viernes, 13 de agosto de 2021

DECRETOS DE SAN PÍO X SOBRE LA SAGRADA COMUNIÓN

«En la recepción de la Sagrada Comunión halló siempre el combustible que mantuvo ígneo el fuego de la caridad en su corazón» (De la Antífona de la Novena a San Pío X).
 
La práctica de la Comunión frecuente (con la debida preparación y discernimiento, claro está) ha sido una constante desde los tiempos de los Apóstoles. Incluso, el Concilio IV de Letrán definió que era obligatorio confesar y comulgar al menos por Pascua (siendo así uno de los Mandamientos de la Iglesia). Pero en el transcurso del tiempo, y por causa de la irreverencia de los herejes protestantes y los abusos de ciertos católicos, la herejía jansenista había enseñado que la Comunión debía recibirse en un estado tal de gracia que casi nadie podía acercarse al Sacramento, y había avivado la polémica de quiénes y con qué frecuencia podían recibir, polémica que trascendió la condena de esta herejía.
   
San Pío X, que entre su programa de “Instauráre ómnia in Christo” tenía el designio de restablecer en su gloria el culto y devoción a la Sagrada Eucaristía, por lo cual promulgó dos decretos sobre la recepción de la Sagrada Comunión, dando instrucciones claras para su aplicación. Aunque estos estén con cinco años de distancia, los traemos en una misma edición por su conexidad, y para rebatir los errores de algunos que aún profesando el nombre de “Católicos”, adhieren a posturas extrañas y pretenden incluso equiparar la labor del Papa Sarto con la diabólica demolición obrada por el Vaticano II y la relajación que se sigue de este.
   
1.º DECRETO “Sacra Tridentina Sýnodus”, SOBRE LA COMUNIÓN FRECUENTE Y DIARIA (Sagrada Congregación del Concilio, 20 de Diciembre de 1905)
   
1. El deseo de la Iglesia de la Comunión frecuente.
El Sagrado Concilio de Trento, teniendo en cuenta las inefables gracias que provienen a los fieles cristianos de recibir la Santísima Eucaristía, dice: “Desea en verdad el Santo Concilio que en cada una de las misas comulguen los fieles asistentes, no sólo espiritual, sino también sacramentalmente” [1]. Estas palabras dan a entender con bastantes claridad el deseo de la Iglesia de que todos los fieles diariamente tomen parte en el celestial banquete, para sacar de él más abundantes frutos de santificación [2].

2. El anhelo de Jesús y la enseñanza de los discípulos y Santos Padres.
Estos deseos coinciden con los en que se abrasaba nuestro Señor Jesucristo al instituir este divino Sacramento. Pues El mismo indicó repetidas veces, con claridad suma, la necesidad de comer a menudo su carne y beber su sangre, especialmente con estas palabras: “Este es el pan que descendió del Cielo; no como el maná que comieron vuestros padres y murieron: quien come este pan vivirá eternamente” [3]. De la comparación del Pan de los Ángeles con el pan y con el maná fácilmente podían los discípulos deducir que, así como el cuerpo se alimenta de pan diariamente, y cada día eran recreados los hebreos con el maná en el desierto, del mismo modo el alma cristiana podría diariamente comer y regalarse con el Pan del Cielo. A más de que casi todos los Santos Padres de la Iglesia enseñan que el pan de cada día [4], que se manda pedir en la oración dominical, no tanto se ha de entender del pan material, alimento del cuerpo, cuanto de la recepción diaria del Pan Eucarístico [5].

3. Los fines y frutos de la Eucaristía.
Mas Jesucristo y la Iglesia desean que todos los fieles cristianos se acerquen diariamente al sagrado convite, principalmente para que, unidos con Dios por medio del Sacramento, en él tomen fuerza para refrenar las pasiones, purificarse de las culpas leves cotidianas e impedir los pecados graves a que está expuesta la debilidad humana; pero no precisamente para honra y veneración de Dios, ni como recompensa o premio a las virtudes de los que le reciben [6]. Por ello el Sagrado Concilio de Trento llama a la Eucaristía antídoto con el que somos liberados de las culpas cotidianas y somos preservados de los pecados mortales [7].
   
