Traducción del artículo italiano publicado por Luca Fumagalli en RADIO SPADA.
PRÓLOGO (Del autor italiano)
Esperando hacer algo grato a nuestros lectores, hemos reunido en un único artículo las cuatro partes de la biografía de Manning ya publicados entre abril y mayo en las páginas de Radio Spada con el título común “Henry Edward Manning: las obras y los días de un gran cardenal victoriano”. El texto fue naturalmente corregido y hecho más armónico para la ocasión.
Antes de iniciar, para profundizar en la figura de Manning y la de muchos otros intelectuales del catolicismo británico, se anuncia la salida del ensayo “Dios extrabendiga a los ingleses. Notas para una historia de la literatura católica británica entre los siglos XIX y XX”. Link para adquirirlo.
Antes de iniciar, para profundizar en la figura de Manning y la de muchos otros intelectuales del catolicismo británico, se anuncia la salida del ensayo “Dios extrabendiga a los ingleses. Notas para una historia de la literatura católica británica entre los siglos XIX y XX”. Link para adquirirlo.
HENRY EDWARD MANNING: LA HISTORIA OLVIDADA DEL GRAN CARDENAL INGLÉS AMIGO DE SAN PÍO X
«Manning me parecía (y todavía me parece) por lejos el mejor inglés de su tiempo» (Hillaire Belloc, Cruise of the Nona, 1925).
El cardenal Henry Edward Manning
La “leyenda negra”
Que los católicos británicos admirasen el carisma y la personalidad de Henry Edward Manning lo demuestra la multitud enorme que se regresó por las calles de Londres en 1892 en ocasión de su funeral. No obstante Manning hubiese fallecido el 14 de enero, el mismo día que el príncipe Alberto Víctor, el dolor del pueblo parecía todo para el cardenal: decenas de miles de personas, en su mayoría irlandeses pero también ingleses de toda extracción social y credo religioso, quisieron dar sus últimos respetos a sus restos, conscientes de haber perdido a una de las más grandes personalidades de la época (incluso Oscar Wilde, durante la universidad, conservaba en su habitación una fotografía del purpurado). El hecho es aún más sorprendente si se piensa que Manning, arzobispo de Westminster y primado de la Iglesia católica en Inglaterra, encarnaba a los ojos de los protestantes la quintaesencia de aquel “papismo” y de aquel “clericalismo” que tanto despreciaban. Según Gladstone, su muerte fue un golpe mucho más duro para los católicos del Imperio que la de John Henry Newman, acaecida solo un año y medio antes. Si G. K. Chesterton ha dejado una descripción conmovedora de cuando, en su juventud, fue deslumbrado por la visión de Manning, y el poeta Francis Thompson quiso dedicarle una oda fúnebre, Hilaire Belloc fue un celoso hijo espiritual, e incluso el controvertido Baron Corvo en su Chronicles of the House of Borgia (1901) describió la del cardenal como una «vida de santa abnegación, de intensísima humildad, de mortificación ascética, de trabajo incesante por el bien espiritual y temporal de todos los hombres, sin distinción de Fe».
Ninguno aparecía pues en capacidad de amenazar una reputación tan sólida. Aun si no todos estaban dispuestos a considerar a Manning como un santo, en torno a su figura se concentraba el afecto de la mayor parte de los fieles británicos. Lástima, sin embargo, que en 1895 el periodista Edmund Sheridan Purcell dio a la prensa una biografía en dos volúmenes, Life of Cardinal Manning, en la cual el cardenal era retratado como un eclesiástico consumado por la ambición, carente de escrúpulos y dispuesto a todo para obtener lo que quería. Purcell no tenía una gran simpatía por Manning y se sentía más afín a Newman, tanto que al «ilustre oratoriano» asignó el papel de verdadero héroe del catolicismo inglés, constantemente empeñado a impedir los planes sospechosos del arzobispo de Westminster. A pesar que la Life of Cardinal Manning era una obra remendada, llena de transcripciones erróneas y estructuralmente débil, resultaba una lectura extremadamente amena, y en poco tiempo devino un best seller (con descarada satisfacción de aquel establecimiento contra cuya hipocresía e indiferencia Manning muchas veces se había enfrentado).
Para reforzar la dosis pensó en 1918 Lytton Strachey que en su Eminent Victorians incluyese una breve vida de Manning, fruto de cortar y coser las partes más interesantes de la obra de Purcell, todo sazonado con la acidez desmitificante y antirreligiosa típica del Bloomsbury Group. Entre indiscreciones y suposiciones más o menos fantasiosas, también el libro di Strachey fue un éxito, contribuyendo a radicar definitivamente en el imaginario colectivo el estereotipo de un Manning como eclesiástico carrerista, inescrupuloso y autoritario. Semejante individuo es protagonista de la novela de Robert Player Let’s Talk of Graves, of Worms, and Epitaphs, del 1975, maliciosamente dedicado precisamente a la memoria del cardenal inglés. Incluso Arnold Lunn, antes de convertirse al catolicismo, publicó en 1924 un libro, Roman Converts, en el cual no se hacía escrúpulo en reiterar la “leyenda negra” sobre Manning.
Que los católicos británicos admirasen el carisma y la personalidad de Henry Edward Manning lo demuestra la multitud enorme que se regresó por las calles de Londres en 1892 en ocasión de su funeral. No obstante Manning hubiese fallecido el 14 de enero, el mismo día que el príncipe Alberto Víctor, el dolor del pueblo parecía todo para el cardenal: decenas de miles de personas, en su mayoría irlandeses pero también ingleses de toda extracción social y credo religioso, quisieron dar sus últimos respetos a sus restos, conscientes de haber perdido a una de las más grandes personalidades de la época (incluso Oscar Wilde, durante la universidad, conservaba en su habitación una fotografía del purpurado). El hecho es aún más sorprendente si se piensa que Manning, arzobispo de Westminster y primado de la Iglesia católica en Inglaterra, encarnaba a los ojos de los protestantes la quintaesencia de aquel “papismo” y de aquel “clericalismo” que tanto despreciaban. Según Gladstone, su muerte fue un golpe mucho más duro para los católicos del Imperio que la de John Henry Newman, acaecida solo un año y medio antes. Si G. K. Chesterton ha dejado una descripción conmovedora de cuando, en su juventud, fue deslumbrado por la visión de Manning, y el poeta Francis Thompson quiso dedicarle una oda fúnebre, Hilaire Belloc fue un celoso hijo espiritual, e incluso el controvertido Baron Corvo en su Chronicles of the House of Borgia (1901) describió la del cardenal como una «vida de santa abnegación, de intensísima humildad, de mortificación ascética, de trabajo incesante por el bien espiritual y temporal de todos los hombres, sin distinción de Fe».
