evitar que el niño que le ha sido confiado caiga bajo los golpes del furor de Herodes.
El lugar del destierro está muy distante; hay cerca de ciento cuarenta leguas del país natal; el viaje será, por consecuencia, pesado, durará cerca de quince días; no importa, el Cielo habla, el niño está en peligro y José obedece. ¡Que fe! ¡Que obediencia!
29- ¿Qué partida de ladrones era la que José, María y Jesús encontraron en su huida a Egipto?
Los santos viajeros estaban próximos a entrar en la vasta llanura de la Siria, donde esperaban estar libres de los lazos de su cruel perseguidor, cuando contra sus costumbres, continuaron su camino entrada ya la noche, para estar más pronto en seguridad y apresurar su llegada; pero de repente se presentaron unos hombres armados para estorbarlos el paso: era una banda de malvados que desolaban el país, cuya temible fama se había esparcido por todas partes. José y María se pararon y rogaron al Señor en silencio, porque la resistencia era imposible: lo más podían confiar que los bandidos les dejasen la vida. El jefe se separó de sus compañeros y se adelantó hacia José, para ver qué debía hacer; pero a la vista de aquel hombre desarmado, de aquel niño que dormía tranquilamente sobre el seno de su Madre, se ablandó el corazón sanguinario del bandido. Lejos de querer hacerles mal, bajó la punta de su lanza y alargó la mano a José, ofreciéndole hospitalidad para él y su familia: este jefe se llamaba Dimas. La tradición cuenta que pasado el tiempo fue cogido por los soldados y condenado a ser crucificado, colocándole en el Calvario al lado de Jesús, y le conocemos con el nombre del Buen Ladrón.
30- ¿Qué milagro obró el Cielo en esta huida en favor de la Santa Familia?
Según la Ciudad Mística de María de Ágreda, al término de la segunda jornada, José y María se hallaron con que las provisiones que habían preparado para su manutención se les habían agotado, de tal manera que continuaron su camino todo el día siguiente, sin tomar ningún alimento. Por la tarde, cuando se pararon para descansar, estaban extenuados de hambre y cansancio. María, viendo que les faltaba todo humano recurso, y que su conservación parecía imposible, se decidió a pedir al Cielo un milagro; pero el Cielo no se hizo esperar, porque para María el suplicar es obtener. Y en efecto, apenas la augusta Señora había concluido su súplica, cuando ya estada preparada una comida servida por mano de los Ángeles. Esta comida consistía en pan y frutas, alimentos convenientes a su frugalidad. Esta milagrosa comida, debió recordarles sin duda, un beneficio semejante concedido en el mismo sitio a uno de los antiguos profetas; pues ocurrió en el desierto de Bersabé, lo mismo cuando un Ángel sirvió al profeta Elías un pan cocido en la ceniza, que le dio la fuerza suficiente para llegar hasta la montaña de Horeb. Desde este día los Ángeles tuvieron el cuidado de alimentar a los santos esposos, y el milagro no cesó hasta su entrada en Egipto.
SAN JOSÉ, MODELO DE PRUDENCIA.
No puede ponerse en duda que Dios, al querer confiar en San José el cuidado de Jesús y María y destinarle a ser la guarda de estos tesoros inestimables, le habrá comunicado en toda su plenitud el espíritu de prudencia, como lo hizo en otro tiempo con José hijo de Jacob, aunque destinado a una misión de mucho menos importancia.
Entre todos los justos, era preciso que San José manifestase con la mayor exactitud en su conducta la de la misma Providencia; pero Dios obra siempre con número, peso y medida; todo lo coordina teniendo en cuenta el objeto que se propone, o en otros términos, únicamente obra según las reglas de la prudencia. José ha sido el digno ecónomo del Divino Padre de familias; por consiguiente, debió tener esta virtud en un grado exacto y discernir perfectamente lo que era saludable o nocivo a los intereses de su dueño para hacer uso de ello o para no ponerlo en ejecución.
Considerémosle hoy en el ejercicio de esta virtud y deduzcamos de su conducta lo que debemos hacer para merecer que se pueda también decir de nosotros que somos servidores verdaderamente fieles y prudentes.
José, por espíritu de prudencia, toma como los grandes principios de la fe, persuadido de que ha sido criado para Dios sólo; no aprecia, ni busca, ni emplea otros medios que aquellos que son más a propósito para conducirle a su divino objeto.
