Tomado del Mes de San José, el primero y más perfecto de los Adoradores, Santiago de Chile, Pequeña biblioteca eucarística, 1911. Imprimátur por Mons. Manuel Antonio Román Madariaga, Vicario general del Arzobispado de Santiago de Chile.
Así como el jardinero diligente sostiene con un rodrigón, contra su propia debilidad y contra los caprichos del viento y de la borrasca, la flor que cultiva con celoso cuidado; Dios, en su misericordia, prepara, para las obras que él inspira y que funda en su Iglesia, apoyos, “rodrigones” que los sostengan y les permitan alcanzar, sin peligro, la edad de su fuerza y de su madurez. Bajo la benévola protección de los señores obispos de Tours, de Carcasona y de Arras, los humildes volúmenes de la Biblioteca del Santísimo Sacramento hicieron su aparición en el mundo, y queremos consignar aquí, en nombre de nuestros lectores, nuestra gratitud a Sus Señorías. Pero una mano que nunca se ha cansado de bendecir, una voz que ha alentado con bondad constante a todo recién llegado, es la mano, es la voz de Monseñor el Obispo de Tarbes. Enteramente consagrado a la gloria de la Eucaristía, como él mismo lo ha proclamado en su Evangelio de la Eucaristía, el venerado prelado parecía complacerse en bendecir todo lo que podía, hasta en la más pequeña medida, servir para manifestar más claramente, para hacer amar más el Misterio de amor.
Y hoy, ¿cómo expresaremos nosotros nuestro agradecimiento? Monseñor Pichenot no se contenta ya con alentarnos con una benévola carta: nos permite enriquecernos con sus tesoros y beber en su abundancia para ayudar nuestra escasez.
Fiel a nuestras promesas, nos preparamos a publicar los piadosos pensamientos de nuestro venerado Padre Eymard sobre San José, el más perfecto y el primero de los adoradores. Aquí, como en el Mes de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento, convenía sostener con algunas razones teológicas y testimonios de los santos Padres, lo que sólo su fe y su amor le mostraban de las virtudes que hacen de San José el perfecto modelo de la vida adoradora: nuestro trabajo está hecho, y mucho mejor sin comparación de lo que hubiéramos podido pretender hacerlo.
Con su fe, su ciencia y su piedad, unidas a la autoridad de Pastor y de Doctor de su pueblo, Monseñor el Obispo de Tarbes nos dice que somos deudores a San José del trigo divino que nos es ofrecido en la Eucaristía; nos muestra que participando de él en el Sacramento de vida nuestra felicidad iguala y aun sobrepasa en cierto modo a la felicidad del Padre nutricio de Jesús; y en fin que sus ejemplos nos enseñan del mejor modo posible como debemos prepararnos a recibirlo bien y aprovecharlo.
Cuando se hayan saboreado esas bellas enseñanzas, se estará más apto para reunir a San José y la Eucaristía en un mismo amor, y se estudiará con más fruto, bajo la disciplina del Padre Eymard, las virtudes admirables, la vida de adoración de San José.
Una aspiración hacia Jesús-Eucaristía termina la lectura de cada día; recordemos bien durante todo este mes y siempre que los pastores, los Magos, y todos los que quieren hallar a Jesús, deben buscarlo con María su madre y José (Invenérunt Maríam, et Joseph, et infántem pósitum in praesépio, Luc. II, 16); que la Trinidad terrestre, creada en Belén en la pobreza y reconstituida en el cielo en los esplendores de la gloria, no se debe separar tampoco en nuestro amor y en nuestro culto; en fin, que sobre el Niño-Dios del tabernáculo, más débil en la hostia que en sus pañales, velan el amor y las solicitudes de María y de José, al mismo tiempo que sus adoraciones se elevan hacia el Corazón de Jesús para indemnizarlo del olvido y de la ingratitud de los hombres.
