jueves, 1 de diciembre de 2022

CÓMO Y POR QUÉ LAS CRUZADAS

De las Cruzadas mucho se ha escrito, pero siempre vale recordar las causas y medios para que esta gesta de la Cristiandad tuviese lugar, porque de este modo se contrarresta el meaculpabilismo endémico en los ambientes conciliares, reflejado incluso en la afirmación de que fueron «malos entendidos» como hizo Benedicto XVI Ratzinger en la mezquita de Amán (Jordania) en el año 2009.
  
El Papa Urbano II presidiendo el Concilio de Clermont (1095).

«Pero después en 1073, apoderándose del reino fatimí los turcos selyúcidas, dirigidos por Malik Shah, las persecuciones contra los cristianos arreciaron cada día más, y devineron aún más feroces cuando en el 1086 Jerusalén fue abandonada al furor de la horda salvaje conducida por el bárbaro Artuk Beg. Las iglesias cristianas saqueadas, los altares afrentados, y los sacerdotes y peregrinos maltratados, frecuentemente hasta la muerte. En 1095, algunos peregrinos que regresaban de Tierra Santa y con ellos los enviados del emperador griego Alejo Conmeno presentaron en el sínodo de Piacenza vivos lamentos de las tantas violencias que los sarracenos cometían contra los lugares santos y sus veneradores, y siempre más excitaron el pensamiento de ayudarlos contra los musulmanes y despojarles juntos el país donde el Señor había conversado en carne humana, de las manos de los infieles. La creciente sociedad y potencia del Occidente, y todavía más la fuerza de la fe y del triunfo siempre más manifiesto de la Iglesia en la lucha de las investiduras, hacían insufrible la afrenta infligida al nombre cristiano. La liberación de Jerusalén devenía la meta de los deseos y esfuerzos de los más nobles caballeros.
   
Se trataba de asegurar los bienes más nobles del género humano, liberar los lugares santos, esto es, los más sagrados para el cristiano, que fueron teatro de las obras y de los padecimientos de Cristo, y allá dar gracias al Salvador por las infinitas bendiciones que había logrado para el género humano. La lucha pues contra el islamismo, el cual amenazaba de continuo a la Europa cristiana, tuvo los más saludables efectos, y era del todo justificada por las vejaciones usadas por el mismo islamismo en daño tanto de los cristianos de Europa como de aquellos de Oriente condenados casi a ser destruidos. Lo que no podían los soberanos de Bizancio, antiguos señores de la Siria y de la Palestina amenazados por los sarracenos, era fácil a los príncipes y a los caballeros cristianos de Occidente, llenos del anelo de hacer cosas grandes no menos que del ardor de la fe. Así allá tanto pudo el sentimiento religioso que miles y miles de hombres abandonaron alegremente todo y entre mies afanes y privaciones llegaron a Palestina para vengar el deshonor de la cristiandad, para defenderla de sus enemigos naturales, para arrancar finalmente la tumba del Hombre Dios a la profanación de los infieles. Y como hacía un tiempo una fuerza misteriosa empujaba las hordas de los bárbaros hacia el Occidente y el Mediodía contra Roma, también ahora un espíritu superior guiaba los guerreros germanos y romanos ya civilizados hacia el Oriente sumido en la barbarie, hacia Jerusalén.
  
Pero una empresa semejante requería el acuerdo de muchos príncipes y pueblos: y esto solamente se podía obtener del Jefe de la cristiandad. Los papas fueron en efecto aquellos que primero volvieron el ánimo a una empresa tan grande; con la más firme constancia e incesantemetne la excitaron y promovieron; y también cuando otros ornados no hallaban más parte ni compromiso, persistieron siempre con admirable perspicacia y con fruto. Gregorio VII, solicitado por ayudas del emperador griego Miguel Ducas en el 1074, hacía ya planes de mover a la cabeza de un ejército cristiano en Oriente, pero fue impedido de realizar tan grandioso plan por las revoluciones seguidas en la corte de Bizancio no menos que en la de Alemania. Víctor III después movió a Génova y Pisa y sus aliados a una feliz expedición contra los musulmanes de África, los cuales asolaban y predaban las costas de Italia.
  
Pero a Urbano II era reservada la gloria de efectuar finalmente la expedición de Palestina; y para esto empleó tanto sus viajes por la Alta Italia y por la Francia, como los sínodos de Piacenza y de Clermont. Las palabras inspiradas por el pontífice operaron fuertemente en las almas de los presentes. Al grito “¡Dios lo quiere!”, miles y miles hacían el voto de ir a Palestina, y se ponían una cruz sobre la espalda derecha. Urbano declaró que a cuantos con recta intención, y no por codicia de honores y de dinero, se encontrasen en Palestina para liberar la Iglesia de Dios, tal expedición valdría en lugar de todas las penitencias canónicas; hechas prescripciones en cuanto a la parte que allí tenían que tomar los eclesiásticos y los laicos, y nombró como su legado para aquella expedición al excelente obispo del Puy, Ademar. Pedro de Amiens, que había visto con sus propios ojos los padecimientos de la Iglesia de Jerusalén, surgió para predicar con ardor la cruzada en Normandía. El entusiasmo en Francia se hizo universal: de allí se propagó en los países vecinos y trajo consigo muchos valientes guerreros. Es verdad que algunos eran llevados por el ansia de proezas, por la codicia del botín, o por otros motivos más innobles; pero sustancialmente, la obra era efecto de entusiasmo religioso, de fe y de amor al Salvador del mundo. En todas las grandes empresas se mezclan humanas debilidades y pasiones, pero no por esto ellas ni en sí, ni en la mayoría de los que allí tienen parte, pierden su mérito y su esplendor [1]».
   
Card. JOSÉ HERGENRÖTHER HORSCHHistoria universal de la Iglesia, vol. 5: “El ápice del poder eclesiástico-político de los Papas, las Cruzadas y la Escolástica”.
  
NOTA
[1] Gregorio VII, Regístri, libro II, época 31, 49; libro I, ep. 46. Mansi l. c. XX, 97, 100, 149, 153. Bernhard Gfrorer, Gregor VII., Vol. VII, pág. 362 ss. Urbano II, en Guillermo de Tiro, História Jerosolimitána, I, 14 (Jacques Bongars, Gesta Dei per Fráncos, I, 640). Roberto el monje y Balderico de Dol, História Hierúsalem, Guiberto de Nogent, Históriæ Hierosolymitánæ (ibid., pág. 31 s. 88, 479). Carl Joseph von Hefele, Conciliengeschichte, tomo V, pág. 215 ss.

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