sábado, 7 de enero de 2023

EN TORNO AL CONCEPTO DE EVOLUCIÓN

Artículo publicado por el Prof. Juan Carlos Ossandón Valdés en varias separatas de la revista “Iesus Christus” (Fraternidad Sacerdotal San Pío X – Distrito de América del Sur). Rescatado de CATÓLICOS ALERTA - PRIMERA ÉPOCA (Parte 1, Parte 2, Parte 3, Parte 4 y Parte 5).
  
EN TORNO AL CONCEPTO DE EVOLUCIÓN
  

En un artículo de divulgación, un científico norteamericano nos da lo que, podríamos llamar la versión popular de la evolución:
«Consideramos actualmente la evolución como un proceso continuo. Los elementos evolucionan a partir del hidrógeno; aparecen moléculas inorgánicas y moléculas orgánicas. Estas últimas reaccionan entre sí para producir sistemas del tipo del ADN: sistemas del tipo de los virus evolucionan hacia formas celulares y evolucionan dando plantas y animales pluricelulares. Finalmente aparece el hombre» (G.W. Beadle, Saturday Review, 14 de noviembre de 1959, citado por Raymond J. Nogar, “La evolución y la filosofía cristiana”, Trad. de Ismael Antich, Herder, Barcelona 1967, pág. 243). 
Esta visión vulgar sostiene, además, que todo esto está científicamente demostrado, que es un hecho real y no una mera hipótesis, por lo que no cabe ya discusión sino a nivel de detalle referente a los mecanismos que impulsan el proceso, a las fechas en que aparecen animales y vegetales y otros detalles que pronto se dilucidarán. 
   
Pero los científicos parece que desean algo más. Teilhard de Chardin asegura: 
«La evolución, ¿es una teoría, un sistema o una hipótesis? Es mucho más que todo eso. Es una condición general a la que deben plegarse todas las teorías, todas las hipótesis, todos los sistemas, una condición que deben satisfacer de ahora en adelante para que puedan tomarse en consideración y para que puedan ser ciertas» (“El fenómeno humano”, citado por Nogar, o.c., pág. 245). 
Con lo cual la evolución abandona el mundo científico en el que nació e invade el lógico. Logra, en este último, la expectable posición que tenía el principio de contradicción en la lógica aristotélica y que, hasta la fecha, nadie le había discutido. Sin embargo con esto no está todo dicho. En 1959 se reunieron 50 connotados científicos en Chicago para celebrar el centenario de la publicación del libro de Darwin. J. Huxley asiste a la magna asamblea que reúne lo más granado de la sociedad científica contemporánea y nos da la última palabra en materia de exaltación de la evolución: 
«En el tipo de pensamiento sobre la evolución no hay lugar para seres sobrenaturales (espirituales) capaces de afectar el curso de los acontecimientos humanos, ni hay necesidad de ellos. La tierra no ha sido creada. Se ha formado por evolución. El cuerpo humano, la mente, el alma, y todo lo que se ha producido, incluyendo las leyes, la moral, las religiones, los dioses, etc., es enteramente resultado de la evolución mediante selección natural…» (“Evolution After Darwin”, citado por Nogar, op. cit., pág. 246).
J.C. Mansfiel solicita que los estudiantes de secundaria sean embebidos en el pensamiento de la evolución de tal modo que se acostumbren a pensar todo en «términos de proceso y no en términos de situación estática» (citado por Nogar, op. cit., pág. 244). 
  
Asistimos, pues, al triunfo de Heráclito. Raymond Nogar, fervoroso partidario de la evolución, de quien hemos tomado estas citas, no tiene gran inconveniente en hacer ver la influencia, a veces decisiva, del pensamiento evolucionista en la filosofía contemporánea, especialmente en el historicismo, marxismo, existencialismo.
   
Podemos, pues, decir, que el pensamiento humano de estos dos últimos siglos está profundamente marcado por la doctrina de la evolución. 
   
Sin embargo, E. Gilson, en su reciente estudio sobre la biología a la luz de la filosofía, nos advierte: 
«Las palabras tienen su importancia. “Evolución” prestó, sobre todo, el servicio de ocultar la ausencia de una idea» (“De Aristóteles a Darwin (y vuelta)”, trad. de Alberto Clavería, Eunsa, 2.ª edición, Pamplona, 1967). 
Creemos soñar. Uno de los más grandes filósofos del siglo XX, uno de los más grandes historiadores del pensamiento filosófico ha llegado a la conclusión de que existe una palabra, «evolución», pero no existe la idea correspondiente. Y esta ausencia de idea es la clave del pensamiento contemporáneo. Desastre igual no habían visto los siglos. 
   
Raymond Nogar, confiesa que la evolución, al salir del campo biológico donde nació, ha perdido su carácter de concepto unívoco para convertirse en un concepto equívoco; en otras palabras, el término evolución no representa una idea definida sino multitud de ellas. Vale decir, este partidario de la evolución biológica reconoce el mismo hecho que Gilson denuncia con tanto vigor. 
 
Creo, pues, que es conveniente abocarse a la tarea de esclarecer este concepto para así comprender un poco mejor, si cabe, su uso en la actualidad.
   
I. LA INSPIRACIÓN
 
El primero de julio de 1858 fueron leídos en la Real Sociedad Linneana de Londres dos trabajos. 
    
El primero era de Carlos Darwin y el segundo de Alfredo Wallace. Así nació públicamente lo que hoy se conoce como «teoría de la evolución». Darwin y Wallace habían trabajado con perfecta independencia, el primero viajando por Sudamérica y el segundo por el archipiélago malayo, pero habían llegado a la misma conclusión: la variedad actual observable en el reino animal y vegetal no era producto de la infinita sabiduría del Dios de la Biblia, sino el 
resultado de la selección natural. 
 
Escuchemos cómo Wallace nos relata el mecanismo que ha hecho posible la diversificación de las especies: 
«La vida de los animales salvajes es una lucha por la existencia. Requiérese el ejercicio pleno de todas sus facultades y energías para conservar la propia existencia y mirar por la de la prole recién nacida. La posibilidad de procurarse el alimento durante las estaciones menos propicias y de librarse de las embestidas de sus enemigos más peligrosos son las condiciones primordiales que determinan la existencia tanto de los individuos como de toda la especie... inmenso debe de ser el número de los que mueren cada año; y como la existencia separada de cada animal depende de él mismo, los que mueren deben de ser los más débiles… y, por el contrario, los que prolongan su existencia han de ser únicamente los más perfectos en salud y robustez… Es como, indicamos al principio, una lucha por la existencia en la cual han de sucumbir siempre los más débiles y de organización más imperfecta…» [1].
El profesor Brnčić nos recuerda cómo la visión de la selección natural del pasado siglo estaba recargada con sangre, garra y colmillo y se justificaba así la bárbara competencia social y económica con un simple el más furerte debe sobrevivir y el más débil debe ser aniquilado [2].
  
Mientras leía los propósitos de Wallace, tenía la impresión de que esa visión de la naturaleza me era familiar, ya la había desarrollado antes otro pensador. En efecto, se trata de la idea que Thomas Hobbes, padre del liberalismo, se había hecho de la naturaleza humana. Es el Homo hómini lupus de los liberales, el estado natural de guerra total que supone Hobbes como condición natural del hombre [3]. Por lo que me permito discrepar de Brnčić: no es la evolución la que impone a la sociedad una economía y una política inhumanas, sino que ha sido el liberalismo el que ha inspirado la teoría de la evolución, y la ha impuesto a los biólogos. 
 
