lunes, 28 de noviembre de 2022

ENCÍCLICA “Inscrutábile divínae”

Presentamos por primera vez en español la encíclica “Inscrutábile divínæ”, la encíclica programática de Pío VI, en la cual, después de recordar cómo las insidias inspiradas por el ansia de novedades minan la verdadera religión, invita a la oración, dar el ejemplo de sanas costumbres, instituir seminarios en cada diócesis y cuidar del decoros de las iglesias; y condena como «llena de engaños» la filosofía ilustrada que era una novedad, pero que influiría en los eventos posteriores, como la Revolución Francesa, las independencias en Hispanoamérica, las Revoluciones liberales de Europa, el comunismo y el Vaticano II. 
  
ENCÍCLICA Inscrutábile divínæ DEL SOMMO PONTÍFICE PÍO VI
   
A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos.
El Papa Pío VI. Venerables Hermanos, salud y bendición Apostólica.
  
El inescrutable designio de la sabiduría divina, cuyas obras son siempre admirables, como entre miles de personas eligió a David de modestísimo origen, y de la grey de ovejas lo alzó al trono de la gloria a gobernar su pueblo y a hacerlo acepto a Dios con la vara de mando; al mismo modo no despreció Nuestra bajeza, tanto que, si bien los últimos entre todos, fuimos admitidos entre los padres purpurados y tuvimos el último puesto, con todo quiso que Nos entre todos los otros, que aparecían más dignos de la diadema papal, tuviésemos que asumir las funciones de Pontífice y, elevados a tan grande honor, tuviésemos que gobernar toda su Iglesia. Cuando, silentes y agradecidos, consideramos atentamente esta maravillosa dignación, y la inmenza bondad respecto a Nos, no podemos detenernos en el llanto, reflexionando en esta misericordia tan benéfica y al mismo tiempo en esta onnipotencia, por la cual derramó tan generosamente sus dones sobre aquel en quien no encontraba ningún mérito: poniendo a Nos, débiles e inméritos, a cabeza de las gentes para que, sustituyendo en la tierra al Eterno Pastor, apacentemos su descendencia de fieles y la guiemos al sagrado monte de Sión en la Jerusalén celestial. Y upesto que ha convenido absolutamente que Nuestro obsequio y la oferta del Pontífice consagrado comiencen elevando alabanzas al Señor, no podemos no irrumpir en voces de exultación; confiando en el Señor, cante Nuestra boca con el profeta (Salmo 144, 21) las alabanzas del Señor, y Nuestra alma, el espíritu, la carne y la lengua bendigan su santo nombre: «Si es señal de devoción alegrarse de un don, es también necesario estar dudando del propio mérito. ¿Qué cosa de hecho es más temible que la fatiga impuesta a quien es demasiado débil, que la elevación a quien está demasiado bajo, que la dignidad conferida a quien no la merece?» (San León Magno, Sermón I, cap. 2).
     
¿Quién no estaría aterrorizado por la actual condición del pueblo cristiano, en el cual la divina caridad, por la cuan estamos en Dios, y Dios en nosotros, se enfría sensiblemente, y los delitos y las iniquidades crecen de día en día? ¿Quién no estaría angustiado en la tristísima consideración que hemos asumido la custodia y la protección de la Iglesia, esposa de Cristo, en una época en que tantas amenazas minan la verdadera Religión, la sana regla de los sagrados cánones es tan descaradamente despreciada, hombres agitados y furiosos, como por una irrefrenable ansia de novedades, no dudan en atacar las mismas bases de la naturaleza racional e intentan incluso –si lo pudiesen– subvertirla? Ciertamente, en medio de tantos motivos de miedo, no quedaría en Nos ninguna esperanza de servir útilmente, si no velase y no vigilase aquel que protege a Israel y dice a sus discípulos: «He aquí, yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos; si no se dignase no solo ser custodio de las ovejas, sino también pastor de los mismos pastores» (San León Magno, Sermón V, cap. 2).
     