4. El ejemplo de los primeros cristianos.
Los primeros fieles cristianos, entendiendo bien esta voluntad de Dios, todos los días se acercaban a esta mesa de vida y fortaleza. Ellos perseveraban en la doctrina de los Apóstoles y en la comunicación de la fracción del Pan [8]. Y que esto se hizo también durante los siglos siguientes, no sin gran fruto de la perfección y santidad, lo enseñan los Santos Padres y escritores eclesiásticos.

5. Las disputas jansenistas y el enfriamiento de las almas.
Pero cuando poco a poco hubo disminuido la piedad, y principalmente cuando más tarde se halló por doquier extendida la herejía jansenista, se comenzó a disputar acerca de las disposiciones necesarias para la frecuente y diaria comunión, y, como a porfía, cada cual las exigía mayores y más difíciles como absolutamente necesarias. Estas disputas dieron por resultado que sólo a poquísimos se tuviera por dignos de recibir diariamente la Santísima Eucaristía y sacar de este saludable Sacramento sus más abundantes frutos, contentándose los demás con alimentarse de él una vez al año, al mes, o, a lo sumo, a la semana. Es más, se llegó a tal exigencia que quedaban excluidas de frecuentar la Mesa celestial clases sociales enteras, como los comerciantes y las personas casadas.

6. Exageraciones piadosas.
Otros, a su vez, abrazaron la opinión contraria. Considerando éstos como mandada por derecho divino la Comunión diaria, para que no pasase un solo día sin comulgar, sostenían, a más de otras cosas fuera de la práctica ordinaria de la Iglesia, que debía recibirse la Eucaristía aun el día de Viernes Santo, y de hecho la administraban.

7. Las disposiciones anteriores.
No dejó la Santa Sede de cumplir su deber en cuanto a esto. Pues un decreto de esta Sagrada Congregación, que empieza Cum ad áures, del día 12 de febrero de 1679, aprobado por Inocencio XI [9], condenó estos errores y refrenó los abusos, declarando al mismo tiempo que todas las personas, de cualquier clase social, sin exceptuar en modo alguno a los comerciantes y casados, fueran admitidas a la Comunión frecuente, según la piedad de cada uno y el juicio de su confesor. El día 7 de diciembre de 1690 fue condenada por el decreto Sanctíssimus Dóminus noster, de Alejandro VIII [10], una proposición de Bayo que pedía de aquellos que quisieran acercarse a la sagrada Mesa, un amor de Dios purísimo sin mezcla de defecto alguno.

8. Siguieron las dificultades a que se opuso la sana doctrina.
Con todo, no desapareció por completo el veneno jansenista, que había inficionado hasta las almas piadosas so pretexto del honor y veneración debidos a la Eucaristía. La discusión de las disposiciones para comulgar bien y con frecuencia, sobrevivió a las declaraciones de la Santa Sede; y así hasta teólogos de gran nombre juzgaron que sólo pocas veces, y cumplidas muchas condiciones, podía permitirse a los fieles la Comunión cotidiana.

No faltaron, por otra parte, hombres dotados de ciencia y piedad que abrieran fácil entrada a esta práctica tan saludable y acepta a Dios, enseñando, fundados en la autoridad de los Padres, que nunca la Iglesia había preceptuado mayores disposiciones para la Comunión diaria que para la semanal o mensual; y que eran muchísimo más abundantes los frutos de la Comunión diaria que los de la semanal o mensual [11].