El espíritu de prudencia hace que José emplee el tiempo sabiamente; todos los instantes de su preciosa vida son para él ocasiones de adelantar en el camino de la santidad y de adquirir méritos para el Cielo: es enteramente fiel a la gracia, porque sabe que esta fidelidad determina la medida de gloria eterna con que Dios recompensa a sus elegidos. Su profundo recogimiento le hace prestar atención a lo que le dice en el fondo de su alma el Espíritu Santo cuya voz oye tanto más cuanta es mayor la docilidad con que la escucha.
Por este espíritu de prudencia, prefiere José en todas las cosas aquello que puede conducirle con más seguridad a Dios; y he aquí por qué escoge la pobreza de los bienes de la tierra, el ejercer una profesión oscura a los ojos de los hombres, el permanecer oculto e ignorado, el vivir olvidado de todos; porque comprende que de este modo tiene el alma mayor facilidad para unirse a Dios: por ese motivo sigue la inspiración celestial que le conduce a hacer voto de virginidad y se consagra en cuerpo y alma al servicio de Dios.
Por este espíritu de prudencia, se esfuerza José en adquirir la perfección, aspira a una santidad consumada, y va siempre más allá del deber, comprendiendo que el ser generoso para con Dios es el medio más seguro de atraer sobre nosotros sus gracias y tener una parte en sus liberalidades. Pero no solamente emplea José con la mayor discreción los medios más propios para conducirle a Dios, sino que además se precave contra todo aquello que podría serle un peligro o un obstáculo relativamente al fin que se ha propuesto. Obrando siempre por espíritu de prudencia, se entrega al retiro en cuanto le es posible, huye de un mundo tan peligroso para la inocencia, separando de él su espíritu y su corazón, y permanece indiferente a sus pompas y extraño a sus alegrías, manifestando con esta conducta la verdad de aquella máxima de la Sagrada Escritura: «El que ama el peligro, perecerá en él».
Por lo tanto, José ha sobresalido en la virtud de la prudencia aún antes de ser el esposo de María, cuanto más desde que se ha unido a aquella a quien la Iglesia invoca bajo el nombre de «Virgen prudentísima»; entonces principalmente fue cuando comprendió con toda perfección por los ejemplos y las palabras de su Santísima Esposa, qué medios se emplean para unirse a Dios los que quieren sinceramente vivir solo para Él y de qué precauciones se rodean para conservar en su corazón con toda su pureza el fuego de su santo amor.
Pero veámosle ejerciendo su cargo de padre nutricio del niño Jesús. ¿Cuánto no resplandeció aquí su prudencia? No parece sino que dirigió a Dios Padre estas palabras del patriarca Judá: «Yo me encargo de este Niño: a mí es a quien deberéis pedir cuenta de él»: ¡Con qué atención vela sobre Jesús! Cuántas precauciones toma para que no le suceda desgracia alguna! En cuánto se lo permiten las obligaciones de su estado no aparta de él sus pensamientos, y solo emplea su inteligencia en considerar lo que debe hacer para la conservación del divino Niño. Recordemos las dificultades que experimentó a causa de su pobreza y de la persecución de Herodes, y de las cuales triunfó por completo. Traigamos sobre todo a la memoria la huida a Egipto, que tantos peligros ofrecía, y su vuelta a Israel donde se estableció en Nazaret que estaba fuera de la jurisdicción de Arquelao, y comprendamos que en la persona de nuestro glorioso patrono nos ofrece Dios un perfecto modelo de prudencia.
Así cuando el Evangelio pregunta «quién es el siervo fiel y prudente a quien el Señor ha confiado el cuidado de su casa», se puede responder con entera seguridad, que este siervo es José; porque él es principalmente quien ha conocido y ejecutado la voluntad del divino Maestro, preparando a todos los de su familia lo que les era necesario, y guardando fielmente el depósito confiado a su solicitud.
A nosotros ha confiado también Dios un depósito precioso: este depósito es ciertamente nuestra alma, con todas las gracias que nos son necesarias para hacerla digna de sus eternos destinos, y en segundo lugar las almas de los que están a nuestro cuidado, ¡y qué otra cosa podrá haber en la tierra de inmenso valor y que tanto nos interese!
Debemos, pues, procurar sobresalir en la prudencia, porque, ¿cuántos peligros corremos respecto de nuestra alma? ¡Qué precauciones no necesitamos para conservarnos puros, y para mantenernos en el fervor!
Es necesario por lo tanto, después de haber pedido a Dios la gracia por la intercesión de San José, aplicarlas incesantemente a la adquisición de esta virtud tan necesaria para nuestra propia salvación.
