miércoles, 2 de diciembre de 2020

MES DE MARÍA - DÍA VIGESIMO SEXTO

*MES DE MARÏA - Día veintiseis*
*DÍA VIGÉSIMO SEXTO*
*LA MATERNIDAD DE MARIA DEBE INSPIRARNOS LA MÁS GRANDE CONFIANZA*

*Oración para todos los días del Mes*

¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.

*CONSIDERACIÓN*

Si María es madre de los hombres nada hay después de Dios que pueda inspirarnos más dulce confianza, porque nada hay en el mundo comparable con el amor maternal. En todos los peligros y circunstancias adversas de la vida, un hijo se arroja lleno de seguridad y de confianza en los brazos de su madre porque sabe por instinto que el amor de una madre vela siempre solícito por sus hijos, y que jamás ese amor padece olvidos e indiferencias.
Ese afecto santo transportado a la religión y aplicado a María, se reviste de un carácter de dulzura, de suavidad, de confianza familiar que tempera la majestad del Dios que, si es nuestro Padre, es también nuestro Juez. Viendo a María, se aleja del alma todo pensamiento terrible para dar cabida a los pensamientos consoladores de la bondad y misericordia de su Hijo divino. Sin María, nosotros seríamos, sin duda, hijos de Dios; pero seriamos hijos sin madre en presencia de un Dios justamente irritado por nuestras infidelidades. ¿Qué esperanza tendríamos de doblegar con nuestras súplicas el rigor de la justicia incorruptible, si no tuviésemos en María una madre que no rehúsa jamás valorar nuestras súplicas con sus méritos para alcanzar nuestro perdón? -Cuando consideramos que María fue, como nosotros, una peregrina de la tierra, una hija de Eva que sufrió y lloró como nosotros, no podemos menos que sentir una confianza que disipa todo temor. Ella conoce lo que son las miserias de la vida, lo que cuesta la práctica de la virtud, las dificultades que se oponen a la santi­ficación, la fuerza de las pasiones, la astucia de nuestros enemigos; y por lo mismo, sabe compadecerse de nuestra flaqueza y esta pronta a remediar nuestras desgracias. Por eso, en este valle anegado con nuestras lágrimas, María se nos presenta siempre inclinada hacia nos otros, estrechando con una mano la diestra de su Hijo en ademán suplicante y curando con la otra todas las llagas de nuestras almas.
«Vosotros podéis ahora, dice San Bernardo, acercaros a Dios con confianza, porque tenéis una madre que se presenta delante de su Hijo y un Hijo que se presenta delante de su Padre. María muestra a su Hijo el seno que lo engendró y el regazo en que descansó; Jesucristo muestra a su Padre su costado abierto y sus manos y pies llagados. Los méritos del Hijo todo lo obtienen del Padre, y los méritos de la Madre todo lo obtienen del Hijo. Es imposible, agrega, que Dios rehúse conceder una gracia que le es pedida con tan tiernas muestras de amor. No, él no puede rehusar lo que se le pide con un lenguaje tan elocuente.
«El dulce nombre de madre encierra toda ternura, despierta los más tiernos recuerdos y hace nacer las más caras esperanzas. Es el símbolo de la bondad, de la paz, de la misericordia. Pero el corazón de María, siendo la obra maestra de la gracia, sobrepasa a todas las madres en bondad, amor y misericordia para con sus hijos. Como suele acontecer a las madres de la tierra, María demuestra una predilección tanto más solícita, cuanto más desgraciados son sus hijos. ¡Qué motivos tan poderosos de consuelo para los que sufren y lloran! ¡Qué motivos de dulce confianza para los pecadores! María les ofrece toda la ternura, la piedad, la solicitud de una madre que nada anhela tanto como verlos felices. Pobre huérfano, que habéis visto arrebatar a vuestro amor a una madre tiernamente amada, consolaos, que es falso que el hombre no tenga mas que una madre. La tierra nos da una, esa suele desaparecer entre las lágrimas y llantos de sus hijos; pero el cielo nos da otra que no muere y que siempre esta prodigándonos sus divinas caricias.»