9. San Pío X resuelve dirimir las disputas.
Las discusiones sobre este punto han aumentado y se han agriado en nuestros días; en consecuencia, se inquieta la mente de los Confesores y la conciencia de los fieles, con no pequeño daño de la piedad y fervor cristianos. Por esto, hombres muy preclaros y Pastores de almas han suplicado rendidamente a nuestro Santísimo Señor, Pío Papa X, que resuelva con su autoridad suprema la cuestión acerca de las disposiciones para recibir diariamente la Eucaristía, para que esta costumbre tan saludable y tan acepta a Dios, no sólo no disminuya entre los fieles, sino más bien aumente y se propague por todas partes, precisamente en estos tiempos en que la Religión y la fe católica son combatidas por todos lados, y se echa tanto de menos el verdadero amor de Dios y la piedad. Y por ello, Su Santidad, deseando sobre todo, dado su celo y solicitud que el pueblo cristiano sea llamado al sagrado convite con muchísima frecuencia y hasta diariamente, y disfrute de sus grandísimos frutos, encomendó el examen y resolución de la predicha cuestión a esta Sagrada Congregación.
   
10. La Congregación del Concilio da las normas.
La Sagrada Congregación del Concilio, en la sesión plenaria del día 16 de diciembre de 1905, examinó detenidamente este asunto, y, ponderadas seriamente las razones en pro y en contra de una y otra opinión, determinó y declaró lo que sigue:
1º – Dése amplia libertad a todos los fieles cristianos, de cualquier clase y condición que sean, para comulgar frecuente y diariamente, pues así lo desean
ardientemente Cristo nuestro Señor y la Iglesia Católica: de tal manera que a nadie se le niegue, si se halla en estado de gracia y tiene recta y piadosa intención.
2º – La rectitud de intención consiste en que el que comulga no lo haga por rutina, vanidad o respetos humanos, sino por agradar a Dios, unirse más y más con Él por el amor y aplicar esta medicina divina a sus debilidades y defectos.
3º – Aunque convenga en gran manera que los que comulgan frecuente o diariamente estén libres de pecados veniales, al menos de los completamente voluntarios, y de su afecto, basta, sin embargo, que estén limpios de pecados mortales y tengan propósito de nunca más pecar; y con este sincero propósito no puede menos de suceder que los que comulgan diariamente se vean poco a poco libres hasta de los pecados veniales y de la afición a ellos [12].
4º – Como los Sacramentos de la Ley Nueva, aunque produzcan su efecto ex ópere operáto, lo causan, sin embargo, más abundante cuanto mejores son las disposiciones de los que los reciben, por eso se ha de procurar que preceda a la Sagrada Comunión una preparación cuidadosa y le siga la conveniente acción de gracias, conforme a las fuerzas, condición y deberes de cada uno.
5º – Para que la Comunión frecuente y diaria se haga con más prudencia y tenga más mérito, conviene que sea con consejo del Confesor. Tengan, sin embargo, los Confesores mucho cuidado de no alejar de la Comunión frecuente o diaria a los que se hallen en estado de gracia y se acerquen con rectitud de intención.
6º – Y como es claro que por la frecuente o diaria Comunión se estrecha la unión con Cristo, resulta una vida espiritual más exuberante, se enriquece el alma con más efusión de virtudes y se le da una prenda muchísimo más segura de felicidad, exhorten, por esto, al pueblo cristiano a esta tan piadosa y saludable costumbre con repetidas instancias y gran celo los Párrocos, los Confesores y predicadores, conforme a la sana doctrina del Catecismo Romano [13].
7º – Promuévase la Comunión frecuente y diaria principalmente en los Institutos religiosos, de cualquier clase que sean, para los cuales, sin embargo, queda en vigor el decreto Quemadmodum, del 17 de diciembre de 1890 [14], dado por la S. Congregación de Obispos y Regulares; promuévase también cuanto sea posible en los Seminarios, cuyos alumnos anhelan por servir al altar; e igualmente en los demás colegios cristianos de la juventud.
8º – Si hay algunos Institutos, de votos simples o solemnes, cuyas reglas, constituciones o calendarios señalen y manden algunos días de Comunión, estas normas se han de tener como meramente directivas y no como preceptivas. Y para que todos los religiosos de uno y otro sexo puedan enterarse bien de las disposiciones de este decreto, los superiores de cada una de las casas tendrán cuidado de que todos los años en la infraoctava del Corpus Christi sea leído a la comunidad en lengua vulgar.
9º – Finalmente absténganse todos los escritores eclesiásticos, desde la promulgación de este decreto, de toda disputa o discusión acerca de las disposiciones para la frecuente y diaria Comunión.
   