El mismo Darwin ha reconocido que la lectura casual de un connotado liberal fue decisiva para elaborar su teoría: 
«En octubre de 1838, esto es, quince meses antes de comenzar mis investigaciones sistemáticas, la casualidad hizo que leyera a Malthus sobre las poblaciones. Estando bien preparado para apreciar la lucha por la existencia que ocurre en todas partes, debido a mis largas y continuas observaciones sobre los hábitos de los animales y las plantas, se me ocurrió de golpe que bajo esas circunstancias las variaciones favorables tenderían a ser preservadas y aquéllas desfavorables a ser destruidas. El resultado sería la formación de nuevas especies» [4].
Limoges piensa que lo que de Malthus recibe Darwin es la apremiante presión que ejerce sobre los vivos esta lucha por la existencia engendrando una guerra implacables entre ellos [5]. Por curiosa coincidencia, Wallace también leyó a Malthus y reconoce en carta a A. Newton en 1887 que fue ese autor liberal quien le inspirara la teoría mucho antes de conocer a Darwin [6].
   
Hoy los estudiantes creen que esta teoría ha sido descubierta por biólogos e impuesta por sus pruebas científicas. La verdad es muy diferente: ha sido inspirada por el pensamiento político liberal e impuesta por presión ambiental en nombre de la ciencia. Como sostiene Gilson, es una extraña teoría que goza de un carácter único: es un híbrido compuesto por una doctrina filosófica y una ley científica. De este modo goza de la generalización propia de la filosofía y de la certeza demostrativa de la ciencia; en una palabra «es prácticamente indestructible» [7].
   
Tomás Roberto Malthus (1766-1834) se formó en los ideales de la Ilustración, lo que no le impidió ordenarse de pastor anglicano. La lectura de Adam Smith lo convence de la necesidad de ordenar la vida ciudadana para combatir la pobreza y, fiel a la inspiración central de la economía liberal, se convence de que la culpa de la pobreza la tienen los pobres. Su extraordinaria afición por los vicios, especialmente su afición a procrear más hijos de los que pueden alimentar, provoca un ciclo de miseria y muerte. Frente a este aumento explosivo de la población, la naturaleza responde con pobreza, guerra, epidemias, etc., de modo de controlarla y volver a los límites que la producción de alimentos tolera. Por ello Malthus es un apóstol de la campaña contra la preocupación de las autoridades por aliviar la situación de los más desposeídos. Tal política tradicional sólo perpetúa la miseria y la corrupción. David Ricardo, John Stuart Mill y otros connotados economistas liberales del siglo seguirán sus doctrinas. Toda la crítica marxista está orientada contra esta visión de la economía, no por ser injusta, sino que, aceptándola como verdadera, procura llevarla de inmediato a su desenlace final. La conocida ley de bronce del salario no es más que la expresión económica de la teoría poblacional de Malthus.
  
Darwin, pues, leyó en Malthus que los seres vivos se multiplican más rápidamente que los recursos alimenticios. Esta situación provoca una guerra sin cuartel en la que siempre triunfa el más fuerte. Esto es lo que la naturaleza busca a fin de perfeccionarse a sí misma, por ello la lucha por la existencia es positiva y da por resultado, y esto es lo que agrega Darwin, nuevas especies más perfectas que las anteriores. Notemos que Darwin reconoce que Malthus le inspiró la teoría «quince meses antes de comenzar mis investigaciones sistemáticas», lo que nos revela que no fue la biología sino la política liberal la verdadera inspiradora de la teoría de la evolución. A confesión de parte, relevo de pruebas. Dado que el liberalismo había impregnado la sociedad europea de mediados de siglo, el triunfo de la nueva teoría era imparable: la libre competencia era el dogma fundamental de la existencia incluso a nivel vegetal. 
   
En efecto, Malthus escribía: 
«En el reino animal y en el vegetal la naturaleza ha distribuido con mano rica y pródiga las semillas de la vida. En comparación, ha sido parca en cuanto al sitio y alimentación necesarios para hacerlos crecer. 
   
Los gérmenes de la vida contenidos en nuestra pequeña tierra, si tuvieran suficiente alimentación y sitio para extenderse, podrían llenar millones de mundos en algunos millares de años… En los animales y plantas sus efectos son el derroche de semillas, la enfermedad y la muerte prematura. En el hombre, la miseria y el vicio» [8].
Su cálculo se quedaba corto. Se estima en la actualidad que una simple bacteria necesita menos de una semana para producir una masa de bacterias del tamaño del planeta tierra [9]. Sin embargo, ya en 1844, el biólogo Verhulst presentaba un trabajo en la Academia Real de Bruselas en la que desarrollaba la teoría de que las especies animales y vegetales presentan una curva de crecimiento que no es constante. A lentos inicios le sigue una creciente rapidez para finalmente estabilizarse casi completamente [10].
 
Mientras la teoría de Malthus inspiraba la evolución y las políticas antinatalistas de la actualidad, los científicos han demostrado que las ideas de Verhulst y de M.T. Sadler eran las correctas. Experiencias realizadas con plantas y animales a partir del fin de la primera guerra mundial han demostrado completamente que toda población está regulada por factores internos y externos variables, siendo los principales el espacio y la alimentación. De este modo la población regula su propia fertilidad y el fenómeno temido por Malthus nunca se produce [11].
   
Podemos concluir, pues, que la idea que inspira la teoría de la evolución es un error biológico nacido de la aplicación de una falsa economía política a un terreno que no le era propio [12].
   
II. EL CONCEPTO
   
La palabra evolución proviene del latín, donde significa desarrollar, desplegar. Vale decir, se supone que no se crea nada nuevo, sino que se hace aparecer lo que ya estaba presente, aunque oculto. Por esto, poëtárum evolútio será, para Cicerón, lectura de los poetas; ya sea porque había que desenvolver el rollo escrito, ya sea porque el lector se limita a manifestar lo que estaba allí latente. 
  
Ya en la antigüedad se presentó una doctrina estrictamente evolucionista. Para la antigua Stoa el fundamento de todas las cosas es el fuego, como para Heráclito; sólo que ahora es concebido como una ley inmanente universal, un logos, que rige al universo entero como el destino y que contiene en sí la semilla de todo lo que aparecerá en el mundo. Por ello es llamado logos spermatikós, y sus semillas serán logoi spermatikoi, las que tendránexactamente una función análoga a las ideas ejemplares de Platón. Mucho placerá a San Agustín esta teoría que traducirá literalmente: ratiónes semináles creadas por Dios simul, todas juntas, pero que aparecerán paulatinamente, cada una a su debido tiempo, según la Providencia divina lo haya determinado [13]. Siguiendo a San Agustín, San Buenaventura y Malebranche, mantendrán que, terminada la creación en el primer instante, nada nuevo aparecerá jamás con independencia de ese acto creador. Curioso resulta ver esta misma doctrina defendida por un notable biólogo, Charles Bonnet (1720-1793), quien la aplica a la ontogénesis, o formación del ser vivo, y que supone que en la semilla está todo lo que aparecerá posteriormente en el adulto en estado de involución, si se permite esta expresión. Con esta doctrina, Bonnet se oponía a Aristóteles, para quien la ontogénesis crea órganos nuevos gracias a la fuerza que posee la forma para ello [14].
   
