miércoles, 16 de noviembre de 2022

SANTA INÉS DE ASÍS, HERMANA DE SANTA CLARA


Como quince días habían pasado después que Santa Clara hizo su fuga, cuando la candidísima virgen Inés sacó licencia de su madre Ortolana para visitar a su hermana, tomando por pretexto el persuadirla a que dejase su vocación, como lo había hecho otras veces. Tenían entendido los padres ser este medio el más eficaz para lograr sus intentos, porque sabían la ternura con que se amaban las dos hermanas; y pusieron, desesperados de otros medios, en este solo toda su esperanza: como si tuviera menos eficacia el amor de Clara para arrastrar a sí a Inés, que el amor de Inés para vencer y traer a su parecer a Clara. Así se alucinan los juicios humanos para que tengan su efecto los divinos, y para que viendo el hombre burlados sus ardides, admire y venere la incontrastable fuerza de la voluntad divina, pues con los medios que imaginó contrarios la ceguedad de su pasión, facilita Dios los fines que intentó con altísima providencia. Llegó pues la santa virgen Inés a visitar a su hermana, y la dijo: No vengo, no, querida hermana mía, a mortificarte con la impertinente porfía que otras veces he venido; antes me hallo tan trocada y pesarosa de haber tenido parte en esta injusta pretensión, que no solo desisto de ella, sino que vengo, con resolución de seguir tus pasos, a hacerte compañía en tus propósitos, y abrazar tu vocación, en satisfacción, aunque leve, de mi pasado engaño.
 
Oyó la gloriosa Santa con gozo y admiración la mudanza del Altísimo; dióle con elevado espíritu gracias porque con tanta suavidad y eficacia obra su querer en el corazón de las criaturas. Abrazáronse las hermanas no sin lágrimas de alegría, dándose recíprocos parabienes de verse destinadas para esposas de Cristo. Pusiéronse a examinar los inconvenientes y peligros que habían de resultar en la casa de sus padres de una novedad tan inopinada. La llaga primera tenía muy lastimados sus corazones, y aún estaba vertiendo sangre: con que el dolor de la segunda había de ser muy excesivo, y obligarlos a resoluciones violentas y acaso escandalosas. La funesta representación de estos males no solo no acobardó el corazón de esta delicada virgen, sino que la inquietaba hasta apetecer el conflicto, para hacer en él alarde de los generosos alientos con que la gracia habia fortalecido su espíritu. Hablábase de los riesgos y trabajos para prevenirlos y despreciarlos, y no para temerlos. Viendo Clara la constancia de su hermana, enterada de la bondad de su vocacion, la aseguró de que en la amenazante batalla habia de correr por cuenta de Dios toda la victoria.
 
Cuál fuese la turbación y el enojo de su padre luego que tuvo la noticia, se deja ver mejor por la precipitada violencia con que ge portó en este lance, que por otra cualquiera ponderación. Convocó los parientes, y dando por perdido su honor en la fuga de su segunda hija, les dijo que habia de volver a su casa aunque fuese muerta, y que desde luego sacrificaba a su enojo la vida de quien desatenta le quitaba la honra; que todos estaban interesados en su agravio, y como tales discurriesen medios, aunque fuesen los mas violentos, para quedar bien y a satisfacción de su sangre. En una junta donde presidia la ira, forzosamente habían de ser los consejos desatinados. Determinaron pues que doce hombres armados, y resueltos a todo trance, si no podían sacarla por bien del convento usasen de la fuerza, perdiendo el respeto al sagrado de la clausura. Salieron de su casa con esta ciega resolución, y hablaron a la santa virgen Inés sin hacer caso de Clara (dejándola, como decimos vulgarmente, por cosa perdida); procuraron persuadirla con blandura a que se volviese a su casa, previniendo que de no hacerlo así se valdrían de la fuerza, aunque fuese con peligro de su vida. Respondió la santa doncella, que su vida y todo lo que aprecia el mundo estimaba infinitamente menos que su vocación; que se había entregado a Dios por esposa suya, y al abrigo de su poder infinito despreciaba todas sus amenazas. Irritados y corridos con esta respuesta avanzaron a las puertas y quebrantaron la clausura; asiéronla con furioso coraje, dándola muchos golpes y bofetadas, arrastrándola de los cabellos, y llenándola de oprobios y baldones. A tanta tempestad de males resistía la bendita niña con invencible mansedumbre y paciencia: todo su dolor era ver que le faltaban los alientos para resistir á la fuerza de tantos hombres; y entonces, volviendo el rostro a Santa Clara, dijo: Ayúdame, hermana mía; mira que me sacan de la casa de Dios. La gloriosa Clara, levantando entonces los ojos al Cielo, oró con tal eficacia, que desde este punto quedó su hermana Inés inmoble como si fuera una roca.
  