No puede ponerse en duda que Dios, al querer confiar en San José el cuidado de Jesús y María y destinarle a ser la guarda de estos tesoros inestimables, le habrá comunicado en toda su plenitud el espíritu de prudencia, como lo hizo en otro tiempo con José hijo de Jacob, aunque destinado a una misión de mucho menos importancia.
Entre todos los justos, era preciso que San José manifestase con la mayor exactitud en su conducta la de la misma Providencia; pero Dios obra siempre con número, peso y medida; todo lo coordina teniendo en cuenta el objeto que se propone, o en otros términos, únicamente obra según las reglas de la prudencia. José ha sido el digno ecónomo del Divino Padre de familias; por consiguiente, debió tener esta virtud en un grado exacto y discernir perfectamente lo que era saludable o nocivo a los intereses de su dueño para hacer uso de ello o para no ponerlo en ejecución.
Considerémosle hoy en el ejercicio de esta virtud y deduzcamos de su conducta lo que debemos hacer para merecer que se pueda también decir de nosotros que somos servidores verdaderamente fieles y prudentes.
José, por espíritu de prudencia, toma como los grandes principios de la fe, persuadido de que ha sido criado para Dios sólo; no aprecia, ni busca, ni emplea otros medios que aquellos que son más a propósito para conducirle a su divino objeto.
El espíritu de prudencia hace que José emplee el tiempo sabiamente; todos los instantes de su preciosa vida son para él ocasiones de adelantar en el camino de la santidad y de adquirir méritos para el Cielo: es enteramente fiel a la gracia, porque sabe que esta fidelidad determina la medida de gloria eterna con que Dios recompensa a sus elegidos. Su profundo recogimiento le hace prestar atención a lo que le dice en el fondo de su alma el Espíritu Santo cuya voz oye tanto más cuanta es mayor la docilidad con que la escucha.
Por este espíritu de prudencia, prefiere José en todas las cosas aquello que puede conducirle con más seguridad a Dios; y he aquí por qué escoge la pobreza de los bienes de la tierra, el ejercer una profesión oscura a los ojos de los hombres, el permanecer oculto e ignorado, el vivir olvidado de todos; porque comprende que de este modo tiene el alma mayor facilidad para unirse a Dios: por ese motivo sigue la inspiración celestial que le conduce a hacer voto de virginidad y se consagra en cuerpo y alma al servicio de Dios.
Por este espíritu de prudencia, se esfuerza José en adquirir la perfección, aspira a una santidad consumada, y va siempre más allá del deber, comprendiendo que el ser generoso para con Dios es el medio más seguro de atraer sobre nosotros sus gracias y tener una parte en sus liberalidades. Pero no solamente emplea José con la mayor discreción los medios más propios para conducirle a Dios, sino que además se precave contra todo aquello que podría serle un peligro o un obstáculo relativamente al fin que se ha propuesto. Obrando siempre por espíritu de prudencia, se entrega al retiro en cuanto le es posible, huye de un mundo tan peligroso para la inocencia, separando de él su espíritu y su corazón, y permanece indiferente a sus pompas y extraño a sus alegrías, manifestando con esta conducta la verdad de aquella máxima de la Sagrada Escritura: «El que ama el peligro, perecerá en él».
Por lo tanto, José ha sobresalido en la virtud de la prudencia aún antes de ser el esposo de María, cuanto más desde que se ha unido a aquella a quien la Iglesia invoca bajo el nombre de «Virgen prudentísima»; entonces principalmente fue cuando comprendió con toda perfección por los ejemplos y las palabras de su Santísima Esposa, qué medios se emplean para unirse a Dios los que quieren sinceramente vivir solo para Él y de qué precauciones se rodean para conservar en su corazón con toda su pureza el fuego de su santo amor.
Pero veámosle ejerciendo su cargo de padre nutricio del niño Jesús. ¿Cuánto no resplandeció aquí su prudencia? No parece sino que dirigió a Dios Padre estas palabras del patriarca Judá: «Yo me encargo de este Niño: a mí es a quien deberéis pedir cuenta de él»: ¡Con qué atención vela sobre Jesús! Cuántas precauciones toma para que no le suceda desgracia alguna! En cuánto se lo permiten las obligaciones de su estado no aparta de él sus pensamientos, y solo emplea su inteligencia en considerar lo que debe hacer para la conservación del divino Niño. Recordemos las dificultades que experimentó a causa de su pobreza y de la persecución de Herodes, y de las cuales triunfó por completo. Traigamos sobre todo a la memoria la huida a Egipto, que tantos peligros ofrecía, y su vuelta a Israel donde se estableció en Nazaret que estaba fuera de la jurisdicción de Arquelao, y comprendamos que en la persona de nuestro glorioso patrono nos ofrece Dios un perfecto modelo de prudencia.
