miércoles, 18 de agosto de 2021

“LOS DOS CONCILIOS”, O CÓMO LA REVISTA TIME SEDUJO A LOS OBISPOS DURANTE EL VATICANO II

Traducción del artículo de Robert Moynihan para INSIDE THE VATICAN. El artículo se trae con fines meramente informativos, por lo que no necesariamente compartimos todas las opiniones del autor (en especial sobre el Vaticano II).
  
Robert Blair Kaiser (Robert Blair Piser Hungater, 1930 - 2015), corresponsal del Vaticano II para la revista Time, disponía de un presupuesto de 20.000 dólares (equivalente a 173.750 dólares en 2021) al mes, proporcionado por su empleador, para organizar fiestas para obispos y periodistas.
   
Él le mencionó esto en 2004 a Robert Moynihan, según publica el 13 de mayo el sitio web Inside The Vatican. Kaiser, un convertido, fue jesuita desde los 18 a los 28 años, pero dejó la Orden para casarse con Susan Ann Mulcahey el 28 de Noviembre de 1958 y se divorció a mediados de los años 60, contrayendo segundas nupcias con Karen McCaffery el 6 de Junio de 1966.
   
Por aquel entonces, la revista Time estaba controlada por su fundador Henry Robinson Luce Root († 1967), hijo de Henry Winters Luce, un misionero presbiteriano y miembro del Partido Republicano, al que llamaban “Il Luce”, un juego de palabras con el italiano Benito Mussolini (“Il Duce”). Luce probó LSD durante la década de 1960 e informó de que bajo su influencia había hablado con Dios.
   
En Roma, Kaiser alquiló un apartamento muy grande como lugar para discutir la agenda de una “Iglesia más abierta” en cenas periódicas. “Mi mujer y yo recibíamos a menudo a 50 ó 100 periodistas y monseñores, sacerdotes, obispos y diplomáticos, a veces durante la semana, a veces los fines de semana”.
  
Kaiser celebraba cenas diarias y, sobre todo, grandes reuniones los domingos por la noche que se convirtieron en “una especie de institución”. En una de las fiestas, el arzobispo de Bombay, monseñor Thomas d’Esterre Roberts SJ (1893-1976), descubrió que sus “aventuradas opiniones” eran compartidas por otros numerosos prelados. “Pensaban (y decían en voz alta) que la Iglesia estaba sobrecargada de exceso de equipaje, mitos, supersticiones y tonterías”.
   
Estos fueron los mismos que votaron por los documentos del Vaticano II e implementaron las llamadas “reformas” que llevaron al mayor desastre que aflige a la Iglesia desde su fundación.
    
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LOS DOS CONCILIOS
    
En 2004, un año antes de la muerte del Papa Juan Pablo II (murió el 2 de abril de 2005), y el mismo año en que el icono de Nuestra Señora de Kazán regresó a Rusia (28 de Agosto de 2004), en el Caffe San Pietro cerca de ls Oficina de Prensa del Vaticano, me senté bajo el cálido sol de Roma durante unas dos horas en ls via della Conciliazione con el escritor estadounidense Robert Blair Kaiser (1931-2015) para una conversación amistosa y amplia.
    
No hacía mucho que Kaiser había publicado su “revelador” libro autobiográfico Clerical Error (publicado en 2002), que se centra en las experiencias de Kaiser en el Concilio Vaticano II, que Kaiser cubrió para la revista Time.
    
La portada del libro Clerical Error del fallecido Robert Blair Kaiser, un escritor estadounidense que cubrió el Concilio Vaticano II en la década de 1960, cuando tenía poco más de 30 años, para la revista Time, posiblemente una de las publicaciones estadounidenses más influyentes de esos años.
    
Kaiser también estuvo presente en Los Ángeles en el verano de 1968 e informó sobre el asesinato del senador Robert F. Kennedy. Kaiser pudo reunirse a menudo con el asesino acusado, Sirhan Sirhan, y el 1 de Dnero de 1970 publicó su propio libro sobre el asesinato, R.F.K Must Die!
    
“Clerical Error es una mezcla inusual pero convincente de historia pública y confesión personal. Kaiser se hizo un nombre como periodista que cubría el Concilio Vaticano II de la Iglesia Católica (1962-65). Los capítulos intermedios del libro relatan esos años. Están llenos de anécdotas maravillosas y recelos personales con respecto a los actores principales del Consejo, muchos de los cuales Kaiser y su esposa organizaban en fiestas semanales en su apartamento…” —de una propaganda en la contraportada de la edición de bolsillo de 2004 del libro Clerical Error (Continuum, New York), por Choice.
   
El fallecido Robert Blair Kaiser (1931-2015), escritor estadounidense que fue el corresponsal influyente de la revista Time en los dos primeros años del Concilio Vaticano II (1962-1965), cuando Kaiser tenía apenas 31 y 32 años. Ganó un premio por su periodismo, que apareció regularmente en Time durante dos años, y fue extremadamente influyente en Estados Unidos y también en todo el mundo. Kaiser murió en 2015 a la edad de 84 años. Fue un testigo importante de lo que sucedió en el Concilio Vaticano II, y sus documentos pueden contener información que es valiosa y debe ser investigada. Me reuní con Kaiser en Roma en 2004 y hablé con él extensamente.
    
Formando el “Concilio de los Periodistas”
Debido a que Time era una revista tan influyente en ese momento, la cobertura de Kaiser se amplificó, como palabras en un megáfono. Lo que escribió importaba.
    