Puesto que los dones divinos descienden abundantísimos en Nos, sobre todo cuando Nuestra oración va a Dios, Nos volvemos a vosotros, Venerables Hermanos, colaboradores y consejeros Nuestros, pidiéndoos como primera cosa –en nombre de aquella caridad por la cual somos una sola cosa en el Señor, y de aquella fe por la cual estamos unidos en un solo cuerpo– de no dejar de orar cotidianamente a Dios, a fin que Nos conforte con el poder de su virtud, efunda sobre Nos el espíritu de la sabiduría y de la fortaleza, a fin que –en medio de tantas dificultades de las cosas y de los tiempos– podamos ver lo que debemos hacer y lleguemos a cumplirlo después que lo hubiésemos visto. Orad pues en espíritu; y sea vuestra oración una invocación de amor por Nos y prueba irrefutable de fraterna unión. Y para que obtengamos más prontamente lo que Nos es necesario, haced interceder a María, la Santísima Madre de Dios, en cuya protección tenemos grandísima confianza, y toda la Curia Celestial; y especialmente implorad para Nos la protección y la ayuda del Beatísimo Apóstol San Pedro, «cuya sede gozamos no tano por ocupar sino de servir, esperando que por sus oraciones, el Dios de la misericordia contemplará benigno los tiempos en que debemos ejercer Nuestro Ministerio, y siempre se dignará proteger y restaurar el pastor de sus ovejas» (San León Magno, Sermón V, cap. 5).
   
En verdad, en el mismo inicio de Nuestro apostólico servicio, de Nos asumido con todo el empeño de paterna caridad que somos capaces, Os solicitamos, Venerables Hermanos, y Os exhortamos a ser fieles administradores de los misterios de Dios. Vosotros, que participáis del Señor, no ignoráis qué debéis hacer, y cuáles fatigas debéis sostener por la Iglesia de Dios para cumplir constantemente vuestro deber. Por tanto Os exhortamos y pedimos de tener despierta la gracia que Os fue dada con la imposición de la manos, y no omitáis nada de lo que concierne al incremento de la administración de aquel cuerpo «que fue formado por Cristo y conexo en todas sus uniones» (Efesios 4, 16) en fe y en caridad. Por tanto, puesto que estamos bastante persuadidos que la principal ventaja de la Iglesia deriva del hecho que solo aquellos que son probados en todo y por todo som admitidos a hacer parte de la milicia clerical, no es necesario que Os recomendemos la más diligente observancia de lo que a este propósito fue establecido por las leyes canónicas. Encendidos de solícito celo, proceded en modo que aquelos que no demuestran santidad de costumbres, no están instruidos en la ley del Señor y nada prometen de sí y de la propia actividad, no tengan ningún acceso a la milicia eclesiástica, a fin que aquellos que deben imponer sus manos a fin de ayudaros en apacentar a guiar la grey no agrueguen fatiga a Vuestra fatiga, molestia a las molestias, y no Os sean de impedimento de hacer tanto que el Señor recoja de sus cultivadores aquellos frutos que en la rendición de cuentas del futuro juicio Jesucristo, severísimo y justísimo juez, pretenderá de Vos. Es necesario que el futuro sacerdote se señale por santidad y doctrina. De hecho, Dios rechaza de sí, ni quiere que sean sus sacerdotes, aquellos que han rechazado la ciencia, ni puede ser obrero idóneo para la recolección quien a la piedad de las  costumbres no ha unido el amor por la ciencia. Puesto que el sacerdote tiene necesidad de una instrucción adecuada, fue oportunamente decretado que en toda Diócesis, según las posibilidades, se instituyese, donde hiciese falta, un colegio de clérigos, y una vez instituido, se lo mantenga con todo cuidado Si de hecho, incluso desde los más tiernos años no se forma en la piedad y la religión, y no se hace ejercitar en la literatura la juventud, por su naturaleza proclive a tomar un mal camino, ¿en qué modo podrá suceder que persevere santamente en la disciplina eclesiástica, o que cumpla en los estudios humanísticos y sacros aquellos progresos que el ministerio de la Iglesia exige cual ejemplo para el pueblo de los fieles? Estamos ciertos que tales colegios fueron regularmente instituidos, santa y diligentemente conservados con vuestros cuidados, munidos de leyes idóneas y ampliados en las Diócesis individuales, especialmente después que Nuestro Predecesor Benedicto XIV, de imperecedera memoria, recomendó vivamente a cada uno de vosotros tal obra (Encíclica Ubi primum, 3 de Diciembre de 1740), absolutamente necesaria por la dignidad que sostenéis. Por tanto, como no podemos privar de la pública alabanza Apostólica las relevantes fatigas y la diligencia profusa en atenderlas y en aumentarlas, tanto, si por caso en que alguna Diócesis o no fuesen aún instituidas, o fuesen omitidas, no podemos no solicitar vibradamente a aquellos que concierne, y también mandarles a fin que se esfuerzen con todos los medios para una cosa tan útil.
   