Fiel a nuestras promesas, nos preparamos a publicar los piadosos pensamientos de nuestro venerado Padre Eymard sobre San José, el más perfecto y el primero de los adoradores. Aquí, como en el Mes de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento, convenía sostener con algunas razones teológicas y testimonios de los santos Padres, lo que sólo su fe y su amor le mostraban de las virtudes que hacen de San José el perfecto modelo de la vida adoradora: nuestro trabajo está hecho, y mucho mejor sin comparación de lo que hubiéramos podido pretender hacerlo.
Con su fe, su ciencia y su piedad, unidas a la autoridad de Pastor y de Doctor de su pueblo, Monseñor el Obispo de Tarbes nos dice que somos deudores a San José del trigo divino que nos es ofrecido en la Eucaristía; nos muestra que participando de él en el Sacramento de vida nuestra felicidad iguala y aun sobrepasa en cierto modo a la felicidad del Padre nutricio de Jesús; y en fin que sus ejemplos nos enseñan del mejor modo posible como debemos prepararnos a recibirlo bien y aprovecharlo.
Cuando se hayan saboreado esas bellas enseñanzas, se estará más apto para reunir a San José y la Eucaristía en un mismo amor, y se estudiará con más fruto, bajo la disciplina del Padre Eymard, las virtudes admirables, la vida de adoración de San José.
Una aspiración hacia Jesús-Eucaristía termina la lectura de cada día; recordemos bien durante todo este mes y siempre que los pastores, los Magos, y todos los que quieren hallar a Jesús, deben buscarlo con María su madre y José (Invenérunt Maríam, et Joseph, et infántem pósitum in praesépio, Luc. II, 16); que la Trinidad terrestre, creada en Belén en la pobreza y reconstituida en el cielo en los esplendores de la gloria, no se debe separar tampoco en nuestro amor y en nuestro culto; en fin, que sobre el Niño-Dios del tabernáculo, más débil en la hostia que en sus pañales, velan el amor y las solicitudes de María y de José, al mismo tiempo que sus adoraciones se elevan hacia el Corazón de Jesús para indemnizarlo del olvido y de la ingratitud de los hombres.
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He aquí la benévola carta por la cual Monseñor el Obispo de Tarbes nos autoriza para publicar, a la cabeza del Mes de San José del Padre Eymard, su Pastoral sobre el Santísimo Sacramento y San José.
Tarbes, Diciembre, 21 de 1872.
Mi Querido Padre:
Consiento complacido en que insertéis mi Pastoral sobre el Santísimo Sacramento y San José en el libro que vais a publicar. Tendré el placer de poder contribuir así por mi parte a la devoción a San José, al culto y a la gloria de la Santísima Eucaristía.
Recibid, querido Padre, la nueva seguridad de mi afectuosa estimación.
† P. A., Obispo de Tarbes
EL SANTÍSIMO SACRAMENTO Y SAN JOSÉ
Desearíamos, amadísimos hermanos, haceros comprender dos cosas respecto al glorioso Patriarca San José: la primera es que a él debemos, en cierto modo, el trigo de los elegidos, la Sagrada Eucaristía; segundo, que en la santa Comunión nuestra dicha iguala y aún supera la suya.