Lo que escribió, de muchas maneras, ayudó a crear “el Concilio de los medios” al que el Papa Benedicto XVI se referiría en su importante discurso del 14 de Febrero de 2013 a los sacerdotes de Roma (ver más abajo), cuando Benedicto (que todavía era Papa en ese momento, con toda la autoridad magisterial que eso implica) dijo que en realidad había dos Concilios Vaticanos II, el Concilio como realmente fue, y el Concilio como lo describieron los medios de comunicación del mundo…
“Estaba el Concilio de los Padres –el verdadero Concilio–, pero estaba también el Concilio de los medios de comunicación. Era casi un Concilio aparte, y el mundo percibió el Concilio a través de éstos, a través de los medios. Así pues, el Concilio inmediatamente eficiente que llegó al pueblo fue el de los medios, no el de los Padres. Y mientras el Concilio de los Padres se realizaba dentro de la fe, era un Concilio de la fe que busca el intelléctus, que busca comprenderse y comprender los signos de Dios en aquel momento, que busca responder al desafío de Dios en aquel momento y encontrar en la Palabra de Dios la palabra para hoy y para mañana; mientras todo el Concilio –como he dicho– se movía dentro de la fe, como fides quǽrens intelléctum, el Concilio de los periodistas no se desarrollaba naturalmente dentro de la fe, sino dentro de las categorías de los medios de comunicación de hoy, es decir, fuera de la fe, con una hermenéutica distinta. Era una hermenéutica política. Para los medios de comunicación, el Concilio era una lucha política, una lucha de poder entre diversas corrientes en la Iglesia. Era obvio que los medios de comunicación tomaran partido por aquella parte que les parecía más conforme con su mundo” —Papa Benedicto XVI, 14 de Febrero de 2013, Discurso a los párrocos y al clero de Roma).
Benedicto XVI pronunció esta charla apenas tres días después de anunciar, el 11 de Febrero de 2013, que renunciaría al papado. Debido a que esta charla fue precisamente para el sacerdote de Roma, y ​​él era el obispo de Roma, esta charla adquiere una importancia muy especial. Pastoreaba a su rebaño romano, confirmaba a sus hermanos en la fe, le daba a su sacerdote una lente o un marco para que pudieran recibir los frutos del Concilio Vaticano II de acuerdo con la mente de los Padres conciliares.
    
Esta charla expone la importante percepción de Benedicto XVI sobre lo que sucedió en el Concilio Vaticano II y cómo debe interpretarse y entenderse lo que sucedió.
    
El hecho de que este discurso se haya dado cuando Benedicto XVI todavía era Papa significa que tiene la autoridad magisterial total del papado (Texto completo al final de la carta).
    
Buscando el verdadero Vaticano II
Benedicto dijo que el “Concilio de los periodistas” “no se desarrollaba naturalmente dentro de la fe…”.
    
En otras palabras, había un “Concilio de los medios de comunicación” que “no se desarrollaba dentro de la fe”, y un “Concilio de los Padres” condicodo dentro de la fe…
    
Claramente, entender esta doble naturaleza del “Vaticano II” es crítico para evaluar correctamente cómo permanecer fieles a “el Concilio de los Padres, el verdadero Concilio” y cómo evitar abrazar el denominado “Concilio de los periodistas”, el cual presentó el Concilio como “una lucha política, una lucha de poder entre diversas corrientes en la Iglesia”.
    
Comprender esta doble naturaleza del Concilio es una forma en que la Iglesia Católica de hoy, y en las próximas décadas, puede llegar a un compromiso equilibrado, reflexivo, matizado, razonado pero sincero y unido con el “verdadero Vaticano II”.
    
Esta me parece una forma potencialmente fructífera de superar algunas de las divisiones en la Iglesia que han surgido debido a la compleja y difícil realidad de que, como nos dice Benedicto, hubo “dos Concilios”.
    
La presente carta está escrita como una contribución a ese esfuerzo, que continuaré con nuestro nuevo proyecto Unidad – Únitas: “Ven, reconstruye mi iglesia”.
    
Abajo está la historia de nuestra conversación.
  
El hombre de la Time en Roma
“Es un placer conocerlo”, me dijo Kaiser, cuando nos reunimos en la Oficina de Prensa del Vaticano. “Tomemos una taza de café y hablemos”.
    
Y así dejamos la Oficina de Prensa y fuimos al Caffe San Pietro.    
    
“Vine a Roma justo antes de la apertura del Concilio para la cobertura del Concilio Vaticano II para la revista Time”, me dijo Kaiser. “Mi esposa y yo elegimos un apartamento en la Colina del Janículo, en Monteverde Vecchio. Estaba en la Via Quirico Filopanti #2…”.
    
“Conozco bien esa área. Ahí es donde está mi propio apartamento”, dije.
    
“El apartamento era intencionalmente muy grande”, dijo Kaiser. “Antes de venir a Roma, tuve reuniones con Clare Booth Luce. Ella y su esposo, Henry Luce, esperaban que la residencia del periodista de Time pudiera convertirse en un lugar donde se pudieran intercambiar ideas entre los participantes del Concilio, me dijo. Me dieron una generosa cuenta de gastos de la revista Time –$ 20.000 cada mes durante las sesiones del Concilio– para celebrar cenas regulares en mi gran apartamento. Mi mujer y yo recibíamos a menudo a 50 ó 100 periodistas y monseñores, sacerdotes, obispos y diplomáticos, a veces durante la semana, a veces los fines de semana”, continuó Kaiser.
    
Le pedí a Kaiser que me contara más sobre esas reuniones.
     
Una vista del Caffe San Pietro en via della Conciliazione en Roma, donde conocí a Robert Kaiser en 2004.
    
El propósito de estas reuniones era compartir información y proporcionar un espacio donde se pudiera discutir libremente la agenda de una “Iglesia más abierta”, dijo Kaiser.
    
Entonces entendí que Kaiser había hecho más que informar sobre el Concilio Vaticano II.
    
Había sido un facilitador clave, un promotor clave, de los intercambios entre decenas y decenas de participantes del Concilio, intercambios que luego jugaron un papel en la votación durante el Consejo de varios documentos conciliares.
    
También hablamos extensamente sobre la vida personal de Kaiser, su matrimonio y su divorcio de su esposa a mediados de la década de 1960.
    
Lo que me dijo me entristeció, pero dejo fuera ese aspecto de nuestra conversación. Se trata desde la perspectiva de Kaiser con cierta extensión en Clerical Error.
    