Ninguno aparecía pues en capacidad de amenazar una reputación tan sólida. Aun si no todos estaban dispuestos a considerar a Manning como un santo, en torno a su figura se concentraba el afecto de la mayor parte de los fieles británicos. Lástima, sin embargo, que en 1895 el periodista Edmund Sheridan Purcell dio a la prensa una biografía en dos volúmenes, Life of Cardinal Manning, en la cual el cardenal era retratado como un eclesiástico consumado por la ambición, carente de escrúpulos y dispuesto a todo para obtener lo que quería. Purcell no tenía una gran simpatía por Manning y se sentía más afín a Newman, tanto que al «ilustre oratoriano» asignó el papel de verdadero héroe del catolicismo inglés, constantemente empeñado a impedir los planes sospechosos del arzobispo de Westminster. A pesar que la Life of Cardinal Manning era una obra remendada, llena de transcripciones erróneas y estructuralmente débil, resultaba una lectura extremadamente amena, y en poco tiempo devino un best seller (con descarada satisfacción de aquel establecimiento contra cuya hipocresía e indiferencia Manning muchas veces se había enfrentado).
Para reforzar la dosis pensó en 1918 Lytton Strachey que en su Eminent Victorians incluyese una breve vida de Manning, fruto de cortar y coser las partes más interesantes de la obra de Purcell, todo sazonado con la acidez desmitificante y antirreligiosa típica del Bloomsbury Group. Entre indiscreciones y suposiciones más o menos fantasiosas, también el libro di Strachey fue un éxito, contribuyendo a radicar definitivamente en el imaginario colectivo el estereotipo de un Manning como eclesiástico carrerista, inescrupuloso y autoritario. Semejante individuo es protagonista de la novela de Robert Player Let’s Talk of Graves, of Worms, and Epitaphs, del 1975, maliciosamente dedicado precisamente a la memoria del cardenal inglés. Incluso Arnold Lunn, antes de convertirse al catolicismo, publicó en 1924 un libro, Roman Converts, en el cual no se hacía escrúpulo en reiterar la “leyenda negra” sobre Manning.
El célebre ensayo “Eminent Victorian” de Lytton Strachey
Por otro lado, la reacción de la parte católica fue inicialmente tímida y poco incisiva: al igual que Purcell, casi todos los intelectuales ingleses ligados a Roma tenían escasa simpatía por las posiciones intransigentes de Manning, prefiriendo más que todo la moderación de Newman. He aquí por qué aparte de Cardinal Manning: His Life and Labours (1921) de Shane Leslie y Cardinal Manning: A Biography (1985) de Robert Gray no son muchos los libros escritos con el fin de restablecer la verdad a propósito de la vida y las obras de un cardenal que seguía sin embargo siendo víctima de un juicio escandalosamente distorsionado.
La formación
Nacido el 15 de julio de 1808 en Copped Hall, una espléndida mansión de Totteridge, hoy en el cinturón periférico de Londres, Henry Edward Manning era el último de ocho hijos. El padre, William Manning, no solo estaba a la cabeza de una afortunada empresa comercial, pero se sentaba también en los escaños del parlamento en el rol de diputado conservador. Poco después de la venida al mundo del ultimogénito, fruto del segundo matrimonio con Mary Hunter, su carrera política alcanzó la cima cuando, por un par de años, entre 1812 y 1813, recobró el prestigioso puesto de gobernador del Banco de Inglaterra. Desde el punto de vista religioso, los Manning eran evangélicos y William era uno de los hombres más destacados de aquella clase alta que gastaba dinero y energía para sostener la causa de la denominada “Low Church”.
En 1815 la familia se transfirió a Sundridge, en Kent, y en 1822 el joven Henry fue inscrito en Harrow, una de las escuelas más prestigiosas del país. De carácter esquivo y solitario, no obtuvo resultados considerables, pero sus calificaciones fueron bastante buenas para valerle, en 1827, la admisión en el Balliol College de Oxford.
Retrato de Manning a los 12 años
Henry,
poco inclinado al ascetismo, alternaba el estudio a la diversión y al
deporte, transcurriendo horas montando a caballo, jugando cricket o
dándole puñetazos al saco con los guantes de boxeo.
No obstante fuese un tipo solar, apreciado tanto por sus compañeros como
por las mujeres –parece que fue considerado uno de los estudiantes
mejor parecidos en Oxford–,
la única verdadera amistad que el chaval hizo en los años de la
universidad fue con el futuro primer ministro William Gladstone,
destinada,
entre altos y bajos, a durar toda la vida.
En 1829, en virtud de sus apreciadísimas cualidades oratorias, Henry fue elegido presidente de la Union Debating Society. Rechazó el nombramiento, prefiriendo prepararse mejor para los exámenes finales, que afrontó obteniendo la máxima calificación. Como hijo menor de un conocido exponente del laicado anglicano, el joven Manning sabía estar casi ciertamente destinado a una carrera en el ámbito eclesiástico, pero, al menos por algún tiempo, fue seriamente tentado por la política. En 1831, sin embargo, la bancarrota del padre truncó el nacimiento de toda su veleidad: «Quién sabe», escribió Robert Gray, «cómo sería diferente la Era victoriana si Gladstone hubiese perseverado en su inicial ambición de convertirse en sacerdote y Manning fuese elegido en el parlamento».
En este punto, con la hacienda familiar en liquidación, Henry fue dejado en libertad de seguir su propio camino. La familia aún presumía importantes vínculos en la City y fue tomada en consideración la hipótesis de un laureado en leyes. Finalmente, después de una larga y sufrida meditación, el joven se resolvió definitivamente a tomar las órdenes anglicanas; le confesó a su tutor que maduró la decisión mientras se encontraba en una librería, intentando leer una colección de sermones de John Wesley.
Archidiácono
En el Merton College, Manning recibió una educación teológica confusa y heterogénea, obligado a leer «kilómetros de autores anglicanos» que mostraban más que nada la incertidumbre doctrinal que reinaba en la Iglesia de Inglaterra. En este período, dada la cercanía entre el Merton y el Oriel, resaltó también el inicio de la amistad con John Henry Newman.
En enero de 1833, después de la ordenación al diaconado, Manning fue mandado a Upwalden, en Sussex, para asistir a John Sargent, entonces rector de Lavington y Graffham. En la primavera se comprometió con la hija de este último, Caroline, y cuando el reverendo murió súbitamente en mayo, la viuda hizo de todo a fin que Henry pudiese heredar el cargo: fue así que el 9 de junio fue ordenado por el obispo Edward Maltby de Chichester, deviniendo nuevo rector de Lavington. Unos pocos meses más tarde, precisamente el 7 de noviembre, pudo finalmente casarse con la chica que amaba.
En 1829, en virtud de sus apreciadísimas cualidades oratorias, Henry fue elegido presidente de la Union Debating Society. Rechazó el nombramiento, prefiriendo prepararse mejor para los exámenes finales, que afrontó obteniendo la máxima calificación. Como hijo menor de un conocido exponente del laicado anglicano, el joven Manning sabía estar casi ciertamente destinado a una carrera en el ámbito eclesiástico, pero, al menos por algún tiempo, fue seriamente tentado por la política. En 1831, sin embargo, la bancarrota del padre truncó el nacimiento de toda su veleidad: «Quién sabe», escribió Robert Gray, «cómo sería diferente la Era victoriana si Gladstone hubiese perseverado en su inicial ambición de convertirse en sacerdote y Manning fuese elegido en el parlamento».
