Tomado del Mes de San José, el primero y más perfecto de los Adoradores, Santiago de Chile, Pequeña biblioteca eucarística, 1911. Imprimátur por Mons. Manuel Antonio Román Madariaga, Vicario general del Arzobispado de Santiago de Chile.
DÍA SEXTO – LA SANTIDAD DE JOSÉ LO PREPARA DIGNAMENTE PARA EL DESEMPEÑO DE SUS SUBLIMES FUNCIONES
Los honores y las dignidades no constituyen la santidad de San José. Las sublimas funciones que desempeña no son su mayor título de gloria.
Sin embargo, cuando las dignidades vienen de Dios, suponen en aquel a quien Dios las dispensa una santidad proporcionada.
¡Cuál no debió ser, pues, la santidad de José, para merecer tantos favores, como jamás han sido ni serán otorgados a nadie sino a él!
Sin duda San José era el más santo de los hombres; convenía que Dios eligiese al más perfecto y digno de los hombres para confiarle una misión tan grande cerca de Jesús y María.
La santidad de José correspondía perfectamente con su dignidad. Él era esposo de la Inmaculada Virgen María, pero esposo virgen a su vez, siempre virgen: esta virtud había de manifestarse en todo su brillo, a la primera señal de la maternidad de María, cuyo divino misterio ignoraba. Él era padre adoptivo de Jesús, su padre legal, su padre nutricio: ¡con qué fidelidad, abnegación y amor cumplió esta misión, sirviendo y protegiendo a Jesús en Belén, en Egipto y en Nazaret, hasta su muerte! Es que Jesús era su único tesoro.
San José poseía en el más alto grado todas las virtudes del más fiel esposo, del más tierno y abnegado padre, y las practicaba con toda perfección para con María y Jesús.
¡Con qué fidelidad tan discreta guardó José el secreto que se le había confiado de Jesús y María! Él era el único hombre en el mundo depositario y dueño en cierto modo de tan precioso tesoro: una palabra, una sola palabra de su boca, lo hubiera colmado de gloria: mereciéndole ser proclamado como el más feliz de los esposos y el más honorable de los padres. Pero no fue así. San José gozó solo de su felicidad en la obscuridad de su profesión, en la pobreza de su vida y en el olvido del mundo.
¡Qué hermoso ejemplo de humildad para nosotros! ¡Cómo nos enseña a no revelar los dones de Dios, a ocultar nuestras pobres virtudes, a fin de preservarlas de la vanidad humana!
San José, el más grande de los santos, es el más humilde y oculto de todos: y en esto participa excelentemente de los caracteres de la santidad de María y de Jesús, de la cual puede decirse que lo que dejaron admirar no es nada en comparación de los tesoros inmensos de gracias y de virtudes que nos serán revelados solamente en el Cielo.
Aspiración. — San José, que llamáis hijo vuestro al Dios que adoramos en la Eucaristía, ruega por nosotros.
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