Escribe Kaiser en Clerical Error (pág. 125 — cito estas palabras de su libro; me dijo lo mismo durante nuestra conversación): “Nuestro espacioso apartamento, con sus enormes ventanales y relucientes pisos de mármol, se convirtió en una especie de lugar de encuentro de los progresistas conciliares. Mary [esposa de Kaiser; también tenían una hija pequeña que vivía con ellos, llamada Betsy] era a menudo la única mujer en la casa, y se convirtió en una anfitriona imperturbable. Prácticamente todas las noches de la semana, teníamos una pequeña cena para ocho. El domingo por la noche, Frank McCool, el vicerrector del Biblicum, trajo algunos invitados adicionales, aunque no invitados: Thurston David, Donald Campion y Robert Graham, todos editores de América, el semanario jesuita estadounidense. Nuestra cena sentada se convirtió en un buffet. Fue un éxito tan grande que les dijimos a nuestros amigos que invitaran a sus amigos todos los domingos. Siempre tendríamos espacio para uno más, dijimos, y la semana siguiente el ‘uno más’ se convirtió en varios puntajes más. En el Vaticano II nació una especie de institución: los domingos por la noche de los Kaiser”.
    
“Roberts [Nota: Kaiser habla del arzobispo de Bombay T.D. Roberts SJ (1937 -1976), que se había convertido en su amigo en el otoño de 1962] destacaba. Lejos de estar aislado en su resistencia a las mentes antediluvianas de la Curia romana, descubrió que sus opiniones arriesgadas eran compartidas por muchos otros, incluidos algunos de los mejores prelados de la cristiandad con él, pensaron (y dijeron en voz alta) que la Iglesia estaba sobrecargada de exceso de bagaje, mitos, supersticiones y tonterías. Con él, votaron todas las reformas importantes del Vaticano II, la mayoría de las cuales tendían a hacer que la Iglesia fuera menos romana y más católica… Él y Betsy idearon un pequeño juego. Ella se sentaba en su regazo y tiraba de sus pobladas cejas… hasta que él lloraba. Pero sus lágrimas no eran lágrimas de dolor, eran lágrimas de alegría de un anciano hambriento de amor que debería haber tenido una familia propia”.
   
El fallecido arzobispo Thomas D’Esterre Roberts SJ (1893-1976), SJ (1893-1976), obispo de Bombay, India (1937-1950), hijo de un cónsul británico descendiente de una larga línea de hugonotes franceses, defensor abierto de la importancia de la conciencia personal y obediencia inteligente, se convirtió en uno de los amigos más cercanos de Kaiser durante el Concilio Vaticano II. Estaba votando en el Concilio.
       
De los 18 a los 28 años (1949 a 1959), Robert Blair Kaiser se formó como jesuita con la intención de convertirse en sacerdote jesuita. Kaiser dejó la orden para convertirse en periodista y casarse.
    
Llegó a Roma para la revista Time y rápidamente se convirtió en uno de los periodistas más influyentes de la ciudad. Su cobertura del Concilio Vaticano II estableció un estándar, un tono y una “línea” —la “línea” era que la Iglesia Católica estaba experimentando una revolución que cambiaría profundamente a la Iglesia— que fue muy influyente en todo el mundo.

La posición del Papa Francisco
“La catequesis inspirada por el Concilio está continuamente a la escucha del corazón del hombre, siempre con un oído atento, siempre buscando renovarse. Esto es magisterio: el Concilio es magisterio de la Iglesia. O estás con la Iglesia y por tanto sigues el Concilio, y si no sigues el Concilio o lo interpretas a tu manera, como quieres, no estás con la Iglesia. Por favor, ninguna concesión a los que intentan presentar una catequesis que no sea concorde con el Magisterio de la Iglesia” —Papa Francisco Bergoglio, Discurso a los participantes de la reunión de la Oficina Nacional de Catequesis de la Conferencia Episcopal Italiana, 30 de Enero de 2021 (vínculo). Las palabras fueron ampliamente interpretadas como una crítica al arzobispo Viganò y sus escritos públicos levantando cuestionamientos al Vaticano II.
    
Considerando el llamado del Papa Francisco Bergoglio el 30 de Enero de 2021 a adherir fielmente a la “enseñanza” y el “magisterio” del Concilio Vaticano II, parece útil relatar algo del testimonio de Kaiser, y otros, sobre lo que pasó en el Vaticano II, en la esperanza de tener una imagen más completa del Concilio.
    
Necesitamos urgentemente una comprensión más completa y precisa de lo ocurrido en el Vaticano II para continuar la tarea de recibir el Concilio e interpretarlo a la luz de la doctrina perenne de la Iglesia, transmitida desde el principio.
    
(Continuará)
    
La portada del libro premiado sobre el Concilio Vaticano II escrito por el fallecido Robert Blair Kaiser (1931-2015), quien fue corresponsal de la revista Time en el Concilio.
    
Kaiser fue posiblemente uno de los formadores más importantes –de hecho, quizás incluso el formador más importante– de lo que el Papa Benedicto XVI llamó “el Concilio de los medios de comunicación” en su importante discurso a los sacerdotes de Roma el 14 de Febrero de 2013.
   
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LOS DOS CONCILIOS (Discurso de Benedicto XVI en el Encuentro con los párrocos y el clero de Roma, 14 de Febrero de 2013):
Señor Cardenal,
Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio
    
Para mí es un don especial de la Providencia el poder ver aún a mi clero, el clero de Roma, antes de abandonar el ministerio petrino. Es siempre una gran alegría ver que la Iglesia vive, cómo está viva en Roma; hay pastores que guían la grey del Señor en el espíritu del Pastor Supremo. Es un clero realmente católico, universal, y esto se corresponde con la esencia de la Iglesia de Roma: llevar en sí misma la universalidad, la catolicidad de todas las naciones, de todas las razas, de todas las culturas. Al mismo tiempo, estoy muy agradecido al Cardenal Vicario, que ayuda a despertar, a encontrar las vocaciones en la misma Roma, puesto que, si por un lado Roma debe ser la la ciudad de la universalidad, también debe ser una ciudad con una fe fuerte y robusta, de la cual surgen también vocaciones. Y estoy convencido de que, con la ayuda del Señor, podemos encontrar las vocaciones que él mismo nos da, guiarlas y ayudarlas a madurar, para que puedan así servir en el trabajo en la viña del Señor.
    
