viernes, 17 de diciembre de 2021

MEDITACIONES PARA EL ADVIENTO, NAVIDAD Y EPIFANÍA (DÍA VIGÉSIMO)

Meditaciones dispuestas por San Alfonso María de Ligorio, y traducidas al Español, publicadas en Barcelona por la imprenta de Pablo Riera en 1859. Imprimátur por D. Juan de Palau y Soler, Vicario General y Gobernador del Obispado de Barcelona, el 30 de Octubre de 1858.
     
MEDITACIÓN 20.ª (DÍA SEGUNDO DE LA NOVENA DE NAVIDAD): Hóstiam et oblatiónem noluísti, corpus áutem aptásti mihi. (Sacrificio y ofrenda no quisiste, mas me apropiaste cuerpo. Hebreos X, 5).
Considera la grande amargura de que debía sentirse afligido y oprimido el Corazón de Jesús en el seno de María en aquel primer instante en que el Padre le propuso la serie de trabajos, desprecios, dolores y agonías que había de padecer en Su vida, para librar a los hombres de sus miserias. Ya Jesús había dicho por el profeta Isaías: «El Señor me levanta por la mañana, y yo no me resisto, mi cuerpo di a los que me herían» (Isaías L, 4), como si dijera: «Desde el primer momento de mi concepción, mi Padre hízome entender su voluntad de que yo llevase una vida de penas, para ser al fin sacrificado sobre la cruz. Y ¡oh almas!, todo lo acepté por vuestra salvación, y desde entonces entregué mi Cuerpo a los azotes, a los clavos y a la muerte». Pondera aquí que cuanto padeció Jesucristo en su Pasión, todo se le puso delante, estando aún en el vientre de su Madre, y todo lo aceptó con amor; pero al hacer esta aceptación, y al vencer la natural repugnancia de los sentidos, ¡oh Dios!, ¡qué angustias y opresión no padeció el Corazón de Jesús! Comprendió bien lo que primeramente había de sufrir con estar encerrado por nueve meses en aquella cárcel oscura del vientre de María, con las humillaciones y penalidades del nacimiento, siendo el lugar de este una gruta fría que servía de establo a las bestias; con haber de pasar después treinta años entretenido y envilecido en el taller de un artesano: al ver, por fin, que había de ser tratado por los hombres de ignorante, de esclavo, de seductor, y reo de muerte, la más infame y dolorosa que se daba a los malvados. Todo, pues, lo aceptó el Redentor nuestro en todos los momentos, y en todos ellos venía a padecer reunidas en Sí mismo todas las penas y abatimientos que después había de sufrir hasta la muerte. El mismo conocimiento de su dignidad divina le hacía sentir mas las injurias que estaba para recibir de los hombres, diciéndonos por el Profeta: «Mi ignominia está todo el día delante de mí». Continuamente tuvo a la vista la vergüenza, especialmente aquella que debía causarle algún día verse despojado, desnudo, azotado y colgado de tres garfios de hierro, terminando así su vida entre los vituperios y las maldiciones de aquellos mismos por quienes moría. Hízose obedienre hasta la muerte, y muerte de cruz. ¿Y por qué? Por salvar a nosotros miserables pecadores.
    
AFECTOS Y SÚPLICAS 
Amado Redentor mío, ¡cuánto os costó desde que entrasteis en el mundo el levantarme de la ruina que yo me he ocasionado con mis pecados! Pues Vos por librarme de la esclavitud del demonio, al que yo mismo pecando me he vendido voluntariamente, habeis aceptado ser tratado como el peor de los esclavos. Y sabiendo yo esto, ¡he tenido valor de amargar tantas veces vuestro amabilísimo Corazón que me ha amado tanto! Mas, ya que Vos siendo inocente y mi Dios, habeis abrazado una vida y una muerte tan penosa, yo acepto, oh Jesús mío, por amor vuestro todas las penas que me vendrán de vuestras manos. Las acepto y las abrazo, porque me vienen de aquellas manos que han sido un día traspasadas a fin de librarme de las penas del Infierno tantas veces merecido. Vuestro amor, oh Redentor mío, en ofreceros a padecer tanto por mí, me obliga sobremanera a aceptar por Vos toda pena, todo desprecio. Dadme, Señor mío, por vuestros méritos vuestro santo amor. Este me hará dulces y amables todos los dolores y todas las ignominias. Yo os amo sobre todas las cosas, os amo con todo el corazón, os amo más que a mí mismo. Vos en toda vuestra vida me disteis tan repetidas y tan grandes señales de vuestro afecto; pero, yo ingrato hasta aquí, he vivido tantos años en el mundo; ¿y qué señal de amor os he dado? Haced, pues, oh mi Dios, que en los años que me restan de vida, os dé alguna prueba de que os amo. No me fío de llegarme a Vos cuando me habréis de juzgar, sin haber hecho antes alguna cosa por amor vuestro. Mas ¿qué puedo hacer yo sin vuestra gracia? Otra cosa no puedo, sino pediros que me socorráis; y aun esta mi súplica es gracia vuestra. Jesús mío, socorredme por los méritos de vuestras penas y de la Sangre que habeis derramado por mí. María Santísima, recomendadme a vuestro Hijo, por el amor que le tuvisieis. Mirad que yo soy una de aquellas ovejuelas por las que vuestro Hijo ha muerto.

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