Por la misma razón no se puede temer que Vosotros no atendáis siempre, con la más grande solicitud a los que, ordinariamente, conmueve mayormente a los fieles y excita su respeto por las cosas sagradas, o sea por el decoro de la casa de Dios y el esplendor de lo que se refiere al culto divino. ¡Qué contraste sería encontrar más ornato y elegancia en el palacio episcopal que no en la casa del Sacrificio, en el asilo de la santidad, en el palacio del Dios viviente! ¡Cuál contrasentido sería ver los ornamentos sagrados, los ornamentos de los altares y todo el mobiliario, polvorosos por vejez, caer a pedazos, o hacer muestra de una vergonzosa suciedad, mientras la mesa episcopal estuviese suntuosamente adornada, y elegantes los vestidos del sacerdote!
  
«¡Qué vergüenza y qué infamia –como ha dicho tan bien San Pedro Damián– es pensar que algunos presentan el Cuerpo del Señor envuelto en un paño sucio, y no temen emplear para deponer el Cuerpo del Salvador un recipiente que un potentado de la tierra, qe no es sino un gusanillo, no se dignaría acercar a los propios labios!» (Libro IV, epístola 14, tomo I, Roma 1606).
   
En cuanto a Vosotros, Venerables Hermanos, Nosotros Os juzgamos bien lejanos de esta negligencia, de la que se hacen sobre todo culpables, según cuanto dice el mismo santo Cardenal, aquellos que, con las rentas de la Iglesia, «no compran los libros, ni procuran ornamentos o mobiliario para su Iglesia», mas no se avergüenzan de gastar todo para su uso, como si se tratase de «gastos necesarios».
  
Hemos pues reputado no inútil, Venerables Hermanos, hablaros afectuosamente de estas cosas, en confirmación de vuestra excelente voluntad. Pero algo de mucha más gravedad exige un discurso Nuestro, y precisamente pide en abundancia Nuestras lágrimas: trátase de aquel morbo pestiennte que la maldad de nuestros tiempos ha generado. Unánimes, reuniendo todas nuestras fuerzas, aprestamos la medicina necesaria a fin que, por Nuestra negligencia, tal peste no crezca en la Iglesia, hasta hacerse incurable. Parece de hecho que en estos días ahogan aquellos «tiempos peligrosos» que profetizó el Apóstol San Pablo, en los cuales «los hombres se amarán a sí mismos, serán hinchados de soberbia, blasfemadores, traidores, amantes de los placeres más que de Dios, siempre en acto de parecer y nunca en grado de poseer el conocimiento de la verdad, no privados de una especie de religión, pero rechazando reconocer su valor, corruptos de ánimo y absolutamente reprobables por lo que concierne a la fe» (2.ª Timoteo 3, 3-5).
  