En este punto, con la hacienda familiar en liquidación, Henry fue dejado en libertad de seguir su propio camino. La familia aún presumía importantes vínculos en la City y fue tomada en consideración la hipótesis de un laureado en leyes. Finalmente, después de una larga y sufrida meditación, el joven se resolvió definitivamente a tomar las órdenes anglicanas; le confesó a su tutor que maduró la decisión mientras se encontraba en una librería, intentando leer una colección de sermones de John Wesley.
Archidiácono
En el Merton College, Manning recibió una educación teológica confusa y heterogénea, obligado a leer «kilómetros de autores anglicanos» que mostraban más que nada la incertidumbre doctrinal que reinaba en la Iglesia de Inglaterra. En este período, dada la cercanía entre el Merton y el Oriel, resaltó también el inicio de la amistad con John Henry Newman.
En enero de 1833, después de la ordenación al diaconado, Manning fue mandado a Upwalden, en Sussex, para asistir a John Sargent, entonces rector de Lavington y Graffham. En la primavera se comprometió con la hija de este último, Caroline, y cuando el reverendo murió súbitamente en mayo, la viuda hizo de todo a fin que Henry pudiese heredar el cargo: fue así que el 9 de junio fue ordenado por el obispo Edward Maltby de Chichester, deviniendo nuevo rector de Lavington. Unos pocos meses más tarde, precisamente el 7 de noviembre, pudo finalmente casarse con la chica que amaba.
Su feliz matrimonio duró hasta la prematura muerte de Caroline, en 1837, causada por la tubercolosis. Manning, que por entonces mantuvo siempre la más estricta reserva sobre su mujer y sobre el período transcurrido junto a ella, quiso dedicarle una vidriera de la catedral Chichester. Afortunadamente no tiene ningún seguidor la ilación de Strachey según el cual el futuro cardenal con el tiempo llegó a saludar la muerte de su epsosa como una providencial liberación de un fardo que le habría impedido acceder al sacerdocio católico.
Su trabajo en Lavington mostró inmediatamente a Manning los límites de la postura evangélica, que daba excesiva relevancia al individuo y a sus emociones. Este hecho, adicional a la publicación del primer Tracts for the Times y al nacimiento del Movimiento de Oxford, lo condujo poco a la vuelta hacia el anglocatolicismo de Newman y compañía. Manning compartía el fervor con el cual el amigo reivindicaba para el anglicanismo una auténtica sucesión apostólica y su desprecio por aquellas ideas liberales que se estaban difundiendo cual mancha de aceite, permeando de relativismo y de caos moral la misma Iglesia de Inglaterra. Estando lejos de Oxford, el rector de Lavington no fue nunca una figura central del Movimiento, limitándose a ocuparse de los trabajos de traducción para Newman; no obstante esto, además de aprender el pensamiento cristiano de los primeros siglos y descubrir la importancia de la tradición para una correcta interpretación de las Sagradas Escrituras, hizo de todo para difundir las ideas anglocatólicas en su parroquia y en las vecinas.
Recordado por la profunda espiritualidad y sus maravillosas predicaciones, Manning restableció en Lavington la celebración litúrgica cotidiana, visitaba frecuentemente las casas de los parroquianos y no era raro verlo pasear por la región en hábito talar, para destacar la dignidad del sacerdote. Además, se comprometió también en el campo educativo, sosteniendo muchas veces públicamente que solo a la Iglesia anglicana correspondía el derecho de dirigir el sistema educativo del país (según él, una educación sin religión era una contradicción in términis).
En 1838 realizó el primero de sus numerosos viajes a Roma. Tuvo oportunidad de encontrar a Nicholas Patrick Wiseman, entonces rector del Colegio Inglés, pero no fue particularmente impresionado ni por la ciudad ni por los lujos del catolicismo. Regresó a casa solamente con el deseo de contribuir al Fondo Episcopal Colonial para crear nuevas diócesis anglicanas en el resto del mundo.
Recordado por la profunda espiritualidad y sus maravillosas predicaciones, Manning restableció en Lavington la celebración litúrgica cotidiana, visitaba frecuentemente las casas de los parroquianos y no era raro verlo pasear por la región en hábito talar, para destacar la dignidad del sacerdote. Además, se comprometió también en el campo educativo, sosteniendo muchas veces públicamente que solo a la Iglesia anglicana correspondía el derecho de dirigir el sistema educativo del país (según él, una educación sin religión era una contradicción in términis).
En 1838 realizó el primero de sus numerosos viajes a Roma. Tuvo oportunidad de encontrar a Nicholas Patrick Wiseman, entonces rector del Colegio Inglés, pero no fue particularmente impresionado ni por la ciudad ni por los lujos del catolicismo. Regresó a casa solamente con el deseo de contribuir al Fondo Episcopal Colonial para crear nuevas diócesis anglicanas en el resto del mundo.
Dos años más tarde, Manning fue nombrado archidiácono de Chichester para ayudar al obispo Philip Shuttleworth en la gestión del clero diocesano y para supervisar el estado de los edificios eclesiásticos. Por entonces tomó el hábito de publicar anualmente una carta abierta, denominada “Charge”, en el cual aclaraba sus reflexiones sobre el estado de la Iglesia inglesa. Los textos, brillantes y bien cuidados, comenzaron a circular rápidamente haciéndole ganar un número creciente de partidarios en todo el país.
Dal punto di vista teologico Manning fu debitore di Newman e del
Movimento di Oxford, ma da nessuno, se non dal suo cuore, imparò la
compassione per gli ultimi e gli emarginati: «La sua lotta contro il
mondo», nota ancora Gray, «non fu condotta, come quella di Newman, a una
distanza confortevole dalle sofferenze che il mondo stesso causava».
Spirito troppo pratico ed empatico per ignorare il problema della
povertà dilagante – lo ricorda anche Evelyn Waugh nella sua biografia di
mons. Ronald Knox – il nuovo arcidiacono diede il via a varie opere di
carità, facendo della questione sociale uno dei suoi campi di battaglia
prediletti.
Non per questo ignorava le polemiche teologiche che all’epoca stavano attraversando il mondo anglicano sul problema del rapporto tra stato e Chiesa nazionale, le medesime polemiche che avrebbero portato, nel 1843, alla pubblicazione dell’ultimo Tract di Newman e all’allontanamento di quest’ultimo da Oxford. Sebbene non ne condividesse le scelte, Manning andò spesso a visitarlo nel suo ritiro a Littlemore, convinto che le divergenze d’opinione non dovessero mai ostacolare una sincera amicizia.
Conformemente al suo spirito pugnace, l’arcidiacono entrò comunque a gamba tesa nel dibattito con un grosso tomo dedicato a Gladstone, dal titolo The Unity of the Church (1842) . Il libro, un prodotto decisamente mediocre, rifletteva la confusione dottrinale dell’autore: se gli argomenti erano tutti contro l’anglicanesimo e, anzi, sembravano dare ragione alla Chiesa cattolica, le conclusioni erano invece misteriosamente a suo favore.