Por desgracia, parece que Bonnet fue el último que usó la palabra evolución en sentido propio. A partir del siglo XIX, esta palabra podrá significar cualquier cosa, pero ciertamente es seguro que no significa lo único que debería significar: a saber, que lo que ahora vemos ya estaba realmente presente, aunque oculto, esperando su momento propicio para aparecer.
    
Con todo, ciertos científicos y filósofos, más filósofos que científicos, han desarrollado en estos últimos siglos una teoría que, en sentido lato, aún podemos llamar evolución. Me refiero a Lamarck, Spencer, Bergson y Teilhard de Chardin. Es tal la confusión reinante que muchos piensan que estos autores sostienen la misma teoría que Darwin y Wallace, si bien difieren en algunos puntos. Uno de los pocos que intentó infructuosamente durante toda su vida aclarar las ideas fue Spencer, el verdadero creador de una teoría integral de evolución universal, filosófica, no científica, pero que hubo de reconocer, con desesperación, en 1880, que había perdido la batalla. Su teoría era atribuida a Darwin; la selección natural que la destrozaba era considerada su causa; y, para colmo de males, le era atribuida a Darwin una teoría que él mismo había rechazado [15].
   
No se intenta aquí entrar en el detalle de las hipótesis de estos autores. Digamos que, tal vez, la más coherente y bien armada de ellas sea la de Bergson. 
   
Posiblemente la única idea que comparten todos los transformismos y evolucionismos modernos sea la que expresó mejor que nadie Spencer en sus famosos principios primeros donde parte de una ley suprema de la naturaleza, la de la evolución, y luego le asigna unas leyes particulares que siempre consistirán en el tránsito de lo menos complejo a lo más complejo, y esto por necesidad interna. Como buen filósofo moderno, Spencer no da prueba alguna de sus famosas leyes, tal vez, por considerarlas demasiado evidentes. Resulta de ello que la evolución es un proceso progresivo, perfeccionador, cuyos frutos son siempre mejores a medida que el proceso mismo se va realizando.
  
Será Bergson quien identifique evolución con progreso, siendo seguido en esto por Teilhard de Chardin. Pero Bergson será quien mejor exprese la necesidad de un principio responsable de la evolución. Su justamente famoso élan vital, principio creador, ordenador, organizador de la materia, dirigirá la evolución a través de sus múltiples, innumerables elementos que son los diversos seres vivos. Precisamente, aunque tengamos que ampliar el concepto «evolución» para aplicarlo a estas teorías, ya que el resultado final no está realmente contenido en el momento inicial como requería aquélla, sin embargo hay un elemento unificador, que permanece siempre el mismo: energía, fuerza o causa de la evolución misma, responsable de los cambios que dirige con consumada sabiduría y que, por lo mismo, de algún modo podemos decir que ya los contiene en potencia antes de desarrollarlos. Así, pues, merecen el título de evolución si bien en un sentido lato y no estricto. 
 
La teoría transformista, en cambio, es algo completamente distinto. No hay aquí una fuerza interna que dirija el proceso, no hay algo que permanezca el mismo a través del tiempo y del que se pueda decir con propiedad que evoluciona. El transformismo supone un nuevo ser vivo, que nace ciertamente del anterior, pero gracias a transformaciones que éste sufre más que causa. En este sentido deberíamos interpretar a Lamarck, Darwin y Wallace. Habría que agregar a la inmensa mayoría de los científicos que en la actualidad se declaran evolucionistas. Sin embargo, como carecen de claridad de ideas y son muchas las objeciones que la teoría transformista ha levantado en los últimos años, a la hora de las explicaciones, muchos de ellos caen en un evolucionismo más o menos lato. 
 
Llamará la atención que haya repetido el nombre de Lamarck. Su hipótesis… ¿es evolucionista, o transformista? La verdad es que podría ser tanto lo uno como lo otro, todo depende del alcance que se dé a su explicación central. Sabido es que la causa del cambio es la adaptación al ambiente. Éste presiona sobre el ser vivo y lo obliga a transformarse y, por ello, suele decirse que la necesidad crea el órgano. Éste es uno de los disparates más famosos de la historia del pensamiento humano, cuyo éxito hace pensar muy mal de la calidad intelectual de los que lo han aceptado. Porque mientras no haya órgano no hay función, y mientras no haya función no hay necesidad. Ésta no es más que la relación entre el órgano y la función. La función no es más que la actividad del órgano: ¿podría haber una actividad sin el órgano correspondiente? En el mundo biológico, al menos, es imposible [16].
   
III. LA ESPECIE
   
El título del famoso libro de Darwin era: “El origen de las especies”. Hoy día la teoría que se supone defiende tal libro es llamada: Evolución de las especies; por lo que, habiendo visto qué significa el término evolución, nos resta averiguar qué queremos decir con el vocablo “especie”. Spécies significaba primitivamente: mirada, vista, golpe de vista. Parece que Cicerón usó este término para traducir el griego ειδοζ. Se trata, obviamente, de la idea platónica que dará origen a las famosas spécies impréssa y spécies expréssa de la escolástica. No es éste el sentido que ha heredado la biología actual. Como todos sabemos, Aristóteles negará la existencia extra-mundana de las ideas platónicas y las incorporará como forma a los entes corpóreos. De aquí brota un concepto de especie que reúne a todos los seres vivos que realizan una misma forma sustancial. Este sentido es muy próximo al usado hoy por las ciencias y es el que prevalecía en la biología anterior a Darwin. Linneo procura clasificar estas especies. 
   
Sin embargo, «todavía hoy, un siglo después de Darwin, el problema de las especies permanece sometido a mucho estudio activo y a una viva controversia» [17].
   
La pregunta, sin embargo, es muy simple: ¿existen especies? Dado que evolucionan, es necesario que existan; de otro modo, la teoría se reduciría a explicar el origen de alguna cosa que no existe [18].
   
En Platón y en Aristóteles no hay problema con el concepto pero se trata de una noción filosófica. Tal vez, por ello mismo, los científicos se enfrentan con problemas insolubles cuando lo abordan. 
   
Ya Buffon llegó a la conclusión de que no existen especies definidas con precisión, que la naturaleza simplemente no se presta a estas divisiones que los científicos le imponen. En verdad, en la naturaleza sólo hay individuos, y los géneros, órdenes, clases, «sólo existen en nuestra imaginación» [19].
   
Lo curioso es que el mismo Buffon afirmará en otro lugar que sólo existen las especies, el individuo es nada. Nos dice Gilson que todos los clasificadores de los siglos XVII y XVIII pensaban que mientras más individuos se conocen, menos especies se encuentran [20]. Tal será el caso del mismo Lamarck: «Largo tiempo he pensado que había especies constantes en la naturaleza y que estaban constituidas por individuos que pertenecían a cada una de ellas. Ahora estoy convencido de que estaba en el error en este asunto y que en la naturaleza no hay más que individuos» [21].
   
A Darwin le ocurrirá lo mismo y confesará paladinamente la imposibilidad de distinguir una especie de una variedad y los terribles problemas que enfrentan los clasificadores, hasta el extremo de que «El término especie llega, así, a no ser más que una abstracción mental inútil que implica y requiere un acto de creación distinto». 
    
Se impone, pues, aclarar el concepto para saber de qué buscamos el origen y cómo evoluciona. Los autores modernos recuerdan que se ha clasificado ya más de un millón de especies animales, por lo que es preciso reconocer su existencia por misteriosa que nos resulte. A la hora de definirla, las oscilaciones son notables. 
    
