Tomado del Mes de San José, el primero y más perfecto de los Adoradores, Santiago de Chile, Pequeña biblioteca eucarística, 1911. Imprimátur por Mons. Manuel Antonio Román Madariaga, Vicario general del Arzobispado de Santiago de Chile.
DÍA SÉPTIMO – DE CÓMO DEBEMOS JUZGAR DE LA GRANDEZA DE SAN JOSÉ
San José fue el primer adorador, el primer religioso; sin duda él no adoró a Nuestro Señor en su forma eucarística, ni tuvo la dicha de comulgar; pero poseía y adoraba a Jesucristo bajo la forma humana (1).
San José conoció mejor y más profundamente a Nuestro Señor que todos los santos juntos; él no vivió sino para nuestro Señor Jesucristo. He ahí su gloria particular, el carácter propio de su santidad: en eso cabalmente debe ser nuestro modelo y eso es precisamente lo que constituye su incomparable grandeza.
Bien sé yo que su vida es poco conocida y reviste poca gloria exterior, mas, ¿por qué hemos de juzgar de la grandeza de los santos por la gloria y el brillo que rodea su misión y su vida? Dios glorifica a sus santos en el Cielo: nosotros quisiéramos que los glorificase ya aquí abajo; nos parecemos en esto a los judíos que querían un Mesías glorioso. Cuando consideramos a algún santo, nos detenemos en su gloria exterior; le erigimos un trono al lado de Nuestro Señor: nos preocupa la glorificación del hombre. Bueno es, sin duda, exaltar los dones de Dios en sus santos; pero hay en eso un secreto pensamiento de comparación, un poco de egoísmo, un cierto deseo que se desliza en nosotros, para llevarnos a servir al Señor con la mira de llegar a ser, a nuestra vez, grandes y gloriosos; es una raíz del hombre viejo que aspira siempre a ser algo, aun en el servicio de Dios.
Es preciso juzgar de los santos en Jesucristo; para juzgar de la excelencia, de un santo, observad su grado de transformación en Jesucristo; haciendo así, lo colocamos en su centro y en su fin, volvemos el rayo al sol que lo envía; no nos limitamos entonces a glorificar tan sólo al hombre o los dones de Dios, sino que glorificamos a Jesucristo mismo, autor de toda santidad; puesto que no tanto viven de Jesucristo los santos, como vive en ellos Jesucristo, según el decir de San Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino Jesucristo que vive en mí”.
Al admirar cuánto se aproximó San José a Nuestro Señor y cuán perfectamente se transformó en Él, comprenderemos su verdadera grandeza, su verdadera santidad.
Ésta será nuestra ocupación durante todo el mes; consideraremos cada día en particular una de las gracias de San José y encontraremos en él el adorador más perfecto, enteramente consagrado a Jesús, trabajando siempre cerca de Jesús, teniendo a Jesús por fin de sus virtudes y de su vida: en esto debe ser nuestro modelo y debe nuestra vida inspirarse en la suya.
Aspiración. — San José, de quien puede decirse que ya no vivíais, sino que vivía Jesús plenamente en vos, rogad por nosotros.
(1) Quien quiera conocer, sin embargo, las relaciones que ligan a San José con la Eucaristía, lea la hermosa pastoral de Mons. Pichenot, obispo de Tarbes, que encabeza este volumen, la que satisfará su inteligencia, no menos que su piedad.
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