Cuando pensaban los agresores que la tenían vencida se hallaron con las manos vacías, probando a moverla inútilmente. Porfiaron largo rato con mucho tesón y sin algún efecto. No se daban por vencidos de esta maravilla, atribuyendo a su propio cansancio la inmovilidad: tanto sabe engañar una obstinación, que les pareció que el peso natural del cuerpo de una niña de catorce años podía apurar la pujanza de doce hombres empeñados en su temeridad. Llamaron gente que los ayudase; y reconociendo invencible la dificultad, no sin gracejo decían a los parientes: Señores, esta niña debe haber comido toda su vida plomo para hacerse pesada. Monaldo, un tio suyo, irritado de ver frustrados sus intentos levantó el brazo para darla un fiero golpe; pero le costó muy caro el amago porque se baldó de repente, con tan vehemente dolor que le sacaba de juicio, y le duró muchos años para memoria de su atrevimiento.
 
Santa Clara entonces, viéndolos apurados de fuerzas y de paciencia, con santo enojo les dijo: ¿Hasta dónde ha de llegar vuestra ciega obstinación? Veis empeñado todo el poder de Dios en defender a su esposa, ¿y porfiáis en robársela? Temed que quien a esta criatura la hizo inmoble para burlar vuestras fuerzas, suelte la detenida presa de sus ¡ras para vengar sus propios agravios. La severidad de estas voces les abrió los ojos a la luz de la verdad: quedaron confusos, y corridos se volvieron a sus casas sin la presa, pero mejorados en provechoso desengaño. Llegóse Clara a su hermana Inés, a quien los golpes de tan furiosa tormenta tenían casi sin aliento; recojióla en sus amorosos brazos, y dióla muchos parabienes de que hubiese dado principio al sacrificio de sí misma con tan gloriosos rudimentos de perfección. En la Santa paciente, la exorbitancia del gozo de haber padecido por el amor de su divino Esposo tenia en poco su dolor, haciendo mucha estimación de sus injurias. Las señales que la dejaron los golpes las estimaba como rúbricas de su fineza, y como prendas preciosas que la hiciesen bien vista a los ojos de su Amado. Era en esta ocasion para Dios un gustoso espectáculo ver en Inés la alegría de lo padecido, y en Clara la emulación. Llamaron cuanto antes al glorioso San Francisco para que instruyese en la vida apostólica a su nueva discípula, como lo hizo, vistiéndola el saco de penitencia, cortándola los cabellos, y sacrificándola a Dios en las aras de María Santísima. Salió de estos lances el Santo muy ganancioso con mucho ejercicio de su paciencia, por los innumerables oprobios que le dirigieron los deudos de las dos santas hermanas.
 
Gozosa Santa Clara con el sacrificio de su hermana Inés, empezó a respirar con algún desahogo. Serena ya la tempestad, y amansadas las olas que embraveció la vanidad de la carne y sangre, principiaron las santas hermanas a gozar de tranquilidad de espíritu. Las pasadas calamidades no daban materia para quejas, porque las miraban como pruebas de su constancia. Bien halladas con las penalidades de la cruz, con el gusto de lo ya padecido, se avivaban en ansias de padecer mas; dieron gracias al Señor de haberlas librado de los peligros; revalidaron la entrega de su virginal pureza; y como vencedoras después de la batalla, alegres con los despojos del desprecio propio, atribuían a la protección del Altísimo la gloría de sus triunfos.
  