Estos se erigen en maestros «absolutamente mentirosos», como los llama el príncipe de los Apóstoles, San Pedro, e introducen principios de perdición; niegan a aquel Dios que los rescató, procurando a sí mismos una célere ruina, Dicen ser sabios, y en cambio devinieron necios; oscurecido e insipiente es su corazón.
   
Vosotros mismos, que fuisteis puestos como escrutadores en la casa de Israele, ved claramente cuántos triunfos consigue en todas partes aquella filosofía llena de engaños, que bajo un nombre honesto esconde su propia impiedad, y con cuánta facilidad atrae a sí y engatusa a tantos pueblos. ¿Quién podrá decir de la iniquidad de los dogmas y de las infames divagaciones que intenta insinuar? Estos hombres, mientras quieren hacer creer que buscan la sabiduría, «puesto que no la buscan en el modo justo, caerán»; además «incurren en errores tan grandes, que no llegan ni a disponer de la sabiduría común» (Lactancio, Instituciones Divinas, libro III, cap. 28, París 1748). Llegan precisamente al punto de declarar impíamente o que Dios no existe, o que está ocioso e en huelga, que no se interesa por nada de nosotros, y que no revela nada a los hombres. Porqué no se debe maravillar si algo es santo o divino, parlotean que esto fue inventado y pensado por la mente de hombres inexpertos, preocupados del inútil temor del futuro, atraídos de la vana esperanza de la inmortalidad.
   
Pero estos sapientes engañadores endulzan y ocultan la inmensa perversidad de sus dogmas con palabras y expresiones tan atrayentes, que los más débiles –que son la mayoría– como presos del cebo, embriagados en modo penoso, o abjuran completamente la fe, o la dejan vacilar en gran parte, mientras siguen alguna conclamada doctrina y abren los ojos hacia una falza luz que es más dañosa que las mismas tinieblas. Sin duda nuestro enemigo, deseoso y capaz de dañar, cómo asume las semblanzas de la serpiente para engañar a los primeros hombres, así armó las lenguas de estos, lenguas ciertamente mentirosas, de las cuales el Profeta (Salmo 119) pide que sea liberada su alma: del veneno de aquella falsedad que constituye el arma para seducir a los fieles. Así, estos con sus palabras «se insinúan humildemente, capturan dulcemente, discuten delicadamente y matan secretamente» (San León Magno, Sermón XVI, cap. 3). Consecuentemente, ¡cuánta corrupción de costumbres, cuánta licenciosidad en el pensar y en el hablar, cuánta arrogancia y temeridad en toda acción!
    
En verdad, esos filósofos perversos, esparcidas estas tinieblas y desarraigada de los corazones la religión, buscan sobre todo hacer tanto que los hombres rompan todos aquellos vínculos por los cuales están unidos entre sí y a sus soberanos con el vínculo de su deber, porque ellos proclaman hasta la náusea que el hombre nace libre y que no está sujeto a ninguno. Por tanto la sociedad es una multitud de hombres ineptos, cuya estupidez se prosterna ante los sacerdotes (de los cuales son engañados) y ante el rey (del cual son oprimidos), tanto es verdad que el acuerdo que el acuerdo entre el sacerdocio y el imperio no es otra cosa una inmensa conjura contra la natural libertad del hombre. ¿Quién no ve que tales locuras, y otras similares cubierta por muchas mentiras, causan tanto mayor daño a la tranquilidad y a la paz pública cuanto más tarde es reprimida la impiedad de tales autores? ¿Y qué tanto más dañan a las almas, redimidas por la sangre de Cristo, cuanto más se difunde, similar al cáncer, su predicación, y se introduce en las públicas academias, en las casas de los potentados, en los palacios del rey y se insinúa –horrible decirlo– hasta en los ambientes sagrados?
   