Uno de los estudiosos del tema que he podido consultar nos da varias pinceladas para que podamos construir un concepto más o menos bien delineado. La primera nota que nos proporciona es que las especies son «comunidades de reproducción». Pero estas comunidades son genéticamente cerradas, es decir, no permiten una reproducción con miembros de otra especie. Por ello es imposible hablar de especie allí donde falta reproducción sexual. Finalmente, nos asegura, son procesos especiales de adaptación lo que da origen a las especies, por lo que podemos considerarlas como adaptaciones especialmente bien logradas [22].
  
Podemos observar que no se hace mención en este estudio de las características formales que unen a los miembros de una misma especie, que era, en el fondo, lo que se recibía de Aristóteles, y que todo ha sido reducido a una característica exterior al animal mismo. Lo grave de esta reducción es que hace ininteligible hablar de especie allí donde no hay reproducción, lo que deja fuera a todo el mundo unicelular, tanto de animales como de vegetales.
  
Hasta tal punto nos falta un criterio simple de clasificación, que este mismo autor nos dice que «el número de categorías de clasificación es indefinido y arbitrario» [23]. Como la especie es una de esas categorías, tendríamos que son arbitrarias. Y debe ser así, ya que «se ha descubierto un número cada vez mayor de casos en los que resulta difícil o imposible decir si dos poblaciones constituyen especies distintas o bien razas de la misma especie» [24], de tal modo que «la denominabilidad de las especies es una concesión a nuestras costumbres y a los mecanismos neurológicos» cuando se trata de reproducción asexual de cualquier tipo [25].
   
Tal vez el caso de Dobhansky sea extremo. Pero similar es el concepto de Simpson, de De Candolle, de Calman, etc. [26]. Algunos de ellos agregan la noción de parentesco, que se deduce de la aseveración de que todos los miembros de una misma especie descienden de un único antepasado. Pero si la evolución es real, tal hipótesis sería común a todos los seres vivos, y todos constituirían una sola especie. Otros añaden la de la semejanza entre los miembros de una especie, mayor que la que tendrían con un miembro de cualquier otra. Tal concepto nos recuerda poderosamente a Aristóteles, para quien la forma común era reconocida por semejanzas fundamentales, esenciales, que producirían una identidad esencial entre todos los miembros de ella. Por desgracia es tal la cantidad de detalles que atraen la atención del biólogo, y tales las diferencias entre los individuos, que muchos clasificadores se sienten sobrepasados por la complejidad de lo real y renuncian a este criterio. 
    
Por todo lo cual resulta sorprendente escuchar al mismo Dobhansky, y a muchos otros biólogos, que lo único seguro es la existencia de las especies y que éstas son las que desde siempre el sentido común de los campesinos ha identificado como tales [27]. Todas las demás categorías de la clasificación son arbitrarias; las especies, en cambio, son naturales y están separadas unas de otras por fronteras infranqueables hasta el extremo de no haber intermedios. Cada especie está separada de otra por una laguna biológica, lo que se explica porque cada una de ellas sería una cima adaptativa separada de la otra por un valle adaptativo. En otras palabras, sólo las especies que existen en este momento son viables, y los seres intermedios no existen simplemente porque no les sería posible vivir [28]. Sin darse cuenta, Dobhansky ha echado por tierra una de las ideas más caras de Darwin: la evolución es un lento proceso en que variaciones imperceptibles se van sumando año a año hasta hacer emerger una nueva especie. Esta idea era importantísima porque era la respuesta que siempre daban los evolucionistas a los que, con cierta inquietud, preguntan: ¿Por qué jamás se ha visto aparecer una nueva especie? 
  
De hecho, las especies descritas por Aristóteles hace 2.400 años, no han evolucionado nada. El profesor Haldane ha señalado que algunos caracteres, como la longitud de los huesos, «no muestran cambios evolutivos apreciables en la mayoría de las especies en diez mil años» [29]. Para colmo, otro biólogo nos advierte: «las partes del cerebro, filogenéticamente antiguas, en oposición al neo-cortex, han cambiado muy poco en los últimos cincuenta millones de años de evolución de los mamíferos» [30].
  
La existencia de híbridos plantea problemas muy difíciles a esta idea de la separación genética de las especies. Según esto, sería posible que las especies no fuesen las que hoy consideramos tales, sino los géneros, o, incluso, las familias. Es cierto que la mayoría de los híbridos son estériles, pero los hay fecundos y, lo que es aún más sorprendente, suelen tener hijos que retornan a la especie primitiva. Además se produce un curioso fenómeno de fecundidad a través de una especie intermedia [31]. Éstos y otros fenómenos análogos hacen que nos llenemos de dudas respecto de la certeza que respaldaría a las especies en detrimento de las demás categorías de la clasificación biológica. 
  
Gilson, una vez más, echa de menos un buen curso de historia de la filosofía medieval donde se estudie el famoso problema de los universales. Frente a las perplejidades en que se hallan los mejores científicos de la actualidad, nos recuerda las perplejidades de los filósofos antiguos:
«Ássidet Boëtius stupens de hac lite 
Áudiens quid hic et hic ásserat períte 
Et quid cui fáveat non discérnit rite, 
nec præsúmit sólvere litem definíte» [32].
Da la impresión de que nuestros biólogos, entre Platón y Aristóteles, al no saber qué partido tomar, adhieren a ambos. Porque es bueno recordar que el primero que sostuvo que sólo existen individuos en la naturaleza fue Aristóteles. 
    
Tampoco comprendemos que se favorezca tanto la existencia de la especie respecto del género, familia, etc. Si bien la reproducción es una buena señal entre los seres vivos actuales, a los paleontólogos tal criterio de nada les sirve, de modo que ellos desconocen si tratan con especies, con variedades, etc. [33]. El mismo Darwin, nos dice: 
«considero que el término especie se ha dado arbitrariamente por motivos de conveniencia, para reunir en grupo de individuos que se asemejan íntimamente entre sí… El término variedad, a su vez, en comparación con las meras diferencias individuales, se aplica arbitrariamente por cuestión de conveniencia» [34].
Por desgracia, tal vez haya que extender este raciocinio a todos los grados de la clasificación animal y vegetal, con lo que el origen de las especies sería el origen de una arbitrariedad.
   
IV. LA CAUSA
  
¿Por qué evolucionan las especies en vez de quedarse quietas? Sea lo que sea una especie, y sea lo que sea una evolución, es claro que se está hablando de un cambio y este cambio requiere de una causa proporcionada. Desde el comienzo los biólogos se han esforzado por hallarla y desentrañar su funcionamiento.
 
Comencemos por Lamarck, que es señalado como el padre de la teoría moderna. Para este autor, pues, son las circunstancias las que determinan y provocan todo el proceso. 
«No son los órganos, esto es la naturaleza y la forma de las partes del cuerpo de un animal, lo que da lugar a sus costumbres; es su manera de vivir y las circunstancias en que se ha encontrado el individuo de que provienen lo que, con el tiempo, ha constituido la forma de su cuerpo» [35].
Las circunstancias cambian, pero ellas no cambian al organismo del ser vivo; las necesidades nuevas que experimenta en este nuevo ambiente es el motor que impulsa al organismo a cambiar y desarrollar unas facultades y partes de que carecía en la circunstancia anterior. Tenemos, entonces, que las costumbres crean las necesidades, las que, ante un nuevo ambiente, obligan al ser vivo a crear nuevas estructuras para poder satisfacerlas. Notemos que es la fuerza interior del animal la verdadera causa de la creación de la nueva forma u órgano, pero que ha sido impulsada a ello por la necesidad; la que, a su vez, fue impelida por la circunstancia. Las nuevas formas se heredan y así, poco a poco, de los seres simples que creó la naturaleza, llegamos, finalmente, a los complejísimos seres actuales. 
 