11. La aprobación y promulgación por San Pío X.
Habiendo dado cuenta de todo esto a Nuestro Santísimo Señor Papa Pío X, el infrascrito Secretario de la Sagrada Congregación, en audiencia del 17 de diciembre de 1905, Su Santidad ratificó este decreto de los Padres Eminentísimos, lo confirmó y mandó publicar, no obstando en nada cosa en contrario. Mandó además que se enviase a todos los Ordinarios y Prelados regulares para que lo comunicaran a sus seminarios, párrocos, institutos religiosos y sacerdotes respectivamente, y dieran cuenta a la Santa Sede en sus relaciones del estado de la diócesis o instituto, de la ejecución de lo que en él se establece.

Dado en Roma, a 20 de Diciembre de 1905.

Vicente, Card. Ob. de Palestrina, Prefecto

Cayetano de Lai, Secretario

NOTAS
[1] Concilio de Trento, sesión 22, cap. 6.
[2] La Iglesia ya manifestaba este deseo en alguna antigua declaración de la S. C. del Concilio, como señala Juan de Lugo SJ: De Euch, dispo. 17 n. 2.
[3] Juan, 6, 59.
[4] Luc., 11, 3.
[5] Cfr. San Cipriano: De orat. Domin., 18; Tertuliano: De Oratione, cap. 4; San Ambrosio: De sacram, lib. 5, cap. 4; San Agustín: Serm. 80 cap. 4; Santo Tomás: Summa Theol., III, 9, 80, a. 10; Catecismo Romano, etc.
[6] Cfr. San Agustín: Serm. 57 in Matth. De orat. Dom. V. 7.
[7] Concilio de Trento, sesión 13, cap. 2.
[8] Act. 2, 42.
[9] Véase Inocencio XI el decreto de la Sagr. Congregación del Concilio sobre la frecuente y diaria recepción de la Santa Comunión. 12-2-1679 (Denzinger-Umb. ns. 1147-1150)
[10] Véase Alejandro VIII, Decreto del Santo Oficio sobre los errores jansenistas, del 7-12-1690 (Denz.-Umb. n. 1313).
[11] San Alfonso María de Ligorio. Risposta apologetica contro don Cipriano Aristasio. Se entiende: siempre que se comulgue en estado de gracia y con rectitud de intención.
[12] Esto enseñan: San Agustín: Epist. 118, cap. 3; San Ambrosio: De Sacram., lib. 4, cap. 6; San Cipriano: De Orat Dom., 18; San Beda: In ep. Ad Cor., cap. XI; Santo Tomás Summa Theol., III, q. 79, a. 8; etc.
[13] Catecismo Romano, parte II, c. 4, 58.
[14] Véase León XIII, Decreto de la Sagr. Congregación de los Obispos y Regulares, del 17-12-1890.

2.º DECRETO “Quam Singulári” SOBRE LA EDAD DE LA PRIMERA COMUNIÓN (Sagrada Congregación de los Sacramentos, 8 de Agosto de 1910).
   
1. El singular amor de Jesucristo a los niños
Cuán singular amor profesó Jesucristo a los niños, durante su vida mortal, claramente lo manifiestan las páginas del Evangelio. Eran sus delicias estar entre ellos; acostumbraba a imponerles sus manos, los abrazaba, los bendecía. Llevó a mal que sus discípulos los apartasen de Él, reconviniéndoles con aquellas graves palabras: “Dejad que los niños vengan a Mí, y no se lo vedéis, pues de ellos es el reino de Dios” [1]. En cuánto estimaba su inocencia y el candor de sus almas, lo expresó bien claro cuando, llamando a un niño, dijo a sus discípulos: “En verdad os digo, si no os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Cualquiera, pues, que se humillare como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos… El que recibiere a un niño así en mi nombre, a Mí me recibe” [2].
  