Una polémica faltante
Manning era in cerca di certezze dottrinali e, allo stesso tempo, iniziava ad accorgersi di come la Chiesa d’Inghilterra fosse impotente, ormai ridotta a mero strumento politico nella mani del governo. Per il momento, comunque, si rifiutava di accettare la conclusione di Newman secondo cui la lotta per dimostrare la cattolicità dell’anglicanesimo fosse una causa persa. Come confidò per lettera al suo nuovo mentore, il reverendo Robert Wilberforce – che sarebbe morto nel 1857 da cattolico, poco prima dell’ordinazione sacerdotale – «Mi pare che la nostra teologia sia nel caos, non abbiamo principi, nessuna forma, nessun ordine, o struttura, o scienza. Mi sembra inevitabile che ci debba essere una tradizione evangelica intellettualmente vera ed esatta, e che la teologia scolastica costituisca (più o meno) una simile tradizione. Noi l’abbiamo rigettata e non l’abbiamo sostituita con niente».
Non per questo ignorava le polemiche teologiche che all’epoca stavano attraversando il mondo anglicano sul problema del rapporto tra stato e Chiesa nazionale, le medesime polemiche che avrebbero portato, nel 1843, alla pubblicazione dell’ultimo Tract di Newman e all’allontanamento di quest’ultimo da Oxford. Sebbene non ne condividesse le scelte, Manning andò spesso a visitarlo nel suo ritiro a Littlemore, convinto che le divergenze d’opinione non dovessero mai ostacolare una sincera amicizia.
Conformemente al suo spirito pugnace, l’arcidiacono entrò comunque a gamba tesa nel dibattito con un grosso tomo dedicato a Gladstone, dal titolo The Unity of the Church (1842) . Il libro, un prodotto decisamente mediocre, rifletteva la confusione dottrinale dell’autore: se gli argomenti erano tutti contro l’anglicanesimo e, anzi, sembravano dare ragione alla Chiesa cattolica, le conclusioni erano invece misteriosamente a suo favore.
Una polémica faltante
Manning era in cerca di certezze dottrinali e, allo stesso tempo, iniziava ad accorgersi di come la Chiesa d’Inghilterra fosse impotente, ormai ridotta a mero strumento politico nella mani del governo. Per il momento, comunque, si rifiutava di accettare la conclusione di Newman secondo cui la lotta per dimostrare la cattolicità dell’anglicanesimo fosse una causa persa. Come confidò per lettera al suo nuovo mentore, il reverendo Robert Wilberforce – che sarebbe morto nel 1857 da cattolico, poco prima dell’ordinazione sacerdotale – «Mi pare che la nostra teologia sia nel caos, non abbiamo principi, nessuna forma, nessun ordine, o struttura, o scienza. Mi sembra inevitabile che ci debba essere una tradizione evangelica intellettualmente vera ed esatta, e che la teologia scolastica costituisca (più o meno) una simile tradizione. Noi l’abbiamo rigettata e non l’abbiamo sostituita con niente».
Qualcosa iniziò a mutare nel suo atteggiamento quando, poco dopo l’ingresso ufficiale nella Chiesa di Roma, nel 1845, Newman pubblicò An Essay on the Development of Christian Doctrine. L’obiettivo principale dell’autore era quello di dimostrare che il cattolicesimo era dalla parte della ragione nel predicare dottrine apparentemente senza alcun legame con le pratiche della Chiesa primitiva, e nel fare ciò colse pure l’occasione per attaccare apertamente la teologia anglicana.
Per Gladstone era assolutamente necessaria una risposta e non ci pensò due volte a contattare Manning che sapeva essere, nel mondo anglo-cattolico, lo spirito più pugnace. L’arcidiacono si mise subito al lavoro, ma i dubbi e le esitazioni lo fecero vacillare al punto che il manoscritto non vide mai la luce. Sebbene considerasse An Essay un lavoro di puro genio, la sua indole, istintivamente attratta dai principi immutabili, gli fece intuire prima di altri che Newman si stava avventurando su un terreno scivoloso («La sua mente è sottile fino all’eccesso»). Più che dalla teoria dell’evoluzione dei dogmi Manning fu dunque colpito dalle argomentazioni dell’amico che, tra storia e teologia, dimostrava chiaramente come la Chiesa di Roma fosse l’unica fondata sulla roccia della certezza dottrinale, garantita da un’autorità infallibile.
L’arcidiacono, roso da dubbi crescenti che Gladstone si ostinava a non comprendere, nel 1847 finì per ammalarsi gravemente e fu costretto a trascorrere tre mesi a letto. Durante quel periodo la paura di morire, reale o immaginaria, andò a sommarsi alle usuali preoccupazioni sulla stato della propria anima. Fu perciò molto sollevato quando, una volta guarito, poté accostarsi al confessionale, molto probabilmente per la prima volta in vita sua. Per la convalescenza gli fu consigliato di passare del tempo in Italia, a Roma, dove arrivò a fine novembre, non prima di aver assistito con commossa partecipazione a diverse celebrazioni liturgiche in Francia.
Cambio de ruta
A differenza di Newman, che mai apprezzò Roma e i romani, Manning imparò ad amare la Città Eterna nonché a parlare fluentemente l’italiano.
Giuntovi con la curiosità di essere aggiornato sulle ultime novità politiche, per un periodo frequentò Padre Gioacchino Ventura, discepolo di Lamennais, e quei cattolici liberali che gravitavano intorno al Circolo Romano, un’organizzazione di stampo radicale. Nonostante i lunghi colloqui con Ventura, che fu anche il primo a introdurlo alla questione irlandese, Manning era sempre più convinto dell’origine divina della Chiesa cattolica ed era solidale con il Papa che stava attraversando uno dei tanti periodi delicati di quello che si sarebbe rivelato un pontificato difficilissimo: «E’ impossibile non amare Pio IX. Il suo è il volto più inglese che abbia mai visto in Italia». In aprile, insieme ad altri turisti britannici venne presentato al Papa e il mese dopo gli fu concesso l’onore di un’udienza privata di circa mezz’ora. Per l’arcidiacono fu un momento particolarmente significativo poiché, parlando col Pontefice, si rese conto – e fu come un fulmine a ciel sereno – che la Chiesa anglicana, nel Continente, era poco conosciuta e stimata, trattata dai più alla stregua di una curiosa setta pagana.
Sulla via del ritorno a casa l’arcidiacono si fermò a Milano per visitare la tomba di San Carlo Borromeo: «Durante la preghiera volevo conferme che San Carlo, incarnazione del Concilio di Trento, avesse ragione e noi torto. Il diacono stava cantando il Vangelo, e le ultime parole, et erit unum ovile et unus pastor, mi colpirono come se non le avessi mai sentite prima».
Nel frattempo le prove a sfavore della Chiesa d’Inghilterra andavano accumulandosi, e nel 1850, con lo scoppio di quello che giornalisticamente venne chiamato “caso Gorham”, Manning capì che per lui era venuto il momento di un cambio di rotta esistenziale.
