miércoles, 9 de noviembre de 2022

CARTA APOSTÓLICA “Post tam diutúrnas”

La dinastía Borbón francesa fue restablecida en su trono después de la derrota y primera abdicación de Napoleón Bonaparte el 11 de Abril de 1814, y Luis XVIII asumió el trono poco después por invitación del Senado. Sin embargo, el regreso de Luis estaba condicionado por la burguesía liberal, que le implicó aceptar una Constitución que retenía algunos principios de la Revolución que había destronado y guillotinado a su hermano mayor Luis XVI (de hecho, su mismo título, «Carta Constitucional» reflejaba tanto el Antiguo como el Nuevo Régimen). Contra ella, el Papa Pío VII, que estaba regresando libre y triunfante a Roma de la cautividad napoleónica, escribe la Carta Apostólica “Post tam diutúrnas” a Étienne Antoine de Boulogne, obispo que fue de Troyes y Senador del Reino, donde por su medio le pide al recién restablecido monarca rechazar los principios liberales de la nueva ordenación jurídica para su país.
   
Con todo, la Carta Constitucional fue promulgada el 4 de Julio, incluyendo los siguientes artículos
  • Artículo 5.º: Cada uno profesa su religión con una igual libertad, y obtiene para su culto la misma protección
  • Artículo 6.º: En adelante, la religión católica, apostólica y romana es la religión del Estado.
  • Artículo 7.º: Los ministros de la religión católica, apostólica y romana, y los de los otros cultos cristianos, solo percibirán sueldos del Tesoro real.
  • Artículo 8.º: Los franceses tienen el derecho de publicar y hacer imprimir sus opiniones, conformándose a las leyes que deben reprimir los abusos de esta libertad.
perdiéndose así para la Restauración francesa la última oportunidad de barrer del todo el liberalismo de la Revolución, lo que a la postre será la causa de su caída con la Revuelta de Julio de 1830 acaudillada de Luis Felipe de Orléans, hijo del traidor Felipe Igualdad que votó a favor de la ejecución de su propio primo Luis XVI.
 
CARTA APOSTÓLICA “Post tam diutúrnas” DEL SUMO PONTÍFICE PÍO VII, AL ILUSTRÍSIMO SEÑOR DON ESTEBAN ANTONIO, OBISPO DE TROYES DE FRANCIA
 
    
Venerable Hermano, salud y Bendición Apostólica.

Después de tan largas y vehementísimas tormentas por las cuales la barca de Pedro fue sacudida en tan admirada forma, y por la cual, también, Nosotros que indignamente la dirigimos, parecíamos ser agitados y casi superados, al fin la violencia de los vientos que llegaban comenzó a amainar y Nos confiamos que la tranquilidad está siendo restaurada en conformidad con las fervorosas oraciones y deseos Nuestros y de todos los buenos.
   
Pero mientras, habiendo Nos recuperado Nuestra anterior libertad (en un tiempo cuando menos lo esperábamos), Nos regocijábamos, no tanto que estas cosas Nos hayan sido restauradas, como que hayan sido restauradas a la Iglesia; y mientras, también, estábamos humildemente dando gracias al Padre de las Misericordias por este gran beneficio que fue la consolación dada a Nos cuando supimos que el rey designado para la nación francesa fue un vástago de aquella gloriosísima dinastía que también dio una vez al santísimo rey Luis [San Luis IX] y brilló por su señalado servicio a la Iglesia de Dios y a esta Sede Apostólica. Y de hecho, Nuestro contento fue tan grande que, sin conocer aún que por la voz de la publicidad, y derogando a este fin el uso establecido, hemos resuelto enviar un Nuncio extraordinario en Francia, para felicitar a este príncipe, en nuestro nombre y en los términos más expresivos, de la potestad real que le es dada.
   
Sin embargo, el gravísimo dolor prontamente perturbó Nuestra alegría cuando vimos en los diarios la nueva constitución del reino decretada por el Senado de París. Porque esperábamos, habiendo cambiado tan felizmente los asuntos, no solo que todos los impedimentos organizados contra la religión Católica en Francia serían removidos con la mayor velocidad (como hemos constantemente demandados), pero también que, como se presentaba la oportunidad, se habría hecho la provisión para su esplendor y ornato. Vimos una vez que respecto a esto un profundo silencio fue preservado en la constitución, y que no había ni siquiera mención alguna de Dios Omnipotente, por el cual reinan los reyes y los príncipes gobiernan.
    
Hallarás fácil, Venerable Hermano, convencerte de cuán grave, cuán amarga y cuán dolorosa fue para Nos, a quien ha sido encomendada por Jesucristo, Hijo de Dios, Nuestro Señor, toda la Cristiandad. ¿Cómo podemos tolerar con ecuanimidad que la religión Católica, que Francia recibió en los primeros tiempos de la Iglesia, que ha sido confirmada en ese mismo reino por la sangre de tan valerosos mártires, que por lejos la mayor parte de los franceses profesa, y de hecho defendió valiente y constantemente incluso en medio de las gravísimas adversidades y persecuciones y peligros de años recientes, y que, finalmente, esta misma dinastía a la cual pertenece el designado rey profesa y ha defendido con mucho celo, qe esta Católica y santísima religión, Nos decimos, no debería no solamente ser declarada la única en toda la Francia apoyada por el baluarte de las leyes y la autoridad del Gobierno, sino que debería, en la misma restauración monárquica, ser enteramente pasada por alto?
    