2. Los pequeñuelos, a Cristo
Teniendo presente todo esto, la Iglesia católica, ya desde sus principios, tuvo cuidado de acercar los pequeñuelos a Cristo por medio de la Comunicación eucarística, que solía administrarles aun siendo niños de pecho. Esto, según aparece mandado en casi todos los rituales anteriores al siglo XIII, se hacía en el acto del bautismo, costumbre que en algunos sitios perseveró hasta tiempos posteriores; aun subsiste entre los griegos y los orientales. Y, para alejar el peligro de que, concretamente, los niños de pecho arrojasen el Pan consagrado, desde el principio se hizo común la costumbre de administrarles la Sagrada Eucaristía bajo la especie de vino.
   
Y no sólo en el acto del bautismo, sino después y repetidas veces los niños eran alimentados con el divino manjar; pues fue costumbre de algunas Iglesias el dar la Comunión a los niños inmediatamente después de comulgar el clero; y en otras partes, después de la Comunión de los adultos, los niños, recibían los fragmentos sobrantes.
    
Esta costumbre desapareció más tarde en la Iglesia latina y los niños no eran admitidos a la Sagrada Mesa hasta que el uso de la razón estuviera de algún modo despierto en ellos y pudieran tener alguna idea del Augusto Sacramento. Esta nueva disciplina, admitida ya por varios sínodos particulares, fue solemnemente sancionada por el Concilio general cuarto de Letrán, en el año 1215, promulgando su célebre canon número 21, por el cual se prescribe la confesión sacramental y la Sagrada Comunión a los fieles que hubiesen llegado al uso de la razón, con las siguientes palabras: “Todos los fieles de uno y de otro sexo, en llegando a la edad de la discreción, deben por sí confesar fielmente todos sus pecados, por lo menos una vez al año, al sacerdote propios, procurando según sus fuerzas cumplir la penitencia que les fuere impuesta y recibir con reverencia, al menos por Pascua, el sacramento de la Eucaristía, a no ser que por consejo del propio sacerdote y por causa razonable creyeren oportuno abstenerse de comulgar por algún tiempo”.
   
El Concilio de Trento [3], sin reprobar la antigua disciplina de administrar la Sagrada Eucaristía a los niños antes del uso de la razón, confirmó el decreto de Letrán, lanzando anatema contra los que opinasen lo contrario: “Si alguno negase que todos y cada uno de los fieles de Cristo, de uno y otro sexo, al llegar a la edad de la discreción, están obligados a comulgar cada año, por lo menos en Pascua, según precepto de nuestra Santa Madre la Iglesia, sea anatema” [4].
   
Por lo tanto, en virtud del citado decreto lateranense –aun vigente–, los cristianos, tan pronto como lleguen a la edad de la discreción, están obligados a acercarse por lo menos una vez al año a los sacramentos de la Confesión y de la Comunión.

3. Edad de la discreción
Pero al fijar cuál sea esta “edad de la razón o de la discreción”, se han introducido en el curso del tiempo muchos errores y lamentables abusos. Hubo quienes sostuvieron que la edad de la discreción era distinta, según se tratase de recibir la Penitencia o la Comunión. Para la Penitencia juzgaron ser aquella en que se pudiera distinguir lo bueno de lo malo, y en que, por lo mismo, se podía pecar; pero para la Comunión exigían más edad, en la que se pudiese tener más completo conocimiento de las cosas de la fe y una preparación mayor. Y así, según las diferentes costumbres locales y según las diversas opiniones, se fijaba la edad de la primera Comunión en unos sitios a los diez años o doce, y en otros a los catorce o aún más, excluyendo, entre tanto, de la Comunión Eucarística a los niños o adolescentes menores de la edad prefijada.