Alentaba el seráfico maestro sus nobles afectos con santas instrucciones: y gozoso de ver en dos almas tan puras desengaños tan eficaces como inocentes, ponía todo su cuidado en fomentar estas luces con el aceite de la caridad, sabiendo por inspiración divina que su llama llegaría a ser incendio de muchos corazones, holocaustos de la pureza. Pocos días las tuvo en aquel convento donde hallaron asilo, o por evitar a las Religiosas la molestia que por ocasión de las huéspedas les daban los seglares, o ya porque tenía orden divina para que en la ermita de San Damián se diese principio a la fábrica maravillosa de la esclarecida Religión de las Clarisas, cuyo fundamento serían estas dos preciosas y firmísimas piedras. Esta ermita fue la que reparó el Santo a costa de sudores y trabajos; en ella cogió las primicias de su vocacion apostólica; aqui oyó sensiblemente la voz de Cristo que le destinó para reparador de su Iglesia, y tuvo revelación de que este templo sería el dichoso nido en que Santa Clara, paloma candidísima, con la milagrosa fecundidad de su espíritu, colmaría de frutos de pureza y santidad al mundo, con gozo y admiración de todas sus regiones. Aquí fue donde las dos santas hermanas, quebrantando a golpes de mortificación y penitencia el alabastro de sus cuerpos, derramaron los aromas de sus virtudes, de cuya suavidad y fragancia atraídas muchas doncellas, corrieron, atropellando las vanidades del siglo, al sagrado de sus claustros. De este primer convento, por la advocación titular de la ermita, se llamaron las monjas de Santa Clara las Damianitas.
 
La vida que empezaron a hacer en este retiro era más angélica que humana. San Francisco, como tan diestro padre de espíritu, valiéndose del don de discreción que tenía, conoció por él los muchos fondos que atesoraban estos diamantes, y los labraba con atento cuidado para que descubriesen sus luces, y se puliesen joyas que habian de ser a los ojos de Dios tan preciosas y tan de su gusto. Ellas, que del diamante tenían la preciosidad y no la dureza, rendidas a la voz de su magisterio concertaban la exterioridad de sus obras con el interior impulso de su espíritu, obrando en esto la discreción y la prudencia, que hacía sus virtudes mas seguras, y a la común edificación más provechosas. Voló en breve tiempo la fama de este suceso; y no solo no resultó de esta novedad escándalo, como temieron neciamente los parientes, sino un poderoso y eficaz ejemplo, cuyas luces deslumhraron las sombras de la malicia, y alumbraron a muchas almas de ambos sexos para que viesen la hermosura del desengaño. En las mujeres singularmente fue más copioso el fruto de esta conversión: porque al ver en unas niñas nobles, ricas y lisonjeadas de las delicias del mundo el constante desprecio de sus vanidades, y la valiente resolución de abrazar la pesada cruz de la mortificación, fue maravillosa la mudanza que hicieron muchas en sus costumbres. Estos gloriosos preludios de santidad que se vieron en nuestra santa virgen Inés, fundaron esperanzas de mayores progresos, y a todas les dio el lleno con su heroico proceder y ejemplarísima conversación, dedicada en todo al obsequio de su enamorado y divino Esposo. Con decir que fue en virtudes y maravillas muy parecida a su seráfica hermana Santa Clara, queda con verdad bien ponderada su celestial perfección; con la particularidad de ser sus costumbres candidísimas, afianzadas en humildad profunda; celadora acérrima de la santa pobreza; azucena fragante de pureza virginal; en extremo penitente; con el rigor de austeridades y mortificaciones, sujetó las rebeldías de la carne a las leyes del espíritu. Todo el tiempo de su vida, desde la edad más tierna, atormentó su cuerpo con ásperos cilicios. Su comida usual y cuotidiana era pan y agua en cantidad muy escasa; y si dispensaba este rigor, eran sus viandas legumbres desabridas.
   
Siendo para sí tan austera, era para las demás muy benigna; porque de su caridad ardiente nacía una compasión extremada, con que hacía propias las penalidades ajenas. En la oración era muy continua,
y en ella tan fervorosa, que arrebatada de los impulsos de su espíritu perdía tierra muchas veces el cuerpo, y enajenada de los sentidos se gozaba en raptos maravillosos con su divino Esposo.
  