I. EN PRIMER LOGAR, EL GLORIOSO PATRIARCA NO ES EXTRAÑO AL MISTERIO EUCARÍSTICO
1.º En efecto, nosotros poseemos en nuestros tabernáculos, ofrecemos en el altar y recibimos en la Sagrada Mesa, el cuerpo nacido de la Virgen María; así lo canta la Iglesia: Ave verum corpus, natum de María Vírgine. Este cuerpo sacrosanto fue concebido, es verdad, por obra del Espíritu Santo; pero fue formado, sin embargo, en las castus entrañas y de la substancia misma de una Virgen, que ya no se pertenecía, puesto que había escogido un esposo; y ya bajo este respecto, San José tenía sus derechos sobre el Niño Jesús. Escuchad cómo razona sobre este punto el bienaventurado Obispo de Ginebra: “Si una paloma, dice, llevando en su pico un dátil, lo dejase caer en un jardín en el cual echase luego raíces, ¿á quién otro pertenecería el árbol que naciese de él, sino al dueño del jardín? Puesto que el propietario de la finca lo es también de los frutos que produce: Res fructíficat Dómino. Ahora bien, el Espíritu Santo, la dulce paloma del Jordán, dejó caer ese dátil inmortal, el Verbo increado, en el seno de María, que Él mismo compara a un huerto cerrado: hortus conclúsus, soror mea sponsa, hortus conclúsus; y allí ha crecido el Justo por excelencia, allí se ha desarrollado y se ha vuelto grande cual esbelta palmera: justus ut palma florébit. Pero la Santísima Virgen pertenecía a San José, como pertenece la esposa a su esposo, y por consecuencia de ello, el fruto bendito do sus entrañas le pertenecía también: quod náscitur in agro meo, meum est, dicen los jurisconsultos. Es como si fuera su hijo; es una dorada espiga que lia crecido en su campo; es un racimo purpúreo que ha brotado de las ramas de una vid que es suya: por consiguiente, suyo es también “el trigo de los elegidos, el vino que engendra vírgenes”.
2.º Hay más aún: San José fue el guardián del Hijo de Dios; él conservó cuidadosamente este depósito sagrado y lo sustrajo a la persecución con riesgo de su propia vida. Apenas nacido Jesús, el cruel Herodes lo busca para darle la muerte; la guadaña mortífera de ese tirano ambicioso quiere segar el trigo misterioso que ha germinado en el seno de María, como en un terreno virgen. Levántate, José, toma el niño con su Madre y huye para salvarle; cuida de Él, guárdale bien, que es nuestra única esperanza: Él debe alimentar un día al mundo entero con su propia substancia. Si la tempestad de la persecución hubiese tronchado entonces la naciente espiga, no tendríamos hoy el Pan Sagrado que da la vida eterna.
Fue en Egipto donde el antiguo José acumuló en inmensos graneros, durante los siete años do abundancia, el trigo de que debían alimentarse los súbditos de Faraón y la casa de Jacob, durante los siete años de escasez. Fue en Egipto primero, luego en Nazaret, donde el nuevo José refugió largo tiempo a Aquel que, abriendo sus tabernáculos en la víspera de su muerte, dijo a los judíos y gentiles: Tomad y comed, éste es mi cuerpo; tomad y bebed, esta es mi sangre; mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida. Con mas razón pues que el Virrey del Nilo puede ser llamado nuestro José: Salvador del mundo. En estos tiempos de esterilidad después de transcurridos diez y nueve siglos, todavía vivimos del trigo por él recogido y depositado en esos vastos graneros que llamamos los Santos tabernáculos.
3.º Y falta tod avía algo sobre el punto primero: si bien es cierto que José fue ajeno a la formación del cuerpo do Jesús, no lo fue a su desarrollo y crecimiento; él no le dio el ser, es verdad, pero sí se lo mantuvo y conservó á costa de sus fuerzas; él era su padre nutricio, carnis suae nutrítium dice San Bernardo, ganando por un trabajo asiduo la vida a Aquel por quien todo vivo y respira. De sus sudores, y ¡ay!, muchas veces de sus lágrimas se alimentaba el niño do Nazaret.
Ved ahí pues el tercer argumento que nos permite decir que en cierto modo nuestro gran santo tiene parte en el sagrado misterio de la Eucaristía. El pan ganado por él fue lo que sustentó la sangre adorable derramada en el calvario y convertida en nuestro alimento en el Altar. Ese mismo pan, cambiado en la carne del Hijo del Hombre, es lo que nos hace vivir; puede decirse que la Santa Hostia llega hasta nosotros empapada en los sudores de San José, y el cáliz nos trae con la sangre divina, las lágrimas del carpintero de Nazaret, si así me es dado expresarme. ¿No es éste acaso el sentido y aún la expresión de uno de los pasajes del Decreto de Pío IX, declarando a San José Patrono de la Iglesia universal?…
¿No se dice acaso de él: Solertíssime enutrívit quem pópulus fidélis uti panem de coelo descénsum sumeret ad vitam aetérnam consequendam? “Alimentó con la mayor solicitud a Aquel a quien debía recibir un día el pueblo fiel, como pan de vida para llegar al Cielo”
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II.