Por esto vosotros, Venerables Hermanos, que sois la sal de la tierra, los custodios y los pastores de la grey del Señor y que debeis combatir las batallas del Señor, levantaos, armaos de vuestra espada, que es la palabra de Dios. Cazad de vuestras tierras el inicuo contagio. ¿Hasta cuándo tendremos oculta la injuria dirigida a la fe commún y a la Iglesia. Considerémonos estimulados, como del gemido de la dolorosa esposa de Cristo, por las palabras de San Bernardo: «Una vez fue predicho, y ahora ha llegado el tiempo de realizarlo. He aquí, en la paz, mi armarguísima amargura; amarga primero por la muerte de los máartires, más amarga después por las luchas de los herejes, y amarguísima ahora por las costumbres privadas... Interna es la llaga de la Iglesia; por eso en la paz mi amargura es amarguísima. ¿Pero cuál paz? Hay la paz y la no paz. Paz para aquello que respecta a los paganos y los herejes, pero no ciertamente para lo que respecta a los hijos. En este tiempo hay la voz de alguien que llora: Alimentad a los hijos, y levantadlos; mas ellos me despreciaron. Me despreciaron y me ensuciaron con su torpe vida, con sus torpes ganancias y comercios, y finalmente con su peregrinante obrar en las tinieblas» (Sermón XXXIII, n.º 16, tomo IV, París 1691).
   
¿Quién no se conmovería frente a estos lacrimosos lamentos de la piísima madre y no se sentiría irresistiblemente impulsado a prestar toda su propia actividad y su obra, como con desición prometida a la Iglesia? Purgad pues los viejos fermentos, eliminad el mal que está en medio de vosotros; esto es, con gran energía y denuedo alejad los libros envenenados de los ojos de la grey; aislad prontamente y con decisión los ánimos infectos a fin que no sean de daño a los otros. «De hecho –decía el santísimo Pontífice León– no podemos guiar a las personas que nos fueron confiadas si no persiguiéramos con el celo de la fe en el Señor a aquellos que arruinan y están perdidos, y si no aislamos con toda la severidad posible a aquellos que son sanos de mente, a fin que la peste no se difunda mayormente (Epístolas VII y VIII a los obispos italianos, cap. 2).
   
Os exhortamos, os suplicamos, y os ordenamos cumplir esto, porque como en la Iglesia hay una sola fe, un solo Bautismo y un solo espíritu, así el alma de todos vosotros sea una sola, y la concordia entre vosotros sea una sola, y único el esfuerso. Si estuviéreis unidos en las instituciones, lo estaréis también en la virtud y en la voluntad. Se trata de algo de la máxima importancia, puesto que se trata de la fe católica, de la pureza de la Iglesia, de la doctrina de los Santos, de la tranquilidad del gobierno, de la salvación de los pueblos. Se trata de lo que espera a todo el cuerpo de la Iglesia, de lo que sobre todo toca a voxsotros, que sois los pastores llamados a participar en Nuestras preocupaciones y en particular modo a la vigilancia sobre la pureza de la fe. «Por tanto, ahora, hermanos, puesto que sois los Obispos en el pueblo de Dios y de vosotros depende el alma de los fieles, elevad sus corazones a vuestras palabras» (cf. Judit 8, 21), a fin que permanezcan firmes en la fe y puedan conseguir aquella paz que notoriamente fue preparada solo para los creyentes.
   
Orad, persuadid, griras, haced ruido, no temáis; un silencio indiferente deja en el error a aquellos que podían ser instruidos: en un error dañosísimo para ellos y para vosotros, a quien competía el dener de eliminarlo. La Santa Iglesia tanto más se refuerza en la verdad cuanto más ardientemente se trabaja por la verdad; no temáis, en esta divina fatiga, el poder o la autoridad de los adversarios. Sea alejado el temor del Obispo, que la unción del Espíritu Santo lo fortaezca; sea alejado el temor del pastor, al cual el Príncipe de los pastores enseñó con su ejemplo a despreciar la vida por la salud de la grey; sea lejano del pecho del Obispo la abyecta demencia del mercenario.
   