Vicario di Brampford Speke, il reverendo George Cornelius Gorham era stato destituito dal suo ordinario, il Vescovo di Exter, Henry Phillpotts, per aver negato la dottrina della rigenerazione battesimale. Gorham aveva fatto ricorso al Privy Council che finì per dettare sentenza a suo favore, annullando conseguentemente il provvedimento vescovile. Lo scandalo che ne venne fu notevole: non solo lo stato interveniva nell’ambito ecclesiastico – prassi del resto diffusa e che già vent’anni prima aveva causato la nascita del Movimento di Oxford – ma addirittura si arrogava il diritto di definire, seppur per via traversa, questioni di natura dottrinale.
Si trattò di un abuso senza precedenti e ciò convinse l’arcidiacono a rassegnare le proprie dimissioni nel marzo del 1851. Dopo un lungo travaglio interiore, trovò la forza per mettere da parte ogni scrupolo residuo nei confronti dei famigliari e degli amici, venendo infine accolto nella Chiesa cattolica il 6 aprile da Padre Brownbill presso la cappella dei gesuiti di Farm Street. Fino ad allora nessuno così in alto nella gerarchia anglicana aveva mai imboccato la strada per Roma.
Basterebbe solo questo fatto per smentire i tanti che hanno tentato di accusare Manning di essere un “carrierista” o un “populista”, cioè di appoggiare furbescamente una causa con l’obiettivo esclusivo di trarne un qualche vantaggio personale (l’ha fatto pure Disraeli nel suo romanzo Lothair, del 1870, dove Manning compare nei panni del machiavellico cardinale Grandison). Non solo lasciando l’anglicanesimo egli rinunciò a un incarico episcopale quasi certamente garantito, ma, come sottolinea Robert Gray, «era diventato devoto di Pio IX quando il Papa veniva accusato da tutte le parti di essere un traditore» e «si fece cattolico in Inghilterra quando gli inglesi erano imbevuti di pregiudizio protestante». Per di più la Chiesa cattolica britannica, la cui gerarchia era stata appena restaurata ufficialmente dal Papa con il breve Universalis Ecclesiae, era all’epoca una risibile minoranza costituita soprattutto da immigrati irlandesi. Inoltre il nuovo arcivescovo di Westminster, il cardinale Nicholas Patrick Wiseman, aveva un bel daffare a mantenere la concordia tra i vari vescovi, memori della mutua indipendenza dei vicari apostolici, e a tenere buoni i “vecchi cattolici”, ossia i discendenti di quelle famiglie che avevano resistito nell’antica Fede durante la Riforma e che ora guardavano con fastidio alle ingerenze di Roma nei loro affari. Infilandosi in un simile ginepraio, solo uno folle avrebbe potuto pensare di assicurarsi una facile carriera.
La ordenación
Wiseman, la cui politica era quella di guadagnare convertiti illustri dall’anglicanesimo, salutò con grande gioia l’ingresso di Manning nella Chiesa cattolica. Quando poi seppe che l’ex arcidiacono aveva intenzione di diventare sacerdote, fece quanto in suo potere per accelerarne l’ordinazione. Si levò qualche voce di protesta, ma Pio IX, che apprezzava Manning e che gli aveva inviato in regalo un cameo col profilo di Cristo, appoggiò il piano, cosicché questi venne ordinato senza ulteriori indugi il 14 giugno 1851.
Manning fu quindi inviato a Roma per completare la sua formazione, dovendo giocoforza rinunciare alla proposta fattagli da Newman di diventare suo vice all’Università di Dublino, dove allora occupava l’incarico di rettore. Ovviamente non era molto contento alla prospettiva di tornare di nuovo a vestire i panni dello studente, tuttavia la scelta di Wiseman – intesta ad allargare gli orizzonti di quello che già presentiva avrebbe potuto essere un validissimo collaboratore – finì per segnare profondamente il nuovo convertito, consolidando in lui l’idea di Roma quale ultimo baluardo della Fede.
Si mise in viaggio con il fratello Charles e il poeta Aubrey de Vere che lui stesso accolse nella Chiesa ad Avignone. De Vere fu solo il primo di molti uomini illustri che si fecero cattolici per merito di Manning. Quest’ultimo iniziò proprio in quel periodo ad appuntare su uno speciale quadernetto i loro nomi, e quando nel 1865 erano diventati 343, l’ex arcidiacono veniva ormai soprannominato “L’apostolo dei nobili”. In loro compagnia, in direzione dell’Italia, vi era anche un sacerdote, George Talbot, destinato a giocare un ruolo di primo piano nella futura carriera di Manning.
Mons. Talbot, quinto figlio del Barone Talbot de Malahide, aveva otto anni meno di Manning ma godeva già di un discreto potere, svolgendo, nei fatti, il ruolo di agente di collegamento tra Pio IX e l’Inghilterra. Studente a Eton e a Oxford, aveva preso gli ordini anglicani prima di farsi cattolico e di essere ordinato sacerdote nel 1846. Wiseman lo aveva quindi mandato a Roma come suo rappresentate e Talbot, affabile quanto determinato, era diventato rapidamente ciambellano papale e intimo di Pio IX che lo chiamava «il mio buon Giorgio». Se l’amicizia tra lui e Manning maturò molto probabilmente più avanti, quel primo viaggio insieme fu comunque importante per mettere in contatto due uomini uniti da una grande ammirazione sia per l’arcivescovo di Westminster che per il Papa.
Per intercessione di Pio IX, di cui divenne amico personale, Manning venne fatto studiare presso l’Accademia Ecclesiastica, un’istituzione blasonata che curava la preparazione dei sacerdoti che avrebbero occupato un qualche incarico di servizio per la Santa Sede. L’ex arcidiacono, che trascorreva lunghe ore nella biblioteca dell’istituto, alle lezioni preferiva intrattenersi a colloquio con i gesuiti Giovanni Perrone e Carlo Passaglia, due famosi docenti del Collegio Romano, reazionario il primo, liberale il secondo.
Nel frattempo Wiseman premeva per un suo ritorno in patria: data la scarsa collaborazione degli ordini religiosi inglesi, aveva in animo di creare una fraternità sacerdotale, direttamente assoggettata a lui, con l’obiettivo di prendersi cura dei cattolici più poveri di Londra, in forte crescita a seguito della massiccia immigrazione irlandese. Manning gli sembrava l’uomo giusto per dare corpo al progetto, abile e dotato di senso pratico, un ottimo candidato pure per occupare il ruolo di vescovo ausiliario.
Del resto lo scoppio della Guerra di Crimea, nel 1854, diede ampia prova del talento gestionale del nuovo convertito: grazie ai suoi contatti governativi e alla collaborazione del vescovo Grant di Southwark, Manning riuscì a garantire ampie libertà ai cappellani cattolici dell’esercito nonché a organizzare un gruppo di suore infermiere in appoggio agli sforzi di Florence Nightingale.