Hoy habéis profesado el Credo ante la tumba de San Pedro: me parece un acto muy apropiado en el Año de la fe, tal vez necesario, que el clero de Roma se reúna en la tumba del apóstol al que el Señor le dijo: «Te encomiendo mi Iglesia. Sobre ti edifico mi Iglesia» (cf. Mt 16,18-19). Ante el Señor, y junto con Pedro, habéis confesado: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (cf. Mt 16,15-16). Así es como crece la Iglesia: junto a Pedro, confesando a Cristo, siguiendo a Cristo. Y hagamos siempre así. Estoy muy agradecido por vuestras oraciones, que he sentido –como dije el miércoles– casi físicamente. Aunque ahora me retiro, estoy siempre cerca de todos vosotros en la oración, y estoy seguro de que también vosotros estaréis cercanos a mí, aunque para el mundo estaré oculto.
     
Dadas las condiciones de mi edad, no he podido preparar un grande y verdadero discurso, como podría esperarse; pienso más bien en una pequeña charla sobre el Concilio Vaticano II, tal como yo lo he visto. Comienzo con una anécdota: en el año 59, yo había sido nombrado profesor de la Universidad de Bonn, donde asisten los estudiantes, los seminaristas de la diócesis de Colonia y de otras diócesis vecinas. Por tanto, tuve contactos con el arzobispo de Colonia, el cardenal Frings. El Cardenal Siri, de Génova –en el año 61, creo– organizó una serie de conferencias de diversos cardenales sobre el Concilio, e invitó también al arzobispo de Colonia a dar una de las conferencias, con el título: El Concilio y el mundo del pensamiento moderno.
   
El cardenal me invitó –al más joven de los profesores– a que le escribiera un borrador; el proyecto le gustó, y presentó al público de Génova el texto tal como yo lo había escrito. Poco después, el Papa Juan le llamó para que fuera a verle, y el cardenal estaba lleno de miedo, porque tal vez había dicho algo incorrecto, falso, y se le llamaba para un reproche, incluso para retirarle la púrpura. Sí, cuando su secretario le vestía para la audiencia, dijo el cardenal: «Tal vez llevo ahora esta vestimenta por última vez». Después entró, y el Papa Juan se acerca, lo abraza, y le dice: «Gracias, Eminencia, usted ha dicho lo que yo quería decir, pero no encontraba las palabras apropiadas». Así, el cardenal sabía que estaba en el camino correcto y me invitó a ir con él al Concilio; primero como su experto personal y después, durante el primer periodo –en noviembre de 1962, me parece–, fui nombrado también perito oficial del Concilio.
      
Así pues, fuimos al Concilio no sólo con alegría, sino con entusiasmo. Había una expectativa increíble. Esperábamos que todo se renovase, que llegara verdaderamente un nuevo Pentecostés, una nueva era de la Iglesia, porque la Iglesia era aún bastante robusta en aquel tiempo, la práctica dominical todavía buena, las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa ya se habían reducido algo, pero aún eran suficientes. No obstante, se sentía que la Iglesia no avanzaba, se reducía; que parecía una realidad del pasado y no la portadora del futuro. Y, en aquel momento, esperábamos que esta relación se renovara, cambiara; que la Iglesia fuera de nuevo una fuerza del mañana y una fuerza del hoy. Y sabíamos que la relación entre la Iglesia y el periodo moderno, desde el principio, era un poco contrastante, comenzando con el error de la Iglesia en el caso de Galileo Galilei; se pensaba corregir este comienzo equivocado y encontrar de nuevo la unión entre la Iglesia y las mejores fuerzas del mundo, para abrir el futuro de la humanidad, para abrir el verdadero progreso. Estábamos, pues, llenos de esperanza, de entusiasmo, y también de ganas de hacer nuestra parte para ello. Me acuerdo que se consideraba el Sínodo Romano como un modelo negativo. Se decía –no sé si era cierto– que habían leído en la Basílica de San Juan los textos ya preparados, y que los miembros del Sínodo habían aclamado, aprobado aplaudiendo, y así se había celebrado el Sínodo. Los obispos dijeron: «No, no hagamos así. Somos obispos, y somos nosotros mismos el sujeto del Sínodo; no queremos únicamente aprobar lo que se ha hecho, sino que queremos ser el sujeto, los portadores del Concilio. Así, hasta el cardenal Frings, famoso por su fidelidad absoluta al Santo Padre, casi escrupulosa, dijo en este caso: «Estamos aquí con otra función. El Papa nos ha convocado para ser como Padres, para ser Concilio ecuménico, un sujeto que renueve la Iglesia. Así queremos asumir este encargo nuestro».
     
Esta actitud se manifestó inmediatamente en el primer momento, el primer día. En este primer día estaba prevista la elección de las Comisiones, y se habían preparado las listas y los nombres, de manera –se intentaba– imparcial; y se debían votar estas listas. Pero los Padres dijeron inmediatamente: «No, no queremos simplemente votar listas ya preparadas. Nosotros somos el sujeto». Entonces se tuvieron que aplazar las elecciones, porque los Padres mismos querían conocerse un poco, querían preparar ellos mismos las listas. Y así se hizo. El cardenal Lienart de Lille, el cardenal Frings de Colonia, habían dicho públicamente: «Así no. Queremos hacer nuestras listas y elegir a nuestros candidatos». No era un acto revolucionario, sino un acto de conciencia, de responsabilidad por parte de los Padres Conciliares.
     
Comenzó así una intensa actividad para conocerse unos a otros, horizontalmente, algo que no se dejó al azar. En el «Collegio dell’Anima», donde me alojaba, tuvimos muchas visitas. El Cardenal era muy conocido, y vimos cardenales de todo el mundo. Me acuerdo bien de la figura alta y delgada de monseñor Etchegaray, que era Secretario de la Conferencia Episcopal Francesa, de los encuentros con los cardenales, etc. Después, esto se hizo típico durante todo el Concilio: pequeños encuentros transversales. Así conocí a grandes figuras, como el Padre de Lubac, Daniélou, Congar, y otros. Conocimos diversos obispos; recuerdo particularmente al obispo Elchinger, de Estrasburgo, y así sucesivamente. Esta fue una experiencia de la universalidad de la Iglesia y de la realidad concreta de la Iglesia, que no recibe simplemente imperativos desde arriba, sino que crece y va adelante, naturalmente bajo la dirección del Sucesor de Pedro.
     