Hemos dicho, en segundo lugar, que POSEYENDO LA SANTA EUCARISTÍA, NADA NOS QUEDA QUE ENVIDIAR AL GLORIOSO PATRIARCA, SIENDO NUESTRA DICHA IGUAL POR LO MENOS A LA SUYA. El mayor privilegio de San José fue el de ser elegido entre todos los hombres para tutor y custodio del Niño Jesús.
Hemos dicho, en segundo lugar, que POSEYENDO LA SANTA EUCARISTÍA, NADA NOS QUEDA QUE ENVIDIAR AL GLORIOSO PATRIARCA, SIENDO NUESTRA DICHA IGUAL POR LO MENOS A LA SUYA. El mayor privilegio de San José fue el de ser elegido entre todos los hombres para tutor y custodio del Niño Jesús.
Ahora bien, por este doble título, fue testigo de su nacimiento y de sus primeros misterios; vivió largos años bajo el mismo techo y en la más dulce intimidad con Él y murió en fin bajo sus ojos y entre sus brazos. ¡Y bien! gracias al sacramento de la Eucaristía, nadie hay que no pueda ser tan favorecido como San José.
l.º Si él, en el establo de Belén asiste al nacimiento del Redentor, si lo adora envuelto en pañales y puesto en un pesebre, sl oye los cánticos do los ángeles, ve llegar a los pastores y contempla con admiración a los Magos: ¿no asistís vosotros, cuantas veces lo queréis, a la santa Misa, donde el Hijo de Dios vuelve a nacer cada día y cubierto por la envoltura eucarística descansa sobre el altar? ¿No cantáis el Glória in excélsis Deo? ¿No veis cómo ricos y pobres, grandes y pequeños, sabios e ignorantes, prosternándose a sus pies le ofrecen allí el oro de la caridad, el incienso de la plegaria y la mirra del ayuno y de la penitencia?
El día de la purificación, José acompañó a Jesús al templo y oyó las palabras del santo anciano que profetizaba la gloria del recién nacido, al par que las persecuciones y dolores que debía sufrir. Con frecuencia, duraute el Sacrificio, ¿no oís vosotros la voz de vuestros amados Pastores que se eleva desdo la cátedra sagrada para expresaros las grandezas y humillaciones de Jesús Sacramentado, y enseñaros a conocerle, amarle y servirle para tener parte en su reino?
2.º San José vivió mucho tiempo en compañía del niño Jesús. Cuando pequeñito, ¡cuántas veces lo tuvo sobre sus rodillas, lo llevó entre sus brazos, y lo estrechó sobre su pecho, cubriéndole con sus besos y bañándolo con sus lágrimas! Más tarde, ¡con qué familiaridad se entretenía con Él en deliciosos coloquios!… Y vosotros, decidme: ¿no compartís la morada del Hijo de Dios cuando os halláis en el templo?… ¿no vivís en su santa compañía, al lado suyo? ¿Acaso no es esto de nuevo Nazaret y sus privilegios? Del fondo del Tabernáculo, del medio del altar, de lo alto de la custodia ¿no hace descender Jesús hasta vosotros su luz y su calor, la verdad y su caridad ardiente? En ciertos días lo encontráis, como José, en el templo enseñando a los doctores y sacerdotes. Pero, ¿qué digo? vuestra dicha no se reduce a ver cerca de vosotros y estrechar en vuestros brazos al Hijo de Dios, sino que lo poseéis dentro de vosotros mismos, en lo más íntimo de vuestra alma. Quizá esta misma mañana, salvando la barrera de vuestros labios, haya tomado un pequeño descanso en vuestra lengua trémula de emoción y descendido luego hasta el fondo de vuestro pecho santificado. Así ha encontrado Él, el medio de unirse con vosotros más estrechamente aún, que lo que lo hizo con su padre adoptivo. San José no comulgo nunca; sois pues en cierto modo más felices que él.