Así cuando el Evangelio pregunta «quién es el siervo fiel y prudente a quien el Señor ha confiado el cuidado de su casa», se puede responder con entera seguridad, que este siervo es José; porque él es principalmente quien ha conocido y ejecutado la voluntad del divino Maestro, preparando a todos los de su familia lo que les era necesario, y guardando fielmente el depósito confiado a su solicitud.
A nosotros ha confiado también Dios un depósito precioso: este depósito es ciertamente nuestra alma, con todas las gracias que nos son necesarias para hacerla digna de sus eternos destinos, y en segundo lugar las almas de los que están a nuestro cuidado, ¡y qué otra cosa podrá haber en la tierra de inmenso valor y que tanto nos interese!
Debemos, pues, procurar sobresalir en la prudencia, porque, ¿cuántos peligros corremos respecto de nuestra alma? ¡Qué precauciones no necesitamos para conservarnos puros, y para mantenernos en el fervor!
Es necesario por lo tanto, después de haber pedido a Dios la gracia por la intercesión de San José, aplicarlas incesantemente a la adquisición de esta virtud tan necesaria para nuestra propia salvación.
COLOQUIO
EL ALMA: Padre mío, ayer me habéis hablado del pecado y del horror que debe inspirar a todo el mundo; ¿seríais tan bueno que quisierais hablarme hoy de la necesidad de la confesión?
SAN JOSÉ: El que ha ofendido a Dios mortalmente, no puede sustraerse a la condenación sino confesando sus pecados.
EL ALMA: Yo me arrepiento de mis pecados pasados, Padre mío; estoy firmemente resuelta a corregirme de ellos y hacer una severa penitencia; pero siento una repugnancia invencible a confesarme.
SAN JOSÉ: La confesión es el único medio de recobrar la gracia de Dios y la participación en la herencia eterna. Todo lo que hagas con este objeto será útil para tu salvación. Por otra parte, si te arrepientes sinceramente de tus pecados como dices, ¿rehusarías echar mano de un recurso tan fácil que el mismo Jesucristo ha instituido para borrarlos? ¿Quién puede impedírtelo?
EL ALMA: La vergüenza, Padre mío, porque al fin mi confesor es un hombre como yo, y me repugna confesar mis faltas a uno de mis semejantes.
SAN JOSÉ: Es cierto que la confesión humilla, y por esto el divino Salvador la ha establecido, con el fin de avasallar el orgullo que es el primer mal y el origen de todos los pecados. Por eso, todos los hombres están sujetos a esta ley: nadie puede evitarla, y los que están revestidos del poder sacerdotal, lo mismo que los demás, están obligados a someterse a ella. Domina esta mala vergüenza, hija mía, la confusión se halla en el pecado; la confesión voluntaria devuelven la paz y la felicidad.
EL ALMA: ¡Oh gran Santo! Mis confesiones precedentes no han sido sinceras; he engañado a mi confesor; es una cosa que no puedo resolverme a confesarla.
SAN JOSÉ: ¡Desgraciada! ¿Querrás mejor entonces sufrir la vergüenza delante del universo entero el día del Juicio final y arder eternamente en el Infierno? El demonio ha conseguido cambiar el remedio en mal; ¿y quieres por tu endurecimiento asegurarle la victoria y pertenecer un día al número de sus infortunadas víctimas? Recurre a María, y ella obtendrá para ti la gracia de vencer tu vergüenza; procura hacerlo sin demora, y ten presente que el tiempo de una enfermedad es el menos oportuno para emprender un negocio de tanta importancia; y por otra parte, ¿estás segura de estar enferma antes de morir? ¿Te han sido revelados la hora y el género de tu muerte? El Infierno está lleno de buenas resoluciones, y aquel que confía al porvenir la obra de su conversión, corre peligro inminente de condenarse.
EL ALMA: Pero, ¿qué juzgará mi confesor de mi disimulo? Temo mucho sus reprensiones y su desprecio.