Los Oblatos de San Carlos y el Capítulo de Westminster
Nel 1856 Manning terminò gli studi. Pio IX cercò di tenerlo con sé a Roma offrendogli la posizione di ciambellano papale, ma l’ex arcidiacono preferì tornarsene a Londra per dare corpo al progetto della fraternità sacerdotale tanto caro a Wiseman. Fu così che l’anno successivo vennero fondati gli Oblati di San Carlo, con sede a Bayswater. Manning, che ne divenne il primo superiore, si ispirò all’omonima congregazione voluta nel XVI secolo, a Milano, da San Carlo Borromeo, modificandone di poco la regola per adattarla meglio alla situazione inglese (l’approvazione definitiva dalla Santa Sede giunse nel 1877).
Questo è anche il periodo in cui la sua simpatia per Newman raggiunse lo zenit, tanto che l’amico volle omaggiarlo dedicandogli Sermons Preached on Various Occasions, un volume che tra l’altro contiene la famosa predica sulla “Seconda primavera” del cattolicesimo inglese.
Una manciata d’anni prima, nel 1855, Wiseman aveva scelto per il ruolo di suo coadiutore George Errington, a cui venne concesso il diritto di successione alla sede di Westminster. Errington, che per un lustro era stato vescovo di Plymouth, rappresentava i “vecchi cattolici” e, più in generale, i “cisalpini”, ovvero coloro che mal sopportavano le intrusioni di Roma nella politica ecclesiastica inglese (Manning e i loro oppositori, fedeli a Roma e al Papa, erano invece soprannominati “ultramontani”). La sua famiglia poteva vantare diversi martiri ed era collaboratore di Wiseman sin dai tempi del Collegio Inglese; ciononostante, a dispetto della confidenza maturata negli anni, il cardinale si era dimostrato sin da subito poco propenso a delegare totalmente la propria autorità senza diritto di appello. Di conseguenza il loro rapporto si era deteriorato rapidamente e già dopo sei mesi Errington aveva scritto alla Santa Sede chiedendo di essere rimosso dall’incarico. Per evitare lo scandalo, si decise di assegnare provvisoriamente a Errington la guida della diocesi di Clifton, giusto il tempo per fare calmare un po’ le acque. Ciò portò all’allontanamento di quest’ultimo da Londra dal 1855 al 1857, proprio gli anni in cui l’astro di Manning stava iniziando a brillare.
Fu comunque una sorpresa per molti quando il Papa, nel 1857, lo nominò prevosto del Capitolo di Westminster, un’assemblea in supporto al vescovo di cui facevano parte i sacerdoti più validi della diocesi. Manning stesso accolse la nomina con stupore, consapevole ora di trovarsi in una posizione delicatissima: in qualità di superiore degli oblati, infatti, stava portando avanti con entusiasmo le politiche “ultramontane” di Wiseman – e la cosa, inutile dirlo, non piaceva a tutti – mentre come prevosto si trovava ad avere a che fare con i “vecchi cattolici” più ostili al cardinale. A garantirlo nel suo nuovo ruolo, oltre a Pio IX, vi era comunque mons. Talbot, assiduo frequentatore dei palazzi romani anche per perorare la causa dell’amico inglese.
Da parte sua Wiseman colse al volo l’occasione per convincere il Papa ad allontanare definitivamente Errington dall’incarico di suo coadiutore, togliendogli pure il diritto di successione alla sede di Westminster. La querelle si protrasse ancora per qualche tempo, fino a quando la Santa Sede si risolse ad accogliere la richiesta del cardinale. Ciò avvenne nel 1860, lo stesso anno in cui Manning venne insignito del titolo onorifico di Protonotaro apostolico.
Adversarios por todas partes
A partire dal 1861, con il Risorgimento in corso, Manning si ritrovò insieme al convertito William George Ward e a pochi altri a rivestire in Inghilterra il ruolo di infaticabile sostenitore del Pontefice. Nelle sue prediche e negli scritti difese sempre con vigore il potere temporale della Chiesa, animato da toni polemici che piacevano poco ai “cisalpini” alla Newman e che, come prevedibile, diedero il la al progressivo raffreddamento dei rapporti tra i due. Manning, poco tollerante con chi, nel momento della controversia, non gli mostrava il più leale sostegno, polemizzò pure con Gladstone, chiedendo all’amico ragione del perché il governo inglese si spendesse così tanto per l’unità italiana mentre sembrava del tutto insensibile alle rivendicazioni nazionaliste dell’Irlanda.
Come se la situazione non fosse già abbastanza complicata, in senso alla gerarchia inglese seguitavano le solite polemiche sulle prerogative dei singoli vescovi e su quanto dovesse pesare, nelle scelte più importanti, l’autorità dell’arcivescovo di Westminster. A guidare la compagine di chi rivendicava una maggior autonomia vi era il vescovo di Birmingham, William Bernard Ullathorne, tra i pochi a possedere l’abilità sufficiente per poter seriamente minacciare la posizione di un Wiseman sempre più debole e stanco. Manning non fu abbastanza abile da evitare che il caso venisse sottoposto a Roma e, a peggiorare le cose, cominciò a circolare anche la voce che Errington – sostenuto dalla maggioranza dei vescovi – fosse intenzionato a reclamare i suoi vecchi diritti di successione.
Prima della morte di Wiseman, nel febbraio del 1865, Manning ottenne almeno una piccola vittoria con la conferma del divieto per i cattolici di poter frequentare l’università di Oxford e con la rinuncia da parte di Newman ad aprire un college cattolico in quell’università: «Manning», scrive Gray, «fu sempre il primo a riconoscere l’importanza di un’educazione di livello per i cattolici, ma voleva che fosse impartita da un’università cattolica autonoma, non da un college cattolico in un’università protestante».
Arzobispo de Westminster
Dopo la scomparsa di Wiseman, la questione di chi gli sarebbe succeduto in qualità di arcivescovo di Westminster rimase senza soluzione per dieci settimane. Manning, che non sperava nulla per sé e che temeva che quella “ultramontana” fosse una parentesi ormai conclusa, caldeggiava la nomina di Ullathorne. Nonostante le diverse opinioni, a suo dire il vescovo di Birmingham rimaneva l’unico in grado di guidare con mano ferma il piccolo gregge cattolico in una realtà che gli era ancora ostile. Da parte sua il Capitolo di Westminster propose a Roma tre nomi, ovvero quelli del vescovo Clifford di Clifton, del vescovo Grant di Southwark e di Errington, che nel frattempo aveva rifiutato la nomina ad arcivescovo di Port of Spain, sull’isola di Trindad. Dal momento che Clifford e Grant si chiamarono fuori quasi subito, Errington rimase l’unico in lizza; Pio IX, quando venne a conoscenza della cosa, andò su tutte le furie: «Questa è un offesa!».
Se i “vecchi cattolici” inglesi e la gerarchia irlandese premevano per Errington, Propaganda Fide preferiva Ullathorne (anche se più tardi il cardinale Barnabò, intuendo le intenzioni del Papa, passò a sostenere Manning). Lord Palmerston, il primo ministro britannico, fece sapere che la scelta di Clifford o Grant sarebbe stata egualmente soddisfacente per il governo, e il cardinale Antonelli, Segretario di Stato del Papa, si risolse ad appoggiare la candidatura di Clifford.