Lamarck triunfa al presentarnos organismos atrofiados por falta de uso; sólo falta la otra mitad de su teoría: que el uso produzca un nuevo órgano. Cuvier (1769-1832), en su elogio fúnebre, desnudó el punto flaco de su teoría: ¿cómo el ejercicio puede producir un órgano nuevo, el cual no puede ejercitarse sino después de haber sido producido? De aquí surgió el adagio falsamente atribuido a Lamarck: «la necesidad crea el órgano», pero que expresa bien el fondo de su pensamiento [36].
  
Notemos cómo es evolucionista el íntimo pensamiento de Lamarck, ya que es el impulso interior lo principal en el proceso; sin embargo, las circunstancias juegan tal papel que bien puede ser considerado transformista, como decíamos más arriba. 
   
Los científicos modernos suelen despachar a Lamarck con una simple frase: «hoy día se sabe que los caracteres adquiridos no se heredan» [37]; afirmación que herirá a más de una teoría además de la de Lamarck. 
   
Digamos que Spencer, el verdadero creador del evolucionismo, como vimos, es seguidor de Lamarck en cuanto a la causa del proceso. En efecto, para él, todo proviene de una causa interior que busca adaptarse a las circunstancias; como éstas cambian, sus esfuerzos dan resultados distintos. 
   
Darwin está convencido de que la característica más sobresaliente de la vida es la escasez. Así lo ha leído en Malthus y así lo cree. La naturaleza se defiende produciendo una abundancia enorme de seres vivos, los que deberán combatir entre sí por los escasos alimentos. Esto significará el triunfo de los más perfectos, los mejor adaptados. Así, poco a poco, se van perfeccionando las especies hasta que dan origen a otras nuevas. La prueba la tiene Darwin en las maravillas logradas por la selección artificial en los criaderos de Inglaterra, como el de su padre y que luego heredó este rico hacendado. 
  
A diferencia de Lamarck, cuya causa era más interna que externa, la de Darwin es más externa que interna. Al ser vivo lo considera como infinitamente plasmable y serán impulsos exteriores los que harán aparecer nuevos aspectos, y la selección natural, hija de la lucha por la existencia, dirigirá el proceso. Para él toda la explicación de Lamarck es un absurdo y la de Spencer lo deja indiferente. En verdad nunca explica el origen absoluto de las especies, sino, supuesto que existan, quiere explicar por qué llegaron a ser lo que hoy en día son; vale decir, el origen del aspecto actual de ellas [38]. Mas, aparte de su constante comparación con la selección artificial, Darwin nunca profundizó la cuestión. Parece que creía en variaciones espontáneas que se irían sumando hasta producir una nueva especie [39]. Con lo que el éxito de su doctrina se debe exclusivamente a su filiación liberal.
   
S.A. Barnett lo reconoce expresamente, en su volumen de homenaje a Darwin: «Darwin mismo no formuló nunca (su teoría de la selección natural) de un modo lógicamente válido» [40].
  
Su principio de que sobrevive el más apto no pasa de ser una tautología, porque es más apto el que sobrevive. Pero para que haya evolución tuvo que aceptar lo que también preconizaba Lamarck, vale decir, la herencia de los caracteres adquiridos, justamente, en este caso, de los que sirven como ventaja y permiten que ese individuo pueda procrear y sobrevivir. Sin esta herencia no hay selección natural que valga ni evolución posible.
   
Hoy día se sabe que la selección natural es conservadora y procura mantener una especie en su más prístina pureza [41].
   
Además, carece de todo sentido allí donde no hay reproducción sexual, lo que deja fuera de la selección al inmenso mundo de los unicelulares. Interesantes experiencias han ido demostrando que la selección encuentra límites que no puede franquear por más esfuerzos que haga el seleccionador. Simplemente, los animales prefieren morir a seguir cambiando. 
   
Bergson cree que el evolucionismo de Spencer, el mejor logrado, debe ser puesto al día; y si bien su teoría no ha sido demostrada, «el testimonio de la anatomía comparada, de la embriología y de la paleontología» resulta imponente [42].
  
Pero explicar el resultado final por pequeños cambios adaptativos, o por selección natural, resulta completamente imposible. Como ya ha sido demostrado, en un animal o vegetal todos sus elementos están correlacionados, de tal modo que admite algunos cambios solamente. Si se lo fuerza, prefiere morir. Aquí Bergson descubre, o mejor dicho redescubre, la noción de finalidad cara a la filosofía que reconoce la paternidad de Aristóteles. Por desgracia, como dice Gilson, «esta nueva noción debía su novedad a que era una vuelta a la antigua finalidad inmanente de Aristóteles, exceptuadas las formas que la hacían posible» [43].
  
Las formas aristotélicas serán reemplazadas por el élan vital, suerte de universal presente de todo ser vivo; presencia incomprensible para los aristotélicos que siguen pensando que lo único que existe en la naturaleza es el individuo. Sólo falta explicar por qué el élan vital produce organismos. La respuesta queda indefinida. Bergson sólo tienta una solución por vía de la adaptación, pero la respuesta última está fuera de su alcance por su concepción de la inteligencia y de la razón. En todo caso se le reconocerá siempre como el filósofo que mejor vio las deficiencias del mecanicismo. 
 
A comienzos de este siglo, la teoría de la evolución conoció una aguda crisis. No se podía encontrar una causa de todo este proceso, pues las explicaciones de sus creadores, que hemos recordado, resultaban insuficientes. Pero un descubrimiento extraordinario permitirá renacer y hacer surgir lo que ahora llamamos neo-darwinismo. El hallazgo salvador era el descubrimiento de las mutaciones: «ahora resulta claro que la evolución se produce por la mutación de genes y la permutación y reconbinación de genes realizada por la fecundación al azar de las células germinales» [44].
  
Realizada la mutación, la herencia, que es absolutamente conservadora, la reproduce, y la selección natural rechaza el inconveniente para dejar el paso libre a la más apta. Es el neo-darwinismo. Lo que Darwin desconocía, el cómo se produce un cambio heredable, es conocido hoy; sin embargo, será la selección natural la que juzgue qué se conserva y qué se elimina. 
 
Últimamente se ha descubierto que las mutaciones son causadas por alteraciones en el ADN, que son escasísimas, y que se heredan si afectan a los genes y cromosomas responsables de la reproducción de un individuo. La experiencia demuestra que las mutaciones que afectan órganos fundamentales son siempre letales, sólo pueden tener éxito las que afectan a caracteres accesorios. De lo que se desprende que no podrán producir especies nuevas, sino únicamente variedades dentro de una misma especie. La razón última radica en que cada órgano está en relación con todos los demás. De modo que la aparición de una nueva especie requiere un número enorme de mutaciones simultáneas y que todas se den en el mismo sentido funcional y en el mismo instante. Claro que una mutación será funcional en un contexto dado y letal en otro. Por lo que no resulta posible prever si lo será o no. Por lo que las mutaciones explican, tal vez, la aparición de razas o subespecies; pero no se comprende cómo, por mero accidente fortuito, puedan aparecer órganos nuevos y una total remodelación de un animal [45].
  