Como ya he dicho, todos venían con grandes expectativas; pero nunca se había celebrado un Concilio de estas dimensiones, y no todos sabían cómo proceder. Los más preparados –aquellos, digamos, con intenciones más definidas–, eran el episcopado francés, alemán, belga, holandés: la llamada «alianza renana». Y, en la primera parte del Concilio, eran ellos los que indicaban el rumbo; después se amplió rápidamente la actividad y todos participaban cada vez más en la creatividad del Concilio. Los franceses y los alemanes tenían diversos intereses en común, aunque con matices bastante diferentes. El primer objetivo, inicial, simple –aparentemente simple– era la reforma de la liturgia, que había comenzado ya con el Papa Pío XII, reformando la Semana Santa; el segundo, la eclesiología; el tercero, la Palabra de Dios, la Revelación y, finalmente, también el ecumenismo. Mucho más que los alemanes, los franceses tenían también el problema de tratar la situación de las relaciones entre la Iglesia y el mundo.
      
Comencemos con el primero. Tras la Primera Guerra Mundial, había ido creciendo precisamente en Europa Central y Occidental el movimiento li­túrgico, un redescubrimiento de la ri­queza y profundidad de la liturgia, que hasta entonces estaba casi encerrada en el Misal Romano del sacerdote, mientras que el pueblo rezaba con sus propios libros de oraciones, compuestos según el corazón de la gente; se trataba de este modo de traducir el alto contenido, el lenguaje elevado de la liturgia clásica, en palabras más emotivas, más cercanas al corazón del pueblo. Pero eran como dos liturgias paralelas: el sacerdote con los monaguillos, que celebraba la Misa según el Misal, y al mismo tiempo los laicos, que rezaban en la Misa con sus libros de oración, sabiendo básicamente lo que se hacía en el altar. Pero ahora se había redescubierto precisamente la belleza, la profundidad, la riqueza histórica, humana y espiritual del Misal, y la necesidad de que no fuera sólo un representante del pueblo, un pequeño monaguillo, el que dijera: «Et cum spíritu tuo»..., sino que hubiera realmente un diálogo entre el sacerdote y el pueblo; que la liturgia del altar y la liturgia de la gente fuera realmente una única liturgia, una participación activa; que la riqueza llegara al pueblo. Y así la liturgia se ha redescubierto, se ha renovado.
     
Ahora, en retrospectiva, creo que fue muy acertado comenzar por la liturgia. Así se manifiesta la primacía de Dios, la primacía de la adoración: «Óperi Dei nihil præpónatur». Esta sentencia de la Regla de san Benito (cf. 43,3) aparece así como la suprema regla del Concilio. Alguno criticaba que el Concilio hablara de muchas cosas, pero no de Dios. Pero sí que habló de Dios. Y su primer y sustancial acto fue hablar de Dios y abrir a todos, al pueblo santo por entero, a la adoración de Dios en la celebración común de la liturgia del Cuerpo y la Sangre de Cristo. En este sentido, más allá de los aspectos prácticos que desaconsejaban iniciar de inmediato con temas polémicos, digamos que fue realmente providencial el que en los comienzos del Concilio estuviera la liturgia, estuviera Dios, estuviera la adoración. No quisiera entrar ahora en los detalles de la discusión, pero siempre vale la pena volver, más allá de las aplicaciones prácticas, al Concilio mismo, a su profundidad y a sus ideas esenciales.
     
Diría que había varias: sobre todo el Misterio pascual como centro del ser cristiano, y por tanto de la vida cristiana, del año, del tiempo cristiano, expresado en el tiempo pascual y en el domingo, que siempre es el día de la Resurrección. Siempre recomenzamos nuestro tiempo con la Resurrección, con el encuentro con el Resucitado y, a partir del encuentro con el Resucitado, vamos al mundo. En este sentido, es una pena que actualmente el domingo se haya transformado en el fin de semana, cuando es la primera jornada, es el inicio; interiormente debemos tener presente esto: que es el inicio, el inicio de la Creación, el inicio de la recreación en la Iglesia, encuentro con el Creador y con Cristo Resucitado. También este doble contenido del domingo es importante: es el primer día, o sea, fiesta de la Creación: estamos en el fundamento de la Creación, creemos en el Dios Creador; y es encuentro con el Resucitado, que renueva la Creación; su verdadero objetivo es crear un mundo que sea respuesta al amor de Dios.
     
También había algunos principios: la inteligibilidad, en lugar de quedar encerrados en una lengua desconocida, no hablada, y también la participación activa. Lamentablemente, estos principios también se han malentendido. Inteligibilidad no quiere decir banalidad, porque los grandes textos de la liturgia –aunque se hablen, gracias a Dios, en lengua materna– no son fácilmente inteligibles; necesitan una formación permanente del cristiano para que crezca y entre cada vez con mayor profundidad en el misterio y así pueda comprender. Y también la Palabra de Dios. Cuando pienso día tras día en la lectura del Antiguo Testamento, y también en la lectura de las epístolas paulinas, de los evangelios, ¿quién podría decir que entiende inmediatamente sólo porque está en su propia lengua? Sólo una formación permanente del corazón y de la mente puede realmente crear inteligibilidad y una participación que es más que una actividad exterior, que es un entrar de la persona, de mi ser, en la comunión de la Iglesia, y así en la comunión con Cristo.
      
