miércoles, 23 de agosto de 2023

LA GUERRA DE LOS GOBIERNOS A LA INFALIBILIDAD

Traducción del artículo publicado en RADIO SPADA.

Primera visita del Emperador Francisco José al Archivo Estatal (mural de Carl Johan von Peyfuß. Viena, Edificio de la Cancillería).
   
Dice el Espíritu Santo por boca del Salmista: “Bueno es confiar en el Señor, más que confiar en los príncipes”. Una sentencia que bien se aplica a cuanto sucedió en el verano caliente de 1870, que leerás en el texto siguiente; una sentencia que debe alejar al católico de una desenfrenada admiración hacia algunas monarquías, ricas verdaderamente de méritos, pero (en cuanto instituciones humanas) también de deméritos.
    
El 9 de agosto de 1870, el Gobierno de Baviera dirigió una circular a sus obispos, cuyo tenor era que, sin el placet real, estaba prohibido publicar cualquier acta del Concilio vaticano, y en especial la constitución que afirmaba la infalibilidad del Papa. ¿Qué más? El ministro de cultos, Johann von Lutz, ordenó a la universidad de Múnich examinar, entre otras, ¡la cuestión si el Concilio vaticano era ecuménico! Con todo, los obispos alemanes, en la carta colectiva emanada en Fulda a fines de agosto, publicaron como obligatorios los decretos de este Concilio. Solo Karl Joseph von Hefele, obispo de Rotemburgo, no firmó aquella carta, y aún continuó manteniendo correspondencia con Döllinger; pero él, el 10 de abril de 1871, acabó publicando los documentos dogmáticos y se distanció completamente de los adversarios del Concilio.
  
Las disposiciones en Viena no eran mejores, ya que, por influjo de los ministros Friedrich Ferdinand von Beust y Karl von Stremayr se declaró abrogado el concordato del 18 de agosto de 1855, so pretexto que una de las partes contrayentes, esto es el Papa, fuese cambiada; esto fue notificado el 30 de julio de 1870 al card. Giacomo Antonelli por el secretario de la embajada, Giuseppe Palomba.
   
Pío IX halló un verdadero crecimiento de esto, pero no dudaba que después de esta tormenta llegaría la calma. Para rectificar pues las erróneas opiniones sobre el dogma de la infalibilidad, declaró abiertamente en la audiencia del 20 de julio de 1871 a los miembros de laAcademia de la Religión Católica:
«Entre los errores, el más pernicioso de todos es el que quisiera atribuirle a esta (infalibilidad) el derecho de deponer a los Soberanos, y quitarle a los súbditos el deber de fidelidad. Sin duda, este derecho ha sido ejercido algunas veces en circunstancias supremas por los Sumos Pontífices, pero no tiene nada que ver con la Infalibilidad Pontificia. Tampoco su fuente es la Infalibilidad, sino la Autoridad Pontificia. Luego el ejercicio de este derecho, en aquellos siglos de fe, que respetaban en el Papa lo que él es, es decir, el Juez Supremo de la Cristiandad, y reconocían las ventajas de su Tribunal en las grandes disputas de pueblos y Soberanos, libremente extendido (ayudado también, como era el deber, por derecho público y el común consentimiento de los pueblos) a los intereses más graves de los estados y sus gobernantes. Pero las condiciones actuales son muy diferentes de éstas; y sólo la malicia puede confundir cosas tan diferentes; es decir, el juicio infalible sobre los principios de la revelación, con derecho, que los Papas ejercieron en virtud de su autoridad, cuando el bien común lo exigía. Después de todo, ellos lo saben mejor que nosotros y todos pueden ver por qué ahora se suscita una confusión de ideas tan absurda y se ponen en juego hipótesis en las que nadie piensa: se mendiga cualquier pretexto, así sea el más frívolo y lejano de la verdad, siempre que sea dado para causarnos enojo y concitar a los Príncipes contra la Iglesia. Algunos quisieran que yo explicase y aclarase aún más la Definición Conciliar. Yo no lo haré. Ella es clara en sí misma, ni tiene necesidad de otros comentarios y explicaciones. A quien lee con ánimo desapasionado el Decreto, su verdadero sentido se presenta fácil y obvio. Sin embargo, nada os impide luchar con vuestra doctrina e ingenio contra esos errores, que pueden engañar a los engañados y extraviar a los ignorantes. Dios bendiga vuestras fatigas, y las conduzca a aquel fin, que debéis mirar por encima de los otros, esto es, la difusión de la verdad, la gloria de Dios y de su Iglesia».

BIENAVENTURADO JOSÉ SEBASTIÁN PELCZAR MIĘSOWICZ, Pío IX y su pontificado en el contexto de los sucesos de la Iglesia en el siglo XIX, Turín, 1910, vol. II, págs. 536-538.

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