Dios, que en otro tiempo habló a nuestros padres en diferentes ocasiones y de muchas maneras por los profetas, nos ha hablado últimamente en estos días, por medio de su Hijo Jesucristo, a quien constituyó heredero universal de todas las cosas, por quien creó también los siglos y cuanto ha existido en ellos. El cual siendo como es el resplandor de su gloria y vivo retrato de su sustancia, y sustentándolo y rigiéndolo todo con sola su poderosa palabra, después de habernos purificado de nuestros pecados, está sentado a la diestra de la majestad en lo más alto de los cielos, hecho tanto más superior y excelente que los ángeles, cuanto es más aventajado el nombre que recibió por herencia o naturaleza (Hebreos I, 1-4 / Versión de Mons. Félix Torres Amat).
«Dice, pues, que es figura de su sustancia. Mas ¿por qué no de su naturaleza? Porque es posible que la naturaleza de la especie se multiplique en multitud de individuos, en compuestos de materia y forma. De donde el hijo no tiene numéricamente la misma naturaleza que su padre. Mas la sustancia nunca se multiplica; pues no es otra la sustancia del padre y otra la del hijo; ni se divide según los diversos individuos. Siendo, pues, una y numéricamente la misma naturaleza en el Padre y el Hijo de Dios, por eso no dice de la naturaleza, que se divide, sino de la sustancia indivisible. Mi Padre y Yo somos una misma cosa (Joann. X, 30)» (SANTO TOMÁS DE AQUINO. Comentario a la Carta a los Hebreos, cap. I, lección 2).
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