Segundo tema: la Iglesia. Sabemos que el Concilio Vaticano I había sido interrumpido a causa de la guerra franco-alemana y así permaneció con una unilateralidad, con un fragmento, porque la doctrina sobre el primado –que se definió, gracias a Dios, en aquel momento histórico para la Iglesia, y fue muy necesaria para el tiempo sucesivo– era sólo un elemento en una eclesiología más vasta, prevista, preparada. Así que había quedado sólo el fragmento. Y se podía decir: si el fragmento permanece tal como está, tendemos a una unilateralidad: la Iglesia sería sólo el primado. Por tanto ya desde el principio existía esta intención de completar la eclesiología del Vaticano I, en una fecha que había que encontrar, para una eclesiología completa. También aquí las condiciones parecían muy buenas porque, tras la primera guerra mundial, había renacido el sentido de la Iglesia en un modo nuevo. Romano Guardini dijo: «En las almas empieza a despertarse la Iglesia», y un obispo protestante hablaba del «siglo de la Iglesia». Se redescubría sobre todo el concepto, previsto también por el Vaticano I, del Cuerpo Místico de Cristo. Se quería decir y entender que la Iglesia no es una organización, algo estructural, jurídico, institucional –también es esto–, sino que es un organismo, una realidad vital, que entra en mi alma, de manera que yo mismo, precisamente con mi alma creyente, soy elemento constructivo de la Iglesia como tal. En este sentido, Pío XII había escrito la Encíclica Mýstici Córporis Christi como un paso para completar la eclesiología del Vaticano I.
     
Diría que la discusión teológica de los años 30-40, también de los 20, estaba completamente bajo este signo de la palabra «Mýstici Córporis». Fue un descubrimiento que suscitó mucha alegría en aquel tiempo y también en este contexto creció la fórmula: Nosotros somos la Iglesia, la Iglesia no es una estructura; nosotros mismos, los cristianos, juntos, somos todos el Cuerpo vivo de la Iglesia. Y, naturalmente, esto es válido en el sentido de que nosotros, el verdadero «nosotros» de los creyentes, junto al «Yo» de Cristo, es la Iglesia; cada uno de nosotros, no «un nosotros», un grupo que se declara Iglesia. No: este «nosotros somos Iglesia» exige precisamente mi inserción en el gran «nosotros» de los creyentes de todos los tiempos y lugares. Por tanto, la primera idea era completar la eclesiología de manera teológica, pero prosiguiendo también de modo estructural, es decir, junto a la sucesión de Pedro, a su función única; definir mejor también la función de los obispos, del Cuerpo episcopal. Y para hacer esto se encontró la palabra «colegialidad», muy discutida, con debates enconados, y diría también, un poco exagerados. Pero era la palabra –tal vez hubiera otra, pero esta valía– para expresar que los obispos, juntos, son la continuación de los Doce, del Cuerpo de los Apóstoles. Hemos dicho: sólo un obispo, el de Roma, es sucesor de un determinado Apóstol, de Pedro. Todos los demás se convierten en sucesores de los Apóstoles entrando en el Cuerpo que continúa el Cuerpo de los Apóstoles. Así, precisamente el Cuerpo de los obispos, el colegio, es la continuación del Cuerpo de los Doce, y de este modo se hace necesario, tiene su función, sus derechos y deberes. A muchos les parecía una lucha por el poder, y tal vez alguno pensaba incluso en su poder, pero no se trataba sustancialmente de poder, sino de la complementariedad de los factores y de la integridad completa del Cuerpo de la Iglesia con los obispos, sucesores de los Apóstoles, como elementos sustentadores; y cada uno de ellos es el elemento sustentador de la Iglesia, junto a este gran Cuerpo.
    
Estos eran, digamos, los dos elementos fundamentales. En la búsqueda de una visión teológica completa de la eclesiología después de los años 40, en los años 50, ya había surgido entretanto un poco de crítica del concepto de Cuerpo de Cristo: «místico» sería demasiado espiritual, demasiado exclusivo; entonces se puso en juego el concepto de «Pueblo de Dios». Y el Concilio, justamente, aceptó este elemento, que entre los Padres se consideró como expresión de la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En el texto del Nuevo Testamento, la palabra «Laos tou Theou», correspondiente a los textos del Antiguo Testamento, significa –me parece que sólo con dos excepciones– el antiguo Pueblo de Dios, los judíos, que entre los pueblos –«goim»– del mundo son «el» Pueblo de Dios. Y los demás, nosotros, paganos, no somos de por sí el Pueblo de Dios, sino que nos convertimos en hijos de Abrahán, y por tanto en Pueblo de Dios, entrando en comunión con Cristo, de la única semilla de Abrahán. Y entrando en comunión con él, siendo uno con él, también nosotros somos Pueblo de Dios. Es decir, el concepto «Pueblo de Dios» implica continuidad de los Testamentos, continuidad de la historia de Dios con el mundo, con los hombres, pero implica también el elemento cristológico. Sólo a través de la cristología nos convertimos en Pueblo de Dios, y así se combinan los dos conceptos. Y el Concilio decidió crear una construcción trinitaria de la eclesiología: Pueblo de Dios Padre, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo.
     
Sin embargo, sólo después del Concilio se aclaró un elemento que se encuentra un poco escondido incluso en el Concilio mismo, o sea: el nexo entre Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo es precisamente la comunión con Cristo en la unión eucarística. Aquí nos convertimos en Cuerpo de Cristo; esto es, la relación entre Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo crea una nueva realidad: la comunión. Y diría que después del Concilio se ha descubierto cómo en realidad el Concilio encontró, orientó hacia este concepto: la comunión como concepto central. Diría que esto no estaba aún filológicamente maduro del todo en el Concilio; pero es fruto del Concilio el que el concepto de comunión se haya transformado cada vez más en la expresión de la esencia de la Iglesia. Comunión en las distintas dimensiones: comunión con el Dios Trinitario –que es Él mismo comunión entre Padre, Hijo y Espíritu Santo–, comunión sacramental, comunión concreta en el episcopado y en la vida de la Iglesia.
     
Más conflictivo todavía era el problema de la Revelación. Aquí se trataba de la relación entre Escritura y Tradición. En esto, los exégetas eran los más interesados en una mayor libertad. Se sentían en una situación, digamos, de inferioridad respecto a los protestantes, los cuales hacían los grandes descubrimientos, mientras que los católicos se sentían un poco «obstaculizados» por la necesidad de someterse al Magisterio. Por tanto, aquí entraba también en juego una lucha muy concreta: ¿Qué libertad tienen los exégetas? ¿Cómo se lee bien la Escritura? ¿Qué quiere decir Tradición? Era una batalla pluridimensional, en la que ahora no me puedo extender; pero lo importante es que la Escritura es ciertamente la Palabra de Dios y la Iglesia está bajo la Escritura, obedece a la Palabra de Dios, y no está por encima de la Escritura. Y, sin embargo, la Escritura es Escritura porque existe la Iglesia viva, su sujeto vivo; sin el sujeto vivo de la Iglesia, la Escritura es sólo un libro y abre, se abre a diversas interpretaciones y no llega a una claridad resolutiva.
     