Continuamente se está experimentando en la creación de nuevas razas y toda suerte de híbridos para mejorar los  cultivos agrícolas y la alimentación humana. Se ha descubierto así la inmensa influencia del medio como lo más decisivo en la creación de mejores razas según los requerimientos prácticos del hombre. 
   
Sin embargo, han aparecido dos fenómenos convergentes e inesperados. Por una parte, las primeras transformaciones se logran rápidamente, pero a partir de cierto nivel los esfuerzos resultan menos productivos, hasta hacerse perfectamente inútiles. Por otro lado, las nuevas razas mejoradas, si se las abandona a su suerte, pronto regresan a su condición primitiva y se pierde todo el trabajo. Algo hay, pues, en las especies de una enorme tenacidad que se opone a todas estas manipulaciones humanas, permitiendo éxitos increíbles dentro de ciertos límites y nada más [46].
   
Entre los biólogos que actualmente investigan el tema y defienden la evolución darwiniana, uno de los pocos que se adhiere a las ideas de Darwin es el profesor E. Mayr. Él niega que baste la mutación genética para que haya evolución. 
 
Ésta rara vez es fruto de una mutación. La adquisición de una nueva función en una estructura preexistente es la verdadera causa. En este punto interviene especialmente el ambiente y la selección natural para confirmar las transformaciones ventajosas [47]. Vemos que este profesor de Oxford une la teoría de Darwin con la de Lamarck. En el mismo sentido Waddington refuerza aún más la tesis lamarckiana de la importancia de los esfuerzos adaptativos del propio organismo lo que lo lleva a desarrollar potencialidades latentes [48]. Ciertamente Darwin habría dado un tremendo salto al oír lo de las potencialidades latentes que le destruyen su selección natural y convierten el proceso en un desarrollo propiamente evolutivo cuya causa eficiente es preferentemente interior; en cambio, Lamarck y Spencer se habrían sentido muy bien interpretados. 
   
La teoría de la selección natural sufrió un rudo golpe cuando Francis Galton (1822-1911) descubrió la regresión, según la cual los caracteres seleccionados por los criadores regresan a su estado primitivo en cuanto cesa la selección. En virtud de ello, Hugo de Vries (1848-1935) decidió que la selección sólo era posible a saltos, no poco a poco como quería Darwin, sino en virtud de mutaciones que hiciesen aparecer de pronto organismos enteramente nuevos: «la selección por sí sola no conduce al origen de nuevas especies» [49].
  
H.J. Müller (1890-1967) se dedicó intensamente a trabajar con mutaciones provocadas en laboratorio. Observó que la mayoría de ellas eran desfavorables. Llegó a la conclusión de que la selección natural se dedicaba a eliminarlas y de allí comenzó a imaginar la creación, por selección natural de mutaciones, de un hombre perfecto. 
   
Sus teorías sirvieron enormemente a Hitler para sus sueños de una raza pura en base a la teoría del «gen silvestre» debilitado por genes de otras razas que lo contaminarían, y que si se lo lograra volver a su primitiva pureza daría, por fin, lugar al hombre perfecto [50].
  
Los japoneses Kimura y Ohno han criticado fuertemente a los sostenedores de la evolución en base a la selección natural. Ambos investigadores insisten en el papel conservador de la misma, que favorece a los mejor adaptados. Para estos autores únicamente la mutación azarosa del ADN puede escapar a la rigurosa vigilancia que impone la selección natural y dar origen a la evolución. En consecuencia, regresan a la posición de De Vries, según la cuál, la evolución se produce por grandes saltos, por remodelaciones completas que hacen aparecer organismos totalmente nuevos, los que, sometidos a la selección natural, dan origen a las razas y subespecies [51].
  
El matemático y biólogo G. Salet ha sometido esta hipótesis al cálculo matemático de probabilidades, a las leyes de los grandes números inventada por Borel. El resultado ha sido catastrófico para esta nueva hipótesis. Ocurre que no es posible esperar que se produzca un acontecimiento cuando su probabilidad es inferior a 10 elevado a -200. Conocida la complejidad del ADN y la cadena de mutaciones necesarias para producir un órgano nuevo, la probabilidad de que tal cosa ocurra es muy inferior a la cantidad vista. De tal manera, concluye Salet, la evolución en base a mutaciones es un mito que carece de toda base científica. Pero no se saca nada con que ocurra una mutación que produzca un órgano nuevo. Como ya lo precisó Bergson, y antes que él muchos biólogos, entre ellos Vialleton, un ser vivo es una correlación de órganos. Debido a esto es necesario planificar al ser vivo completo para que sea viable. Ciertamente, se pueden producir mutaciones que hagan variar las razas dentro de una especie, tal vez, incluso, las especies dentro de un género, y hasta podría ser posible que hicieran variar los géneros dentro de una familia. Aunque nada de esto es seguro ni está probado, tal vez sea posible. Tan sólo está probada la variación de las razas al interior de una especie. Pero ascender a las categorías superiores de la clasificación biológica es absolutamente imposible [52].
   
Para hallar una causa adecuada a la evolución nos queda tan solo el recurso a Dios. ¡Ironía del destino! La evolución nació para negar que Dios hubiese creado especies diferentes desde el primer instante y fue defendida con ardor por los ateos. Hoy día, lo único que podría salvarla sería que la creación se expresara, por voluntad divina, mediante una evolución. El único problema reside en que la biología tiene que encontrar una causa biológica para fundar su tesis y eso no lo hallará en la noción de creación.
   
OBSERVACIONES FINALES
  
Tratando de aclarar un poco la confusión que esta exposición habrá dejado, quisiéramos distinguir tres posiciones ante el problema de la visión que el mundo biológico nos presenta como un desafío a la imaginación con la innumerable variedad de especies, variedades e individuos, siempre diferentes entre sí. 
   
Digamos que la primera posición adoptada en los tiempos modernos ha sido calificada de fijismo. Cierto es que el nombre y la caracterización los han impuesto los evolucionistas, pero conservemos la palabra. Digamos que es una postura coherente. Una especie es lo que en la naturaleza queda delimitado por la definición que de ella hacemos. Asimismo, los géneros, familias, etc., todos son definidos por sus características fundamentales que son poseídas en forma exclusiva por ese grupo. Se supone que las especies han sido creadas por la Inteligencia Infinita, la que les ha dado su lugar en el mundo y su función en la naturaleza. 
  
Como se trata de una postura filosófica y teológica, la ciencia no puede refutarla ni rechazarla. Tan sólo puede presentar ciertas dificultades. La primera radica en que no es posible dar una definición perfecta de las especies, géneros, etc. ¿Podemos definir un animal cualquiera? Nos limitamos a describirlo en forma incompleta la mayoría de las veces. La segunda dificultad radica en que la paleontología nos presenta un panorama de una variedad extraordinaria a través de los siglos. ¿Habría que suponer distintas creaciones? ¿Es sensato pensar en que cada cierto tiempo interviene de modo extraordinario el Creador? Ninguna de estas dificultades es insuperable, pero no dejan de molestar a la mayoría de los científicos actuales que no miran con buenos ojos esta postura. 
    