Esta costumbre, por la cual, so pretexto de mirar por el decoro del Santísimo Sacramento, se alejaba de él a los fieles, ha sido causa de no pocos males. Sucedía, pues, que la inocencia de los primeros años, apartada de abrazarse con Cristo, se veía privada de todo jugo de vida interior; de donde se seguía que la juventud, careciendo de tan eficaz auxilio, y envuelta por tantos peligros, perdido el candor, cayese en los vicios antes de gustar los santos Misterios. Y aunque a la primera Comunión preceda una preparación diligente y una confesión bien hecha, lo cual no en todas partes ocurre, siempre resulta tristísima la pérdida de la inocencia bautismal, que, recibiendo en edad más temprana la Santa Eucaristía, acaso pudiera haberse evitado.

Ni merece menos reprobación la costumbre existente en muchos lugares de prohibir la confesión a los niños no admitidos a la Sagrada Mesa, o de no darles la absolución, con lo cual es muy fácil que permanezcan largo tiempo tal vez, en pecado mortal, con gravísimo peligro de su salvación.

Y aun es más grave, que en algunos sitios, a los niños no admitidos a la primera Comunión, ni aun en peligro de muerte se les permite recibir el Santo Viático; y si fallecen, enterrados como párvulos, no se les aplican sufragios de la Iglesia.
   
4. Restos de jansenismo
Tales daños ocasionan los que insisten tenazmente, más de lo debido, en exigir que a la primera Comunión antecedan preparaciones extraordinarias, no fijándose quizá en que tales excesivas precauciones son resto de errores jansenistas, pues sostenían que la Santísima Eucaristía era un premio, pero no medicina de la fragilidad humana. Muy al contrario sentía el Concilio de Trento, al enseñar que era “antídoto para librarnos de las culpas diarias y para preservarnos contra los pecados mortales” [5]; doctrina poco ha inculcada con empeño por la Sagrada Congregación del Concilio en su decreto del 26 de diciembre de 1905, por el cual se abre camino a toda clase de personas para comulgar diariamente, ya sean de madura, ya de tierna edad, exigiendo tan sólo dos condiciones: estado de gracia y pureza de intención.
    
Ni hay justa razón para que, si en la antigüedad se distribuían los residuos de las Sagradas Especies a los niños, aun a los de pecho, ahora se exija extraordinaria preparación a los niños que se encuentran en el felicísimo estado de su primera inocencia, los cuales, por muchos peligros y asechanzas que les rodean, tanto necesitan de este místico Pan.
   
5. Doctrina conciliar
Los abusos que hemos reprendido proceden de que no fijaron bien cuál era la edad de la discreción, quienes señalaron una para la confesión y otra distinta para la Comunión. El Concilio de Letrán exige sólo una misma edad para uno y otro sacramento, al imponer conjuntamente el precepto de confesar y comulgar. Y si para la confesión se juzga que la edad de la discreción es aquella en que se puede distinguir lo bueno de lo malo, es decir, en la que se tiene algún uso de razón, para la Comunión será aquella en que se pueda distinguir el Pan Eucarístico del pan ordinario: es la misma edad en que el niño llega al uso de su razón.
       
No de otro modo lo entendieron los principales intérpretes del Concilio de Letrán y los escritores contemporáneos. Consta, en efecto, según la historia eclesiástica, que los niños de siete años fueron admitidos a la primera Comunión por muchos concilios y decretos episcopales ya desde el siglo XIII, poco después del citado Concilio Lateranense.
   