Aquí, como he dicho, la batalla era difícil, y fue decisiva una intervención del Papa Pablo VI. Esta intervención muestra toda la delicadeza del padre, su responsabilidad por la marcha del Concilio, pero también su gran respeto por el Concilio. Se difundió la idea de que la Escritura es completa, en ella se encuentra todo; por tanto no se necesita la Tradición, y por eso el Magisterio non tiene nada que decir. Entonces el Papa envió al Concilio me parece que 14 fórmulas de una frase que había que introducir en el texto sobre la Revelación, y nos daba, daba a los Padres, la libertad de escoger una de las 14 fórmulas, pero dijo: «Hay que escoger una, para completar el texto». Me acuerdo, más o menos, de la fórmula «non omnis certitúdo de veritátibus fidei potest sumi ex Sacra Scriptúra», es decir la certeza de la Iglesia sobre la fe non nace sólo de un libro aislado, sino que necesita del sujeto Iglesia iluminado, sostenido por el Espíritu Santo. Sólo así la Escritura habla y tiene toda su autoridad. Esta frase que elegimos en la Comisión doctrinal, una de las 14 fórmulas, diría que es decisiva para mostrar que la Iglesia es necesaria e indispensable, y entender así lo que quiere decir Tradición, el Cuerpo vivo en el que vive desde el comienzo esta Palabra y del que recibe su luz, en el que ha nacido. Ya el hecho del Canon es un hecho eclesial: que estos escritos sean la Escritura resulta de la iluminación de la Iglesia, que ha encontrado en sí misma este Canon de la Escritura; lo ha encontrado, no creado, y siempre y sólo en esta comunión de la Iglesia viva se puede también realmente entender, leer la Escritura como Palabra de Dios, como Palabra que nos guía en la vida y en la muerte.
     
Como he dicho, esta fue una lucha bastante difícil, pero gracias al Papa y gracias –digamos– a la luz del Espíritu Santo, que estaba presente en el Concilio, se creó un documento que es uno de los más bellos y también novedosos de todo el Concilio, y que se ha de estudiar todavía más. Porque también hoy la exégesis tiende a leer la Escritura fuera de la Iglesia, fuera de la fe, sólo con el así llamado espíritu del método histórico-crítico, método importante, pero no tanto como para dar soluciones como última certeza; sólo si creemos que estas no son palabras humanas, sino palabras de Dios, y sólo si vive el sujeto vivo al que Dios habló y habla, podemos interpretar bien la Sagrada Escritura. Y aquí, como he dicho en el prefacio de mi libro sobre Jesús (cf. vol. I), hay mucho que hacer todavía para llegar a una lectura de verdad según el espíritu del Concilio. En esto, la aplicación del Concilio no es todavía completa, está aún por hacer.
     
Y, en fin, el ecumenismo. No quisiera entrar ahora en estos problemas, pero era obvio —sobre todo después de las «pasiones» de los cristianos durante el nazismo— que los cristianos podrían encontrar la unidad, al menos buscar la unidad, pero era claro también que sólo Dios puede dar la unidad. Y seguimos todavía en este camino. Entonces, con estos temas, la «alianza renana» —por decirlo así— había hecho su trabajo.
     
La segunda parte del Concilio es mucho más amplia. Aparecía con gran urgencia el tema: mundo de hoy, época moderna, e Iglesia; y con ello los temas de la responsabilidad en la construcción de este mundo, de la sociedad; responsabilidad por el futuro de este mundo y esperanza escatológica; responsabilidad ética del cristiano y dónde encuentra su orientación. Y después la libertad religiosa, el progreso y la relación con las demás religiones. En este momento, entraron realmente en discusión todas las partes del Concilio, no sólo América, los Estados Unidos, con un gran interés por la libertad religiosa. En el tercer período, éstos dijeron al Papa: «No podemos volver a casa sin tener, en nuestro equipaje, una declaración sobre la libertad religiosa votada por el Concilio». El Papa, sin embargo, tuvo la firmeza y la decisión, la paciencia de trasladar el texto al cuarto período, para encontrar una madurez y un consenso bastante completo entre los Padres del Concilio. Digo: no sólo entraron con gran fuerza en el dinamismo del Concilio los americanos, sino también Latinoamérica, conociendo bien la miseria del pueblo, de un continente católico, así como la responsabilidad de la fe por la situación de estos hombres. Y también África y Asia, vieron la necesidad del diálogo interreligioso; se habían desarrollado problemas que nosotros alemanes –debo decir– no habíamos visto al comienzo. No puedo ahora describir todo esto. El gran documento «Gáudium et spes» analizó muy bien el problema entre escatología cristiana y progreso mundano, entre responsabilidad por la sociedad del mañana y responsabilidad del cristiano ante la eternidad, y así ha renovado también la ética cristiana, los fundamentos. Pero creció, digamos inesperadamente, fuera de este gran documento, un texto que respondía de modo más sintético y más concreto a los desafíos del tiempo, y es la «Nostra Ætáte». Nuestros amigos judíos estaban presentes desde el comienzo, y dijeron, sobre todo a nosotros alemanes, pero no sólo a nosotros, que después de los tristes sucesos de este siglo nacista, del decenio nacista, la Iglesia católica debía decir una palabra sobre el Antiguo Testamento, sobre el pueblo judío. Dijeron: «Aunque está claro que la Iglesia no es responsable de la Shoah, los que cometieron aquellos crímenes eran en gran parte cristianos; debemos profundizar y renovar la conciencia cristiana, aun sabiendo bien que los verdaderos creyentes siempre han resistido contra estas cosas». Y así aparecía claro que la relación con el mundo del antiguo Pueblo de Dios debía de ser objeto de reflexión. Es comprensible también que los países árabes –los obispos de los países árabes– no fueran tan entusiastas con esto: temían un poco una glorificación del Estado de Israel, que naturalmente no querían. Dijeron: «Bien, una indicación verdaderamente teológica sobre el pueblo judío es buena, es necesaria, pero si habláis de esto, hablad también del Islam; sólo así estamos en equilibrio; también el Islam es un gran desafío y la Iglesia debe aclarar también su relación con el Islam». Algo que nosotros, en aquel momento, no habíamos entendido mucho, un poco tal vez, pero no mucho. Hoy sabemos lo necesario que era.
      