Fu quindi una sorpresa per tutti, Manning compreso, quando in primavera Pio IX espresse la decisione di fare di lui il nuovo arcivescovo di Westminster, persuaso sia dalle qualità pratiche che della solidità dottrinale dell’ex arcidiacono.
Convinto che fosse vitale collaborare con gli altri vescovi ed evitare – quando possibile – inutili scontri, Manning volle dapprima dedicare tutte le energie al consolidamento della propria diocesi. Dopo la consacrazione episcopale, avvenuta l’8 giugno per mano di Ullathorne, approvò il progetto per la nuova cattedrale di Westminster, che sarebbe stata completata solo dopo la sua morte; favorì poi l’istituzione di un sistema di scuole primarie in grado di rispondere alle esigenze delle famiglie fedeli a Roma, e fece costruire anche orfanotrofi e riformatori, animato dal desiderio di strappare i fanciulli cattolici dalle grinfie della famigerate Workhouse protestanti.
Su scala nazionale promosse invece vaste campagne a favore dell’astensionismo dall’alcol, una piaga che allora affliggeva la classe operaia, e prese a interessarsi sempre di più alla questione irlandese. Oltre a stabilire contatti con l’arcivescovo Cullen di Dublino, utilizzò in più di una occasione le sue conoscenze politiche per indirizzare il governo britannico verso la concessione di una maggiore autonomia all’isola.
In realtà nei confronti dell’Irlanda il suo atteggiamento fu sempre piuttosto ambiguo: Manning aveva a cuore la tutela dei diritti del popolo irlandese – lo dimostra la Letter to Earl Gray (1868), il pamphlet più infuocato che scrisse – ma gli interessi della Chiesa e la stabilità dell’Impero britannico avevano comunque la priorità. Soprattutto temeva che in Irlanda il movimento nazionalista, al pari di quello italiano, potesse prendere una piega anticattolica, e nella sua testa “feniano” e “mazziniano” divennero presto sinonimi perfetti.
L’arcivescovo era così coinvolto nella vita pubblica inglese che nel 1869 lo «Spectator» avanzò l’ipotesi di nominarlo pari del regno, un episodio che la dice lunga su come l’integrazione sociale dei cattolici stesse procedendo a grandi falcate.
Sul fronte dottrinale non passò molto tempo prima che Manning si trovasse coinvolto in nuove polemiche. Se già nel 1864 aveva invitato con successo il Sant’Uffizio a condannare il gruppo ecumenico noto come Association for the Promotion of the Unity of Christendom (APUC), nell’autunno del 1865 un nuovo libro di Pusey offrì a Newman il pretesto per attaccare gli “ultramontani”. Ward aveva pronta una risposta al fulmicotone e fu solo grazie all’intervento di Manning se non venne mai pubblicata. L’arcivescovo invitava alla moderazione anche perché nel frattempo era impegnato in prima persona a ostacolare l’ennesimo tentativo degli oratoriani di aprire una loro sede a Oxford. Manning invocò l’intervento di Propaganda Fide che nel 1867 dettò sentenza a suo favore. Questo e altri episodi simili contribuirono a incrementare ulteriormente la distanza tra lui e Newman, attorno al quale cominciarono a coalizzarsi i suoi oppositori.
El Concilio Vaticano y la acción social
Nonostante non fosse ancora stato nominato arcivescovo, nell’aprile del 1865 Manning fu uno dei pochi prelati a ricevere da Pio IX una lettera confidenziale in cui il Pontefice annunciava l’intenzione di convocare un Concilio. Cinque anni dopo, nell’aula conciliare l’ex anglicano fu tra i più strenui sostenitori del dogma dell’infallibilità pontificia di contro al vescovo Dupanlup di Orleans e agli altri che, come lui, ritenevano un simile pronunciamento inopportuno. Secondo Dupanlup era troppo alto il rischio di inasprire i rapporti tra la Santa Sede e i governi europei, allontano ancora di più dalla Vera Chiesa anche i protestanti e gli scismatici orientali. Newman, così come la maggioranza dei fedeli inglesi, la pensava allo stesso modo; malgrado ciò l’arcivescovo di Westminster non si fece intimidire e, appena giunto a Roma, con lo zelo di un San Carlo fece in modo che gli schemi sull’infallibilità fossero dibattuti il prima possibile (dai più maliziosi venne ribattezzato “il diavolo del Concilio”). Il 25 maggio il suo lungo discorso di quasi due ore fu accolto dall’entusiasmo generale: Manning sottolineò come lui fosse l’unico convertito presente al Concilio e che la dottrina dell’infallibilità non avrebbe allontanato i protestanti dalla Chiesa, anzi, li avrebbe attratti come una luce in mezzo all’oscurità e al caos della modernità.
Alla fine venne approvata una formula più restrittiva rispetto a quella auspicata dall’arcivescovo, ma questo non gli impedì di tornarsene a Londra da vincitore, seppure con qualche nemico in più. La sua amicizia con Gladstone, benché di lungo corso, non sopravvisse alle polemiche scatenate in Inghilterra dagli “anti-papisti”, mentre la Letter to the Duke of Norfolk di Newman, intesa a minimizzare l’entusiasmo “ultramontano” per il Concilio, non fece altro che gettare nuova benzina sul fuoco, restituendo all’opinione pubblica l’immagine di una Chiesa poco coesa al suo interno (altre contese sorsero con l’ex amico in occasione della sua elevazione al cardinalato, nel 1879, ma ormai tra lui e Manning non vi era più affetto né stima).
I toni più estremi l’arcivescovo preferì riservarli per condannare il Risorgimento italiano. Nel 1870, a seguito della presa di Roma, ciò non lo trattenne comunque dal criticare la politica d’inerzia dei cosiddetti “miracolisti”, invitando la Santa Sede a trovare una qualche forma d’accordo con Vittorio Emanuele II.
In Inghilterra si dedicò principalmente a scrivere sermoni e articoli in difesa del Papa e della Chiesa, provvedendo pure alla fondazione di nuovi seminari per garantire ai candidati al sacerdozio una preparazione adeguata, concorrenziale a quella offerta dai gesuiti, un ordine con cui da tempo non era più in buoni rapporti. Le sue idee sul sacerdozio, «il più alto stato di perfezione nel mondo», vennero successivamente raccolte nel libro The Eternal Priesthood (1883), un classico della spiritualità cattolica.
Intransigente per quanto riguardava i princìpi, negli affari del mondo Manning era più pragmatico, pronto a tradurre la parola in azione e a cogliere l’opportunità migliore per avvantaggiare la causa cattolica. Se mai fu machiavellico – accusa che Disraeli gli rinfacciò nuovamente in un altro romanzo, Endymion (1880), meno sferzante del precedente – lo fu non per un qualche vantaggio personale ma per la maggior gloria della Chiesa. Si spese per salvaguardare il diritto a esistere delle scuole religiose e tentò, per quanto inutilmente, di fondare un’università cattolica; combatté inoltre la prostituzione, si oppose alla vivisezione degli animali e continuò la sua lotta contro l’alcolismo fondando la League of the Cross, un movimento che nei suoi stilemi organizzativi para-militari anticipò l’Esercito della Salvezza di William Booth.