SAN JOSÉ: ¿Y por qué había de reñirte en el momento en que le dabas una prueba tan grande de confianza? ¿Por qué te había de reprender cuando dabas un paso tan penoso para volver a la gracia de Dios? A no dudarlo, te hará ver lo horrible de tu falta, procurará que renazcan en tu corazón los sentimientos de contrición que te harán obtener el perdón; pero aborrecerte o despreciarte, no lo creas. Además, si este paso te parece penoso, dirígete por esta vez a otro confesor, con el cual puedes hacer una confesión general, al menos desde la época que tus confesiones hayan carecido de sinceridad y contrición; este es el medio más seguro, no sólo de volver a la gracia de Dios, sino de ayudarte poderosamente para romper con tus costumbres viciosas y reanimar tu piedad. El espíritu del hombre es tan ligero, que le son necesarios algunos estimulantes para perseverar en el servicio de Dios, y ninguno es mejor para este objeto que una confesión general bien hecha. Si te cuesta mucho trabajo declarar ciertos pecados, puedes decir a tu confesor: «Padre mío, me hace falta vuestro socorro; he cometido pecados que no me atrevo a confesar». Entonces te preguntará, y tú podrás explicar con facilidad lo que más te haga padecer. Te lo repito otra vez, no lo demores más; créeme, una muerte súbita puede sorprenderte, como a muchos que habrás visto pasar instantáneamente de la más completa salud a los brazos de la muerte, y que han comparecido ante el tribunal de Dios sin haber podido arreglar de antemano su conciencia Evita esta desgracia, hija mía, y considera que no hay comparación posible entre una confusión de un momento y los sufrimientos eternos.
RESOLUCIÓN: Hacer cada mes nuestra confesión como si fuera la última. Nunca confesarse sin la preparación suficiente.
EL ALMA: Padre mío, ayer me habéis hablado del pecado y del horror que debe inspirar a todo el mundo; ¿seríais tan bueno que quisierais hablarme hoy de la necesidad de la confesión?
SAN JOSÉ: El que ha ofendido a Dios mortalmente, no puede sustraerse a la condenación sino confesando sus pecados.
EL ALMA: Yo me arrepiento de mis pecados pasados, Padre mío; estoy firmemente resuelta a corregirme de ellos y hacer una severa penitencia; pero siento una repugnancia invencible a confesarme.
SAN JOSÉ: La confesión es el único medio de recobrar la gracia de Dios y la participación en la herencia eterna. Todo lo que hagas con este objeto será útil para tu salvación. Por otra parte, si te arrepientes sinceramente de tus pecados como dices, ¿rehusarías echar mano de un recurso tan fácil que el mismo Jesucristo ha instituido para borrarlos? ¿Quién puede impedírtelo?
EL ALMA: La vergüenza, Padre mío, porque al fin mi confesor es un hombre como yo, y me repugna confesar mis faltas a uno de mis semejantes.
SAN JOSÉ: Es cierto que la confesión humilla, y por esto el divino Salvador la ha establecido, con el fin de avasallar el orgullo que es el primer mal y el origen de todos los pecados. Por eso, todos los hombres están sujetos a esta ley: nadie puede evitarla, y los que están revestidos del poder sacerdotal, lo mismo que los demás, están obligados a someterse a ella. Domina esta mala vergüenza, hija mía, la confusión se halla en el pecado; la confesión voluntaria devuelven la paz y la felicidad.
EL ALMA: ¡Oh gran Santo! Mis confesiones precedentes no han sido sinceras; he engañado a mi confesor; es una cosa que no puedo resolverme a confesarla.
SAN JOSÉ: ¡Desgraciada! ¿Querrás mejor entonces sufrir la vergüenza delante del universo entero el día del Juicio final y arder eternamente en el Infierno? El demonio ha conseguido cambiar el remedio en mal; ¿y quieres por tu endurecimiento asegurarle la victoria y pertenecer un día al número de sus infortunadas víctimas? Recurre a María, y ella obtendrá para ti la gracia de vencer tu vergüenza; procura hacerlo sin demora, y ten presente que el tiempo de una enfermedad es el menos oportuno para emprender un negocio de tanta importancia; y por otra parte, ¿estás segura de estar enferma antes de morir? ¿Te han sido revelados la hora y el género de tu muerte? El Infierno está lleno de buenas resoluciones, y aquel que confía al porvenir la obra de su conversión, corre peligro inminente de condenarse.
EL ALMA: Pero, ¿qué juzgará mi confesor de mi disimulo? Temo mucho sus reprensiones y su desprecio.