Este misterio fue traducido con admirable maestría por un artista cristiano en una pintura al fresco. Representa un grupo de la Sagrada Familia. El Niño Jesús tiene su brazo izquierdo pasado familiarmente por el brazo derecho de San José. Su actitud indica que le habla: se trata de una revelación. Con esa mano que tan amorosamente ha pasado por el brazo de su padre nutricio Jesús le señala unas espigas maduras pendientes de un haz de trigo que lleva bajo su brazo izquierdo, mientras que con la otra mano el bello adolescente le indica una cepa, de cuyas ramas cuelga un racimo de magníficas uvas. Le revela el misterio eucarístico. Una lágrima brilla en la mejilla de San José: es la expresión de mi pesar que parte del fondo de su alma. ¡Oh hijo mío! parece decirle, y ¿yo quedaré privado de ese manjar?
3.º San José tuvo en fin la dicha de morir entre los brazos de Jesús, que, enjugando sus lágrimas y hablándole del cielo, recogió su último suspiro. Por el Santo Viático, Nuestro Señor se transportará también al lado vuestro y estará a la cabecera de vuestro lecho de dolor para consolaros y bendeciros; inclinándose sobre vuestra frente. Él enjugará también los sudores de vuestra agonía y os dirá: ¡Ánimo!, siervo bueno y fiel; hoy estarás conmigo en el Paraíso! San José no hizo su entrada al cielo hasta el día de la Ascensión. Jesús lo dejó partir solo al limbo: a vosotros os acompañará en el largo viaje del tiempo a la eternidad. Puede decirse en cierto modo que le llevaréis con vosotros al Purgatorio, si es que os veis en la necesidad de pasar por él antes de entrar en la gloria.
¡Ah!, bien podemos aplicar aquéllas palabras que el Evangelio decía de San Juan Bautista: José fue uno de los santos más grandes y favorecidos sobre la tierra, non surgent major. Pero, el último de los cristianos, el más pequeño en el reino de Dios, después del Evangelio y la Eucaristía, es aún más grande que él en cuanto a los favores: Major est illo.
III Solo me resta ahora demostraros cómo el insigne Patriarca nos enseña, con su ejemplo la manera de prepararnos para recibir las gracias del Señor y de conducirnos en nuestras relaciones más íntimas con la Divinidad. Por su fe, su pureza y su recogimiento habitual, fue como mereció San José la dignidad de ser Padre adoptivo del Salvador:
1.º Su fe.— San José creyó ciegamente en el misterio de la Encarnación en la virginal fecundidad y en la maternidad divina de María. Él reconoció y adoró en el recién nacido del pesebre, en el aprendiz de Nazajet, en el humilde artesano que trabajaba bajo sus ordenes, al Eterno, Criador del universo. Y, sin embargo, ninguno de los prodigios que habían de llenar un día toda la Judea con la fama de su nombre, se había realizado aún. El testimonio del Ángel bastaba al glorioso Patriarca, y sin temor de engaño, adoraba a su Dios y Señor en aquel que, por inescrutables designios de la Providencia, se hollaba sometido a su autoridad paterna.
Ante la débil Hostia de nuestros altares nuestra fe, como la del glorioso Patriarca, se halla sometida a prueba. Más oculto aún que en el niño de Belén, más anonadado que en el taller de Nazaret, se encuentra Jesús en la divina Eucaristía. Él lo ha dicho, sin embargo, y eso debe bastarnos. Nada hay más cierto que las palabras de la Verdad increada: adoremos pues ciegamente al Hijo de Dios, cuya real presencia se halla oculta en el Santísimo Sacramento del Altar.
2. ° La pureza . — La virtud de la pureza nos acerca a Dios. Jamás hubiera consentido Nuestro Señor en recibir las caricias de San José, en descansar sobre su corazón y ser mecido entre sus brazos, si el virginal esposo de María no hubiese sido un ángel de inocencia y de pureza. Supliquémosle, pues, que nos obtenga y conserve esta hermosa virtud; que plante en nuestras almas la embalsamada azucena que lleva en su mano, a fin de que la suavidad de su perfume atraiga a ellas al Esposo de las almas castas y haga huir de ellas al enemigo infernal.