Cuando comenzamos a trabajar también sobre el Islam, nos dijeron: «Pero hay también otras religiones en el mundo: toda Asia. Pensad en el budismo, el hinduismo…». Y así, en lugar de una Declaración inicialmente pensada sólo sobre el antiguo Pueblo de Dios, se creó un texto sobre el diálogo interreligioso, anticipando lo que treinta años después se mostró con toda su intensidad e importancia. No puedo entrar ahora en este tema, pero si se lee el texto, se ve que es muy denso y preparado verdaderamente por personas que conocían la realidad, y con pocas palabras indica brevemente lo esencial. Así también el fundamento de un diálogo, en la diferencia, en la diversidad, en la fe sobre la unicidad de Cristo, que es uno, y no es posible para un creyente pensar que las religiones son todas variaciones de un mismo tema. No, está la realidad del Dios vivo que ha hablado, y es un Dios, es un Dios encarnado, por tanto una Palabra de Dios, que es realmente Palabra de Dios. Pero está la experiencia religiosa, con una cierta luz humana de la creación y, por tanto, es necesario y posible entrar en diálogo, y así abrirse el uno al otro y abrir a todos a la paz de Dios, de todos sus hijos, de toda su familia.
     
Por tanto, estos dos documentos, libertad religiosa y «Nostra Ætáte», conectados con «Gáudium et Spes», son una trilogía muy importante, cuya importancia se ha visto sólo en el curso de los decenios, y todavía estamos trabajando para entender mejor este conjunto entre unicidad de la Revelación de Dios, unicidad del único Dios encarnado en Cristo, y la multiplicidad de las religiones, con las que buscamos la paz y también el corazón abierto por la luz del Espíritu Santo, que ilumina y guía hacia Cristo.
       
Quisiera ahora añadir todavía un tercer punto: Estaba el Concilio de los Padres –el verdadero Concilio–, pero estaba también el Concilio de los medios de comunicación. Era casi un Concilio aparte, y el mundo percibió el Concilio a través de éstos, a través de los medios. Así pues, el Concilio inmediatamente eficiente que llegó al pueblo fue el de los medios, no el de los Padres. Y mientras el Concilio de los Padres se realizaba dentro de la fe, era un Concilio de la fe que busca el intelléctus, que busca comprenderse y comprender los signos de Dios en aquel momento, que busca responder al desafío de Dios en aquel momento y encontrar en la Palabra de Dios la palabra para hoy y para mañana; mientras todo el Concilio –como he dicho– se movía dentro de la fe, como fides quǽrens intelléctum, el Concilio de los periodistas no se desarrollaba naturalmente dentro de la fe, sino dentro de las categorías de los medios de comunicación de hoy, es decir, fuera de la fe, con una hermenéutica distinta. Era una hermenéutica política. Para los medios de comunicación, el Concilio era una lucha política, una lucha de poder entre diversas corrientes en la Iglesia. Era obvio que los medios de comunicación tomaran partido por aquella parte que les parecía más conforme con su mundo. Estaban los que buscaban la descentralización de la Iglesia, el poder para los obispos y después, a través de la palabra «Pueblo de Dios», el poder del pueblo, de los laicos. Estaba esta triple cuestión: el poder del Papa, transferido después al poder de los obispos y al poder de todos, soberanía popular. Para ellos, naturalmente, esta era la parte que había que aprobar, que promulgar, que favorecer. Y así también la liturgia: no interesaba la liturgia como acto de la fe, sino como algo en lo que se hacen cosas comprensibles, una actividad de la comunidad, algo profano. Y sabemos que había una tendencia a decir, fundada también históricamente: Lo sagrado es una cosa pagana, eventualmente también del Antiguo Testamento. En el Nuevo vale sólo que Cristo ha muerto fuera: es decir, fuera de las puertas, en el mundo profano. Así pues, sacralidad que ha de acabar, profano también el culto. El culto no es culto, sino un acto del conjunto, de participación común, y una participación como mera actividad. Estas traducciones, banalización de la idea del Concilio, han sido virulentas en la aplicación práctica de la Reforma litúrgica; nacieron en una visión del Concilio fuera de su propia clave, de la fe. Y así también en la cuestión de la Escritura: la Escritura es un libro histórico, que hay que tratar históricamente y nada más, y así sucesivamente.
       
Sabemos en qué medida este Concilio de los medios de comunicación fue accesible a todos. Así, esto era lo dominante, lo más eficiente, y ha provocado tantas calamidades, tantos problemas; realmente tantas miserias: seminarios cerrados, conventos cerrados, liturgia banalizada… y el verdadero Concilio ha tenido dificultad para concretizarse, para realizarse; el Concilio virtual era más fuerte que el Concilio real. Pero la fuerza real del Concilio estaba presente y, poco a poco, se realiza cada vez más y se convierte en la fuerza verdadera que después es también reforma verdadera, verdadera renovación de la Iglesia. Me parece que, 50 años después del Concilio, vemos cómo este Concilio virtual se rompe, se pierde, y aparece el verdadero Concilio con toda su fuerza espiritual. Nuestra tarea, precisamente en este Año de la fe, comenzando por este Año de la fe, es la de trabajar para que el verdadero Concilio, con la fuerza del Espíritu Santo, se realice y la Iglesia se renueve realmente. Confiemos en que el Señor nos ayude. Yo, retirado en mi oración, estaré siempre con vosotros, y juntos avanzamos con el Señor, con esta certeza: El Señor vence.
    
Gracias.

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