SAN JOSÉ: ¿Y por qué había de reñirte en el momento en que le dabas una prueba tan grande de confianza? ¿Por qué te había de reprender cuando dabas un paso tan penoso para volver a la gracia de Dios? A no dudarlo, te hará ver lo horrible de tu falta, procurará que renazcan en tu corazón los sentimientos de contrición que te harán obtener el perdón; pero aborrecerte o despreciarte, no lo creas. Además, si este paso te parece penoso, dirígete por esta vez a otro confesor, con el cual puedes hacer una confesión general, al menos desde la época que tus confesiones hayan carecido de sinceridad y contrición; este es el medio más seguro, no sólo de volver a la gracia de Dios, sino de ayudarte poderosamente para romper con tus costumbres viciosas y reanimar tu piedad. El espíritu del hombre es tan ligero, que le son necesarios algunos estimulantes para perseverar en el servicio de Dios, y ninguno es mejor para este objeto que una confesión general bien hecha. Si te cuesta mucho trabajo declarar ciertos pecados, puedes decir a tu confesor: «Padre mío, me hace falta vuestro socorro; he cometido pecados que no me atrevo a confesar». Entonces te preguntará, y tú podrás explicar con facilidad lo que más te haga padecer. Te lo repito otra vez, no lo demores más; créeme, una muerte súbita puede sorprenderte, como a muchos que habrás visto pasar instantáneamente de la más completa salud a los brazos de la muerte, y que han comparecido ante el tribunal de Dios sin haber podido arreglar de antemano su conciencia Evita esta desgracia, hija mía, y considera que no hay comparación posible entre una confusión de un momento y los sufrimientos eternos.
RESOLUCIÓN: Hacer cada mes nuestra confesión como si fuera la última. Nunca confesarse sin la preparación suficiente.
LETANÍAS DE SAN JOSÉ.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesucristo, tened piedad de nosotros.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesús, óyenos.
Jesús, acoge nuestras súplicas.
Padre celestial, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Hijo redentor del mundo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Espíritu Santo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Santísima Trinidad, un solo Dios, tened piedad de nosotros.
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, ruega por nosotros.
San José, nutricio del Verbo encarnado, ruega por nosotros.
San José, coadjutor del gran consejo, ruega por nosotros.
San José, hombre según el corazón de Dios, ruega por nosotros.
San José, fiel y prudente servidor, ruega por nosotros.
San José, custodio de la virginidad de María, ruega por nosotros.
San José, dotado de gracias superiores, ruega por nosotros.
San José, purísimo en virginidad, ruega por nosotros.
San José, profundísimo en humildad, ruega por nosotros.
San José, altísimo en contemplación, ruega por nosotros.
San José, ardientísimo en caridad, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis instruido divinamente en el misterio de la Encarnación, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis bajo vuestra protección y vuestra obediencia al Señor de los señores, ruega por nosotros.
San José, que tuvísteis durante tantos años la vida del mismo Dios por regla de la vuestra, ruega por nosotros.
San José, que vísteis con María, en las acciones de Jesús, tantos secretos ignorados de los duros hombres, ruega por nosotros.
San José, fidelísimo imitador del gran silencio de Jesús y María, ruega por nosotros.
San José, que fuísteis ignorado de los hombres y conocido sólo de Dios, ruega por nosotros.
San José, que ocupáis el primer puesto entre los Patriarcas, ruega por nosotros.
San José, que habeis muerto santamente en los brazos de Jesús y de María, ruega por nosotros.
San José, que anunciásteis la venida de Cristo a los limbos, ruega por nosotros.
San José, a quien se cree resucitado con Jesucristo, ruega por nosotros.
San José, que habeis sido recompensado en el Cielo con una gloria especialísima, ruega por nosotros.
San José, padre y consolador de los afligidos, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
Por vuestra infancia, escúchanos Jesús.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, acoge nuestros ruegos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le dísteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumision y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos tambíen con piedad filial, a fin de obtener por su intercesion, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le dísteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumision y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos tambíen con piedad filial, a fin de obtener por su intercesion, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
MEMORÁRE
Acordaos,
¡oh castísimo esposo de la Virgen María, San José, mi amable
protector!, que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha
invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan
quedado sin consuelo. Lleno de confianza en vuestro poder, llego a
vuestra presencia, y me recomiendo con fervor. ¡Ah! No desdeñéis mis
oraciones, oh vos, que habéis sido llamado padre del Redentor, sino
escuchadlas con benevolencia, y dignaos recibirlas favorablemente. Así
sea. (Trescientos días de indulgencias, una vez por día, aplicables a los difuntos. Breve de Nuestro Santo Padre el Papa León XIII).
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