3.º El recogimiento. — A la par que la pureza, es necesario el espíritu interior para acercarse con fruto al Altar de Dios. Un alma ligera, disipada, no saca ningún provecho. Todo lo malgasta. Ya en los tiempos preevangélicos lo decía el Profeta: La tierra está desolada porque no hay nadie que reflexione en lo interno de su corazón”. La comunión frecuente, hecha con perfección, es poco menos que imposible, si no va unida con la práctica de la meditación. San José es patrono de la vida interior; en medio de las ocupaciones más vulgares y fatigosas, él se mantenía siempre unido íntimamente con Dios. Mientras sus manos manejaban las herramientas de su oficio, su corazón se elevaba al cielo; estando siempre pronto a escuchar la palabra de Jesús y recibir sus gracias.
Debemos persuadirnos de que no son los trabajos ni las ocupaciones lo que nos disipa; sino nosotros que desgraciadamente nos disipamos por ellos. Pidamos al gran San José se digne revelarnos el secreto de la vida interior; y esforcémonos en hermanar siempre el trabajo con la plegaria; la Vida activa con la contemplativa, a fin de que nuestras acciones todas reciban su mérito por el espíritu interior que las anime.
Para terminar esta instrucción y resumirla, permitidme que os recuerde un sueño que el antiguo José narraba a sus hermanos. Me parecía ver, decía el hijo de Jacob, que nos encontrábamos reunidos en un campo ligando haces de heno; y que mi haz se mantenía erguido, mientras los vuestros, encorvándose, lo adoraban. La visión del antiguo patriarca tiene su realización y se renueva en los días de adoración y de bendición. El haz divino que el nuevo José ha cosechado en el campo de María, se mantiene firme y erguido en el altar, y cual otros tantos haces de heno, todas las almas piadosas, grandes y pequeños, sacerdotes y seglares, se inclinan en su presencia y rendidamente lo adoran. ¡Alabado sea Dios! Regocijémonos; estos días han de ser para vosotros nueva fuente de gracias y prosperidad.
A vosotros, amados comulgantes, quiero legaros también un recuerdo del Génesis: Cuando el ministro del Señor ha depositado en vuestros labios el trigo de los elegidos, en esos momentos en que en vuestras almas rebosan las gracias del Dios de la Hostia, id a llevar presurosos el grana bendito a vuestro querido padre, a aquel abuelo venerable, que quizá, como el anciano Jacob, perece de hambre, alejado de los Sacramentos de la Iglesia. ¡Ojalá el poder de vuestras plegarias y ejemplo y el buen olor de Jesucristo que habéis de esparcir en torno vuestro, logre atraerlos, y les haga venir al encuentro de José, para solicitar el sustento que sus almas necesitan! Quizá tengáis hermanitos pequeños, que aún no han hecho su primera comunión, traedlos con vosotros; preparad para el Señor esos tiernos Benjamines que desea abrazar en el fuego de su caridad.
Cristianos, redoblemos todos juntos nuestro fervor y piedad hacia San José en la persona de Aquel, con quien tuvo tan estrechas relaciones. Él fue el siervo fiel y prudente de que nos habla el Evangelio, a quien el Señor estableció en su casa, para que diese a cada uno la medida de trigo en tiempo oportuno: fidélis servus et prudens quem constítuit Dóminus super famíliam suam, ut det cibum in témpore. No parece sino que el Señor hubiese querido, en tal pasaje, hacer la historia de San José, hallándose como estereotipada en esa lacónica parabola la misión temporal que tuvo que desempeñar eu vida el padre nutricio del Salvador, y aquella otra misión sobrenatural que, después de su gloriosa muerte, está desempeñando incesantemente en nuestro favor.
+ Pedro Anastasio Pichenot, Obispo de Tarbes.
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