Tenemos, además, como testigo de suma autoridad, a Santo Tomás de Aquino, que dice: “Cuando los niños empiezan ya a tener algún uso de razón, de modo que puedan concebir devoción a este sacramento (de la Eucaristía), entonces pueden ya recibirle” [6]. Lo cual explana así Pedro de Ledesma OP: “Digo, fundado en unánime consentimiento, que se ha de dar la Eucaristía a todos los que tienen uso de razón, aunque lleguen muy pronto a este uso de razón, y a pesar de que el niño no conozca aún con perfecta claridad lo que hace” [7]. El mismo lugar explica Gabriel Vásquez SJ con estas palabras: “Desde el momento en que el niño llega al uso de razón queda obligado, por derecho divino, de tal manera que no puede la Iglesia desligarle de un modo absoluto” [8]. Lo mismo enseña San Antonino: “Cuando el niño es capaz de malicia y puede, por lo mismo, pecar mortalmente, queda por esto obligado a la confesión y, por consiguiente, a la Comunión” [9]. El mismo Concilio de Trento llega a la misma conclusión cuando, al señalar en su citada sesión XXI, cap. 4, la causa por la cual “el párvulo que carece de razón no está obligado por ninguna necesidad a la comunión de la Eucaristía”, señala como única el que, en efecto, dice, “en aquella edad no pueden perder la gracia de hijos de Dios que han recibido”. De todo esto se deduce con claridad la mente del santo Concilio, a saber, que entonces vienen necesariamente obligados los niños a comulgar, cuando puedan ya perder la gracia por el pecado. Eco de tales palabras son las del Concilio Romano, celebrado bajo Benedicto XIII, al enseñar que la obligación de recibir la Eucaristía empieza “después que los niños y niñas llegaren al uso de razón, a saber, en aquella edad, en la cual pueden discernir este manjar sacramental, que no es otro que el verdadero Cuerpo de Jesucristo, del pan común y profano, y saber acercarse a recibirle con la debida piedad y devoción [10]. Y el Catecismo Romano afirma que nadie puede determinar mejor la edad en que deben darse a los niños los sagrados misterios que el padre y el sacerdote con quien aquéllos confiesan sus pecados. A ellos pertenece, pues, explorar y averiguar de los niños si tienen éstos algún conocimiento y sabor de este admirable sacramento [11].

6. Edad de la Comunión
De todo esto se desprende que la edad de la discreción para la Comunión es aquella, en la cual el niño sepa distinguir el Pan Eucarístico del pan común y material, de suerte que pueda acercarse devotamente al altar. Así, pues, no se requiere un perfecto conocimiento de las verdades de la Fe, sino que bastan algunos elementos, esto es, algún conocimiento de ellas (áliqua cognítio); ni tampoco se requiere el pleno uso de la razón, pues basta cierto uso incipiente, esto es, cierto uso de razón (áliqua usu ratiónis). Por lo cual, la costumbre de diferir por más tiempo la Comunión y exigir, para recibirla, una edad ya más reflexiva, ha de reprobarse por completo –y la Sede Apostólica la ha condenado muchas veces–. Y así el Papa Pío IX, de f. m., en la carta del Cardenal Antonelli a los Obispos de Francia, fechada el 12 de marzo del año 1866, reprobó severamente la costumbre que se introducía en algunas diócesis de retardar la primera Comunión hasta una edad más madura y predeterminada. La Sagrada Congregación del Concilio, el día 15 de marzo de 1851, corrigió un capítulo del Concilio Provincial de Ruán, que prohibía a los niños recibir la Comunión antes de cumplir los doce años. Con igual criterio se condujo esta Sagrada Congregación de Sacramentos en la causa de Estrasburgo, el día 25 de marzo de 1910, en la cual se preguntaba si se podían admitir a la Sagrada Comunión los niños de catorce o de doce años, y resolvió: “Que los niños y las niñas fuesen recibidos a la Sagrada Mesa tan pronto como llegasen a los años de la discreción o al uso de la razón”.