Pero un mucho más grave, y de hecho muy amargo, dolor se incrementó en Nuestro corazón, un dolor por el cual Nos confesamos que fuimos estrechados, abrumados y quebrantados, por el artículo vigésimosegundo de la constitución en la cual vimos, no solo que «la libertad de religión y de conciencia» (para usar las mismas palabras empleadas en el artículo) eran permitidas por la fuerza de la constitución, sino también que la asistencia y patronato eran prometidos tanto a esta libertad como también a los ministros de estas diferentes formas de «religión». Ciertamente no hay necesidad de muchas palabras que dirigirte, para hacerte reconocer cuán letal herida es infligida a la religión católica en Francia por este artículo. Porque cuando la libertad de todas las «religiones» es indiscriminadamente afirmada, por este mismo hecho la verdad es confundida con el error, y la inmaculada Esposa de Cristo, la Iglesia, fuera de la cual no hay salvación, es puesta a la par con las sectas de los herejes y con la misma perfidia judaica. Porque cuando el favor y patronaje es prometido incluso a las sectas de los herejes y sus ministros, no solo sus personas, sino también sus propios errores, son tolerados y promovidos; un sistema de errores en que está contenida esa fatal y nunca suficientemente deplorada herejía que, al decir de San Agustín (De Hærésibus, n.º 72), «afirma que todos los herejes caminan rectamente y dicen la verdad, que es algo tan absurdo que me resisto a creerlo».

Pero no debemos menos que sorprendernos y lamentarnos de la libertad de imprenta garantizada y permitida por el artículo 23.º de la constitución; por la cual de hecho enseña la experiencia de tiempos pasados, si alguno pudiese dudarlo, qué grandes peligros y qué envenenamiento seguro de la fe y la moral se alienta. Porque es muy claro que es principalmente por estos medios que, primero, la moral de las gentes era depravada, luego su fe corrompida y derrocada, y finalmente se encienden entre ellas sediciones, revueltas y rebeliones. Dado el presente estado de gran corrupción de la humanidad, estos gravísimos males serían un objeto de temor si (Dios no lo quiera) fuese permitido a cualquiera el poder libre de publicar lo que quisiera.
    
Ni de hecho estamos sin otras causas de dolor en esta nueva constitución del reino, especialmente en los artículos 6.º, 24.º y 25.º. Debemos anticiparnos para exponerte esto individualmente puesto que Nos no dudamos que tu Fraternidad fácilmente percibirá a qué dirección tienden estos artículos.
    
De hecho, en tan grande y tan justa perturbación de Nuestra alma, Nos somos confortados por la esperanza que el rey designado no suscribirá los artículos de la propuesta constitución que hemos mencionado; incluso Nos prometemos esto certísimamente, por cuenta de la ancestral piedad y celo por la religión con el cual No tenemos duda que él está inflamado.
   
Mas como no podíamos guardar silencio ante el peligro de la fe y de las almas sin traicionar ciertamente Nuestro ministerio, hemos decidido entre tanto enviarte, Venerable Hermano, cuya fe y fortaleza sacerdotal han sido tan persuasivamente demostradas ante Nos, no solo tanto que pueda saberse consistentemente que Nos vehementísimamente rechazamos estas cosas que hasta ahora te hemos expuesto, y todo cuanto pueda llegar a proponerse contrario a la religión Católica, sino también que, habiendo conferenciado también con los otros obispos de las iglesias francesas, te aplicarás a los consejos y estudios que Nos te hemos participado a fin que los graves males que, a menos que sean prontamente desterrados, amenazan la Iglesia en Francia, sean evitados, y que aquellas leyes y decretos y demás sanciones del gobierno respecto a lo que, como bien sabes, Nos nunca cesamos de lamentar en años recientes, y que mientras aún florecen deben ser removidos.
    
Preséntate pues al rey designado, intímale el vehementísimo dolor por el cual, después de tan grandes adversidades y tribulaicones hasta ahora sufridas, en medio de la general alegría, Nuestra alma, por cuenta de lo sucedido, está asaltada y atormentada; exponle cuán graves injurias a la religión Católica, cuán graves peligros a las almas, qué destrucción de la fe se infligiría a la Francia si se concede el asentimiento a los artículos de la constitución que ha sido propuesta; que sepa que Nos estamos enteramente persuadidos que él no puede abrir su reino con tan lamentable comienzo como para infligir sobre la religión Católica esta muy grave y casi incurable herida; y dile que, por el contrario, Dios mismo, en cuya potestad están las leyes de todos los reinos, muy ciertamente demanda de él que debe emplear esa potestad que Él le ha restaurado, particularmente para la defensa y ornato de la Iglesia de Dios; y que esperamos y fervientemente confiamos que sucederá, por la inspiración de Dios, que Nuestra voz, entregada por ti mismo, tocará su alma, tanto que, siguiendo las huellas de sus predecesores que por cuenta de haber profesado y tan frecuentemente vindicado la religión Católica merecieron de esta Santa Sede el título de Reyes Cristianísimos, pueda hacer lo que está obligado a hacer, todo lo que los buenos esperan que haga, lo que Nos, con fervorosa prontitud, le imploramos que haga, a saber: asumir el patronato de la Fe Católica.
    
Despliega, Venerable Hermano, toda tu fuerza, y el celo de la religión que te inflama. Emplea en este grande y santísimo deber la gracia en la cual estás tan firme, y tu notoria elocuencia. Ciertamente recibirás del Señor lo que debes decir, y Nos también no omitiremos implorar con nuestras oraciones la divina asistencia para ti, que entre tanto amabilísimamente impartimos a ti, y la grey confiada, la Bendición Apostólica.
  
Dado en Cesena, el 29 de Abril de 1814, en el año decimoquinto de Nuestro Pontificado. PÍO PAPA VII.

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