*EJEMPLO*

María, Rosa mística

El venerable Nicolás Celestino de la Orden de San Francisco, ardía en vivos deseos de procurar a María la mayor honra y gloria posible. Antes que la Inmaculada Concepción fuese un dogma de fe, no faltaban en la Iglesia quienes pusiesen en duda la verdad de este maravilloso privilegio. Nicolás no comprendía que María hubiese estado alguna vez enemistada con Dios ni un solo instante; y por lo mismo, era un defensor ardiente de esta verdad. Aunque la orden a que pertenecía celebraba anualmente la fiesta de la Inmaculada Concepción, el siervo de Dios no se contentaba con esto, sino que deseaba además que como todas las grandes solemnidades de la Iglesia, se celebrase con octava.
No tardó mucho el venerable religioso en ser elegido superior; entonces, aunque venciendo grandes dificultades, pudo ver realizado su piadoso deseo. Más, como oyese que algunos religiosos criticaban la nueva solemnidad, se afanó por discurrir un medio que convenciese a todos sus hermanos de que el obsequio era agradable a los ojos de la Santísima Virgen.
Un día llamó a los religiosos y les dijo: -Sé que algunos de vosotros dudáis de que sea del agrado de la Santísima Virgen que celebremos con toda solemnidad su Concepción Inmaculada. Pues bien, yo con la ayuda de Dios voy a demostraros de una manera irrefutable que ella se complace de este obsequio.
Dicho esto, se encaminó con todos sus monjes al jardín del convento donde lucían muchas esbeltas rosas que perfumaban el ambiente.- Coged, les dijo, la rosa que os parezca mejor de todas las que tenéis a vuestra vista: la que escojáis será colocada en un vaso sin agua ante el altar de María Inmaculada. Si esta rosa, como es natural, se marchitase al tercer día, tendrán razón los que critican lo que nuestra Orden ha dispuesto hacer en honra de María; pero, si por espacio de un año, permanece milagrosamente fresca y lozana, como en el momento de desprendería de su tallo, entonces deberemos confesar, no solamente que María fue concebida sin pecado, sino que es la voluntad del cielo que celebremos con todo esplendor, así su fiesta como su octava.
Todos aceptaron la propuesta: se cogió una rosa blanca, y depositada en un vaso sin agua, se colocó en el altar de la Purísima Concepción. Pasaron los días unos en pos de otros, y la rosa conservaba intacta su lozanía y fragancia hasta que, terminado el año, dejó caer sus bojas marchitas.
En vista de aquel prodigio, los religiosos celebraron con grande entusiasmo la fiesta que de tal manera justificaba y aplaudía el cielo. Por este medio fue glorificada María, premia da la fe del venerable Nicolás Celestino y confirmada la verdad del excelso privilegio que, declarado dogma de fe, es hoy una piedra preciosa que abrillanta la corona de gloria de la Madre de Dios.

*JACULATORIA*
¡Qué dulce y grata es la vida
si la perfumas y alientas
con tu amor, madre querida!

*ORACIÓN*

Cuando considero ¡oh María! tierna y dulce Madre de los hombres, que vuestras entrañas están siempre llenas de amor para con nosotros, yo siento que la más firme confianza renace en mi corazón y que se disipan todos los negros temores que me afligen en orden a mi salvación. ¡Sois tan buena, tan amable, tan misericordiosa! ¡Ah! si Vos no fuerais mi madre, ¿quién me consolarla en mis sufrimientos, quién me sostendría en mi debilidad, quién calmarla las inquietudes que turban mi corazón? Vos sois la salvaguardia del pobre y del desvalido; Vos sois el gozo y la esperanza de los que padecen; Vos la estrella que jamás se oscurece en medio de las tempestades de la vida. Vos sois la mediadora entre Dios y nosotros, Vos desarmáis con vuestros ruegos la mano irritada del Señor. Vos nos abrís un corazón de madre para que depositemos en él nues tras tristes confidencias. Vos sois mi Madre, ¡oh qué felicidad!.. Yo lo diré a todas las criaturas: María es mi madre; yo lo repetiré sin cesar en todas las horas de mi vida, en el gozo como en el dolor; de mis labios moribundos caerá esa última palabra: ¡Vos sois mi Madre! Teniéndoos á Vos por Madre, nuestra felicidad es mayor que la de los ángeles, porque ellos sólo os tienen por Reina. Escuchad ¡oh María! con    especialidad las plegarias de todas las madres que colocan a sus hijos bajo vuestra maternal protección, a fin de que madres e hijos, en la tierra y en el cielo, seamos recibidos en los brazos de vuestra divina maternidad. Amén.

*PRÁCTICAS ESPIRITUALES*

1. Hacer un acto de entera y perpetua consagración a la Santísima Virgen como una prueba de que la reconocemos por Madre.
2. Saludar a la Santísima Virgen con una Avemaría toda vez que veamos alguna imagen suya.
3. Oír una misa en sufragio del alma más devota de María.

*Oración final para todos los días*

  ¡Oh María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestrdo santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.

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