7. Normas obligatorias
Bien considerados estos antecedentes, esta Sagrada Congregación de Sacramentos, en la sesión general celebrada en 15 de julio de 1910, para evitar los mencionados abusos y conseguir que los niños se acerquen a Jesucristo desde sus tiernos años, vivan su vida de Él y encuentren defensa contra los peligros de la corrupción, juzgó oportuno establecer las siguientes normas, sobre la primera comunión de los niños, normas que deberán observarse en todas partes:
1º – La edad de la discreción, tanto para la confesión como para la Sagrada Comunión, es aquella en la cual el niño empieza a raciocinar; esto es, los siete años, sobre poco más o menos. Desde este tiempo empieza la obligación de satisfacer ambos preceptos de Confesión y Comunión.
2º – Para la primera confesión y para la primera Comunión, no es necesario el pleno y perfecto conocimiento de la doctrina cristiana. Después, el niño debe ir poco a poco aprendiendo todo el Catecismo, según los alcances de su inteligencia.
3º – El conocimiento de la religión, que se requiere en el niño para prepararse convenientemente a la primera Comunión, es aquel por el cual sabe, según su capacidad, los misterios de la fe, necesarios con necesidad de medio, y la distinción que hay entre el Pan Eucarístico y el pan común y material, a fin de que pueda acercarse a la Sagrada Eucaristía con aquella devoción que puede tenerse a su edad.
4º – El precepto de que los niños confiesen y comulguen afecta principalmente a quienes deben tener cuidado de los mismos, esto es, a sus padres, al confesor, a los maestros y al párroco. Al padre, o a aquellos que hagan sus veces, y al confesor, según el Catecismo Romano, pertenece admitir los niños a la primera Comunión.
5º – Una o más veces al año cuiden los párrocos de hacer alguna comunión general para los niños, pero de tal modo, que no sólo admitan a los noveles, sino también a otros que, con el consentimiento de sus padres y confesores, como se ha dicho, ya hicieron anteriormente su primera Comunión. Para unos y para otros conviene que antecedan algunos días de instrucción y de preparación.
6º – Los que tienen a su cargo niños deben cuidar con toda diligencia que, después de la primera Comunión, estos niños se acerquen frecuentemente, y, a ser posible, aun diariamente a la Sagrada Mesa, pues así lo desea Jesucristo y nuestra Madre la Iglesia, y que los practiquen con aquella devoción que permite su edad. Recuerden, además, aquellos a cuyo cuidado están los niños, la gravísima obligación que tienen de procurar que asistan a la enseñanza pública del Catecismo, o, al menos, suplan de algún modo esta enseñanza religiosa.
7º – La costumbre de no admitir a la Confesión a los niños o de no absolverlos nunca, habiendo ya llegado al uso de la razón, debe en absoluto reprobarse, por lo cual los Ordinarios locales, empleando, si es necesario, los medios que el derecho les concede, cuidarán de desterrar por completo esta costumbre.
8º – Es de todo punto detestable el abuso de no administrar el viático y la extremaunción a los niños que han llegado al uso de la razón, y enterrarlos según el rito de los párvulos. A los que no abandonen esta costumbre castíguenlos con rigor los Ordinarios locales.

8. Aprobación de San Pío X y promulgación.
Habiendo dado cuenta de todo esto a Nuestro Santísimo Señor Papa Pío X, el infrascrito Secretario de la Sagrada Congregación de los Sacramentos, en audiencia del 7 de agosto de 1910, Su Santidad ratificó este decreto de los Padres Eminentísimos, lo confirmó y mandó publicar, no obstando en nada cosa en contrario.
 
Mandó además que se enviase a todos los Ordinarios para que lo comunicaran no solamente a los pastores y al clero, sino también a los fieles, y desea que sea leído en vernáculo cada año en el tiempo de Pascua. Los Ordinarios deberán dar cuenta a la Santa Sede de la observancia de este Decreto junto con sus relaciones del estado de la diócesis cada cinco años. 
   
Dado en Roma, en el palacio de la misma Sagrada Congregación, el 8 de agosto de 1910. 
   
Domingo, Card. Pr. de Santa Prisca, Prefecto
  
Domingo Jorio, Secretario 
    
NOTAS
[1] Marc. 10, 13. 14. 16.
[2] Mat. 18, 3, 4. 5.
[3] Sesión 21 de la Sagrada Comunión, cap. 4.
[4] Sesión 13 de la Sagrada Eucaristía, cap. 8, can. 9.
[5] Ibid. c. 2.
[6] 3, 80, 9 ad 3.
[7] In S. Th. 3, 80, 9 dub. 6.
[8] In 3 S. Th. disp. 214, c. 4, n. 43.
[9] P. 3, tit. 14, caps. 2, 5.
[10] Istruzione per quei che debbono la prima volta ammettersi alla S. Comunione. Append. XXX, 6, 11.
[11] Part. 2, n. 63.

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