La segunda posición es la teoría de la evolución al estilo de Spencer, Bergson, Teilhard, etc. Si bien está expresada en forma mucho más rigurosa que el transformismo darwiniano, hace frente a una dificultad grave: ¿qué evoluciona? Una especie es, en sentido estricto, un universal. Por lo que tal teoría sería inteligible en un universo platónico, pero no en uno aristotélico. Como lo que evoluciona permanece de alguna manera, no queda otra solución que la proclamación de la existencia del universal dentro del singular, al más puro estilo del realismo exagerado medieval. 
   
Para los que hemos asistido al gran combate entre Guillermo de Champeaux y Abelardo, esta teoría nos resulta ininteligible. 
   
La tercera teoría es el transformismo de Darwin y Wallace, confundido con el evolucionismo de Spencer y Lamarck de tal modo que ya parece imposible lograr su diferenciación. Digamos que esta explicación sería coherente, si no supusiese un universal existiendo en acto en un singular. Sin embargo, nos parece que no explica nada mientras no determine claramente la causa de la evolución o transformación que afectaría a los individuos hasta transmutarlos tan radicalmente que haya que definirlos de otra manera. 
 
Aclaradas las tres posturas, conviene que hagamos aún algunas observaciones finales. 
 
Resulta bastante aventurado hablar de evolución de las especies cuando se conoce un número mínimo de ellas. Mayr calculó en un millón el número de especies de animales, de las cuales conocemos mejor las especies de vertebrados. Pero éstas no pasan de 35.000. En ellas se ha logrado conocer «evoluciones» notables dentro de ciertos límites; pero entre los insectos, por ejemplo, con unas 815.000 especies, hay abismos que separan los diversos grupos y nuestra ignorancia es casi total. Ya vimos la descripción de la selección natural hecha por Wallace y su acomodo a los tigres, pero su total inadecuación a los vegetales, los que no seleccionan en ningún sentido inteligible del término. 
    
Muchos partidarios de la evolución reconocen que ignoramos completamente el cómo de la transformación de las especies. Se supone que hay leyes que la rigen, pero éstas son plenamente desconocidas. Es más, Gilson hace notar que tanto el concepto «especie» como «evolución» son filosóficos y extraños a la biología [53].
  
Jean Rostand, premio Nobel de Medicina, agnóstico, afirma su fe en la evolución. Y es una fe, y no ciencia, porque: «deja sin respuesta deliberadamente la formidable cuestión del origen de la vida y… sólo propone soluciones ilusorias al problema, no menos formidable, de la naturaleza de las transformaciones evolutivas…», «estamos todavía esperando una sugestión suficiente con respecto a las causas de las transformaciones de las especies…», «cuando hablamos de evolución suponemos la existencia de una naturaleza imaginaria, dotada de poderes radicalmente diferentes de todo lo que nos es conocido científicamente…», «Creo firmemente… que los mamíferos proceden de los lagartos y los lagartos de los peces pero … prefiero dejar en la vaguedad el origen de estas escandalosas metamorfosis a añadir a su inverosimilitud la de una interpretación ilusoria» [54].
   
No sólo se trata de una ilusión, que en otro lugar llama «un cuento de hadas para personas mayores», sino de algo ininteligible. En el mejor de los casos, podríamos decir que muere una especie y aparece otra, mas ¿con qué derecho sostenemos que la primera causó la segunda? [55]. Aristóteles jamás imaginó que una especie se transformara en otra, y con razón, pues para una especie cambiar, significa dejar de existir [56]; lo que resulta obvio para el que tenga el concepto aristotélico de especie que se identifica con su definición. Si cambio la definición, simplemente defino otra cosa. 
  
Todo lo cual hace decir a Salet que, en el fondo, la evolución es tan solo una explicación verbal, del mismo tipo de la tan ridiculizada explicación según la cual el opio hace dormir porque posee una «vis dormitíva» [57]. En el fondo se oculta la ignorancia del origen de la vida y de las especies con esta vis evolutiva [58].
  
Al fin y al cabo, con Dobhansky reconocemos que una especie es una cima adaptativa, es decir, un animal que sobrevive gracias a que tiene tal conjunto de órganos perfectamente relacionados entre sí. Nos quieren hacer creer que proviene de otro animal que carecía de esos órganos y que poseía otros. ¿Cómo sobrevivía si era distinto del actual? Y si sobrevivía era porque era una cima adaptativa, entonces, ¿qué lo empujó a cambiar?[59].
  
La última palabra en teoría evolutiva moderna radica en la importancia conferida a las mutaciones. Ellas se producirían por puro azar y serían la causa de la evolución. Sabemos que éstas no pueden afectar órganos esenciales ni crear órganos enteramente nuevos; se limitan a modificar caracteres accesorios. Salet demuestra la imposibilidad matemática de una evolución debida a esta causa. Nos da muchos ejemplos. Citaremos tan sólo uno. 
   
Supongamos que vamos a producir la cadena beta de la hemoglobina de la sangre. Se trata de una cadena de proteínas. Los aminoácidos que constituyen las proteínas pertenecen a 20 tipos. Con ellas tenemos que forman los 146 monómeros que conforman la cadena. El número de posibilidades es de 10 elevado a 190. Como la cadena se tiene que formar al azar, vamos a suponer que logramos, por mutaciones, producir un ejemplar de cada una de las proteínas posibles. Cada proteína ocupará un recipiente aislado y las pondremos tan apretadas que lograremos introducir diez elevado a diez proteínas por centímetro cúbico. Para poner todas las proteínas en un recipiente necesitaríamos uno que tuviese una arista de 10 elevado a 39 años luz. Pero el universo conocido tiene aproximadamente 10 elevado a 10 años luz de extensión. Necesitamos, entonces, para producir por azar esta única cadena de proteínas, un universo 10 elevado a 29 veces más grande que el actual. Lo que revela que la mutación por azar no es explicación posible por falta de espacio. 
  
Al mismo resultado se llega si consideramos el factor tiempo. Salet calcula que, suponiendo una reproducción al fantástico ritmo de 10 elevado a 14 por segundo, ritmo que es imposible en realidad, se necesita 10 elevado a 500 años para realizar todos los estados posibles de un gen provisto de mil pares de nucleótidos, el que sería un gen de tipo medio. Vale decir, tampoco hay tiempo [60].
  
A todo lo cual puede responderse que si las mutaciones son dirigidas de alguna manera, no se necesita ni tanto tiempo ni tanta materia para producir la evolución. Pero, ¿quién dirige? Nuevamente Dios viene a salvar la teoría de la evolución del marasmo. Sin embargo, hay una dificultad. Los partidarios del evolucionismo impuesto por Dios a la creación insisten en que Éste actúa en conformidad con las leyes naturales que Él mismo ha impuesto a sus creaturas.
  
¿Cuáles son esas leyes? No conocemos ninguna, ¿cómo puede afirmarse que existen? El recurso a Dios permite salvar una teoría teológica, pero no una biológica [61].
 
Más de uno se preguntará cómo es posible que casi todos los científicos sean evolucionistas en el día de hoy. Si tantas dificultades tiene esta curiosa hipótesis, ¿por qué tantos aseguran su vigencia? Creo que la respuesta es tan obvia que no necesita mayor indagación. Ocurre que la evolución es un hecho de la experiencia normal de cualquier persona, sin necesidad de estudiar ciencia alguna. Y esto en sentido rigurosísimo. Del niño al adulto, en cualquiera de las especies mejor conocidas por nosotros, se da una evolución que a nadie llama la atención. 
   