Según su costumbre, Nuestro Predecesor Gregorio Magno enseñando a los jefes de las Iglesias decía egregiamente: «Frecuentemente las cabezas frívolas, temiendo perder el consenso de las persona, tienen miedo de decir libremente las cosas justas y de hablar según la voz de la verdad, y se dedican a la custodia de la grey no ya con el empeño de los pastores, sino según el comportamiento de los mercenarios; si viene el lobo huyen y se esconden silenciosamente... De hecho para el pastor, decir que ha temido el bien o que ha huído callando, ¿qué diferencia tiene?» (Liber régulæ pastoralis, 11, cap. 4, tomo II). Si el infame enemigo del género humano, para contrastar lo más posible vuestras tentativas, a veces actuará para que la peste del mal avanzante se esconda entre las jerarquías religiosas del siglo, os pido que no perdáis el ánimo, sino de caminar en la casa de Dios con el arreglo, la oración y la verdad que son las armas de Nuestra milicia.
   
Acordaos que al contaminado pueblo de Judá nada pareció más adecuado a su propia purificación que la promulgación –delante de todos, del más pequeño al más grande– del Libro de la Ley que el sumo sacerdote Elías había encontrado poco antes en el templo del Señor; y en seguida, con el consenso de todo el pueblo, eliminó cuanto era abominable, «en la presencia del Señor se concluyó un pacto en fuerza del cual el pueblo habría seguido al Señor, habría guardado sus preceptos, sus leyes y ritos relativos con todo el corazón y con toda el alma». En el mismo espíritu Josafat mandó a los sacerdotes y los levitas con el Libro dela Ley alrededor de las ciudades de Judá, para que instruyesen al pueblo (2.ª Crónicas 17, 7ss).
   
A vuestra fe, Venerables Hermanos, por autoridad no humana sino divina, es confiada la difusión de la palbara divina; reunid pues al pueblo y anunciadles el Evangelio de Jesucristo; de aquella divina comida, de aquella celestial doctrina haced derivar la fuente de la verdadera filosofía para vuestra grey. Persuadid a los súbditos que conviene conservar la fe y tributar obsequio a aquellos que en fuerza de la ordenación divina presiden y gobiernan.
    
A aquellos que son adeptos al ministerio de la Iglesia, dad ejemplo de fe, a fin que puedan agradar a aquel que los examina y prefieran solamente lo que es serio, moderado y lleno de religióne. Sobre todo, pues, encended en las almas de todos el fuego de la caridad mutua, que tan frecuente y tan particularmente Cristo el Señor recomendó y que es la sola señal de los cristianos, y vínculo de perfección.
   
Son estas, Venerables Hermanos, las cosas de las cuales deseábamos en particular hablaros en nombre del Señor, y que os pedimos cumplir con grande empeño y sumo cuidado, a fin que podamos experimentar cuán gozoso es estar unodos, todos Nosotros, en conservar fielmente el depósito confiado a Nuestra custodia. Pero a causa de nuestros pecados no podremos conseguir tales cosas si no nos viniera anticipada la misericordia del Señor, que nos prevenga con su bendición, Por tanto, a fin que Nuestra común oración llegue más ráidamente a Él, y Él sea reconciliado con Nos y ayude Nuestra debilidad, moentras mandamos esta Letra a vosotros, publicamos otra con la cual concedemos el Jubileo a todos los Cristianos, esperando en Aquel que es compasivo y misericordioso, tanto que Nos dio la potestad en la tierra de atar y desatar, para la edificación de su cuerpo.
   
Así Él conceda salud a vosotros y a vuestra grey, a fin que, siempre inmunes de cualquier error, podáis progresar de virtud en virtud. Esto es cuanto pedimos con toda el alma, mientras impartimos con mucho afecto la Apostólica Bendición a Vosotros y a los pueblos confiados a vuestros cuidados.
   
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 25 de Diciembre de 1775, año primero de Nuestro pontificado. PÍO PAPA VI.

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