Sul fronte economico Manning aveva scarsa simpatia per i teorici del laissez-faire ed era fermamente convinto che il sistema capitalista dovesse essere riformato al più presto, altrimenti prima o poi sarebbe scoppiata una terribile rivoluzione. Per lui era la società che doveva servire l’uomo e non viceversa. Come ricorda Gray: «Il suo astio per i dogmi sociali era evidente tanto quanto il suo amore per quelli religiosi».
La causa per la tutela dei poveri e degli oppressi avvicinò Manning a John Ruskin, di cui fu ammiratore e amico, mentre il pio desiderio di convertire a Cristo gli intellettuali vittoriani lo portò a prendere parte agli incontri della Metaphysical Society. Al contrario l’intellighenzia cattolica non smise mai di considerarlo con sospetto per il suo forte attaccamento a Roma, giudicato eccessivo e sconveniente. Il poeta Coventry Patmore fu il più volgare quando osò definirlo «un’anima piccina».
Nel 1875 Manning ricevette la berretta cardinalizia. La promozione giunse sorprendentemente in ritardo essendo attesa già all’indomani della sua nomina ad arcivescovo. Probabilmente la condotta troppo battagliera al Concilio costrinse il Papa a temporeggiare ancora per un po’, volendo evitare di dare ai detrattori l’impressione che il cardinalato a Manning fosse solo una ricompensa per il suo impegno a sostegno dell’infallibilità, nulla più che un quid pro quo.
Intransigente per quanto riguardava i princìpi, negli affari del mondo Manning era più pragmatico, pronto a tradurre la parola in azione e a cogliere l’opportunità migliore per avvantaggiare la causa cattolica. Se mai fu machiavellico – accusa che Disraeli gli rinfacciò nuovamente in un altro romanzo, Endymion (1880), meno sferzante del precedente – lo fu non per un qualche vantaggio personale ma per la maggior gloria della Chiesa. Si spese per salvaguardare il diritto a esistere delle scuole religiose e tentò, per quanto inutilmente, di fondare un’università cattolica; combatté inoltre la prostituzione, si oppose alla vivisezione degli animali e continuò la sua lotta contro l’alcolismo fondando la League of the Cross, un movimento che nei suoi stilemi organizzativi para-militari anticipò l’Esercito della Salvezza di William Booth.
Sul fronte economico Manning aveva scarsa simpatia per i teorici del laissez-faire ed era fermamente convinto che il sistema capitalista dovesse essere riformato al più presto, altrimenti prima o poi sarebbe scoppiata una terribile rivoluzione. Per lui era la società che doveva servire l’uomo e non viceversa. Come ricorda Gray: «Il suo astio per i dogmi sociali era evidente tanto quanto il suo amore per quelli religiosi».
La causa per la tutela dei poveri e degli oppressi avvicinò Manning a John Ruskin, di cui fu ammiratore e amico, mentre il pio desiderio di convertire a Cristo gli intellettuali vittoriani lo portò a prendere parte agli incontri della Metaphysical Society. Al contrario l’intellighenzia cattolica non smise mai di considerarlo con sospetto per il suo forte attaccamento a Roma, giudicato eccessivo e sconveniente. Il poeta Coventry Patmore fu il più volgare quando osò definirlo «un’anima piccina».
Nel 1875 Manning ricevette la berretta cardinalizia. La promozione giunse sorprendentemente in ritardo essendo attesa già all’indomani della sua nomina ad arcivescovo. Probabilmente la condotta troppo battagliera al Concilio costrinse il Papa a temporeggiare ancora per un po’, volendo evitare di dare ai detrattori l’impressione che il cardinalato a Manning fosse solo una ricompensa per il suo impegno a sostegno dell’infallibilità, nulla più che un quid pro quo.
La última recepción en que participó el cardenal, en 1891. Manning está hablando con el Duque de Norfolk, mientras a la derecha se erige la figura de Herbert Vaughan, su sucesor en la sede de Westminster
Ciò che è certo è che al conclave che seguì la morte di Pio IX, Manning non fu mai seriamente in lizza per diventarne il successore. Ottenne forse uno o due voti e ciononostante fu l’inglese più vicino al papato dai tempi di Nicholas Breakspear. D’altronde lui stesso era consapevole che in un simile frangente storico la scelta migliore sarebbe stata quella di un Pontefice italiano, cosa che puntualmente avvenne con l’elezione di Leone XIII.
Tiempo de cuentas
Si bien en sus últimos años de vida dejaba poco el palacio de Westminster, Manning continuó esforzándose por los católicos, interviniendo en el debate público a favor de la religión y contra los errores de la modernidad. Para el cardenal, que entre tanto había retomado correspondencia con Gladstone, las decisiones políticas y morales eran simplemente inseparables: esto es lo que tenía en mente cuando a un joven Belloc dijo que «todos los conflictos humanos, en último análisis, son teológicos».
Una de las pruebas más fuertes de la confianza que los fieles alimentaban en él ocurrió en ocasión de la huelga en el puerto de Londres, en 1889. Miles de obreros –entre ellos un gran número de católicos irlandeses– salieron a protestar por causa de los salarios demasiado bajos y decideron tener como interlocutor únicamente a Manning. Después de haber hablado a la multitud, fue nombrado representante de los obreros para dirigir las negociaciones con el gobierno. La situación fue resuelta tan brillantemente que en mayo del año siguiente, en ocasión del día del trabajo, el retraro del cardenal fue llevado en procesión por las calles de Londres junto al de Karl Marx (un “honor” que no debió gustarle mucho).
Si la obra de Manning, al contrario de lo que algunos sostienen, no fue la principal fuente de inspiración de la encíclica Rerum Novárum de León XIII, de fecha 1891, su ejemplo contribuyó por lo menos a evitar que roma asumiese una posición excesivamente “clausurista” sobre la cuestión social.
Junto a sus muchos méritos, Manning tuvo también grandes límites. Su espíritu inclinado a la acción lo llevaba a veces a seguir más la emoción que la razón, tanto como en los debates doctrinales internos en el catolicismo la sensación propagada es que se linitaba a considerar a los adversarios enemigos de la Verdad de Cristo y de la Iglesia solo por el hecho de tener opiniones diferentes a las suyas. Del mismo modo, el entregarse completamente a los demás le impidió, paradójicamente, tener amigos íntimos: fue un prelado fundamentalmente solitario, y ni siquiera los poquísimos que mejor lo conocieron llegaron jamás a penetrar la coraza de su proverbial reserva.
Al menos una cosa es generalmente incontestable: con su muerte el 14 de enero de 1892, se cierra uno de los paréntesis más brillantes para el catolicismo inglés de los últimos dos siglos.
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