Los científicos del pasado siglo que aplicaron esta experiencia normal a la especie, no sospechaban ni remotamente en qué lío se metían. Al igual que los medievales del siglo XI cuando ingenuamente se encuentran con la famosa cuestión: los universales, ¿son res o son verba?, no sospechan la profundidad metafísica de una pregunta lógica aparentemente trivial. Pienso que los buenos científicos todavía siguen ignorando absolutamente el gravísimo problema metafísico que han agitado con su inocente extensión de un hecho de la experiencia inmediata a las misteriosas realidades que son las especies. 
   
Algunos evolucionistas están reconociendo que, en el fondo, lo único que pueden afirmar es que los organismos cambian por la influencia del medio, sin atreverse a determinar la extensión y profundidad de dicho cambio. 
   
Y esto parece ser lo único que sensatamente se puede sostener [62]. Porque «cuando un nombre puede significar todo, no significa ya nada… Cuando un mismo término designa todo, comprendido su contrario, ninguna discusión científica seria es ya posible» [63].
    
NOTAS
[1] Wallace, Alfred Russel (1823‑1913): “On the Tendency varieties to depart indefinitely from the original type”, citado por Brnčić en “Fundamentos de la teoría de la evolución Biológica”, Ed. Universitaria, Santiago de Chile, año 1979, págs. 85-86.
[2] Brnčić, Danko: ob. cit., pág. 38. Cfr.: Mac Rae, D.: “El Darwinismo y las ciencias sociales” en Barnett et al.: “Un siglo después de Darwin”, vol. I, “La Evolución”, trad. F. Cordón. Alianza, Madrid, 5.ª ed., año 1982, pág. 162.  
[3] “Leviathan”, parte 1, c. XIII, págs. 104-109, Bobbs‑Merrill, año 1958.  
[4] Brnčić, ob. cit., pág. 35. El texto de Darwin está tomado de su “Autobiografía”.  
[5] Gilson: ob. cit., pág. 185, nota 91.  
[6] Idem, pág. 184.
[7] Idem, pág. 162.
[8] Malthus, T.: “An Essay…”, cap. 1, citado por Gilson en ob. cit., pág. 182-183.  
[9] Villée, Claude: “Biologie”, pág. 145, cit. por Hübner, Jorge I. en: “El mito de la explosión demográfica”, J. Almendros, Buenos Aires, año 1968, pág. 68. M.T. Sadler, en el año 1830, rebate la teoría de Malthus (Hübner, ob. cit., pág. 78).  
[10] “Recherches mathématiques sur la loi d'accroissement de la population”, cit. por Hübner, en ob. cit., pág. 70.  
[11] Cfr.: Hübner, ob. cit., pág. 67-116.
[12] Cfr.: Mac Rae, D.: “El Darwinismo y las Ciencias Sociales”, en Barnet et al., ob. cit., pág. 167 y pág. 172.  
[13] “De Génesi ad lítteram”, VII, 28,42 – “De Diversis quæstiónibus ad Simpliciánum”, 83, q. 24.  
[14] Gilson: ob. cit., pág. 118-122. 
[15] Gilson: ob. cit., pág. 158‑159.  
[16] Cfr.: Salet, G, “Azar y certeza”, Alhambra, tr. J. Garrido, Madrid, año 1975, pág. 246 y subs.
[17] Dobhansky, Th.: “La idea de especie después de Darwin”, en Barnett et al.: “Un siglo después de Darwin”, trad. F. Cordón, 5.ª ed., año 1987, pág. 39.  
[18] Gilson: ob. cit., pág. 315.  
[19] Idem, pág. 92
[20] Idem, pág. 92-93.  
[21] Citado por Charlier, H.: “Sur l’histoire du transformisme”.  
[22] Dobhansky, Th.: ob. cit., pág. 37-82.
[23] Idem, pág. 71.
[24] Idem, pág. 81.  
[25] Idem, pág. 81.  
[26] Nogar: ob. cit., pág. 322
[27] Dobhansky, Th.: ob. cit., pág. 39 («al menos 9 veces de cada 10»).  
[28] Idem, pág. 63.
[29]  Barnett: ob. cit.: Prólogo, pág. 9.
[30] Hudson Hoagland: “Biology, Brains and Insight”, cit. por Gilson, en ob. cit., pág. 224.
[31] Dobhansky, Th.: ob. cit., pág. 74 y subs.
[32]. «Boecio, estupefacto, asiste a este debate / escuchando qué dice éste y aquél con pericia. / Y a quién dar la razón no discierne como es debido / ni pretende resolver definitivamente la cuestión». Con estos versos, Godofredo de San Víctor († 1194) alude a la hesitación de Boecio entre Platón y Aristóteles.  
[33] Sherwood R., A.: “Darwin y el registro fósil”, en Barnett, ob. cit., pág. 81.  
[34] Citado por Crowson, R.A.: “Darwin y la clasificación”, en Barnett, ob. cit., pág. 27.  
[35] Citado por Gilson: ob. cit., pág. 100. Cfr.: estudio de este autor, pág. 98 a 115.  
[36] Gilson: ob. cit., pág. 107. Aunque la reflexión es de Gilson, se inspira en Cuvier.
[37] Brnčić: ob. cit., pág. 24.  
[38] Gilson: ob. cit., pág. 312.
[39] Idem, ob. cit.
[40] Barnett: ob. cit., Prólogo, pág. 8.
[41] Idem, pág. 9.
[42] Bergson: “La Pensée et le Mouvant”, cit. por Gilson, ob. cit, pág. 212.  
[43] Idem, pág. 227.  
[44] Gavin de Beer: “Darwin y la embriología", en Barnett, ob. cit., pág. 140.  
[45] Cfr.: Salet, G., ob. cit., pág. 91‑99. Habría que consultar también los capítulos 9, 10, 11 y 12: pág. 183‑239.  
[46] Cfr.: Hammond, John: “Darwin y la cría de animales”, en Barnett, ob. cit., pág. 7‑26.  
[47] Nogar: ob. cit., pág. 291.
[48] Idem, ob. cit.
[49] Rothhammer: “El desarrollo de las teorías evolutivas de Darwin”, Ed. Universitaria, Santiago de Chile, año 1981, pág. 24.  
[50] Idem, pág. 43-44.
[51] Idem, pág. 48-50
[52] Salet dedíca principalmente su obra “Azar y certeza” a desarrollar estas ideas y a fundamentarlas. Para ello, explicará pormenorizadamente el funcionamiento del ADN y el cálculo matemático que emplea.  
[53] Gilson: ob. cit., pág. 206.  
[54] Cit. por Salet, ob. cit., pág. 450.  
[55] Gilson: ob. cit., pág. 222.
[56] Idem, pág. 316.  
[57] Salet: ob. cit., pág. 174.  
[58] Charlier, H.: “Sur l’histoire de transformisme”.  
[59] Gilson: ob. cit., pág. 184.
[60] Salet: ob. cit., pág. 258 y subs.
[61] ídem, pág. 356 y subs.
[62] Cfr.: Thompson, W.R., “The status of evolutionary theory”, en “Laval Th. & Ph.”, vol. VIII, n.º 2, Québec, año 1952, citado por Martínez B., J., en “Nao”, año V, n.º 28, Buenos Aires, diciembre de 1943, pág. 172.
[63] Freund, J.: “Théorie et utopie” en “Philosophie et politique”, Bruselas, año 1981, pág. 14, citado por Massini, Carlos I., en “El renacer de las ideologías”, Ed. Idearium, Mendoza, 1984, pág. 12.

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