Eran estos tan continuos y a veces tan largos, que duró alguno de ellos tres días enteros. Como tan imitadora de las virtudes de Santa Clara, fue también muy parecida en los favores. Desde el mediodía de un Jueves Santo hasta la mañana de Resurrección estuvo en éxtasis inmoble y casi sin señales de vida, absorta en la profunda consideración de la Pasión de su amado Jesús; y cuando volvió del rapto, le parecía haber estado en él brevísimo tiempo. En noches del nacimiento de Cristo recibió singularísimas mercedes. Franqueóla el Señor las circunstancias de aquel dulcísimo misterio, viendo con los ojos corporales en el portal y en el desabrigo de las pajas al Niño Dios asistido de su purísima Madre, en que se enajenaba su tierno corazón. Estando una noche recogida en la oración en un ángulo del coro, la vio la Virgen Santa Clara elevada de la tierra, y que puesta en el aire la ofrecían los ángeles tres coronas de vistoso resplandor, una después de otra. Aguardó la Santa a que volviese del rapto, y preguntóla cuál había sido en este tiempo el empleo de su oración, y qué efectos había sentido en ella. La humilde virgen se excusaba con prudencia, sabiendo cuán importante es el secreto de los favores que comunica el Señor a las almas santas, y que son tesoro que debe guardar la humildad con la llave del silencio.
 
Mandóla la Santa, por obediencia, que descubriese su pecho; y ella, asegurándose de humilde con ser obediente, dijo: Tres puntos fueron, madre mía, los que me llevaron las atenciones en mi oración. El primero la inmensa bondad de Dios, y la generosa misericordia con que su Majestad, tantas veces ofendida de la ingratitud, dureza y obstinación de los pecadores, los tolera y sufre sin soltar el corriente de sus iras en venganza de sus agravios. El segundo, el inefable amor que tiene á los hombres, aun tan ingratos y desatentos, por cuyo remedio y salvación quiso que su Hijo Unigénito, vestido de carne mortal, padeciese acerbísimos dolores hasta morir en las ignominias de una cruz. El tercero fue los tormentos atrocísimos que padecen en el Purgatorio las almas santas, sin que puedan por sí negociar alivio a su dolor, sujetas en todo a los justos rigores de la divina justicia, y sin más apelación que a la piedad de los vivientes, que tan olvidados viven del rigor de sus penas. A estos tres afectos quiso la bondad infinita de nuestro Dios que correspondiesen tres coronas, para confundir mi cortedad con la grandeza de sus misericordias.
 
El altísimo concepto que los gloriosos San Francisco y Santa Clara tuvieron de las virtudes y celo de la mas rígida observancia de la evangélica pobreza de esta admirable virgen, les obligó a que se privasen de su amable presencia y compañía, sacándola de Asís a Florencia, para que fundase convento en aquella ilustrísima ciudad. Fue esta una de las mas célebres fundaciones de este tiempo: trabajó mucho en ella Santa Inés, pero logró felizmente su trabajo, y lo desempeñó según el buen concepto que se tenía de sus virtudes y prudencia. Llamóse este convento de Monte-Coeli, y florecieron en él al principio muy ilustres monjas en sangre, virtudes y santidad. Entre otras dio el hábito a la Venerable Clara de Ubaldino, de la primera nobleza de Florencia, viuda joven de un caballero ilustrísimo llamado Galuria, y deuda muy cercana del Cardenal Octaviano de Ubaldinis, varón de suma autoridad con los Pontífices de su tiempo. Siguieron a esta señora dos hermanas doncellas, hermanas del Cardenal, llamadas Juana y Lucía, las cuales movieron con su ejemplo a otras muchas vírgenes nobles, que se consagraron a Dios con desprecio del mundo y edificación de la ciudad. No solo ennoblecieron el convento con la pureza de su sangre, sino con la excelencia de sus virtudes; pero fue en estas muy ventajosa Clara Ubaldino.
 
Aunque todas las diligencias que la santa fundadora puso en el ajuste de su nuevo convento le salieron tan bien logradas, que pudieran servirla de mucho desahogo y consuelo de su espíritu, todavía tuvo mucho que sacrificar a Dios en el sentimiento que tenía de la ausencia de su santa hermana Clara. Escribióla una carta, y en ella a toda la Comunidad de San Damián, significando su dolor y pena con gran discreción y ternura. Y para que se admire su celestial estilo y espíritu estático, me ha parecido ponerla a la letra, según la describe el célebre antiguo cronista Fr. Marcos de Lisboa en el tom. 1, lib. 8, cap. 17, y es del tenor siguiente.

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